José Rafael Ruz Villamil RUZ VILLAMIL,
Yucatán (México).

A propósito de Mt 9,9-13*

ECLESALIA, 21/07/23.- Siendo Roma aún república —nominalmente, al menos— Mitrídates, entonces rey de Pérgamo, decide legar, hacia el 133 a.C., su reino al Senado romano. Los senadores —con una hipocresía ejemplar en tanto que pregonan que el único tributo que pretende la República es el respeto— acaban utilizando una cierta infraestructura para el cobro de impuestos usada tanto ya en la antigua Grecia como en los reinos de Oriente: la institución de los publicanos; ésta consiste en el arrendamiento de un sector sociogeográfico para la exacción. Los arrendatarios de la cosa impositiva vienen a ser inversionistas que, provistos de recursos considerables o formando sociedades de capital, pujan por los sectores sujetos a cobro y responden ante el Estado obligándose a entregar una cantidad determinada de impuestos recaudados o, en su defecto, a cubrirla con su peculio.

La ganancia del negocio está en la diferencia del monto anual a entregar y la cantidad recaudada, misma que habrá de depender de la habilidad de los cobradores de impuestos para aumentarla. Lógicamente, no son los inversionistas quienes se hacen cargo personalmente del cobro de los tributos: para esto contratan empleados —que, por extensión, acaban siendo llamados también publicanos— con la consigna de extorsionar tanto cuanto puedan a los sujetos de impuesto; sobra decir que el trabajo de recaudador es odioso y odiado, por lo que, quienes se contratan como publicanos suelen ser, o gentes que no tienen otra posibilidad de ganarse la vida, o gentes tan codiciosas como los genuinos publicanos que, dejando de lado cualquier escrúpulo, buscan enriquecerse a toda costa (cf. T. Holland, Rubicón. Auge y caída de la República romana, Barcelona 2003)

“Como botín de la victoria y multa de la guerra” define Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) el cobro de impuestos y tributos a los países y los pueblos conquistados por Roma. Además, la entonces superpotencia justifica, con la ideología de llevar la civilización, la explotación de los países que invade y ocupa, entre los cuales la Palestina del siglo I. Y no es poca cosa, no, lo que devora el fisco: el judío de entonces ha de desembolsar entre un 10% y un 50% del fruto de su trabajo para cubrir las tasas impositivas tanto directas —que gravan personas físicas, propiedad y producción—, como indirectas —que afectan transacciones comerciales y servicios amén de pagos aduanales, peaje e importación de mercaderías—: todo bien y servicio, ¡incluso la prostitución!, es sujeto de gravámenes, al que hay que añadir el tributum capiti o tributo personal para el César que, además de fastidiar todavía más los pocos ingresos, produce un agudo escozor religioso en cuanto que supone reconocer explícitamente su dominio sobre un pueblo que, por su profunda índole religiosa y monoteísta, sólo admite a Yahvé, su Dios, como único soberano y señor. Si a lo anterior se añade que para organizar la cuestión fiscal se decretan censos siempre acompañados de interrogatorios brutales, se entiende el hartazgo social que suele desembocar en revueltas, como la que encabezara Judas el Galileo, en 6 d. C., y que derivó en la resistencia zelota (cf. B. J. Malina, R. L. Rohrbaugh, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I, Estella 1996).

Y es que “el criterio de la dominación en la tierra de Israel, así como su fin primario, fue el percibir los impuestos y cobrar las tasas” (así E. W. Stegemann y W. Stegemann, Historia social del cristianismo primitivo, Estella 2001). Esta exacción estuvo, a partir del 47 a. C. y por decreto de Augusto, en manos judías en tanto que éste prohibió que se concediera la contrata de los impuestos de Judea a publicanos romanos; puede suponerse entonces que en la Palestina de tiempos de Jesús el cobro de impuestos quedaba en manos de pequeños empresarios o algunas sociedades de tales como la quizá encabezaría Zaqueo, jefe de una contrata de publicanos —architelones—; hay que decir que en las sociedades de publicanos estaría involucrada la así llamada aristocracia de Jerusalén. Por último y en relación específicamente con Galilea y sin tener información segura, considero que puede especularse que la recaudación de impuestos estaría en manos de Herodes Antipas en su calidad de tetrarca, aunque como reyezuelo vasallo que era y a pasar de tener un ejército propio, el grueso de lo obtenido tendría necesariamente que acabar en Roma.

Mateo —llamado Leví tanto por Marcos como por Lucas en los textos paralelos— es un publicano en el sentido de recaudador de impuestos, que, como como todos sus pares en la Palestina del primer tercio del siglo I, es judío, lo que significa que por encima de la dignidad y el orgullo anejos a su condición de tal se ha puesto al servicio de Roma asumiendo la exclusión social que esto supone: el mismo relato no permite pensar que ingresase a las filas de los recaudadores por no encontrar otro trabajo. Es probable más bien que —como puede suponerse en el caso de Zaqueo— haya renunciado a su plena identidad judía, simple y sencillamente por dinero, como puede deducirse de la segunda parte del texto en cuestión que relata una comida que está relacionada con su encuentro con Jesús de Nazaret. El texto de Mateo relata que esta comida fue en casa del Maestro, pero Marcos —y Lucas con él— ubican la fiesta en la casa del propio Mateo-Leví (cf. Mc 2,12-17 y Lc 5,27,32). Vale apuntar que el paralelo de Lucas describe la fiesta como un banquete —una sucesión de carnes y aves aderezadas sofisticadamente, vinos finos, y más— cosa que hablaría de la posición económica de Mateo-Leví conseguida por haberse vendido a Roma renunciando, repito, a su identidad judía. Pero, ¿qué pudo haber detrás de esta renuncia?

En el primer tercio del siglo I, ser judío en Palestina significaba ser un miembro más de un país conquistado y dominado por el Imperio romano donde, por un lado el gran Sanedrín de Jerusalén —junto con los saduceos y los ancianos aristócratas— estaban sometidos al procurador romano para conservar sus privilegios; correlativamente el Templo de Jerusalén estaba corrompido; su Galilea, insisto, gobernada por un rey vasallo que, puede tenerse por seguro, no dudaba en aumentar tributos por su manía de construir ciudades de corte helenista; los fariseos —en una gran mayoría— habían reducido la relación enriquecedora con el Yahvé de Israel a un cumplimiento cuasiburocrático de la Ley; los zelotas estaban empeñados en una guerra sin futuro; los esenios se habían autoexcluido envueltos en su pureza legal y en su perfección: visto así, no era un panorama estimulante y menos alentador. Así que venir a formar parte del establishment resultaba tentador y más si como recaudador podría acceder a un nivel de vida más que acomodado y, aún, con algunos lujos.

A menos que… a menos que surgiera una alternativa mejor: una alternativa que, tomando lo mejor del núcleo inspirador de la tradición contenida en las Escrituras, ofreciese en una praxis concreta una otra forma de ser judío, más todavía, una otra manera de ser humano, de ser persona digna. Y eso, justamente eso, Mateo-Leví lo encontró, qué duda cabe, en Jesús de Nazaret. Y no lo encontró como algo hecho, algo terminado, sino en una causa que debió haber sonado fascinante a sus oídos: el Reino de Dios. Que Dios reinara en vez y sobre el César, sobre Antipas, sobre Pilato, sobre el Sumo Sacerdote; que anulara todo poder opresor, en fin.

Tuvo quizá que haberlo pensado, sopesado, meditado; tal vez no sucedió como, hiperbólicamente, cuenta el relato, pero, a fin de cuentas, Mateo dejó a Roma y siguió a ese Jesús que no vino a buscar a los justos, sino a llamar a los pecadores.

*Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» Él se levantó y le siguió.

Y sucedió que estando él a la mesa en la casa, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: «¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?» Mas él, al oírlo, dijo: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».

MT 9,9-13

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