De su blog Pensar y vivir en la Frontera:
Se acerca el Sinodo y se reiteran las propuestas a favor y en contra de revisar doctrina y prácticas eclesiales sobre acogida sacramental de personas en nuevas nupcias tras divorcio. Pero antes de argumentar en pro o en contra, repensemos el tema central de la fidelidad a la promesa, punto de partida anterior a las doctrinas teológicas y prescripciones canónicas sobre la indisolubilidad del vínculo.
Para cuidar la fidelidad y proteger su fragilidad, reflexionemos sobre la unión esponsal como don y tarea. La sinfonía del “sí, quiero” de los cónyuges, se despliega en cuatro tiempos: promesa interpersonal, acuerdo social, símbolo sacramental y tarea biográfico-familiar.
Para proponerla no bastará un simple post, habrá que alargarse esta vez en una columna.
En el lenguaje de los canonistas se designa como “defensa del vínculo” la incumbencia jurídica de protegerlo. Pero la tarea humana y eclesial de proteger el enlace conyugal (o, en su caso, el desenlace) es más amplia. Compete a tres instancias, por lo menos: la conciencia responsable de los cónyuges, las instituciones protectoras de la justicia y el cuidado pastoral-sacramental de las personas en la vida de las comunidades creyentes.
Situemos la cuestión más allá del debate sobre la validez de un vínculo jurídico o de una doctrina sobre la indisolubilidad (para algunas teologías, intocable; para otras, evolucionable y que debe evolucionar). El problema no se resuelve, ni negando ni permitiendo el acceso a los sacramentos. Hay que revisar la evolución histórica de la vida sacramental, la manera distorsionada de entender confesión, comunión, penitencia, matrimonio, potestad reconciliadora, etc… Sin hacer esa revisión no serviría de nada, ni el permitir lo que hasta ahora no se permitía, ni tampoco el prohibirlo.
Digámolo con un ejemplo concreto. Dice el teólogo X. que no se debe admitir a la comunión a esta pareja porque su convivencia es pecado. Le arguye el teólogo Y. diciendo que sí se les debe admitir, porque Dios no se cansa de perdonar. Pero a uno y otro teólogo hay que cuestionarles: ¿Y quién les ha dicho a ustedes que esa pareja está conviviendo en pecado? Como decían los medievales en sus controversios: Con el debido respeto, niego la premisa mayor (salva reverentia, nego maiorem). Pero temo que tengamos demasiado miedo a poner en entredicho premisas mayores…
Se produce confusión en los debates sobre matrimonio y divorcio, convivencias y separaciones, nulidades y anulaciones, reconocimiento del divorcio y nuevas nupcias civiles, así como sobre la aceptación, discernimiento y acompañamiento de tales situaciones por parte de la comunidad eclesial. Para evitarlas habrá que articular la relación entre los aspectos éticos, legales, religiosos y biográficos del cuidado de la fidelidad y responsabilidad con relación a la promesa.
La sinfonía del consentimiento conyugal se desarrolla en cuatro tiempos, correspondientes: 1) al aspecto interpersonal del consentimiento como promesa; 2) a la expresión legal, como contrato; 3) al aspecto ritual –comunitario, simbólico, sacramental-; y 4) al aspecto temporal y biográfico-familiar .
¿Qué instancias protegen la promesa en sus cuatro tiempos? En primer lugar, la garantía y protección de esa promesa es responsabilidad de la conciencia de los cónyuges en el terreno de la ética inter-personal, “promesa anterior a la promesa” (Ricoeur). En segundo lugar, es competencia del derecho amparar el contrato civil y aspecto institucional de la promesa ante la sociedad. En tercer lugar, la comunidad eclesial que, junto al apoyo de familia y amistades, acompaña a los novios ante el altar, da testimonio del sentido comunitario y trascendente del lazo símbólico anudado por los cónyuges para prometerse mutuamente llevar a cabo la unión de una persona en dos personas. En cuarto lugar, la conciencia responsable de los cónyuges apoya, durante el desarrollo biográfico de la vida familiar, la realización de la tarea prometida (o, en su caso, la reconciliación tras una ruptura o la cancelación tras una ruptura irreversible).
Incumbe a la ética la responsabilidad interpersonal de salvaguardar la promesa; interpelará desde la conciencia e impulsará con el amor para garantizar su realización. El derecho intervendrá para asegurar el cumplimiento del contrato y proteger la seguridad jurídica de cónyuges y familia. La Iglesia, al bendecir litúrgicamente la unión y acompañar pastoralmente a los cónyuges antes, en y durante el camino de su unión, atestigua la gracia divina para el arraigo y fructificación del símbolo sacramental en la vida de los esposos o para su eventual necesidad de reconciliación, sanación o rehabilitación y reanudación del camino.
La promesa de los cónyuges es personal y responsable. Lo que prometen no es solo proporcionarse mutuamente alguna cosa o hacer algo el uno por el otro, sino seguir siendo uno mismo (ipse) ante y con la otra persona en el futuro, aun cuando las circunstancias que condicionen a cada uno no sean las mismas (idem) que antes (Ricoeur).
Esta capacidad de comprometerse es a la vez fuerte y frágil. Fuerte, porque supone la capacidad del sujeto para comprometerse definitivamente. Frágil, porque son imprevisibles las circunstancias que eventualmente pondrán en peligro su cumplimiento. La pareja trepa por la montaña de la vida y solo puede demostrar el logro de la indisolubilidad de su unión cuando ha llegado a la cumbre. El estribillo del canto nupcial: “hasta que la muerte nos separe”, debería ser más bien: “hasta que la compleción de la vida consume nuestra unión” “hasta que la vida consumada convierta nuestra unión en lazo irrompible”.
La promesa es vulnerable. Las personas que se afirman a sí mismas y se afirman mutuamente empeñan su palabra y libertad vulnerables y, por lo tanto, frágiles y expuestas a la ruptura. Solo pueden decirse mutuamente: “hoy te elijo a tí para siempre”, si reiteran así: “y elijo seguir eligiéndote”. Si se re-eligen así a diario, convertirán la unión en indisoluble a lo largo de toda una vida.
Esta es la indisolubilidad antropológica en el horizonte del futuro, irreductible a la noción de indisolubilidad jurídica como acreditación de un vínculo contraído en el pasado. Si la indisolubilidad matrimonial se entendiera antropológica y evangélicamente como don y vocación (cf. Relatio Synodi, 2014, nn. 14-16, 21), sería fácil aceptar que la acogida sacramental de personas divorciadas vueltas a casar civilmente es posible y compatible con la situación canónica (hoy por hoy sin resolver) de la indisolubilidad jurídica de un matrimonio ratum et consummatum entre personas bautizadas, tal como lo considera el vigente derecho canónico (CIC, c. 1056, 1141).
Aunque la Iglesia, desde el punto de vista del derecho canónico, no reconociese la disolución del primer matrimonio y no celebrase canónicamente las segundas nupcias, nada impediría acoger sacramentalmente a esas personas, e incluso celebrar pastoral y litúrgicamente una bendición de quienes ya están socialmente constituidos como familia con todos sus derechos civilmente reconocidos.
El “sí” de los contrayentes en la ceremonia nupcial no es el punto cero de la unión, sino la renovación formal de aquel primer sí de los novios (primer tiempo, en la intimidad del día de la declaración y aceptación mutua ) que inició el proceso de convivencia; y es también su confirmación pública ante la sociedad (segundo tiempo) y ante la comunidad que comparte el simbolismo trascendente (tercer tiempo) de la comunión íntima de dos personas en una, cuya realización se lleva a cabo temporal, biográfica y familiarmente a lo largo de la vida, re-eligiendo cada día la elección originaria (cuarto tiempo).
La promesa, por su fragilidad, se puede romper. El ser humano capaz de prometer, es capaz de traicionar la promesa, y es también capaz de reconocerlo, pidiendo y recibiendo perdón. En una situación de imposibilidad del cumplimiento de la promesa o de interrupción del proceso de cumplimiento, pueden producirse diversos escenarios de desenlaces: ruptura irresponsable, cancelación de mutuo acuerdo o petición y concesión mutuas de perdón, sanación humana y sacramental de las heridas que dejó la situación de ruptura (tanto si fue culpable como si no lo fue). En caso de ruptura irreversiblemente inevitable persistirá la exigencia de sanación de las heridas y rehabilitación de las personas
En los debates sobre el vínculo matrimonial, impropiamente llamado indisoluble (sin distinguir el uso jurídico y el teológico de esta noción), se echa de menos esta reflexión antropológica recién esbozada aquí (que puede y debe acompañar a la reflexión evangélica, sacramental y pastoral).
Desde ambas perspectivasd, antropológica y evangélica, se asumiría con lucidez y serenidad, acompañadas de misericorida, el carácter procesual de la relación de “dos personas uniéndose” en “comunión de vida y amor”. La indisolubilidad matrimonial (no jurídica, sino antropológica) se verá más como vocación y meta de la fidelidad prometida, que como propiedad derivada exclusivamente de un compromiso canónicamente confirmado.
Incluso desde la perspectiva del vínculo confirmado social y religiosamente, sería posible repensarlo como “no disoluble injusta e irresponsablemente”, en vez de insistir en entenderlo como “indisoluble absolutamente”. Lo que deseamos convertir en irrompible, “re-anudándolo” día a día, no es un vínculo físico, óntico o legal, sino un lazo de unión interpersonal. El lazo de unión hasta la muerte se puede deshacer, no por la muerte física de uno de los cónyuges, sino por la muerte de la relación.
Por estar íntimamente vinculada a la relación, la indisolubilidad puede morir con ella. El vínculo no es un objeto que defender, o una doctrina que reconocer, o una norma que obedecer, sino una relación que cuidar. Su muerte producirá sufrimiento y requerirá un duelo y una sanación. No habrá que atribuirla necesariamente a un pecado o a una enfermedad; podrá ser solo un accidente. La unión y consumación personal de esta relación es un proceso que lleva tiempo y, a veces, se interrumpe a mitad de camino y muere con ella. Unas veces, por causa de una de las partes; otras veces, por causa de las dos partes; otras veces, sin ser por causa de ninguna de las dos partes, sino debido a circunstancias y vicisitudes externas. Si la ruptura es reparable, se buscará recomponer lo vulnerado. Si es irreversible, habrá que buscar sanación para ambas partes y apoyo para rehacer el camino de la vida. La acogida eclesial de las personas en esa etapa será de acompañamiento al proceso de sanación (no necesariamente penitencial, como propone tímidamente la ponencia de Kasper, que se queda corto…); podrá ser de reconciliación penitencial, en algunas ocasiones; pero otras veces, sin culpa que reconocer, será cuestión de una rehabilitación curativa o de un apoyo humano y espiritual para volver a empezar.
Biblia, Espiritualidad
Divorciados, Indisolubilidad, Matrimonio, Sínodo de la familia
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