A los noventa y cuatro años de edad, después de una vida llena de estudio, búsqueda de la verdad evangélica y profunda bondad, pero difícil y plagada de obstáculos, se nos ha ido en Granada el teólogo popular libre y disidente, pero profundamente cristiano, José María Castillo. Sus datos biográficos y obituario se encuentran ya en otros sentidos y lúcidos artículos de RD. (José Manuel VidalJesús Bastante, Xavier Pikaza).
En estos momentos, con el dolor de su pérdida, más que los datos fríos y académicos de su vida nos interesa su perfil humano e intelectual. Un pintor habría utilizado para retratarlo colores pálidos para trazar suavemente un rostro entre frágil e inteligente, solitario y cordial, humilde y respondón. Pero esa es solo la apariencia. Pepe Castillo es mucho más. Pueblo pequeño, escasez de la Andalucía oprimida, guerra y posguerra, franquismo y transición; Trento y Vaticano II, le configuran como marco político y vital. Un rasgo de sus comienzos emociona especialmente, su confesión de que de niño fue pastor literal de ovejas. Cuenta que durante años le dio vergüenza relatar esta vivencia infantil. Pero no solo es hermosa esa conexión primitiva con la naturaleza y la imagen bíblica del pastoreo, sino que viene a simbolizar lo que va a ser el eje de toda su vida: la centralidad del Evangelio como columna vertebral de su actividad teológica.
Un continuo salto de obstáculos
Como en una película hay secuencias que se alternan en su relato: el proceso de ir descubriendo al verdadero Dios contra la falsa religión en su hijo, Jesús de Nazaret, y, como en un salto continuado de obstáculos, superar los escollos que le irá poniendo la Iglesia institucional o real. Sobre el sustrato de una psicología frágil y sensible, como él mismo confiesa que es la suya, eso ha supuesto tener que afrontar muchas noches oscuras, incomprensiones, soledad e incluso tener que superar en varias ocasiones la depresión. Pero nunca ha claudicado en su lucha hasta alcanzar la libertad e incluso, en la medida que es posible en este mundo, la felicidad.
En este proceso ha estado muy presente la Compañía de Jesús. Yo creo que en cierto modo ser jesuita imprime carácter. Con sus defectos -entre ellos cierto orgullo corporativo-, la orden que fundó San Ignacio no deja indiferentes. De los muchos ex jesuitas que he conocido pocos no sienten cierta añoranza, y la mayoría asegura que la experiencia a fondo de los Ejercicios ha marcado para siempre su vida. Lo curioso de Castillo es que, a pesar de que abandona dos veces la Orden (la primera por enfermedad en el noviciado, la segunda por conflictos que el resume como “higiene mental”), mantendrá siempre un vínculo de gratitud y aprecio, tanto que le dedica a la Compañía sus memorias y le atribuye muchos de sus logros de formación y vivencia.
Como novelista y biógrafo he llegado a la conclusión de que una de las cualidades más destacadas de la Compañía, sobre todo los últimos tiempos, es su flexibilidad y tolerancia para albergar entre sus filas hombres tan distintos como Teilhard de Chardin y Karl Rahner, Gerald M. Hopkins y Carlo María Martini, generales como Janssens y Arrupe, y entre los españoles singularidades tan acusadas como los padres Llanos y Díez-Alegría. De estos dos grandes hombres, como Castillo, libres, proféticos y rompedores, he escrito biografías documentadas. La de José María Díez-Alegría la titulé “Un jesuita sin papeles: la aventura de una conciencia”. Precisamente por su objeción de conciencia Alegría tuvo que abandonar legalmente la Orden, aunque el simpar Arrupe, entonces superior general, le permitió seguir viviendo como un jesuita más en casas de la Compañía. No sé de otro instituto eclesial que haya tenido un gesto de este calibre.
A este respecto Pepe Castillo me contó una anécdota muy repetida en su encuentro con el papa Francisco, cuando le invitó a una audiencia en Roma. Después de haberle hecho varias de esas llamadas telefónicas que suele hacer a algunas personas por sorpresa, el ex jesuita granadino le dijo al papa jesuita argentino: “Convénzase, santidad, los dos somos jesuitas sin papeles”, lo que desencadenó un torrente de risas en el Papa. Castillo resume así lo mejor que sacó de sus dos noviciados, lo que “hay en la base y fundamento de mi vida es una “experiencia-clave”, que se mantiene firme en mí, tal como yo la siento, la percibo y es el motor de lo que hago y deseo seguir haciendo, hasta el final de mis días. Es la experiencia de Jesús, el Señor de mi vida, tal como lo he encontrado en el Evangelio”.
Contradicciones de nuestra Iglesia
Otro punto es su experiencia humana e intelectual en los centros de estudio donde ha ejercido su profesorado como Córdoba, Granada, Roma, El Salvador y otros muchos lugares. De ello afirmaba: “Esta Iglesia, a la que tanto debo, es la Iglesia que vive en una enorme y palpable contradicción. Es la contradicción que consiste en que la Iglesia enseña (o pretende enseñar) exactamente lo contrario de lo que vive. Y es el “clero”, lo digo sin rodeos, el que lleva la batuta de esta enorme orquesta ruidosamente desafinada”. Particularmente sensible a las contradicciones, estas estallan en su vida cuando se le prohíbe enseñar en Granada y al mismo tiempo se le admite, e incluso se le anima, a hacerlo en la UCA de San Salvador. “¿En Granada yo era peligroso y en El Salvador no lo era? ¿Cómo se explica esta contradicción?”. ¡Por lo visto la razón formal es que la de Granada era facultad eclesiástica y la de San Salvador civil! Como si la verdad dependiera de etiquetas.
Pepe admiraba la libertad profética de Pedro Arrupe, que le trató con gran comprensión y delicadeza, o las confidencias de su sucesor en el generalato, Adolfo Nicolás, que al despedirse le dijo: “Reza mucho por la Iglesia; porque más bajo de lo que ha caído, ya no puede caer”. Castillo se atreve a decir que Wojtyla y Ratzinger, “aunque hombres muy distintos, cada uno a su manera, le dieron más importancia a la fiel observancia de la Religión que a la presencia del Evangelio en la vida de los individuos y de la sociedad”.
Sea como fuere la trayectoria teológica de Pepe Castillo, insuflada de una enorme cultura y cientos de libros asimilados y otros escritos por él, es una continua superación de censuras y de problemas de libertad de cátedra. Llega a afirmar que la Teología es “un saber sometido a censura”. Su clave para entenderla es la encarnación como humanización de Dios. Por eso afirma en una estrecha unión de inmanencia y trascendencia: “Si luchamos en serio por ‘humanizar’ esta sociedad y este mundo, entonces y sólo entonces, podremos pensar en serio que estamos luchando por ‘divinizar’ nuestra existencia”. Para señalar lo que distingue a un cristiano del que no lo es, afirma que se produce cuando “sólo queda en pie el amor, la bondad y el comportamiento que cada cual ha tenido en su vida con sus semejantes”.
Solo queda el amor
Muy esclarecedor es cuando se pregunta por su identidad de los últimos años: “¿Laico o jesuita arrepentido?”. De pronto se descubrió viejo y libre por primera vez, en el sentido de no estar atado para realizar lo que uno quiere hacer. Esto le supuso vivir contrastes, como tropezarse con gente que le felicitaba y otros le evitaban, como aquel compañero que se escondía detrás de un libro para no saludarle. Pero lo mejor es su conclusión: “¿Laico o jesuita arrepentido? Ni lo uno ni lo otro. Yo quiero creer en Jesús, buscar – en Jesús – a Dios. Y para alcanzar mi búsqueda, hacer lo que hizo Dios. O mejor –para hablar con precisión– intentar hacerlo. Que es, ni más ni menos, hacer lo que hizo Dios: “encarnarse”. Es decir, “humanizarse”: “La Palabra se hizo carne”. Dios se “humanizó”. Siendo profundamente humanos, así es como encontramos a Dios.” O lo que le dijo Adolfo Nicolás en Roma: “Me alegra que te hayas salido de los jesuitas. Porque te conozco. Y sé que, tal como piensas y te comunicas, tú no podías ser feliz en la Vida Religiosa. Y no olvides que venimos a este mundo para ser felices. No para vivir siempre contrariados”.
Castillo piensa que el problema del hombre es Dios, y solamente en el Evangelio en Jesús, algo que en su opinión la Iglesia ha olvidado, volvemos a la centralidad. “Hizo falta pasar por la crisis religiosa, que provocó la Ilustración, para darnos cuenta de que a Dios no lo conocemos. Y ahora, que hemos entrado, en picado, en la crisis de la Religión y de Dios, empezamos a tomar conciencia de que al Dios trascendente solamente podemos conocerlo en la humanización de Dios, tal como lo vemos y lo palpamos en el Evangelio, en la vida y en las obras de Jesús”. De ahí la importancia que el profesor Castillo concedía al Dios humanizado, que veía como única vía de hacer presente a Dios en nuestro lacerado mundo, y para la Iglesia que esté centrada en el Evangelio, porque “una Iglesia empeñada en observar fielmente la Religión es una institución que vive y comunica un Evangelio falsificado”.
Pepe ha declarado siempre su amor a la Iglesia, “pero precisamente porque la quiero tanto, por eso no me puedo callar lo que yo veo como el fenómeno de fondo que ha desquiciado lo que quiso Jesús, mi verdadero Señor, cuando se despojó de todo rango y dignidad, de toda posesión de bienes y grandeza”. Por eso la Iglesia no tiene futuro si no es desde el seguimiento de Jesús y recuperando como centro el Evangelio. En su opinión lo que la gente de hoy rechaza de la Iglesia no es la “maldad”, sino la “mentira”, la contradicción entre lo que predica y lo que vive, y será creíble cuando sea capaz de romper las fronteras discriminatorias entre el clero y el laicado, el hombre y la mujer, y no convierta los ritos en una forma de liberarse de los miedos o de enorgullecerse como el fariseo frente al pobre publicano.
“Cuídelo, Margarita” (Papa Francisco)
Con este pensamiento la irrupción del papa Francisco en estos últimos años del teólogo Castillo ha sido capital. Pocos días antes de que Benedicto XVI presentara su dimisión, el padre Adolfo Nicolás le hizo esta confesión en Roma: “Ten en cuenta que la Iglesia lleva más de treinta años sin gobierno”. Y añadió: “Juan Pablo II se ha dedicado a viajar por el mundo. Y Benedicto XVI ha ocupado su tiempo leyendo libros de alta especulación filosófica y teológica, a lo que añade la música clásica, que le encanta”. ¿Quién gobernaba la Iglesia? Responde Nicolás: “Los cardenales, que presidían los distintos dicasterios de la Curia Romana. Cardenales que han gobernado en una auténtica lucha entre ellos. Y así está la Iglesia”. Pepe reconocía que el papa Francisco es muy sencillo, pero al mismo tiempo difícil de entender. Él lo cifra todo en su bondad, “la fuerza más poderosa que tiene el ser humano”, junto a la valentía al atreverse a denunciar los desafueros de la sociedad actual y la propia Iglesia.
Pero quizás lo más impresionante fue la manera que el papa Francisco tuvo de recibir a José María Castillo y a Margarita, en cuya casa vive actualmente el teólogo en compañía de los hijos de esta. No deja de ser sorprendente que todo un papa invite a un ex jesuita con su compañera a la eucaristía, que a ambos les dedique un rato para charlar, y que al despedirse le diga a esta señora: “Cuídelo, Margarita, la Iglesia lo necesita”. “Naturalmente -comenta Castillo-, aquello fue, no sólo anular lo que motivó mi salida de la Compañía de Jesús, sino sobre todo reconocer mi servicio a la Iglesia. Y mi utilidad en ella”. ¡Qué diferencia de los que le daban esquinazo cuando se lo encontraba en la calle por “haber colgado los hábitos”, como se decía antes”!
Acaso nunca habría podido imaginar José María Castillo, como ha sucedido a otros teólogos oficialmente proscritos, que un papa llegara a leer sus libros, llamarle personalmente y revalidar su trabajo de conciencia profética en la Iglesia.
Algunos, aun después de muerto, seguirán tachándole de radical, rebelde, herético y fracasado. Compañero tengo que lo ha calificado incluso de “loco”. No importa. También a algunos profetas que han permanecido dentro de la institución les ha pasado lo mismo. Recuerdo que el padre Arrupe se encontró en el servilletero del comedor de Loyola una nota en la que algunos compañeros inmovilistas le acusaba de que “un vasco fundó la Compañía y otro se la estaba cargando”, y nunca olvidaré la humildad con que, medio paralizado por el ictus, me decía en su cuarto de enfermo de sí mismo: “Pobre hombre, ya no sirvo para nada. Pero yo lo veía claro, teníamos que dar ese paso; era algo muy hermoso, era algo de Dios”. Se refería a la opción por la justicia de los jesuitas como una consecuencia vertebral de la fe. Hoy un centenar de miembros de la Compañía han dado la vida por esos valores. Vivió nueve años de martirio incruento e incomprensión. Hoy finalmente va camino a los altares. Como otros muchos que nunca obtendrán aureola y viven desde la fidelidad y el silencio su mejor contestación, ya que el trigo que se pudre en la tierra también es profecía. Tuve el privilegio de prologar sus memorias y presentar en Madrid su libro “Declive de la Religión y futuro del Evangelio. En esta última ocasión mostró una gran humildad cuando le señalé que hoy existe una mística popular o religión por libre buscadora de la verdad más allá del mensaje evangélico.
Las comparaciones son odiosas. Pero somos muchos los que hemos vivido la conculcación de derechos humanos como los de libertad de expresión, de investigación teológica o de cátedra en la Iglesia. Dicen algunos que es ahora cuando finalmente un papa, con las limitaciones de una institución que se mueve con pasos paquidérmicos, está empezando a aplicar el Concilio Vaticano II. Eso también se debe a muchos años de sufrimiento y represión orgánica que estamos superando gracias a testigos y voces proféticas como la de José María Castillo. También él nos ha dejado miles de páginas, escritas por cierto con un estilo popular, fluido y asequible, sobre la esperanza en el futuro, siempre que destaquemos como imprescindibles “la oración y el seguimiento de Jesús”. Se pueden resumir en su proyecto, que sintetiza en tres palabras: “creer en Jesús de Nazaret”. Gracias, querido Pepe, sigue recordándonoslo, libre ya de ataduras, censuras y miopías, desde esa dimensión donde ahora vives la verdad, perdido en el mar de amor en que siempre creíste.
Comentarios recientes