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“Roma locuta, causa finita“, por Eduardo de la Serna

Jueves, 25 de agosto de 2022
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28945BC5-FD0E-4938-BA38-CC8B9263D2CADe su blog Un oído en el Evangelio y otro en el Pueblo: 

Sectores tradicionalistas De la Iglesia van de cacería de “palabras romanas” para después de conseguirlas hablar de “comunión y fidelidad”.

Con frecuencia “Roma habla” y la causa no es “finita” sino que cambia y vuelve a cambiar.

La centralidad de la obediencia olvida que la obediencia primera es a la conciencia y luego al Evangelio del Reino.

El dicho que encabeza estas reflexiones es casi un apotegma [tomado del sermón 131.10 de san Agustín, pero referido a los judíos], que “como corresponde, se formula en latín”. Significa que, puesto que “Roma” (= el Vaticano) ha hablado sobre un tema, ya no hay nada más que decir. El tema está terminado. Por más que la milenaria historia de la Iglesia lo ha desmentido y sigue desmintiendo, sin embargo, en ciertos ambientes eclesiales, se sigue esperando la palabra definitiva de Roma que ya no se modificará… Hasta que se modifique por el peso de la realidad.

Habitualmente suelen pronunciarlo los sectores más conservadores o tradicionalistas de la Iglesia, los que, con frecuencia, no se caracterizan por su libertad para avanzar con la osadía impulsada por el Espíritu Santo; por el contrario, suelen atarse a la ley, (por ejemplo, al Código de Derecho Canónico, o a momentos de la historia leídos sin ninguna mediación hermenéutica). Hijos o hijas del temor necesitan la seguridad que les da la ley, o la “madre” Iglesia que les da la seguridad necesaria para la vida sin zozobras. El miedo al error, por ejemplo, o a no hacer “lo debido” los o las paraliza hasta que “Roma habla” y, entonces, los o las invade una extraña paz. En ocasiones, además, algunas o algunos, después de que “Roma ha hablado”, “militan” la obediencia, la fidelidad, la “estricta observancia”, y – puesto que – según dicen – el tema está concluido por la “palabra romana” – levantan banderas religiosas de unidad, comunión, carismas, además de las mencionadas…

Se podría analizar el tema en su complejidad y preguntarnos si antes no han roto la unidad o la comunión las actitudes y acciones subrepticias, ocultas o demás mientras salen de cacería de la esperada palabra romana, luego de la cual respiran aliviados o aliviadas, y, ahora sí, visiblemente, pretenden exhibir a “los otros” como artífices de la desunión o la falta de unidad y comunión…

Por otro lado, podríamos hacer referencia a lo que Pedro Casaldáliga llamó “una rebelde fidelidad”, o – más todavía – a que muchos dudamos claramente que la “causa, realmente sea, finita”.

Empecemos señalando que nuestra primera fidelidad ha de ser a nuestra conciencia, el ámbito primero e ineludible de la obediencia. Pero luego de esta, es evidente que la obediencia fundamental y primera ha de ser al Evangelio del Reino. Obediencia que debe también “Roma”, algo que – no pocas veces – ha manifestado desconocer, aunque en ocasiones pida perdones 500 o 1000 años después.

Obedecer remite, etimológicamente (tanto en el latín como en el griego) a la audición. Se trata de una reacción ante lo que se ha escuchado (ob-audire). Una reacción acorde a lo escuchado.

Pero es importante destacar que – teniendo todo esto en cuenta – ciertamente no es lo mismo cuando la obediencia se aplica a ministros ordenados, a religiosos y religiosas y a laicos y laicas. Las y los religiosos, por ejemplo, profesan un “voto” de obediencia. Esta es a un “superior” o “superiora” (sic) y hace referencia, ciertamente, al carisma fundacional de la orden o congregación. De todos modos, ha de señalarse que, carismáticamente, no es lo mismo la obediencia entre los jesuitas que entre los franciscanos, por ejemplo. Se ha de señalar, claramente, que los votos (castidad, pobreza y obediencia) son constitutivos de la vida religiosa, aunque ciertamente estos hayan de entenderse teológicamente y antropológicamente además de carismáticamente (nunca fundamentalistamente). Otra es la obediencia de los ministros ordenados, presbíteros y diáconos, al obispo (“¿prometes respeto y obediencia?”). en este caso no se trata de un voto sino una promesa y, además, ligada al respeto. Pero no debe descuidarse lo ya dicho: también el obispo debe “respeto y obediencia” a la comunidad eclesial (también el obispo de Roma, ciertamente). Si un obispo “mandara” algo contrario al decir y sentir eclesial, ciertamente nadie estaría obligado a “obedecerlo”. Finalmente, la obediencia laical ciertamente se despliega según el propio carisma del laicado. Veamos:

Es sabido que se solía decir que había una Iglesia docente y una Iglesia discente (catecismo de Pio X [1905], nros. 181-192), es decir, una Iglesia que enseña y una que recibe la enseñanza, una que manda y una que obedece. La imagen piramidal que esto implica indicaba que el laicado debe “obedecer” a la Iglesia jerárquica. Dejamos de lado esta imagen de las y los laicos como “menores de edad” (los mismos que merecen ser alimentados con papilla, como sería un catecismo, y a quienes se les da la comunión en la boca). Esta eclesiología quedó felizmente detonada con el Concilio Vaticano II, aunque muchas y muchos que esperan que “Roma” hable, se resisten a sepultar.

Una breve nota sobre el laicado: antes del concilio, y del despliegue de la teología post-conciliar, era habitual presentar a los laicos y laicas como aquellas y aquellos que “no son” … No son religiosos, no son ministros ordenados. No están dirigidos a la perfección (vida religiosa), no son los que deben “conducir” (ministros ordenados), son quienes deben ser enseñados. Modelo de esta eclesiología eran aquellos laicos o laicas cuyo sentido estaba dado por actuar bajo la enseñanza de la jerarquía (ieros – arjé, “principio sagrado”, sic). Los modernos estudios teológicos y bíblicos llevaron a la teología (y al Concilio) a entender la Iglesia como “pueblo de Dios”, una comunidad ya no “jerárquica” sino circular (o poliédrica, como le gusta decir al papa Francisco). Un pueblo en medio de los pueblos implica la urgencia (como la levadura en medio de la masa) de “encarnarse” en la historia, en los sindicatos, la empresa, la educación, la política, los medios de comunicación, etc. Pero no como “obedientes” a una orden superior (al estilo de los antiguos partidos cristianos, empresarios cristianos, etc.) sino como fermento. Quizás hoy la pregunta no sea tanto cuál es el rol o el ser del laicado, sino el de los ministros ordenados. Pero es otro tema.

Decenas de comunidades religiosas, movimientos o instituciones laicales nacidas en la historia, han debido, con resistencias y creatividades, modelarse según la nueva vida eclesial del postconcilio. Curiosamente, hay quienes en nombre de la fidelidad se han resistido y resisten a aquel que “hace nuevas todas las cosas” (ver Ap 21,5). El ejemplo de lo ocurrido con las carmelitas descalzas ciertamente es significativo (curiosamente, en todo el proceso de renovación y división del Carmelo, “Roma” habló varias veces y se desdijo otras tantas) y – como ocurre tantas veces – hoy asistimos a dos grupos bastante diferentes entre sí y cada una afirma y se sienten las “herederas del verdadero espíritu y carisma de Teresa”. Debemos decir, además, que, en este caso, “Roma”, en lugar de ser garante de la unidad, fue artífice de la división.

Muchas palabras entran en cuestión cuando de “obediencia” se trata. Para empezar, una palabra que se escucha y ante la que se reacciona. Pero una palabra que debe “pesarse”, ya que una es la palabra que pronuncia nuestra conciencia, otra la palabra de Dios en las Escrituras, otra la palabra que la Iglesia ha pronunciado de un modo comunitario y universal (un Concilio, por ejemplo), etc. Los llamados “lugares teológicos”, codificados por Melchor Cano (1509 – 1560) pueden ser un buen punto de partida de esta “jerarquía” de “palabras”. Pero no es posible – sería teológicamente insustancial – ignorar el presente. La historia es el ámbito donde se pronuncia (o se encarna) la “palabra”. Es evidente que una palabra sabiamente pronunciada ayer, ha de mirar sabiamente el hoy antes de ser “escuchada” y “obedecida”. El fundamentalismo, una especie de “suicidio del pensamiento”, conduce a una obediencia que está lejos de la libertad, lejos de la vida y lejos de una verdadera “escucha”. Seguir “ciegamente” los textos bíblicos, conduce a una evidente deshumanización y, además, manifiesta un Dios bastante diferente al que Jesús en su vida y palabras eligió revelar. Y, ciertamente, es evidente que, si hemos de “interpretar” a los nuevos tiempos los viejos textos bíblicos, no es menos evidente que hemos de interpretar, adaptados a esos mismos nuevos tiempos, los carismas fundacionales, por ejemplo. “Roma” podrá hablar – ¡tantas veces movida por el temor, por el “siempre se hizo así” o por ideologías siempre conservadoras, cuando no por otras razones menos sanctas todavía! (y algunas canonizaciones son expresión evidente de esto) – pero, ciertamente, antes, es indispensable escuchar lo que “el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2-3). “Roma habló” al hablar de Iglesia docente e Iglesia discente (algo que fue aceptado durante todo el s. XX hasta el Concilio) pero luego “Roma habló” otras palabras. Si de unidad y comunión se trata, no es esto en torno a una “palabra” fija sino en torno a un pueblo de Dios vivo, a una unidad “perijorética” (comunión en la diversidad y el amor). La comunión incluye las diferencias en la gestación de la unidad. Sin diferencias se trataría de “uniformidad”, que es algo bastante diferente… y dudosamente evangélico. Habrá quienes, desde el temor, o desde ideologías esclerosadas, salen de cacería en búsqueda de “palabras romanas”, pero habrá quienes desde el amor (que vence al temor, como se sabe; ver 1 Jn 4,18) eligen la osada escucha del Espíritu. Creo que ya sé dónde elijo estar.

Foto tomada de https://archive.org/details/CatecismoMayorDeSanPoX/mode/2up

 

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La ética ha desplazado al dogma

Sábado, 6 de febrero de 2021
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1489687188320Juan Zapatero Ballesteros
Sant Feliú de Llobregat (Barcelona).

ECLESALIA, 25/01/21.- Cada año, durante los días 18 al 25 de enero, se celebra el Octavario de Plegaria por la Unión de las Iglesias Cristianas que se disgregaron desde hace siglos; unas desde más atrás, otras más tarde. En todos los casos fue una cuestión dogmática, acompañada también de una actitud disciplinar casi siempre, la que motivó el enfrentamiento y, a la postre, la ruptura. Las acusaciones, fundamentadas en puntos de vista diferentes según cada una de las partes, tenían siempre su punto de arranque en uno u otro texto del Evangelio. Concretamente, Roma siempre puso el “Tú eres Pedro y sobre esta piedra…” (Mt 16, 13-20), apoyada además por el deseo de Jesús a los suyos “Que todos sean uno…” (Ju 17,21), en el discurso de despedida, según el evangelista Juan. Aunque, a decir verdad, en el caso del protestantismo fue la corrupción de la propia Iglesia católica, la que impulsó a Lutero a dar el golpe definitivo de ruptura. Sin llegar a este extremo, cabe recordar que, ya desde los primeros tiempos de la Iglesia, las grandes disputas que surgían estaban motivadas casi de manera constante por cuestiones de dogma. Cabe decir que los concilios se encargaron de evitar la división o la ruptura, aún peor, en momentos en que el crecimiento y la expansión de la Iglesia era uno de los objetivos primeros, aprovechando el apoyo y favor de emperadores y mandatarios. Todo ello fue provocando que los aspectos de compromiso fueran quedando poco a poco más al margen; oscurecidos por las “verdades de fe” que iban surgiendo de los concilios.

En medio de una sociedad secularizada, para la que la religión en general, y las iglesias cristianas en particular, no cuenta prácticamente nada, van surgiendo y avanzando grupos de personas cristianas, comunidades populares y de base, etc., que van dejando cada vez más el dogma de lado para abrazar el compromiso como opción preferencial. Muchos de ellos son comunidades y grupos nuevos, aunque también otros vienen ya de épocas anteriores, concretamente de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, en que el restauracionismo se impuso de manera general; en la mayoría de los casos con imposiciones férreas de silencio y prohibición de enseñar. Pero, paradojas de la vida, aquellos teólogos otrora denostados son los que en estos momentos abren camino y sirven de fundamento a todos estos grupos de vanguardia que dejan totalmente de lado un dogma trasnochado y tedioso, junto a un tipo de moral esclavizante, para hacer de la ética del Evangelio su mejor signo de pertenencia.

Solamente una cosa al hilo de lo referido hace un momento: sería interesante puntualizar que le religión y las iglesias cristianas no cuentan ya para la sociedad de nuestro tiempo no por una cuestión de animadversión sin más; sino porque las creencias, las ideas, los dogmas de aquellas y también muchos de los principios de su moral no dan respuesta o la dan de manera bastante desenfocada a las preguntas y cuestiones más acuciantes de la mayoría de hombres y mujeres que forman esta sociedad de nuestro tiempo.

Por tanto, ya no es la dogmática, la liturgia, la rúbrica, etc., lo que interesa a todos aquellos grupos y personas que van descubriendo día a día que Jesús, su palabra y su testimonio, nada tienen que ver con todo eso, y sí, en cambio y mucho, con la vida de las gentes, de todas, pero de manera especial de quienes más sufren las consecuencias de las tragedias y del mal de los hombres. Porque ya no es la fe en Jesús lo que les mueve y les impulsa a actuar, sino el seguimiento tras Él, contribuyendo desde y con su compromiso a hacer cada día un poco más efectivo su Reino, en el que todas y todos tengan cabida, siendo los más pobres quienes al final acudirán al sentirse de verdad invitados (Mt 22,2-14).

Pues, tal y como escribe un teólogo de nuestros días, la pertenencia de la persona al grupo de los llamados por Jesús no viene dada por la fe que profesa en Él, sino por su opción de cara a seguirlo. El “Ven y sígueme” que de manera más que constante sale en los Evangelios. Y, por tanto, no serán precisamente los dogmas cristológicos, ni otros tampoco por supuesto, los que marcarán la ortodoxia o la heterodoxia del creyente, sino su opción por los hambrientos, sedientos, presos, desnudos, enfermos, etc., (Mt 25,31-46). Porque, al final, es la ética y el comportamiento, lo único que de verdad vale la pena de cara a unir a hombres y mujeres, por encima precisamente de creencias, entre otros, que, a la postre, suelen ser las que más inciden a la hora de crear secta y división.

¿Qué mejor propósito de cara a unir esfuerzos que el que tienen por objetivo el bien de las personas, especialmente de las que se encuentran más necesitadas? Y, ¿qué mayor desgracia que el enfrentamiento entre personas, grupos y comunidades carentes de entrega y de compromiso?.

  (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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“La violencia religiosa hunde sus raíces en el ‘sacrificio’ y en el ‘dogma'”, por José María Castillo.

Martes, 22 de agosto de 2017
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Olmo Calvo. 18/08/2017 Barcelona. Catalunya Atentado terrorista. La Rambla por la manana. Olmo Calvo. Homenaje a las victimas de Barcelona.

“La ‘religión de Jesús’ es única y exclusivamente la ‘religión de la bondad'”

“Las religiones, enseñadas y vividas como debe ser, mejoran las conductas de la gente”

(José M. Castillo, teólogo).- Nos preocupa más el hecho de la violencia y sus aterradoras consecuencias, que las causas que originan y justifican la mentalidad y las ideas que llevan a los terroristas a matar con la conciencia del deber cumplido. Y es evidente que, si no atajamos las causas y la mentalidad que la justifica, por más policías que tengamos, la violencia terrorista seguirá campando a sus anchas. Quienes pierden el miedo a que los maten, matarán a otros.

Como es lógico, un fenómeno humano de estas dimensiones, no se puede desentrañar en un breve artículo como éste. Por eso me limito a decir algo sobre una de las causas que motivan la violencia. Me refiero a la religión.

Se dice que los terroristas, por más que les laven el cerebro y los droguen, le pierden el miedo a la muerte porque saben que morir matando por la religión, eso es lo que les abre las pertas del paraíso para gozar sin fin. ¿Qué pueden hacer las fuerzas de seguridad del Estado ante un sujeto que lleva en lo más hondo de sí mismo semejante convicción?

Y es que, según creo, no hemos pensado a fondo que la misma base del cristianismo es un asesinato, la muerte inocente del hijo de Dios (W. Burkert). No olvidemos nunca que “el sacrificio es la forma más antigua de la acción religiosa” (H. Kühn), como ha demostrado sobradamente la paleontología y sus ciencias afines. Así que está más que demostrado que lo primero, en la historia del “hecho religioso”, no es Dios, sino el sacrificio: matar una vida. En realidad, “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. van der Leeuw).

Por eso, no nos debería sorprender que, analizando pacientemente el Antiguo Testamento, “en cerca de mil pasajes se habla de que la ira de Yahvé se enciende y castiga con la muerte y la ruina” (R. Schwager; J. A. Estrada).

No es posible analizar aquí este fenómeno más despacio. Sólo quiero indicar que, como es sabido, en el islam, el yihad es “un concepto problemático” (J. J. Tamayo). Porque, como ya señaló Abu al-Mawduli, este concepto justifica la guerra santa en la idea de que el Islam es un sistema integral que tiene como objetivo eliminar los demás sistemas falsos en el mundo.

Pero, en la religión, es determinante no sólo “el sacrificio”, sino además “el dogma”. Esta palabra designaba, en la Antigüedad, los “decretos imperiales” a los que cabe otra respuesta que el sometimiento incondicional. Someter sobre todo la mente. Es verdad que en el N.T este concepto no es fundamental. Pero, a medida que el cristianismo se fue organizando como “institución religiosa”, inevitablemente el “dogma” fue ganando en importancia y presencia en la sociedad y en la vida de los fieles.

El Magisterio de la Iglesia precisó y delimitó las verdades que han de ser aceptadas como verdades “de fe divina y católica”: no sólo las que se contienen en la palabra de Dios, sino que además son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ya sea en un concilio ecuménico, en una definición papal o por el Magisterio ordinario como tales verdades de fe (Conc. Vaticano I. DH 3041).

Un dogma tiene que reunir estas condiciones. No todo lo que se dice en los sermones, en los catecismos, en una encíclica… es “dogma de fe”. Cosa que es lamentable y desconcierta a mucha gente.

En cualquier caso, lo más importante, cuando hablamos de este asunto, es insistir en que está bien comprobado que las religiones, cuando son enseñadas y vividas como debe ser, mejoran las conductas de la gente. Y, por lo que se refiere a un cristiano (como es mi caso), lo que veo con más claridad y seguridad es que el Evangelio nos enseña que Jesús se dio cuenta y defendió, hasta la muerte, la grandiosa afirmación del profeta Oseas (6, 6): “Misericordia quiero y no sacrificios”. La “religión de Jesús” es única y exclusivamente la “religión de la bondad”, de la paz, del bien, que lucha contra el sufrimiento.

Fuente Religión Digital

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Jesús, ¿Hijo de Dios, humano y divino? Una relectura del dogma

Martes, 11 de abril de 2017
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En esta ocasión os traigo la interesante conferencia de José Arregui Jesús, ¿Hijo de Dios, humano y divino? Una relectura del dogma.

Los dogmas no son algo fijo, con el mismo significado a lo largo de los siglos. Cada cultura tiene su propia cosmología y tiene derecho a interpretar lo indecible con sus propias palabras. ¿Qué querían decir en la cultura semita del tiempo de Jesús con la expresión de Hijo de Dios? ¿Qué realidad hay más allá de las palabras?

Fuente Blog de la Comunidad Anawin

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“¿Dogmas de fe sobre la familia?”, por José María Castillo, teólogo

Sábado, 11 de octubre de 2014
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dogmaLeído en su blog Teología sin Censura:

¿Existen dogmas de fe sobre la familia? Por tanto, ¿se puede afirmar, con toda seguridad, que en la fe de la Iglesia existen verdades dogmáticas, que son indiscutibles y que, en consecuencia, no es lícito poner en duda en ningún caso ni se pueden modificar sea cual sea la finalidad por la que se pretendan cambiar?

Para responder a esta pregunta, lo primero ha de ser – como es lógico – precisar qué es lo que entendemos los católicos cuando hablamos de “dogmas de fe”. Tomo la respuesta a esta cuestión de la última edición del gran volumen de Teología Dogmática de Gerhard Ludwig Müller (Barcelona, Herder, 2009, pp. 78-79), actualmente cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Según afirma acertadamente este cardenal, para saber lo que es un “dogma de fe”, tenemos que recurrir a la definición que formuló el concilio Vaticano I (1870) en la Constitución Dogmática sobre la Fe Católica (cap. 3º):”Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional (“in verbo Dei scripto vel tradito”), y son propuestas por la Iglesia para ser creías como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio” (DENZINGER-HÜNERMANN, n. 3011).

Por tanto, para que una afirmación religiosa sea “dogma de fe”, no basta que esa afirmación se encuentre en la Biblia o sea presentada en la tradición más seria y auténtica de la Iglesia. Además de eso, es indispensable que tal afirmación sea propuesta para ser creída por el “juicio solemne” de la Iglesia. Tal juicio solemne sería una “definición dogmática” de un Concilio ecuménico o de un papa. En cuanto al “magisterio ordinario”, tendría que ser una verdad, aceptada como verdad revelada por Dios por la Iglesia universal, cosa que en este caso no sucede, dadas las muchas dudas y teorías opuestas que existen entre los católicos, precisamente en los numerosos y discutidos asuntos relativos a la famila.

Por tanto, los problemas relativos a los modelos de familia no son, ni pueden ser, dogmas de fe. En consecuencia, el Sínodo tiene – desde el punto de vista dogmático – entera libertad para deliberar y decidir lo que crea más conveniente para el bien de los seres humanos, de la sociedad y de la Iglesia.

En consecuencia, quienes echan mano de los dogmas de la Iglesia, para limitar la libertad de los participantes en el sínodo a la hora de tomar sus decisiones, hacen lo mismo que haría quien echase mano de una solemne mentira para imponer sus propias ideas o sus propias conveniencias. El sínodo, por tanto, puede perfectamente decidir lo que considere más conveniente para resolver los problemas relativos a los divorciados, a los homosexuales, al celibato de los sacerdotes o a la ordenación sacerdotal de las mujeres. En todo caso, quien tenga sus propias convicciones sobre los asuntos mencionados, que las presente como propias, pero que nunca tenga el atrevimiento de afirmar que eso pertenece a la fe de la Iglesia o que en ningún caso se puede hacer.

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El Centro de Gravedad.

Martes, 10 de junio de 2014
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Del blog À Corps… À Coeur:

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Me reprochas por situar el centro de gravedad de la fe cristiana en el futuro en lugar de situarla en el drama redentor de la muerte y resurrección de Jesucristo. El reproche es justo… ¡Pero es Jesús mismo quien sitúa el centro de gravedad de la fe cristiana en el futuro! No hago sino conformarme con ello como lo hacían el cristianismo primitivo y San Pablo, y como debemos hacerlo nosotros mismos/as. El centro de gravedad de la fe cristiana no es el drama redentor de nuestra dogmática, sino la llegada del Reino de Dios en nuestro corazón y en el mundo. La naturaleza del cristianismo está constituida por la predicación de Jesús del Reino que está próximo, no por la teoría de la redención de san Agustín. Lo que debe ocuparnos ante todo, es el Reino de Dios.

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Albert Schweitzer, carta del 11 de julio de 1952 a Maurice Carrez

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