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“Un arte evangélico”, por Gema Juan, OCD

Miércoles, 19 de agosto de 2015
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19526704498_8317c69583_mDe su blog Juntos Andemos:

La discreción de María en los evangelios es llamativa y una nota importante para la fe. Porque no solo habla de quién es la madre de Jesús, sino también de Dios, de cómo es y cómo obra. En todo caso, como decía el profesor Cothenet: «La discreción sobre el papel de María pertenece también al depósito de la fe, consignado en las Escrituras».

Esa discreción es un «detalle» de la humildad, tal como la concibe el Nuevo Testamento, donde al humilde se le descubre por su fidelidad en lo pequeño y por la alegría de saberse amado sin merecerlo. La humildad evangélica habla de acogida y no lleva cuentas del bien que hace, porque se lo atribuye a otro: a Dios.

Esa es la humildad de María, que acoge la bondad de Dios y se alegra con Él. Pensando en ella, pedía Teresa de Jesús a sus hermanas que la siguieran «en alguna cosita». Y escribía: «Parezcámonos, hijas mías, en algo a la gran humildad de la Virgen Sacratísima… Siquiera en algo, imitemos esta su humildad».

El modo de aparecer María en los evangelios evoca un personaje de Dickens, en la novela David Copperfield, el doctor Chillip, que se movía de medio lado por las habitaciones para no ocupar más espacio del necesario y así, no estorbar a nadie.

Como escribía un crítico literario actual, recordando este personaje, el arte de no molestar, de no ocupar más espacio del necesario, no tiene nada que ver con la poquedad de carácter ni con el temor sino, sencillamente, con el deseo de cuidar a los demás, de no «agredir» la existencia de los otros. Y, sobre todo, con la preocupación de no ponerse en medio sino de facilitar el paso.

María parece haber elegido estar de medio lado en los evangelios, para facilitar el acceso a Jesús, para no quitar espacio al Único, para darle paso a Él. La presencia de María es insustituible y después de Jesús, es la primera para la fe cristiana, pero gran parte de su grandeza reside en ese dar paso.

Esa es la mujer que muestran los evangelios, una mujer que aparece así porque «estaba firme en la fe» –como explicaba Teresa– y que, por ello, tuvo el mayor valor: el de reconocer y acoger en sí el don de Dios mismo.

Von Balthasar decía que «en nuestra época, es especialmente necesario ver a María tal como se presenta, no tal como nos gustaría imaginarla… para no olvidar su papel en la obra de salvación y en la Iglesia». Porque comprender la verdad de María es reconocer quién es Dios: es el que ve lo escondido, ve y aprecia lo «discreto», lo que muchas veces no cuenta a los ojos humanos. Y Dios es el que obra allí donde es recibido, del único modo que puede hacerlo: amando, es decir, bendiciendo y salvando.

Teresa reconoció en María a la mujer que fue capaz de dejarse habitar por Dios y que eligió libremente albergarlo. María es, en definitiva, la mujer que revela que la presencia de Dios no rompe lo humano sino que lo hace capaz de lo mayor. Desde aquí se pueden entender, de nuevo, las palabras de Teresa, al descubrirse habitada por Él:

«A mi parecer, si como ahora con verdad entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara tantas veces solo; alguna me estuviera con Él y más procurara que no estuviera tan sucio. Mas ¡qué cosa de tanta admiración, quien hinchera mil mundos con su grandeza, encerrarse en cosa tan pequeña! Así quiso caber en el vientre de su sacratísima Madre. Como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida».

A quienes no acaban de creer en este Dios o dudan de la fuerza del Espíritu, Teresa los invita a mirar a María, para aprender la mejor sabiduría, la de fiarse de Dios. Y refiriéndose especialmente a los «letrados», a quienes «quieren llevar las cosas por tanta razón y tan medidas por sus entendimientos, que no parece sino que han ellos con sus letras de comprender todas las grandezas de Dios», escribirá: «¡Si deprendiesen algo de la humildad de la Virgen sacratísima!».

Aprender algo de la humildad de María es escuchar lo que dice y comprender su modo de vivir la fe, que es hacer sitio, dar paso y facilitar, pero sin dejar de involucrarse, sin echarse atrás. Es implicarse.

A las palabras de María en el evangelio de Juan: «No tienen vino… haced lo que Él os diga», Von Balthasar añadía una pregunta: «¿No son suficientes para caracterizarla como el arquetipo de la Iglesia que toma partido por los pobres, en su misma pobreza?».

María está presente, su humildad y su discreción la hacen brillar en medio de muchas oscuridades que siguen ensombreciendo el mundo. María apunta el camino de la luz: tomar partido por Jesús y por sus preferidos.

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“Tiempo para todo”, por Gema Juan, OCD

Miércoles, 5 de agosto de 2015
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20124888145_cf884c4699_mDe su blog Juntos Andemos:

La sabia palabra del libro del Eclesiastés dice: «Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol». Como si se hiciera eco de esa palabra, Teresa de Jesús escribía a su gran amigo Antonio Gaytán diciéndole: «Sepa que como en este mundo hay tiempos diferentes, así en el interior, y no es posible menos… y vaya mirando a lo que le inclina más su espíritu». Hay tiempos diferentes… y tiempo para todo.

Teresa había experimentado la prisa y la calma, los agobios de los mil asuntos de la vida y el descanso de la amistad, tanto la divina como la humana. Conocía los humores que zarandean a los seres humanos y lo que el cansancio puede hacer en un buen espíritu, agostándolo y haciéndolo tambalear.

También había disfrutado el regalo de la naturaleza y en el Libro de la Vida decía: «Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro».

No solo le acercaban a Dios todas esas cosas, sino que entendía que son un descanso para el cuerpo y el alma. Por eso, ponía mucho interés en que las casas que iba fundando tuvieran huerta y buenas vistas, porque –decía– «para nuestra manera de vivir es gran negocio». Y así, tratando de la casa en la que convenía estar en Sevilla, escribía a su querida María de San José: «Siempre advierta que es menester vistas más que estar en buen puesto, y huerta si pudieren».

Inclinada a la discreción y enemiga de los excesos, dirá a Gracián, su descalzo más protegido, en un momento en que se le iba la mano en esfuerzos y penitencias: «Yo digo, mi padre, que será bien que vuestra paternidad duerma. Mire que tiene mucho trabajo, y no se siente la flaqueza hasta estar de manera la cabeza que no se puede remediar, y ya ve lo que importa su salud». Así de sabia y humana era.

En la misma línea, decía a su hermano Lorenzo: «No piense le hace Dios poca merced en dormir tan bien, que sepa es muy grande; y torno a decir que no procure que se le quite el sueño, que ya no es tiempo de eso».

Teresa era poco amiga de las ñoñerías y le disgustaba que había quienes pensaban que «todo nos ha de matar y quitar la salud» y con esa excusa dejaban de esforzase en el amor y el servicio. Por eso avisaba de la necesidad de «vencer estos corpezuelos» para que no lleven las riendas de la vida.

Pero sabía que muchas dificultades venían, sencillamente, de «indisposición corporal (y de) las mudanzas de los tiempos y las vueltas de los humores». Por eso, era contraria a forzar a las personas, porque eso solo provoca desazón, un «afligimiento –decía– que no sirve de más de inquietar el alma».

Invitaba a la creatividad, a la amplitud de miras y a buscar modos de estar con Dios, cuando no se puede orar, por cansancio u otros motivos: «Sirva entonces al cuerpo por amor de Dios, porque otras veces muchas sirva él al alma, y tome algunos pasatiempos santos de conversaciones que lo sean, o irse al campo».

Teresa animaba a descubrir la propia disposición y lo necesario en cada ocasión, y a comprender que «en todo se sirve Dios», cuando se entra en el camino del amor. Por eso, añadía: «Suave es su yugo, y es gran negocio no traer el alma arrastrada, como dicen, sino llevarla con suavidad para su mayor aprovechamiento».

Dar descanso al cuerpo y al alma, porque el corazón también necesita solaz. A la misma María de San José, por ejemplo le decía: «Para descansar de otras ocupaciones cansosas sería bien vuestra merced no dejase de escribirme alguna vez, que cierto cuando veo su letra me es gran merced y alivio».

«Hay tiempos diferentes» y ya que –como decía a su hermano Lorenzo– «siempre suele Dios traer tiempos para cumplir los buenos deseos», hay que saber vivir el descanso.

Recrearse con la naturaleza y en soledad, como le escribía en otra carta, desde Toledo: «Tengo una celdilla muy linda, que cae al huerto una ventana, y muy apartada». Y recrearse con los buenos amigos que, a veces, cuidan mejor que uno mismo, como decía a Gracián: «Dios me libre de mí, que tan poco caso hago de mi descanso. Plega al Señor me dé alguno en que pueda yo descansar mi alma, muy despacio con vuestra paternidad».

Todavía, por si acaso no hay ventanas con vistas, ni espacios más amables ni tiempos largos de descanso, Teresa invitará a descansar en lo profundo, donde habita Dios, y dirá: «Os será consuelo deleitaros en este castillo interior… podéis entrar y pasearos por él a cualquier hora».

Y en una de sus Cuentas de Conciencia, describe el mejor descanso: «Me vino un recogimiento con una luz tan grande interior que me parece estaba en otro mundo, y hallóse el espíritu dentro de sí en una floresta y huerto muy deleitoso tanto, que me hizo acordar de lo que se dice en los Cantares: Veniat dilectus meus in hortum suum».

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“Ecuaciones teresianas”, por Gema Juan OCD

Miércoles, 22 de julio de 2015
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16557694044_d11b2b1a97_mDe su blog Juntos Andemos:

Teresa de Jesús tenía una lógica muy particular. Era una mujer inteligente y con ingenio, le gustaba pensar. Observaba y sabía hacer cálculos para lograr sus objetivos, porque su carácter apasionado no apagaba su espíritu práctico y su sentido común.

En Camino de Perfección, escribía: «Un buen entendimiento, si se comienza a aficionar al bien, ásese a él con fortaleza, porque ve es lo más acertado… Cuando este falta, yo no sé para qué puede aprovechar en comunidad, y podría dañar harto».

Una ecuación sencilla: cuando el buen entendimiento suma buenas costumbres da lugar a una buena vida. Igual de sencilla es aquella que explica que afrontar la vida sin un arrimo verdadero concluye en un fracaso. Y entonces hablaba de que Jesús es la puerta para adentrarse en lo profundo de Dios.

Era cuando explicaba que en la vida hay de todo: «Negocios y persecuciones y trabajos… tiempo de sequedades…, y que «nosotros no somos ángeles». Contando con eso –dice Teresa– si no se procura andar con Jesús, todo «es andar el alma en el aire, como dicen; porque parece no trae arrimo».

La ecuación es elemental y Teresa explicaba que, a veces, el orden de factores sí altera el producto y «querer ser María antes que haya trabajado con Marta», es decir, saltar pasos en la relación de amistad con Dios, da mal resultado. Lo mismo que hacer adiciones sin cuidado, de modo que una «motita de poca humildad, aunque no parece es nada, para querer aprovechar en la contemplación hace mucho daño».

También tiene su tabla de equivalencias: «Humildad es andar en verdad» o «amor de Dios es… servir con justicia y fortaleza de ánima y humildad». Y más: si se procura «siempre mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos… se viene a ganar una gran virtud, que es tener a todos por mejores que nosotros». Y –dice Teresa– el resultado es que se tiene una gran libertad.

A veces, tiene una lógica aplastante. Por ejemplo, cuando habla del dinero, ¿para qué sirve?: «¿Qué es esto que se compra con estos dineros que deseamos? ¿Es cosa de precio? ¿Es cosa durable? ¿O para qué los queremos? Negro descanso se procura, que tan caro cuesta».

Y no es que no supiese lo importante que es disponer de lo necesario. Se había visto «atada por tantas partes, sin dineros ni de dónde los tener»; buscando el modo como llevar adelante sus fundaciones y viéndose «sin ayuda de ninguna parte».

Pero, había visto que el dinero acababa marcando las relaciones, como si fuera el baremo de la vida, la medida de buenos y malos, hasta el punto de que –como escribió– «por maravilla hay honrado en el mundo si es pobre, antes, aunque lo sea en sí, le tienen en poco». Una ecuación tan clara como engañosa, a la que Teresa responde enérgicamente: «¡Oh, si todos diesen en tenerlos por tierra sin provecho!… ¡Con qué amistad se tratarían todos si faltase interés de honra y de dineros!».

Otra de sus ecuaciones dice que despejando el amor propio, se resuelve la incógnita del auto engaño, porque se echa a los ladrones y se descubre la verdad.

Decía: «No os aseguréis ni os echéis a dormir, que será como el que se acuesta muy sosegado habiendo muy bien cerrado sus puertas por miedo de ladrones, y se los deja en casa. Y ya sabéis que no hay peor ladrón, pues quedamos nosotras mismas».

Hay que aplicar unas fórmulas: «Andar contradiciendo su voluntad… ponerla en lo que nunca se ha de acabar», y hay que dejar de aplicar otras: «Una propia estimación, un juzgar los prójimos, aunque sea en pocas cosas, una falta de caridad con ellos, no los queriendo como a nosotros mismos».

La lógica que propone Teresa es la de ponerse manos a la obra. Sin miedo: «Esforcémonos» –dice– dejando los temores, porque a veces, «no osamos pasar adelante, como si pudiésemos nosotras llegar a estas moradas y que otros anduviesen el camino». Y sin pereza, aunque en ocasiones «como no hemos dejado a nosotras mismas, es muy trabajoso y pesado; porque vamos muy cargadas».

Solo queda observar la progresión: «Andar con particular cuidado y aviso, mirando cómo vamos en las virtudes: si vamos mejorando o disminuyendo en algo, en especial en el amor unas con otras».

El resultado final, en cifras, es que en la amistad con Dios, «lo que está dicho y se dijere… es una cifra de lo que hay que contar», porque Él es infinito y sus misericordias no se pueden calcular.

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“¿Teresa extraordinaria? (III)”, por Gema Juan, OCD

Martes, 14 de julio de 2015
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19115313646_834cbce141_mDe su blog Juntos Andemos:

El largo camino por el que Teresa de Jesús se fue haciendo una mujer nueva y extraordinaria supuso, también, la revelación de un Dios sorprendente e inesperado. El Dios que había transformado su vida y que hará de ella una gran mujer de Dios.

Descubrir a ese Dios, siempre presente pero no siempre percibido, forma parte de la aventura personal de Teresa y de su proceso para convertirse en la «madre de espirituales» que llega a ser, capaz de acompañar a los creyentes, de siglo en siglo.

Ella misma confesaba, en una ocasión: «Acaecióme a mí una ignorancia al principio, que no sabía que estaba Dios en todas las cosas». Y eso, a pesar de que en cuanto empieza a repensar su vida para enderezarla, cae en la cuenta de que Dios, desde el principio, la iba guiando y llamando. Decía al comienzo del Libro de la Vida: «No me parece os quedó a Vos nada por hacer». Y, mucho más adelante, en una Exclamación, insistirá: «¡Oh, qué tarde se han encendido mis deseos y qué temprano andabais Vos, Señor, granjeando y llamando para que toda me emplease en Vos!».

Al Dios todomisericordioso, del que después hablará incansablemente, lo descubre muy lentamente. Teresa creía que el tesoro del amor de Dios solo se entregaba a los buenos y eso la había paralizado en más de una ocasión. Y resumía esa creencia diciendo: «Aguardaba a enmendarme primero, como cuando dejé la oración».

Creía que tenía que ser buena para que Dios estuviera con ella, para orar, incluso para tratar con los letrados o con quienes podían darle luz en su camino. Teresa todavía veía a Dios como el que favorece y se da a los buenos y juzga y recrimina a los malos.

Y cuenta que oraba para «ganar perdones», para ganarse a Dios: «Antes que me durmiese, cuando para dormir me encomendaba a Dios, siempre pensaba un poco en este paso de la oración del Huerto, aun desde que no era monja, porque me dijeron se ganaban muchos perdones».

Después de muchas luchas interiores, tras no pocas idas y venidas, entenderá que Dios va siempre delante, dándose. De tal modo que, cuando hace memoria de su propia vida, se da cuenta de que Dios es pura Gracia. Descubre a un Dios al que no hay que ganar, con el que no hay que comerciar para tenerlo a favor, pero con el que se puede hacer «un concierto». Eso es lo que llegará a entender Teresa:

Que con el «amigo de todo concierto», solo se puede tratar de amistad, no sirven otras cosas: solo la sinceridad de corazón encuentra el acceso. Teresa llega a comprender que Dios no fuerza jamás ni se presta a cambalaches piadosos. Por eso, dirá: «Él no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos; mas no se da a Sí del todo hasta que nos damos del todo».

Así, pero no de un día para otro, Teresa pasa de creer en un Dios al que hay que satisfacer, a creer y vivir con otro que ama y se deja amar, que quiere amigos y no súbditos. Ese gran paso le lleva a entender que Dios desea encontrar una mirada amorosa que le responda y por eso dice a quien quiera escucharla: «Mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con Él».

El camino de fe que recorre la lleva a comprender que Dios quiere comunicarse, que busca a todos los seres humanos para regalarles su amor. Por eso, dirá que lo que importa es descubrir «el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros y andarnos rogando -que no parece esto otra cosa- que nos estemos con Él».

Teresa no dejará ya nunca de ser exigente consigo misma y con los demás. Y tal vez por ello, a veces se confunde su gran valía con algo excesivo a lo que no se puede aspirar. No es así. Ella puede decir: «Ni honra, ni vida, ni gloria, ni bien ninguno en cuerpo ni alma hay que me detenga ni quiera ni desee mi provecho, sino su gloria», y al mismo tiempo: «Soy muy ordinario reprendida de mis faltas». Como si dijera: siempre hay por delante un gran camino que hacer y estoy dispuesta. Ahí está lo extraordinario.

Teresa acompaña para abrir los ojos al amor y descubrir al «huésped divino» que jamás falta; conduce al encuentro íntimo y enseña lo único necesario para el amor: confiar y andar en verdad. Solo después de eso, se muestra firme para que nadie pierda el tesoro recibido y es desde ahí, desde donde levanta su propio vuelo.

Porque si algo hizo extraordinaria de verdad a Teresa, fue la confianza absoluta y esa amada sinceridad que unió su vida a la de Dios, sin dejar resquicio fuera. A partir de aquí, todas sus piezas encajan. Su vida se concierta con la del Dios que ha arrebatado su corazón y empieza «otra vida», la extraordinaria vida de los amigos de Dios. Escribir, recorrer mil caminos para fundar, enseñar, mover corazones, tratar con nobles y gentes sencillas, negociar, educar, responder a los teólogos… todo es –dirá– «otra vida nueva».

Con cuánta razón podía escribir: «¡Oh Señor mío y Misericordia mía y Bien mío! Y ¿qué mayor le quiero yo en esta vida que estar tan junto a Vos, que no haya división entre Vos y mí? Con esta compañía, ¿qué se puede hacer dificultoso? ¿Qué no se puede emprender por Vos, teniéndoos tan junto?».

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“¿Teresa extraordinaria? (II)”, por Gema Juan OCD

Lunes, 6 de julio de 2015
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ZTX- MATRIMONIO ESPIRITUAL. jpgDe su blog Juntos Andemos:

Cuando Teresa contaba ya cincuenta años, por fin puede escribir: «Mi alma la despertó el Señor… De esta manera vivo ahora», y explicaba que había llegado a una experiencia de paz inmensa y de abandono confiado en Dios.

Le costó mucho despertar, pero cuando sale del sueño de una vida entre dos aguas, de la mano del «buen amador Jesús», ya no se detiene ni se entretiene en lo que no sirve a Dios. Y lo que no sirve, ella lo veía claro: «¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede, ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras, ni tiene contiendas, ni envidias; todo porque no pretende otra cosa sino contentar al Amado».

Teresa madurará hasta el final de la vida. No dejará de avanzar en la comunión y el conocimiento de Dios. Ha intuido un «fin que no tiene fin» y eso le impide despegarse de Él. Así, escribirá en una de sus Cuentas de Conciencia: «Conozco que por su bondad va en crecimiento mi alma en amarle cada día más».

Pero todo eso lo vive Teresa sumergida en la vida, es decir, a través de los vaivenes de las circunstancias y de su situación personal. Y es bueno ponerle marco al increíble retrato de esta mujer, porque ese marco revela su humanidad y el paso de Dios en ella.

Escribía: «Viéneme algunos días… que aunque quiera no sé qué cosa buena haya habido en mí». Basta un ejemplo para verla como una mujer entre la fragilidad y la fortaleza: «Unas veces me parece tengo mucho ánimo y que a cosa que fuese servir a Dios no volvería el rostro; y probado, es así que le tengo para algunas; otro día viene que no me hallo con él para matar una hormiga por Dios, si en ello hallase contradicción».

Bien avanzada su vida, todavía vivirá zozobras de todo tipo. Mientras preparaba la fundación de Palencia, escribe: «Todo se me hacía imposible, y si entonces acertara con alguna persona que me animara, hiciérame mucho provecho; mas unos me ayudaban a temer, otros, aunque me daban alguna esperanza, no bastaba para mi pusilanimidad».

Teresa busca apoyo humano, como cualquier persona en necesidad. Siente el peso de su edad y de sus enfermedades. No hay nada extraordinario en todo ello.

También, ella misma dirá que todas las personas son ricas por naturaleza. De modo que apuntan, sin excepción, a algo extraordinario porque son como «un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas».

¿Qué marca la diferencia? ¿La diversidad o cantidad de cualidades? Teresa responde con su vida y su letra y dice que no. La diferencia la marcan la confianza y la verdad.

La mencionada fundación de Palencia lo muestra muy claramente: Teresa afronta con sinceridad el momento. Comprende que lo que la está frenando es un punto de desconfianza, y lo confiesa: «Parece no era la causa la enfermedad ni la vejez». Esa sinceridad le abre a la luz, de modo que a partir de ahí entenderá que ir a Palencia es seguir sirviendo a su Señor, que le asegura su presencia: «¿Qué temes? ¿Cuándo te he yo faltado? El mismo que he sido, soy ahora».

Por eso, Teresa avisa de lo que sabe por experiencia: «Este es nuestro engaño, no nos dejar del todo a lo que el Señor hace», no confiar del todo y en todo en Él. Solo hay una respuesta para ella: «Dejarse del todo en los brazos de Dios».

Pero no basta la confianza, es necesaria una verdad sin concesiones, casi despiadada, por amor del Amor. Porque Teresa decía: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad…: es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad».

La confianza supuso para Teresa entrar en el espacio de la gratuidad de Dios y así entendió la verdad: que todo bien es recibido y que es Dios quien sostiene lo bueno en cada ser humano. Por propia experiencia podía decir: «Si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar». Y resume lo que piensa, en unas palabras de su comentario al Cantar:

«No nos quejemos de temores ni nos desanime ver flaco nuestro natural y esfuerzo; sino procuremos de fortalecernos de humildad, y entender claramente lo poco que podemos nosotros y que si Dios no nos favorece, no somos nada; y desconfiar de todo punto de nuestras fuerzas y confiar de su misericordia».

Comprender esta verdad y vivir acorde a ella es un salto en la historia personal de cada ser humano; eso es lo que llevará a Teresa a vivir y hacer cosas extraordinarias.

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“¿Teresa extraordinaria? (I)”, por Gema Juan OCD

Miércoles, 1 de julio de 2015
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18942461009_571af809ba_mDe su blog Juntos Andemos:

Cuando se lee a Teresa de Jesús o se piensa en la profunda experiencia de Dios que tuvo; al disfrutar la sabiduría de sus palabras o al mirar la libertad que logró, siendo una monja que vivió en un siglo regido por varones y atado por unas leyes sociales asfixiantes; cuando se ve lo que logró hacer por sí misma, se puede pensar que Teresa es inalcanzable y que era una gran mujer, casi desde siempre.

Sin embargo no es así. Teresa se hizo a sí misma y se dejó modelar por Dios, poco a poco. Pasó de los apegos estrechantes a la apertura del amor, del miedo a la libertad y de la debilidad a la entereza a través de un largo proceso nada sencillo y nunca acabado.

Confesará que «era temerosa en extremo» y que marchó de la casa paterna, para ir al convento, sintiendo que sus huesos flaqueaban porque «no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes». Salió de la casa familiar movida por dos temores: el de no salvar su alma y el de la suerte que corrían las mujeres de su tiempo en el matrimonio. «También temía el casarme», decía. El amor la alcanzaría mucho después.

Escribe con sinceridad lo que vivía, cuando intentaba responder a las llamadas de Dios: «Andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le dejaban descansar las ruines costumbres que tenía» y sufría –sigue diciendo–, viendo «lo poco que podía conmigo y cuán atada me veía para no me determinar a darme del todo a Dios». No podía consigo misma y ella era su principal traba.

Conoció la desazón de no lograr remontar. Y casi desespera de sí misma, sumida en una división de vida, en la que –dice– «ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo». Estuvo cerca de desistir y explica por qué: «Veía mi poca enmienda, que ni bastaban determinaciones ni fatiga en que me veía para no tornar a caer en poniéndome en la ocasión». Viendo eso, llegó a creer que no lograría una vida auténtica.

Y la que, con razón, es llamada «maestra de oración» conoció las dificultades que pueden darse en el camino de la oración, no solo los momentos luminosos y dulces. Hablaba, sin vergüenza, de cuánto le costaba orar: «Muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuándo daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración».

Y aun esa resolución, esa fuerte capacidad para permanecer –porque Teresa dice que se mantuvo así «algunos años»– dirá que es dada y lo dejará apuntalado en las IV Moradas: «Hase de entender en cuanto dijere que no podemos nada sin Él».

No poder nada sin Dios no significa para Teresa dejar de hacer todo lo posible. Más bien, supone andar haciendo cuanto se puede. Y por eso, explicaba que hay cosas que se pueden ir aprendiendo. Dirá, por ejemplo, que se puede ir «poco a poco, no haciendo nuestra voluntad y apetito, aun en cosas menudas, hasta acabar de rendir el cuerpo al espíritu». O también, que se puede crear un hábito de superación y así «de cosas muy pequeñas se pueden… acostumbrar para salir con victoria en las grandes».

El mismo recorrido se puede hacer hablando de otras cosas. De sí misma dirá, en una Cuenta de Conciencia: «Solía ser muy amiga de que me quisiesen bien; ya no se me da nada, antes me parece en parte me cansa». Teresa era una mujer sensible y afectiva y había dependido mucho del afecto de los demás. Liberar el corazón fue costoso.

La extraordinaria Teresa se presenta como una mujer que ha vivido en proceso, aprendiendo, madurando, desarrollando lo mejor de sí. Una mujer que conoció el fracaso, la falta de dominio y la mediocridad. Era una luchadora nata, pero por sí misma no lograba realizar los deseos más profundos de su corazón ni la felicidad que buscaba.

¿Desdora todo esto a Teresa? ¿La hace menos extraordinaria? En absoluto. Pero es importante conocerla por dentro y entender su recorrido vital, para comprender mejor sus palabras. Y para no imaginar que habla desde una cima inaccesible o con un gesto impasible, como quien, desde lejos, ve las dificultades externas y las batallas íntimas de otros.

La extraordinaria Teresa es el fruto de una mujer asombrosa y muy valiosa que se puso en manos de Dios, que se dejó cincelar y que eligió la confianza como camino para llegar al fondo de todo: de sí misma, de Dios y de los demás.

Tuvo conciencia de «las gracias de naturaleza» que Dios le había dado, pero también de que podía malograr tanto bien. El gran paso que inclinó su vida hacia lo extraordinario, lo relata en el Libro de la Vida, cuando dice: «Estaba ya muy desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en Dios».

Eso es lo que la lleva a emprender el increíble camino de su vida y a poder decir que «está la verdadera seguridad en procurar ir muy adelante en el camino de Dios. Los ojos en Él, y no hayan miedo se ponga este Sol de Justicia, ni nos deje caminar de noche para que nos perdamos, si primero no le dejamos a Él».

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Teresa y Merton: Coincidencias

Miércoles, 24 de junio de 2015
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Del blog Amigos de Thomas Merton:

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“Tanto Teresa de Jesús como Thomas Merton recibieron el don de la escritura y la capacidad de relatar y manifestar sus experiencias. Es también cierto que, a lo largo de su vida, los cultivaron con pasión y disfrutaron haciéndolo, hasta que se trasformaron en ellos en una vocación más, dentro de la primera y original de entregarse a Dios. En la tradición cristiana, como en otras religiones, hay más místicos de los que conocemos por sus escritos. Pero hay místicos que, además de serlo por su extraordinaria vida interior, tuvieron la habilidad de expresarlo y relatarlo …

En el caso de la monja carmelita y del monje cisterciense nos encontramos ante dos escritores extraordinarios, cuya maestría en el escribir y relatar va unida a un proceso vital y personal que les acompaña siempre, hasta transformarse en algo espontáneo y hasta necesario para ellos.

La conversión de Thomas Merton, contada en La montaña de los siete círculos, es un descubrimiento de la fe; su vida es una historia de fe vivida; y sus escritos son una exploración de la realidad de la fe y su significado en el siglo XX. Su idea de fe está basada en su experiencia e interpretación de la contemplación: es una visión contemplativa de la fe. Thomas Merton es un escritor nato, que va descubriendo a Dios poco a poco en su vida; en realidad, casi cuando llega a la madurez. Teresa es consciente desde el principio, casi desde la infancia, de que hay en ella unas “gracias recibidas”, y entonces cuenta la historia de esas gracias, analizándolas, matizándolas.

Parece ser que lo que ambos pretenden es narrar los hechos históricos concernientes a ellos mismos; pero hay mucho más en esos dos relatos. Ambos escritos son dos monumentos literarios y espirituales de la tradición cristiana.

Teresa y Merton testifican con fuerza y nitidez la presencia de Dios en sus vidas.. Afirmar esta presencia amorosa es la razón suprema de los dos libros. Escriben para informar al lector –creyente o no– de que Dios se ha hecho inequívocamente presente en sus vidas: ‘Muchas veces he pensado, espantada de la gran bondad de Dios, y regalándose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin pagarme, aun en esta vida, ningún deseo bueno… (Libro de la Vida, 4, 10)7.

En una meditación del Miércoles de Ceniza, escrita en 1958, Merton afirma que el Dios del Miércoles de Ceniza es “como un tranquilo mar de misericordia”. Dios se nos muestra en todas partes como lleno de misericordia (multum misericors)..

Hemos hecho un guiño a santa Teresa de Jesús, también en este año centenaria, pues creemos que hay cierta coincidencia entre ambos, Merton y ella, en cuanto al oficio de escribir y narrar sus autobiografías…”

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Francisco R. de Pascual
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“Conversar”, por Gema Juan OCD

Domingo, 21 de junio de 2015
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18891654116_552f14f6c8_mDe su blog Junto Andemos:

Teresa de Jesús es doctora de la Iglesia y maestra de espirituales, está reconocida como una de las grandes místicas de todos los tiempos, pero ha elegido un modo muy sencillo para enseñar y compartir su experiencia: conversar con quien desea crecer.

Era una mujer que se sentía hecha para la relación, que disfrutaba comunicando y que, a la vez, luchaba con las palabras, inmensas e insuficientes, para poder decir lo que quería. Por eso, había escrito: «¡Oh Dios mío, quién tuviera entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras obras como lo entiende mi alma!». Quería nuevas palabras, para decir algo del infinito amor que había descubierto.

Y para tanta grandeza, prefería un camino llano, para que fueran muchos los que lo transitaran. Por eso, Teresa conversaba. Quería «engolosinar» y a eso animaba a sus hermanas, cuando les pedía que aprendieran a conversar para «despertar a alguna alma para este bien»: el bien de vivir con el «amigo verdadero» que es Dios.

La escritora estadounidense, M. Wheatley decía que «la conversación humana es la forma más antigua y más fácil de cultivar las condiciones necesarias para cambiar, personal y comunitariamente, en las organizaciones y a nivel planetario». Teresa había experimentado algo de eso: que conversar puede hacer abrir los ojos, reorientar los caminos y abrir puertas selladas.

De joven, lo había comprobado en sí misma. Contaba que entre las agustinas del convento adonde la llevó su padre, para que se formase y madurase, había una monja cuya conversación caló en ella y decía: «Comenzando a gustar de la buena y santa conversación de esta monja, holgábame de oírla cuán bien hablaba de Dios, porque era muy discreta y santa… Comenzó esta buena compañía a desterrar las costumbres que había hecho la mala y a tornar a poner en mi pensamiento deseos de las cosas eternas».

Teresa tenía capacidad innata para la amistad, para crear lazos, para establecer redes de comunicación. Después de esta experiencia, a través de un largo camino, fraguará en ella la conciencia de que su don para la comunicación era una responsabilidad y lo pondrá al servicio de Dios y de las gentes.

Una buena parte de la conversación que lleva entre manos Teresa, al escribir sus grandes obras, tiene que ver con todo esto: con el imperioso deseo de comunicar lo que ha entendido, de clarificarlo también, y de compartir el camino que ha recorrido.

Sus textos están llenos de expresiones que reflejan la conversación: «Yo os digo… diréisme», «os diré, trataré, os pido yo… si decís que… ¿qué pensáis?». Y de recomendaciones, para animar a conversar, a tener trato unos con otros, los buenos amigos de Dios. Decía: «Grandísima cosa es tratar con los que tratan de esto» y aún añadía que quien mucho conversa con esos buenos amigos, crece y avanza más deprisa en el camino del amor.

Una de las primeras hijas de Teresa, María de san José, reconocía que la conversación de la «Madre» era lo que la había movido a comprometer su vida en el seguimiento de Jesús: «Tratando a nuestra Madre y a sus compañeras, las cuales movían a las piedras con su admirable vida y conversación, y lo que me hizo ir tras ellas fue la suavidad y gran discreción de nuestra buena Madre».

Ya no es solo Teresa, va a generar un estilo, un modo de vivir en permanente diálogo, es decir, en disposición de escuchar y de comunicarse. Quien conversa con ella, aprende a conversar: con Dios y con los demás.

Cuando habla del «amigo de amigos», dice: «Comenzóme mucho mayor amor y confianza de este Señor en viéndole, como con quien tenía conversación tan continua». Y aunque siga refiriéndose a este amigo, puede extenderse a toda buena compañía lo que poco antes había escrito: «Una compañía santa no hace su conversación tanto provecho de un día como de muchos; y tantos pueden ser los que estemos con ella, que seamos como ella».

Por todo eso, la maestra se sienta a conversar con quien quiere avanzar en la amistad con Dios y aconseja procurar «amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo». Después, dejará para todos los creyentes una consigna clara: conversar es tender puentes, es un modo de enseñar, de compartir la sabiduría y de crear comunión. Por eso, escribe:

«Procurad ser afables y entender de manera con todas las personas que os trataren, que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar, y no se atemoricen y amedrenten de la virtud. A religiosas importa mucho esto: mientras más santas, más conversables».

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“¿Y vosotros?”, per Gema Juan, OCD

Domingo, 7 de junio de 2015
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18406589436_6ee84993e5_mDe su blog Juntos Andemos:

Las palabras de Jesús en el evangelio de Juan, cuando se presenta como «pan de vida», no son fáciles de masticar. Hasta el punto de que cuando termina ese capítulo, el evangelista cuenta que «desde entonces, muchos de sus discípulos se retiraron y ya no iban con Él». Y Jesús termina por preguntar a los doce: «¿También vosotros queréis dejarme?».

Teresa de Jesús hilaba fino y, hablando de Jesús, decía: «Acordaos también qué de personas habrá que no solo quieran no estar con Él, sino que con descomedimiento le echen de sí». Sabía «que va mucho de estar a estar» y algunos de los que parecen estar junto a Jesús, se apartan por cualquier cosa.

Como Jesús, Teresa no creía en el cumplimiento. Y lo mismo que decía a sus hermanas: «No me estéis hablando con Dios y pensando en otras cosas», advertía que no bastaba participar del pan de la Eucaristía para estar con Jesús, para ser uno de los suyos. Y que, sin embargo, el Pan y la Palabra compartida se convertían en sustento, en vida eterna, cuando la fe es verdadera.

Decía que hay quien «no ve la hora de haber cumplido lo que manda la Iglesia, cuando se va de su casa y procura echarle de sí [a Jesús]. Así que este tal, con otros negocios y ocupaciones y embarazos del mundo, parece que lo más presto que puede, se da prisa a que no le ocupe la casa el Señor de él».

Es una dura crítica a una fe de ceremonias, que calma la conciencia y no toca la vida. Por eso, ella alienta una fe que se pone a los pies del Maestro para aprender y que mira su vida para acompasar con Él la propia. Escribirá: «Pues si nunca le miramos ni consideramos lo que le debemos y la muerte que pasó por nosotros, no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio; porque la fe sin ellas y sin ir llegadas al valor de los merecimientos de Jesucristo, bien nuestro, ¿qué valor pueden tener?».

Teresa va a la raíz de las cosas y llega a comprender el fondo del corazón humano. De modo que, cuando empieza a comentar la petición del Padrenuestro «danos hoy el pan de cada día», dice que «muchas veces hacemos entender que no entendemos cuál es la voluntad del Señor». No es que no se entienda la voluntad de Jesús… es que, como decían los que se apartaron de Él: «Este lenguaje es duro ¿quién puede escucharlo?».

Y –resume Teresa– decir que «es la voluntad de Dios querer tanto para su prójimo como para sí, no lo puede poner a paciencia» ni el rico que no se modera ni comparte, ni el murmurador que no cede en su soberbia, ni el que vive sin tomar en serio la vida y no es fiel al don que ha recibido.

Así que Teresa invita a estarse «con Él de buena gana… [porque] no se queda para otra cosa con nosotros, sino para ayudarnos y animarnos y sustentarnos a hacer esta voluntad». Pero Él no fuerza nada: «Si no hacemos caso de Él, sino que en recibiéndole nos vamos de con Él a buscar otras cosas más bajas, ¿qué ha de hacer? ¿Hanos de traer por fuerza a que le veamos que se nos quiere dar a conocer?». No. Jesús solo pregunta cada día: «¿También vosotros queréis dejarme?».

Por eso, Teresa insiste de mil maneras: «Juntaos cabe este buen Maestro muy determinadas a aprender lo que os enseña, y su Majestad hará que no dejéis de salir buenas discípulas, ni os dejará si no le dejáis».

«Miradle», porque sin mirarle, sin conocerle, sin continuar su obra, que es la de «servir cada día», no se le deja ocupar la casa. Y, con suave ironía, decía: «No suele su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje». Porque tenía bien experimentado que nadie «paga» como Dios, que nunca se deja ganar en el amor.

Pedro se abalanzó para responder, cuando Jesús preguntó: «¿También vosotros queréis dejarme?… Señor ¿a quién vamos a acudir? Tus palabras dan vida eterna». Teresa decidió quedarse con Pedro y sus compañeros, junto a Jesús. Y sus grupitos de hermanas, aquí y allá, daban forma concreta y visible a las palabras de Pedro.

Porque ella, impetuosa como el discípulo, respondía también a Jesús: «¡Oh Señor mío y Misericordia mía y Bien mío! Y ¿qué mayor le quiero yo en esta vida que estar tan junto a Vos, que no haya división entre Vos y mí? Con esta compañía, ¿qué se puede hacer dificultoso? ¿Qué no se puede emprender por Vos, teniéndoos tan junto?».

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Trinidad 3: Santa Teresa, pechos fecundos del Dios enamorado

Sábado, 6 de junio de 2015
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ZTX- MATRIMONIO ESPIRITUAL. jpgDel blog de Xabier Pikaza:

Piero Coda, de la Comisión Teológica Internacional, acaba de publicar un Manual Trinitario (Desde la Trinidad. El Advenimiento de Dios entre Historia y Profecía, Sec. Trinitario, Salamanca 2014) en el que por vez primera, por lo que yo sepa, introduce una reflexión teológica de fondo sobre Santa Teresa de Jesús en un manual o libro de texto trinitario .

Yo había dedicado al tema unas páginas finales de mi libro Fiesta del Pan, fiesta del vino (Verbo Divino, Estella 2001) en las que ponía de relieve el fondo trinitario de la experiencia humana y teológica de Santa Teresa de Jesús pero aquel era un ensayo de estudio de Biblia, no un manual escolar.

Ambos nos fundamos, como es lógico, en las páginas finales del libro de las Moradas. En este año del 5 Centenario del Nacimiento de Teresa de Ávila, entre las grandes reflexiones que se vienen haciendo sobre su vida y figura, será bueno recordar su teología y/o mística trinitaria, como haré ofreciendo primero una página de mi amigo y colega P. Coda, para desarrollar después mi visión de la tema.

PIERO CODA, DESDE LA TRINIDAD. TERESA DE JESÚS

Teresa de Jesús y Juan de la Cruz han subrayado el hecho de que la vía que conduce a Dios es la negación de uno mismo (el nada, nada, nada de Juan de la Cruz), vivida en la unión con Jesucristo Crucificado, a través del bautismo, la fe, la Eucaristía. Una vez que se alcanza y se pone al desnudo en ese aniquilamiento el centro del alma, ese centro se convierte como en “polo negativo” che se une en el amor a Dios, que es el “polo positivo” . Y de esa forma, la vida trinitaria se comunica entre Dios y el alma, que queda totalmente iluminada y habitada por la Santísima Trinidad. Pero escuchemos el testimonio Teresa.

Ella describe in estos términos la clara inteligencia que logra alcanzar, por experiencia directa, del misterio trinitario:

A las personas ignorantes parécenos que las Personas de la Santísima Trinidad todas tres están -como lo vemos pintado- en una Persona, a manera de cuando se pinta en un cuerpo tres rostros ; y ansí nos espanta tanto, que parece cosa imposible y que no hay quien ose pensar en ello, porque el entendimiento se embaraza y teme no quede dudoso de esta verdad y quita una gran ganancia. Lo que a mí se me representó, son tres Personas distintas, que cada una se puede mirar y hablar por sí. Y después he pensado que sólo el Hijo tomó carne humana, por donde se ve esta verdad. Estas Personas se aman y comunican y se conocen (…). En todas tres Personas no hay más de un querer y un poder y un señorío, de manera que ninguna cosa puede una sin otra, sino que de cuantas criaturas hay es sólo un Criador. ¿Podría el Hijo criar una hormiga sin el Padre? No, que es todo un poder, y lo mismo el Espíritu Santo; así que es un solo Dios todopoderoso, y todas tres Personas una Majestad (Relaciones 33 (versión it. Opere, Roma 1981).

Conforme a la metáfora que Teresa ha hecho célebre, el alma ha sido creada para convertirse en “castillo interior” donde habita la Santísima Trinidad.

(Podemos) considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites. Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo cosa con que comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad; y verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fuesen, a comprenderla, así como no pueden llegar a considerar a Dios, pues El mismo dice que nos crió a su imagen y semejanza (Castillo interior I, 1,1, versión it. En Opere, 761-762).

El testimonio de Teresa aparece, por tanto, en esta luz, como la exégesis carismática y casi como la encarnación de la palabra de Jesús: Si alguien me ama, cumplirá mis palabras, y mi Padre le amará y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada (Jn 14,23). Así cuenta Teresa:

Y metida en aquella morada , por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos .

Parecióme se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas. También entendí: «No trabajes tú de tenerme a Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en Mí». Parecíame que de dentro de mi alma – que estaban y vía yo estas tres Personas- se comunicaban a todo lo criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo .
Comenzó a inflamarse mi alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad (…). Y así me parecía hablarme todas tres Personas, y que se representaban dentro en mi alma distintamente (…). Entendí aquellas palabras que dice el Señor: que estarán con el alma que está en gracia las tres divinas Personas, porque las veía dentro de mí por la manera dicha (cf. Jn 14,23) .

Se trata del comienzo de la séptima morada del Castillo Interior, que constituye la última etapa en el itinerario hacia la plena comunión con Dio Trinidad, que culmina en la perfecta unión esponsal con Cristo.

(cf. Castillo Interior, VII, 1,69; Relaciones 18 y 16(
(Tomado de P. Coda, Manual Trinitario (Desde la Trinidad. El Advenimiento de Dios entre Historia y Profecía, Sec. Trinitario, Salamanca 2014, 505-507).

XABIER PIKAZA. IMÁGENES TRINITARIAS DE SANTA TERESA

Recogemos las tres famosas imágenes de Dios que Teresa de Jesús puso al fin de su Camino, en las Séptimas Moradas (7, 2):

Dios es Padre, Gracia original, Madre de pechos divinos, de los que mana Leche de Vida gozosa para todos los humanos. En ese principio, Fuente de toda realidad, estamos sustentados.
Dios es Hijo, Amigo, Vida en rasgos de Alteridad y Compañía, como vemos en Jesús y descubrimos cuando interpretamos la existencia como matrimonio, encuentro de amor con el Amado.
Dios es Espíritu Santo, Familia, Comunicación o Diálogo de amor, de tal forma que el Padre y el Hijo habitan uno en otro e in-habitan en el alma, que se vuelve así “una misma cosa con el Padre y con Jesús”.

1. Dios es Madre más que Padre: Tierra divina, Don de la vida.

Hablar de un Dios separado de esa tierra común, un Dios abstracto, que planea como pura ley sacral, sobre la naturaleza y la historia, constituye para la Biblia una falta de sentido, una blasfemia. Por eso, el problema de la religión no consiste en saber si hay o no hay Dios, como después se ha planteado. El Dios en sí puede quedar en silencio, según la Biblia israelita. La tarea “divina” está en saber cómo se sitúan los humanos ante las fuentes poderosas de la vida, ante el don sagrado de la Tierra, que ellos reciben con amor, y con justicia y cariño deben compartir.

Ciertamente, la Tierra no es Dios, pero es signo divino: principio del que varones y mujeres nacen, lugar donde comparten la existencia, unos con otros, en respeto y generosidad. Descubrir y agradecer la vida, que nos viene por la Tierra (agua y viento, plantas y animales, todo el universo) es el primero y más hondo de los gestos religiosos. Lógicamente, ella puede recibir rasgos divinos y maternos, expresados de manera humana. Así la ha visto Teresa de Jesús, que hace a Dios Fuente de vida, Pechos de madre que ofrece su propio alimento a los humanos:

[Dios Vida]
Se entiende claro, por unas secretas aspiraciones, ser Dios el que da vida a nuestra alma…, que en ninguna manera se puede dudar…, que producen algunas veces unas palabras regaladas, que parece no se pueden excusar de decir: ¡Oh Vida de mi vida y Sustento de mi sustento!… y cosas de esta manera.
[Pechos divinos]
Porque de aquellos Pechos Divinos, adonde parece está Dios siempre sustentando el alma, salen unos rayos de leche que toda la gente del castillo conforta, que parece que quiere el Señor que gocen de alguna manera de lo mucho que goza el alma,
[Río-Fuente]
y de aquel río caudaloso, adonde se consumió esta fontecita pequeña, salga algún golpe de aquel agua para sustentar a los que en lo corporal han de servir a estos dos desposados (Moradas 7, 2, 7).

Están esposo y esposa (Cristo y el alma, Jesús y Teresa) bien unidos, en desposorio radical, como luego mostraremos. Desde esa unión de amor descubre Teresa el misterio original divino, que ella ha presentado en términos vitales (Dios es Vida de mi vida), maternos (unos Pechos que manan gozo y leche que sustenta a los humanos) y cósmicos (fuente original de la que brota agua de gracia y existencia para los humanos, en especial los enamorados).

De la Tierra Madre cósmica, que sustenta generosa a los humanos, haciéndoles hermanos, pues deben compartirla (jubileo israelita), pasamos a la Madre Personal divina de Teresa de Jesús: creer en Dios es para ella una experiencia original de fe en la vida. No hay en Dios de imposición paterna (ley, juicio), sino generación vital materna: Él aparece así como Fuente de la Vida, Pechos abundantes, acogedores y gozosos, que alimentan a todos los humanos, no sólo al alma interna, sino a “la gente del castillo”, que son las potencias y facultades corporales.

Al hablar de esta manera, Teresa no ofrece un argumento conceptual, filosófico o científico, sino una experiencia vital. La filosofía y ciencia resultan secundarias, lo mismo que la teología escolar. Incluso el nombre dios es posterior, de manera que puede evitarse, si alguien lo siente impositivo, apresurado. Teresa habla de algo previo a todo razonamiento: del gozo de Ser, de saberse acunada en la Vida, del misterio de esos “pechos divinos” que nos amamantan para así crearnos.

2. Dios Hijo y Amigo, el Dios enamorado.

De esa forma, la misma generación (expresión de amor materno) conduce al surgimiento del Otro (Hijo/a) y al encuentro de amor entre persona. En perspectiva humana, la relación generativa y esponsal han de distinguirse, pues de lo contrario la corriente de vida se cerraría en sí misma, de forma incestuosa: no es bueno que el hijo quede fijado en la madre, clausurándose en ella de manera indefinida; es bueno que salga, que rompa el cordón, que encuentre a un amigo/a diferente, para descubrir y desplegar con él o ella la inmensa maravilla del encuentro enamorado.

Dentro del símbolo divino, ambos momentos pueden vincularse y se vinculan de forma paradójica: entre el Padre/Madre divino y el Hijo divino Jesucristo se establece una relación de Encuentro eterno, de gozo incesante de pareja enamorada, que la iglesia identifica con el Espíritu Santo. De manera consecuente Teresa de Jesús ha desarrollado en esa perspectiva la visión del Dios amigo, la fe como esponsales:

[Eucaristía]
Pues vengamos ahora a tratar del divino y espiritual matrimonio… A esta persona de quien hablamos (=Teresa de Jesús) se le representó el Señor, acabando de comulgar, con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, y le dijo que
[Matrimonio]
era ya tiempo de que sus cosas (de Jesús) tomase ella por suyas
y Él tenía cuidado de las suyas (de Teresa) (Moradas 7, 2, 1).
[Pascua]
Aparécese el Señor en este Centro del Alma sin visión imaginaria, sino intelectual…, como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo “pax vobis” (Moradas 7, 2, 3; cf. Jn 20, 21).

La misma eucaristía se expresa en claves esponsales, conforme al simbolismo israelita de la alianza (¡Yo seré vuestro Dios, vosotros seréis mi Pueblo!), que aquí se despliega en formas personales: Jesús da su cuerpo a Teresa, es decir, se ocupa de sus cosas; Teresa da su cuerpo a Jesús, es decir, se ocupa de sus cosas. Este es un desposorio de comunicación completa, en libertad y entrega reversibles, sin que uno sea más o mande sobre el otro, pues los dos ofrecen lo que son (la esencia) uno al otro.

Este Dios amigo, que suscita y ratifica todo amor esponsal sobre la tierra, no es ya poder patriarcalista, ni donación de un superior (del padre al hijo), sino principio de armonía simétrica y comunicación enamorada. Sólo aquí recibe su sentido la eucaristía, como expresión de un matrimonio total entre Jesús y los humanos, es decir, entre los humanos que aceptan su camino y responde a la voz de su llamada. Esta es la eucaristía del Jesús resucitado, que se expresa y expande en toda la vida del cristiano, que toma formas esponsales, de comunicación personal y gratuita, en cuerpo y alma.

Del Dios materno que cuida generosamente a los humanos (sus hijos) venimos al Dios esponsal y fraterno, que goza en amar y ser amado, en cercanía y comunicación transformadora, que culminan por Cristo en el símbolo eucarístico: sólo un hombre o mujer enamorado/a puede pedir ¡come, bebe, esto es mi cuerpo!, dando al otro y compartiendo con el otro el pan y vino de la vida. Lo que él ofrece no es ya un cuerpo de Madre divina (pechos abundosos, manantial de leche), ni el poder de un padre que planea por arriba, con autoridad dictatorial, sino el rostro y cuerpo humano del amigo/a, que goza y/o sufre a nuestro lado y que nos pide pan o una palabra de conocimiento, dignidad, ternura.

Jesús se ha vuelto así cuerpo ofrecido (se da a sí mismo: eucaristía) y necesitado (quiere que le alimentemos y acojamos en los pobres: cf. Mt 25, 31-46). Dios no se revela, por tanto, en los principios de la totalidad social, que pueden ser manipulados, al servicio del sistema o del estado, tampoco en la intimidad de la pura conciencia, sino en la comunión concreta de amor entre los hombres y/o mujeres de la tierra. Por eso, el símbolo supremo del Dios Hijo en el mundo es el pan y vino compartido: la solidaridad concreta de hermanos y amigos. o fiesta eucarística de amor.

Cambiando un verso de Juan de la Cruz, en la dedicatoria de este libro, nos atrevimos a presentar la eucaristía como cena que libera y enamora. Quizá se debería invertir el orden de los términos. Esta es una cena que enamora, abriendo a los humanos, varones y mujeres, la más honda experiencia de la comunicación personal transformadora. Este es cena que libera, es decir, re-crea, pues en ella podemos descubrir y descubrimos nuestra propia libertad, re-creando el mundo y pudiendo ofrecer espacio y camino de liberación a los excluídos de la tierra.

3. Dios Familia. Eucaristía y Trinidad

Hemos venido suponiendo que los rasgos anteriores se unifican, en clave trinitaria: el mismo Dios es Madre fundante, que nos hace ser, y Amigo que comparte nuestra vida, haciéndonos capaces de dar y recibir en amor enamorado. Podemos y debemos afirmar, con la tradición de la iglesia, que son dos personas (Padre/Madre, Hijo/Amigo), siendo el mismo Amor transcendental (en sí mismo valioso), que ha querido expresar y realizar su misterio entre nosotros (como amor humano), en forma de comunión definitiva (Espíritu Santo).

El despliegue de la comunicación de amor, perfecta y plena, en plenitud pascual: eso es Dios para siempre, todo en todos, en formas de regalo culminado. Esto es el cielo. Así lo ha indicado el judaísmo, cuando los profetas (especialmente Is 41-56) han interpretado el jubileo en forma escatológica: la tierra compartida (Lev 25) se ha vuelto un símbolo muy hondo de la Nueva Tierra y Nuevo Cielo, donde los salvados comerán y beberán unos con otros (unos de otros), en gozo fuerte, comunicación perfecta. Lógicamente, Teresa de Jesús ha interpretado este motivo en forma trinitaria:

[Apóstoles]
Orando una vez Jesucristo Nuestro Señor por sus Apóstoles (Jn 17, 21), dijo que fuesen una cosa con el Padre y el Él, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en Él.
[Universalidad]
¡No sé que amor puede ser mayor que este! Y no dejaremos de entrar aquí todos, porque así dijo Su Majestad: “No sólo ruego por ellos, sino por todos aquellos que han de creer en mí también” y dice “yo estoy en ellos” (Jn 17, 20.23) (Moradas 7, 2, 9-10).
[Servicio]
¿Sabéis que es ser espirituales de veras? ¡Hacerse esclavos de Dios!… Así que, hermanas, para que (vuestra vida) lleve buenos cimientos, procurad ser la menor de todas (las hermanas) y esclava suya (de las hermanas), mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir… (Moradas 7, 4, 9).

Pasamos así del matrimonio (unión íntima con Jesús y/o con otros creyentes) a la comunión más extensa de la iglesia, representada por los apóstoles. En ellos habita la Trinidad, siendo ellos signo de Dios sobre la tierra. Esto es creer en Dios, expresar su misterio: abrirse en comunión de amor y servicio mutuo hacia los otros. He destacado la universalidad, pues en esta comunión que brota del Jesús enamorado entran todos, como expresamente afirma Teresa, re-interpretando Jn 17, 20 de manera universalista. Así se expande la familia divina: el Dios que aparecía primero como Madre y luego como Amor Enamorado será al fin y plenamente Comunión donde los humanos se regalan y sirven unos a los otros, descubriendo y desplegando el placer de la existencia compartida, envuelta en gloria.

Un tema abierto. La Trinidad de A. Rublev

En este contexto se sitúa uno de los iconos teológicos más conocidos: la Trinidad de Rublev y otros artigas orientales, que evocan la escena de los “Convidados de Mambré” (Gen 18, 1-15), citada al principio de este libro (Parte 1ª, Cap. 1º): tres seres divinos caminan por la tierra como peregrinos; Abraham les invita a comer y ellos se sientan, compartiendo vida y alimento. Así los ha visto el pintor, así los ha venerado la iglesia: sentados a la mesa, en torno a un plato de Cordero (signo de la entrega amorosa de Jesús), que puede estar simbolizado también por el pan y vino compartido. Son tres, ángeles del cielo, peregrinos en la tierra, revestidos de cielo (cada uno con su color celeste) y sentados a la mesa, dialogando en gesto de felicidad completa. Ellos representan la belleza de Dios, la gloria que esperamos y se expresa ya (anticipada y fuerte) en la mesa compartida de Jesús. La familia humana, reunida en comunicación vital y personal, palabra y comida: este es el supremo signo trinitario, esta es la iglesia.

Por eso, la Trinidad cristiana es misterio del gozo y gloria que mana del ser fundante (Madre) y se expresa en la vida compartida (unión de Padre/Madre con el Hijo, en el Espíritu), superando así todo egoísmo y toda muerte. De esa forma, el amor es misterio de Dios, que no aparece ya como Padre o Madre, que nos tiene sometidos, sino como familia, comunión de amor, en la que estamos todos implicados. No podemos hablar de esa familia de manera objetiva, como si se hallara fuera de nosotros, pues sólo en la medida en que acogemos su amor y nos amamos mutuamente podemos entenderla.

No hay al fin supremacía ni inferioridad: Dios no quiere ni puede humillarnos, poniéndose encima de nosotros, como Alguien que por pura condescendencia nos visita y saluda a la caída de la tarde, sino que viene a quedarse. Y no se queda como superior, siempre mandando, sino como Vida en nuestra propia vida, de manera que en él somos (nos hacemos) plenamente hermanos y amigos, en fiesta de amor y resurrección. Por eso, el signo trinitario final no son el padre o la madre en cuanto tales, sino la familia entera, reunida en torno a la mesa, la comida fraterna, pan y vino, entre los hermanos.

Este es un Dios que era, es y vendrá, como ha dicho el Apocalipsis (1, 4). Por eso, conocerle únicamente como Padre/Madre significa quedarse en el principio, no haber recorrido con Él el camino de la vida, en generosidad eucarística. Quien lo haya recorrido, avanzando por los varios paisajes de este libro y de la historia israelita y cristiana, sabe que Dios acaba siendo todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28), libertad y plenitud de nuestra vida, expresada en la fiesta del pan y vino compartido.

*Tomado de X. Pikzaza, Fiesta del Pan, fiesta del Vino, Verbo Divino, Salamanca 2001

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“Sentir esta presencia”, por Gema Juan OCD

Domingo, 31 de mayo de 2015
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17289537513_58a2945c90_mDe su blog Juntos Andemos:

Hay misterios que piden silencio, que invitan a encender la mirada interior, que llevan a la adoración. Misterios que huyen de las palabras y que, a lo más, se pueden balbucir –como decía Juan de la Cruz– sin poder decir «aquello de que altamente sienten».

Teresa de Jesús sintió aquella presencia prometida por Jesús: la «presencia tan sin poderse dudar de las tres Personas». Y la acogió como se puede acoger el misterio del amor: abriendo el corazón y aceptando la luz. Tal vez, la única manera de que la inteligencia humana se puede acercar al misterio.

Al intentar explicar cómo sentía aquella Presencia, Teresa decía: «Se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas». Y entonces entendió que Dios hace las cosas de manera diferente.

Contaba Teresa que Dios le hizo comprender «que erraba en imaginar las cosas del alma con la representación que las del cuerpo; que entendiese que eran muy diferentes, y que era capaz el alma para gozar mucho». Sin embargo, experimentará el muro de las palabras para poder expresar la inmensa claridad que suscitaba en ella la presencia divina.

Decía: «Esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero, y allí se me daban a entender cosas que yo no las sabré decir después».

Si hasta entonces Teresa había buscado a Dios, esta Presencia le hizo entender un nuevo modo de unión: «No trabajes tú de tenerme a Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en Mí». La búsqueda se transformaba en encuentro y el encerrarse en Él, en una salida.

De este modo, comprendió que esa unión era participar de las palabras de despedida de Jesús, que envía a los discípulos a dar a conocer el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, añadía: «Parecíame que de dentro de mi alma -que estaban y vía yo estas tres Personas- se comunicaban a todo lo criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo».

Nada iba a quedar encerrado en Teresa, porque eso desharía la verdad profunda de la experiencia cristiana, que se diluye si queda cerrada en sí. De modo que, cuando escribe que ese misterio de los Tres «quiere dar a sentir esta presencia», dice que no se puede dudar ni olvidar y apunta cómo el Señor le hace entender la vida desde esa Presencia: «Piensa, hija, cómo después de acabada [la vida] no me puedes servir en lo que ahora, y come por Mí y duerme por Mí, y todo lo que hicieres sea por Mí, como si no lo vivieses tú ya, sino Yo, que esto es lo que decía San Pablo».

Y hablará de «la paz interior y la poca fuerza que tienen contentos ni descontentos por quitarla de manera que dure», cuando se vive en los Tres y cómo la fuerza con que se siente la Presencia sana el corazón: «Con esto se ha remediado la pena de esta ausencia».

Queda el silencio, después de buscar palabras para expresar la Presencia y queda la mirada, que tantas veces pide Teresa, para ver al Único y para sentir el amor.

Pero ella, que siempre da un paso más y llega más al fondo de las cosas, todavía añade que lo que queda de sentir «con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas» –dice– es el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, que aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria».

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“Hágase tu voluntad”, por Gema Juan, OCD

Domingo, 24 de mayo de 2015
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17465825759_b1d87c84cc_mDe su blog Juntos Andemos:

Unos años antes de empezar su vida entre las carmelitas descalzas de Colonia, Edith Stein reflexionaba acerca de la voluntad de Dios y preguntaba: «¿Cómo podemos pronunciar ese “hágase tu voluntad” si no tenemos ninguna certeza de lo que la voluntad de Dios exige de nosotros?».

Edith buscaba, aunque ya había experimentado que Dios va por delante dando luz. Decía que el Espíritu del Señor «se deja encontrar, cuando lo buscamos. Sí, Él espera no solamente a que lo busquemos, Él está continuamente en nuestra búsqueda y nos viene al encuentro».

Así como Pablo escribía a la comunidad de Corinto que, bajo la fuerza del Espíritu es posible reconocer que Jesús es Señor, Edith apuntaba que al acoger este Espíritu, se puede descubrir la voluntad de Dios y vivirla. Y recordaba cómo escuchar al Espíritu: «Ah, si solo aprendiéramos a escuchar vivamente, con el espíritu y el corazón en vez de con sentidos muertos, entonces experimentaríamos que la Palabra de Dios es vida y que con ella entra en nosotros la fuerza de Cristo».

Si en Corinto había problemas, el mundo que rodeaba a Edith vivía una crisis importante. Sin embargo, los dos hacen la experiencia del Espíritu, los dos descubren la fuerza que nace cuando es Él quien da vida a la propia vida. Aquel Espíritu del que Pablo decía que es un Espíritu de «energía, amor y buen juicio», no un espíritu cobarde, es el que movía también a Edith. Y con razón sentía que su trabajo implicaba «la gran tarea de liberar energías positivas».

Edith estaba convencida de que el Espíritu que había prometido Jesús, para guiar a los creyentes y llevarlos a la verdad plena, inspira el interior de quien quiere descubrir los caminos de Dios. Decía: «Cuando se sabe prestar atención a lo que en el silencio del corazón habla el Espíritu de Dios, y se decide, no solo a escuchar, sino a cumplir la Palabra», entonces se puede responder a la llamada de Dios y «colaborar en la obra de la Redención de Cristo».

«Escuchar vivamente» era lo que creía Edith que hay que hacer para comprender la voluntad de Dios. Ella formulaba de un modo muy sencillo qué es la voluntad de Dios. Decía que Él «vino al mundo para salvarnos, para unirnos con Él y para unirnos entre nosotros, y para hacer nuestra voluntad semejante a la suya».

Cuando Pablo explica a los corintios que el Espíritu se manifiesta en cada quien para el bien común, está hablando de cuál es la voluntad de Dios. Y cuando pide a los hermanos de Galacia que caminen según el Espíritu, está diciéndoles que comprendan la voluntad de Dios, que es una voluntad de amor y comunión.

«Rompamos filas y ayudémonos mutuamente» –pedía Edith– para vivir la fe, para ser testigos, para buscar el bien común y caminar según el Espíritu. Para poder decir «hágase».

Edith sabía que no hay certezas en el camino de la fe, que siempre es una apuesta del «todo por el todo». Había entendido que quien ama de verdad, guarda los mandamientos de Jesús y cumple la voluntad de Dios. Y sentía ya lo que su madre Teresa de Jesús apuntaba: que «aun en esta vida da Dios ciento por uno».

Por eso, cuando hable de vivir la voluntad de Dios, dirá que «quien cada día y de corazón dice “Señor, hágase tu voluntad”, puede confiar plenamente en que no actuará en contra de la voluntad de Dios, aun cuando no tenga una certeza subjetiva».

También por eso, creía que cuando se toma en serio la Palabra, cuando se da a los demás con la propia vida, entonces es cuando la palabra humana es cauce de la vida que Dios quiere repartir continuamente, es cauce del Espíritu de vida. Por eso Edith decía:

«Si aprendiéramos a hablar vivamente: a no distribuir la gran y santa Palabra como monedas manoseadas, sino con todo su sentido, impregnado de frescura de un espíritu despierto y de un corazón incandescente –entonces experimentaríamos que en nuestras palabras vive la fuerza del Espíritu, que encienden vida, irrumpen en otros corazones y los atraviesan todos hasta el cielo, y reparten gracia y consuelo».

«Nadie puede decir: Jesús es Señor, si no está movido por el Espíritu Santo», decía Pablo. Nadie puede decir: «Hágase tu voluntad» –dirá Edith- si no es movido por ese mismo Espíritu.

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“Mirando al cielo”, por Gema Juan, OCD

Domingo, 17 de mayo de 2015
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17160816429_294170961c_mDe su blog Juntos Andemos:

La vieja pregunta dirigida a un grupo de Galileos del siglo I, sigue resonando de época en época, en los oídos de la Iglesia de Jesús de Nazaret. «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?».

Así resumía Lucas la sorpresa de los discípulos de Jesús, al experimentar que Jesús seguía vivo y que depositaba en sus manos la increíble misión de prolongar su vida en la tierra. Quedaron deslumbrados y paralizados. Por eso, con la pregunta, los discípulos son lanzados a la arena de la vida, para continuar transmitiendo la buena noticia de Jesús.

Cuando Teresa preguntaba a sus hermanas: «¿Sabéis qué es ser espirituales de veras?», estaba preguntado en qué andaban. Si estaban plantadas mirando al cielo o si habían echado a andar «por el camino del amor…, por solo servir a su Cristo crucificado». Y advertía que lo espiritual no es estar «tan embebida que no pueda entender en nada» sino entender «en todo lo que es servicio de Dios».

Teresa tenía una larga experiencia, era observadora y sabía escuchar; había «tratado con tantas personas espirituales» que podía distinguir bien el paso de Dios que arrebata desde lo profundo, de la sensiblería espiritual que debilita el amor y entorpece la vida. Con ironía decía que, a veces, «todo nos parece arrobamiento y éxtasis».

El arrebato divino del que habla Teresa «no es como a quien toma un desmayo o paroxismo» sino que –sigue diciendo ella– quien lo experimenta ve que «nunca estuvo tan despierta para las cosas de Dios ni con tan gran luz y conocimiento de Su Majestad».

Frente a los espirituales que se quedan «plantados mirando al cielo», es decir, enganchados en cada novedad espiritual o en un momento intenso, incluso en ritos o penitencias, Teresa alienta una experiencia espiritual que desata para seguir a Jesús y ser voz de su Voz, que activa para el servicio y lleva a compartir el gozo descubierto.

También ella se había quedado en algún momento plantada, mirando al cielo. Decía: «Antes me parecía que para darme regalos en la oración era menester mucho arrinconamiento, y casi no me osaba bullir». Y durante un tiempo estuvo convencida de que las personas que estaban «siempre ocupadas en negocios y cosas muchas… pensaba yo en mí, y aun se lo decía, que no era posible entre tanta baraúnda crecer el espíritu».

Poco a poco, entendió que «no es menester ir al cielo, ni más lejos que a nosotros mismos» para mirar a Jesús y sentirle vivo. Que unirse a Él no era cosa de «abobamientos», que no resultan «otra cosa más de estar perdiendo tiempo allí» sino que quien quiere estar con Jesús de verdad, busca «trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios».

Y aunque decía claramente que «bien es procurar más soledad para dar lugar al Señor y dejar a Su Majestad que obre», añadía que la obra de Dios es fortalecer a sus amigos para que puedan llevar una «vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado».

Las respuestas que da Teresa sobre qué es ser espirituales sacan de cualquier quietud interesada y llevan a entender que el cielo está en la tierra «para quien se contenta solo de contentar a Dios y no hace caso de contento suyo». Las respuestas de Teresa llevan a buscar a Jesús por el camino de la entrega, el camino que Él recorrió.

Lucas escribió que «Jesús se elevó a la vista de todos», Teresa escribirá cómo se sube con Él: dejándose marcar por la cruz y sirviendo; haciéndose esclavos, pero esclavos libres como Jesús, que eligen darse. Se sube andando el camino de la verdadera humildad, no queriendo estar por encima de nadie, andando en verdad.

Por eso, dirá: «Como somos inclinadas a subir (aunque no subiremos por aquí al cielo) no ha de haber bajar. ¡Oh, Señor, Señor! ¿Sois Vos nuestro dechado y Maestro? Sí, por cierto. Pues ¿en qué estuvo vuestra honra, Honrador nuestro? ¿No la perdisteis, por cierto, en ser humillado hasta la muerte? No, Señor, sino que la ganasteis para todos».

¿Es mucho? —pregunta Teresa. ¿Es mucho «querer servir en algo a quien tanto ve que debe»? Dirá que no, que todo es poco, aunque sea mucho y que merece la pena despertar y dejar de estar plantados mirando al cielo, porque «ayuda Dios a los que por Él se ponen a mucho, y que nunca falta a quien en Él solo confía».

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“El oficio de consolar”, por Gema Juan OCD

Martes, 12 de mayo de 2015
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16726558813_1e269c9ca4_mDe su blog Juntos Andemos:

«Este Señor y consolador mío» —así llamaba Teresa de Jesús a Cristo. Había experimentado lo que, poco antes de tomar ella la pluma, había dejado escrito Ignacio de Loyola: que el Resucitado trae el oficio de consolar.

Teresa llamará a este Señor «descanso de todas las penas» y dirá que consuela esforzando y animando, rehaciendo el corazón. Cristo es «consuelo de los desconsolados y remedio de quien se quiere remediar».

Con tanta confianza como amor, escribirá: «¿Será mejor callar mis necesidades?… No, por cierto; que Vos, Señor mío y deleite mío, sabiendo las muchas que habían de ser y el alivio que nos es contarlas a Vos, decís que os pidamos y que no dejaréis de dar». En el Resucitado se descansa, se dejan las necesidades y de Él se puede esperar el consuelo de la paz y la fortaleza.

Cuando se ha hecho experiencia de esta verdad, se deja de buscar «en otra parte su consuelo ni sosiego ni descanso, sino adonde entienden que con verdad le pueden tener». Y quienes lo entienden, «pónense debajo del amparo del Señor; no quieren otro». Teresa aún añadirá: «¡Cuán bien hacen de fiar de Su Majestad, que así como lo han deseado lo cumplen! Y ¡cuán venturosa es el alma que merece de estar debajo de esta sombra!». Bajo la sombra del que vive, se haya la vida.

A punto de terminar las VI Moradas, dirá que Él «da esfuerzo a quien ve que le ha menester» y se ocupa de los que sufren: «En todo defiende a estas almas, y responde por ellas en las persecuciones y murmuraciones».

Además, es un consuelo que ilumina. Teresa dirá que la presencia viva de Cristo «da a entender que es hombre y Dios; no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado». Por eso alumbra el camino: Él es «el verdadero Consolador [que] consuela y fortalece, para que quiera vivir todo lo que fuere su voluntad».

De este Señor, del que Teresa decía: «Olvidará sus dolores por consolar los vuestros, solo porque os vais vos con Él a consolar y volváis la cabeza a mirarle», pedirá a sus hermanas y a todos los que beban en sus escritos que se hagan seguidores. ¿Cómo? Ella lo tiene muy claro: acompañando a Cristo en el oficio de consolar. Haciéndose consoladores como Él.

Cuando Teresa habla de las dificultades que ha tenido en su propio camino, de sus tropiezos y vueltas atrás, lo hace en gran medida, para consolar. Dirá: «Escríbolo para consuelo de almas flacas, como la mía, que nunca desesperen ni dejen de confiar en la grandeza de Dios. Aunque después de tan encumbradas, como es llegarlas el Señor aquí, caigan, no desmayen». Aunque después de un largo camino, se tenga un tropiezo, no hay que abandonar, porque Él jamás deja de dar la mano.

Pocos años antes de su muerte, un grupito de mujeres de Villanueva de la Jara, pedía a Teresa que transformase su beaterio en una comunidad de carmelitas descalzas. Ella se resistía, pero acaba comprendiendo que detrás de la petición está el servicio a Jesús y escribirá: «Paréceme que por muchos trabajos que hubiera de pasar, no quisiera haber dejado de consolar estas almas». Igual que, al concluir su Camino de Perfección, dice: «Consolarme he que os consoléis», leyendo el librito.

Consolar, dice Teresa, es «hacer placer y servir» a los demás. Y advertía a sus hermanas de la necesaria libertad para unirse a Jesús en el oficio de consolar. Por eso, decía: «En otras partes hay libertad para consolarse con deudos; aquí, si algunos se admiten, es para consuelo de los mismos». Pedía, sencillamente, una inversión de intereses, algo que atañe a cualquier seguidor de Cristo: anteponer el bien de los demás.

Así, en una carta a su querido Gracián dejará escrita la razón por la que andaba fundando sus casitas de oración: consolar a los demás. Y, como si no bastara consolar a quienes necesitan remedio, Teresa deja su alegato consolador a favor de las mujeres, una vez más. Porque si su condición la obliga a escribir que «no somos para nada», enseguida añade que esas mujeres reunidas son tan valiosas que podrán conseguir cuanto desean.

«Cada día voy entendiendo más el fruto de la oración y lo que debe ser delante de Dios un alma que por sola su honra pide remedio para otras. Crea, mi padre, que creo se va cumpliendo el deseo con que se comenzaron estos monasterios que fue para pedir a Dios que a los que tornan por su honra y servicio ayude, ya que las mujeres no somos para nada. Cuando yo considero la perfección de estas monjas, no me espantaré de lo que alcanzaren de Dios».

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“Hablar de la vida”, por Gema Juan, OCD

Domingo, 10 de mayo de 2015
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17111265399_19b8f04161_mDe su blog Juntos Andemos:

Hablar de la vida ante la muerte es arriesgado. Hay que hacerlo, porque lo merecen los perdidos y todos los que sufren la pérdida. Y porque el mundo está levantado sobre unos andamios que tienen tramos falsos y resquebrajados, que hay que transformar.

¿Cómo hablar de la vida ante cuatrocientas personas muertas en el mar, mientras intentaban alcanzar una vida mejor? ¿Y ante las enormes cifras que se han vuelto a sumar, convirtiendo el mediterráneo en una triste fosa común? ¿Cómo hacerlo tras la masacre de Kenia o de Nigeria o de…? ¿Cómo hablar ante tanta muerte sin sentido?

Un comunicado de Cáritas española decía que todos estos muertos no son anónimos, que «tenían nombre, familia. Eran dueños de su propia historia y de sus sueños. Eran seres humanos como nosotros, únicos e irrepetibles». Así es: no existen personas anónimas, no hay latitud en la que se carezca de nombre y rostro.

Jesús habló de la vida ante la muerte. Tuvo el valor de hacerlo, porque se ofreció como vida. Decía que tenía que anunciar una buena noticia en medio del sufrimiento, que para eso había sido enviado. Por eso, curaba y devolvía el aliento, cuando era posible. Pudo consolar y devolver la confianza, lo mismo a una mujer de un pueblecillo que a un jefe de la sinagoga. Y, en ambos casos, usó la fuerza de su bondad para aliviar el dolor.

Algo de eso animó a otra mujer, siglos después de que Jesús se pusiera a disposición de los sufrientes de la tierra, para aliviarles y mostrarles otra vida posible. En una pequeña ciudad francesa, Teresa de Lisieux –Teresita– escribía que su «deseo de salvar almas creció de día en día», desde que entendió que eso era lo que hacía el amor de Jesús.

Seguía los pasos de su Madre, Teresa de Jesús, que hablaba de la «caridad de los que verdaderamente aman este Señor y conocen su condición». Esos –decía– «¡Qué poco descanso podrán tener si ven que son un poquito de parte para que una alma sola se aproveche y ame más a Dios, o para darle algún consuelo, o para quitarla de algún peligro!».

Teresita había comprendido bien la vocación que Teresa de Jesús abrió en la Iglesia. Y había reconocido a Jesús como la vida misma. Había experimentado aquellas palabras del Viviente: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».

Comprendió que la fe –como decía Jesús– puede mover montañas. Que la confianza mueve el mundo y el amor sostiene las fuerzas que trabajan por el bien. Y, cuando se veía impotente ante el sufrimiento del mundo, ante las pérdidas humanas, decía: «Sufriendo se puede salvar almas».

¿Acaso creía Teresita en un Dios al que se podía satisfacer o conquistar con sufrimientos? En absoluto. Sentía muy vivo al Padre de Jesús, como Dios de bondad y misericordia, por eso decía: «Comprendo tan bien que fuera del amor no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que es el amor el único bien que ambiciono».

Lo que entendía es que unirse al Cristo vivo era seguir su camino y que lo que podía crear resurrección, en medio de los dolores del mundo, era dejar el propio descanso para cuidar a los demás. Sin ingenuidades ni heroísmos de hojalata, porque su experiencia profunda la privó de cualquier credulidad y ensoñación sobre la santidad.

Cuando Teresita diga que se sienta a la «mesa de los pecadores», será una proximidad verdadera la que tenga con los sufrientes del mundo. Ella que escribió: «Nunca hubiera creído que se pudiese sufrir tanto» sintió, también, que su descanso sería seguir trabajando por la vida de todos.

Así, llegará a decir: «Yo no puedo convertir mi cielo en una fiesta, no puedo descansar mientras haya almas que salvar», mientras haya seres humanos con nombre propio, sueños e historia que no pueden vivir a causa de unos andamios perniciosos, construidos por otros seres humanos.

Es necesario levantar otra estructura, para un mundo truncado por tantos cabos. Y, como decía Teresa y tan bien asimiló Teresita: «Cuando no puede con obras, con oración, importunando al Señor por las muchas almas que la lastima de ver que se pierden».

¿Se puede hablar de la vida? ¿Es posible vivir en la alegría? Sí, porque la fe en el amor puede ser más fuerte que todo el dolor y más tenaz que la persistencia del mal. Pero jamás –y así lo expresaba Teresita– habrá descanso ni gozo completo hasta que todos, sin excepción, encuentren el gozo y el descanso.

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“500 años despertando”, por Gema Juan, OCD

Jueves, 16 de abril de 2015
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16862716125_503b0cc78c_mDe su blog Juntos Andemos:

Teresa de Ahumada despertó a la vida un 28 de marzo, en 1515. Llegó de madrugada, desvelando a la familia y como anunciando ya que iba a pasar su vida despertando a las gentes.

Tal vez, porque pasó gran parte de su vida despertándose, pudo contagiar el hambre de luz que llevaba en sí. Y por lo mucho que le había costado acabar de despertar, abrir los ojos a la verdad, ya no los cerraría nunca a lo verdadero, ni permitiría a quienes andaban cerca de ella, dejar de vivir de cara a la luz.

A poco de comenzar el Libro de la Vida, Teresa escribió: «Comenzó [Dios] a despertarme de edad, a mi parecer, de seis o siete años». Y entrada en la adolescencia, contará que necesitó de «la buena compañía [de una monja] para tornar a despertar».

Despertaría, después, el valor que tenía en su interior, para atreverse a hacerse monja. Y, aunque al explicar cómo salió de su casa, escribía: fue «haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante», también confesó que «a la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy». Así despertó en ella la vocación.

Apenas dos años después de ingresar en el monasterio de la Encarnación, Teresa enfermó gravemente. Reviviría de un modo inesperado, del que ella siempre dijo que era hacedor su querido san José y pensó que ya nunca perdería la luz recobrada con la salud. Sin embargo, poco después, volvió a perder el rumbo: «¡Quién dijera que había tan presto de caer, después de tantos regalos de Dios… que me despertaban a servirle!», y supo lo que era estar más enferma en el alma que en el cuerpo.

«Hasta que por su bondad lo puso todo [el Señor]… no ha habido en mí sino caer y levantar» —decía, Teresa. Y así anduvo, hasta que se dejó del todo en sus manos. A partir de entonces, despierta sin retorno y podrá decir: «Ya mi alma la despertó el Señor… y no quiere Su Majestad que se torne a cegar».

Quien así hablaba de su propia vida, había peleado con una «sombra de muerte». De viva voz y con la tinta de su pluma, mil veces había dicho que «deseaba vivir». Y haciéndose a sí misma una radiografía, escribía: «De mi natural suelo, cuando deseo una cosa, ser impetuosa en desearla». Teresa quería vivir y poseía una gran vitalidad.

Contaba Julián Marías que desde finales del s. XV, había en España «una acumulación increíble de vitalidad». Y lo que explica sobre la vitalidad, cuadra muy bien a esta mujer que, a principios del s. XVI, llegaba al mundo. Porque la vitalidad –decía Marías– consiste en la gana de vivir, en la aceptación de la vida, aunque sea adversa, y por tanto incluye infortunios y dificultades.

Y todavía añadía que para que la vitalidad fuera auténtica –y en ella cifraba el pensador buena parte de la regeneración social– necesitaba un punto sólido en el que asentar, para poder llevar adelante proyectos.

Teresa encontró en Cristo esa columna inquebrantable en la que apoyar su vida y sobre la que permanecer despierta. Una vez que hizo de Él su apoyo, ya no volvió atrás, ni se replegó en sueños vacíos. Y toda su increíble aventura fundacional, todavía sin asimilar tras cinco siglos, da cuenta de su vitalidad. De un empuje que –como seguía diciendo Marías– hace avanzar «sin que cuenten demasiado las dificultades, que se aceptan como un reto, un estímulo, una posibilidad de dar la propia medida».

Teresa tomó su medida de Cristo y con Él hizo frente a la catarata de obstáculos que encontró. Así, pudo decir a sus hermanas: «De penas que se acaban no hagáis caso de ellas cuando interviniere algún servicio mayor al que tantas pasó por nosotros». Cuando algo mayor está en juego, las dificultades son «penas que se acaban».

Las ganas de vivir que tenía hacían que quisiera contagiar a todos la alegría que había encontrado: la de entender que Jesús estaba siempre presente, en ella misma y en la vida del mundo, para «despertarnos, y no una vez sino cada día».

Esa certeza dejó en Teresa una «muy gran gana de no hablar sino cosas muy verdaderas», es decir, dejó en ella el deseo de dedicarse a lo que merece la pena, a las cosas que valen. Por eso, tantas páginas de sus obras hablan del amor, del «amarnos unos a otros». De un amor verdadero y concreto, que «no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras». Y por eso decía: «Si entendieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro estudio».

Teresa lleva despierta 500 añosy aún le queda mucho por decir . Sigue intacto su más profundo afán, su pasión por despertar: «El gran deseo que tengo de ser alguna parte para ayudaros a servir a este mi Dios y Señor».

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“Miradle resucitado”, por Gema Juan, OCD

Domingo, 5 de abril de 2015
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158De su blog Juntos Andemos:

«Miradle», el gran adagio teresiano, resuena también en la mañana de Pascua: «Miradle resucitado».

El Resucitado se deja encontrar y hace sentir su presencia. Mirad «con los ojos del alma», si queréis verle —decía Teresa. Y advertía que ella «jamás vio cosa con los ojos corporales» pero que, en su interior, quedaba tan imprimida la presencia viva y el amor, que hacía «tanto efecto como si lo viera con los ojos corporales».

Parecía hablar, al mismo tiempo, con el apóstol Tomás y con la Magdalena, dos grandes deseadores de Jesús, hambrientos de verle y tocarle. Ansiosos por confirmar, Tomás la fe y María el amor. Y, hablando con ellos, Teresa lo hace con todos los que avanzan en la fe, a tientas, confiando, deseando, amando… con los que piden ver y tocar. Con los que permanecen sin acabar de ver y los que se dejan despertar por la voz del Maestro resucitado, que los llama por su nombre.

Por eso, Teresa escribía: «A los que se han de aprovechar de su presencia, Él se les descubre; que, aunque no le vean con los ojos corporales, muchos modos tiene de mostrarse al alma por grandes sentimientos interiores y por diferentes vías».

Para «ver y tocar», para reconocer a Jesús, Teresa invita a descubrir su presencia real, que es divina y humana, crucificada y resucitada: «Divino y humano junto es siempre su compañía».

Teresa hizo esta experiencia, como antes la hicieron los discípulos y las fieles mujeres que acompañaron a Jesús. Dirá: «Miradle camino del huerto… miradle cargado con la cruz… miradle resucitado». Una experiencia profunda de continuidad en la fe, que no separa la tierra del cielo ni la carne del espíritu, sino que unifica y enseña a vivir como Jesús, porque descubre en el Resucitado al mismo que andaba por los caminos de tierra.

Mirando al Jesús que experimentó hasta el fondo su condición humana, que supo de dolor y alegría, que conoció la amistad y la soledad, y eligió la verdad y la bondad como señas de identidad, Teresa escribió: «Juntos andemos, Señor; por donde fuereis, tengo de ir; por donde pasareis, tengo de pasar».

Después, un encuentro con el Resucitado dejó en ella la certeza profunda del amor incuestionable al que llama, de la amistad que quiere vivir con sus amigos. Teresa sintió que Cristo le decía «que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas, y Él tendría cuidado de las suyas».

Eso anuncia la Resurrección: el tiempo de la unión profunda, del compartir sin medida. El tiempo de experimentar que Cristo se hace compañero, cuando se acoge su presencia: «No os faltará para siempre; ayudaros ha en todos vuestros trabajos; tenerle heis en todas partes» —decía Teresa. Cuando se elige acompañar a Jesús en su camino, se descubre que es Él quien acompaña.

Esa experiencia de Jesús, «hombre y Dios», enseñó a Teresa el camino de la armonía. Había conocido la oscuridad profunda, alejada de la verdad pero, después, se verá a sí misma, de la mano de Jesús, «con gran luz, quitada toda aquella pena». Y dirá que, andando con Él, no vuelve la oscuridad «ni se le pierde la paz; porque el mismo que la dio a los apóstoles, cuando estaban juntos se la puede dar».

Con el tiempo, escribirá: «Me veía rica siendo pobre». La bienaventuranza que nace de la Resurrección toma cuerpo en Teresa y quiere hacerlo en cada creyente. La luz de Cristo no diluye los profundos contrastes que definen lo humano —eso dice Teresa. Ella no deja de ser quien es, pero se descubre «rica», agraciada, renovada e iluminada.

Teresa llega a decir que la presencia de Jesús hace de esta tierra un cielo, es decir, convierte la propia vida en el lugar donde vivir la voluntad de Dios, porque «nos ha hecho tan gran merced como hacernos hermanos suyos». Dirá: «Hecha la tierra cielo, será posible hacerse en mí vuestra voluntad». Podrá hacerse en todos la voluntad de Dios, porque Jesús se ha hermanado con todos.

Desde esa comunión, Teresa comprende que el «gran resplandor y hermosura y majestad» de Jesús resucitado habita en cada ser humano y lo llama a resucitar. «En este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey» —decía. Y hablaba del Señor de la vida, que muestra su poder en el amor y que habita para liberar.

Este Rey «nunca falta» –dice Teresa– y «como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida». Este es el Cristo vivo, que ama, libera y sale al encuentro de todos. «¿Quién nos quita estar con Él después de resucitado?».

«Miradle resucitado».

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“Cervantes, bisexual”, por Ramón Martínez

Jueves, 26 de marzo de 2015
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miguel_de_cervantesUn interesante artículo que publica Cáscara Amarga:

Con la aparición de los supuestos restos del autor del Quijote no sólo queda claro que la política cultural de Madrid está en los huesos, gracias a la incapacidad de Ana Botella. También hemos comprobado, una vez más, que determinados datos de la vida de un autor sólo son relevantes en caso de que no atenten contra los cánones establecidos.

Miguel de Cervantes era bisexual, no cabe duda alguna. Bien es cierto que metodológicamente es un error trasladar conceptos actuales sobre sexualidad a una época pasada donde no sólo no existían esos términos sino que el propio pensamiento sobre el hecho sexual era diferente. Resulta inadecuado tratar de encajar nuestras categorías sobre la orientación sexual y la identidad de género a un contexto social y cultural tan diferente como es el siglo XVI. Es un error decir que Teresa de Jesús fue posiblemente una lesbiana más o menos visible entre sus compañeras carmelitas y que la poesía de Juan de la Cruz desvela ciertos puntos de vista trans, o que Luis de León quizá fuera gay, por haber traducido la bucólica segunda de Virgilio y haber superado el original –“En fuego Coridón, pastor, ardía / por el hermoso Alexi, que dulzura / era de su señor y conocía / que toda su esperanza era locura”–. Pero no se trata de un error porque Teresa y Luis no se sintieran atraídos por personas de su mismo sexo, o porque Juan no pudiera haber sentido su género como femenino. Tratándose de personajes religiosos no hay forma, supuestamente, de demostrar nada, ni siquiera que fueron heterosexuales y cisexuales. Es un error porque los elementos culturales que sustentan todos estos conceptos no existían en el Quinientos. Cuando afirmamos ahora que Cervantes era bisexual no decimos nada más que, a lo largo de su vida, mantuvo relaciones con personas de más de un sexo, y hemos de emplear los términos avant la lettre, que se dice, para que nos sea posible entendernos.

El hecho es que los huesos que se han encontrado esta semana pertenecieron a un hombre que, en su vida, disfrutó del calor de hombres y mujeres. Sabemos que se casó en 1584, y que se separó de Cataliza de Salazar –con la que está enterrado, y mezclados sus restos– en 1586, porque la convivencia era muy mala. De sus sesenta y ocho años de vida, únicamente dos los pasó junto a una mujer. Es un dato comprobable que existió el vínculo matrimonial, y de ahí estamos obligados a suponer que, además, mantuvieron relaciones sexuales. Es uno de los privilegios del matrimonio, frente a otras formas de relación. Pero también es evidente que don Miguel, además de “haber ayuntamiento con fembra placentera”, que nos diría el Arcipreste, tuvo no pocos conciertos con diversos hombres.

Uno fue, seguramente, el cardenal Acquaviva, de quien fue paje en Roma en torno a 1570. Se supone que se habían conocido en Madrid en 1568 y que Monseñor, un año mayor que Cervantes (aquél con veintidós años, éste con veintiuno) se quedó prendado, se dice que de sus versos, pero es preciso recordar que el propio Miguel era consciente de que como poeta dejaba bastante que desear. Pasara lo que pasara, el autor del Ingenioso Hidalgo se incorpora después a la milicia, pierde la movilidad de su mano en la batalla de Lepanto en 1571 y sigue viajando gracias a los tercios, hasta caer preso en Argel en 1575, donde estuvo hasta ser rescatado en 1580. Y allí tenemos seguro que volvió a mantener relaciones con hombres, como la mayor parte de la crítica ya ha aceptado, aunque le pese –que le pesa–.

Después de todo esto, siempre espero escuchar una frase clásica: “lo importante es que era buen escritor. La vida privada de cada cual no tiene nada de relevante”. Pues sí, era un novelista genial, y en su Don Quijote podemos encontrar algunas de las escenas más escandalosas, en lo tocante a lo sexual, de la literatura española. Los sucesos de Sierra Morena deben ser interpretados adecuadamente, y allí encontramos a Dorotea que, en traje de varón, moja sus pies desnudos en el agua, sin saber que es observada por el cura disfrazado de escudero y el barbero vestido de princesa Micomicona, que creen que se trata de un joven hasta que descubre sus cabellos. Más adelante, con Sancho en la Ínsula Barataria, encontramos a un joven y su hermana intercambiándose los vestidos para salir a la calle. Bien es cierto que un autor perfectamente heterosexual sería capaz de escribir dos pasajes como estos, aunque quizá no se detuviera tanto como lo hace Cervantes describiendo el baño de la disfrazada Dorotea.

Lo que me preocupa esta semana es que aún nadie haya salido a la calle a gritar a los cuatro vientos la bisexualidad de Cervantes. No lo harán, seguramente, bajo esa perspectiva en que la vida privada no tiene nada que ver con la vida literaria. Pero hemos estudiado a Elena Osorio (Filis), Antonia de Trillo, Isabel de Urbina (Belisa), Juana Guardo, Marina de Aragón, Micaela Luján (Camila Lucinda) y Marta de Nevares (Amarilis y Marcia Leonarda), algunas de las mujeres que pasaron por la vida de Lope de Vega, cuya heterodonjuanesca hemos celebrado con júbilo en un reciente capítulo de esa gran serie que podría ser El Ministerio del Tiempo. Entonces, ¿qué es lo que convierte en algo tan relevante la vida privada del autor de El perro del hortelano? ¿Por qué estudiamos a las mujeres de Lope y no a los novios de Lorca? Y, siendo Cervantes bisexual, ¿por qué sabemos que estuvo casado con Catalina de Salazar pero no se habla de sus relaciones con hombres? Hay un privilegio evidente, un privilegio heterosexual que condena a todas las personas diversas al silencio, a quedar relegadas a la vida privada, ésa que no importa, aunque vertebre sus obras y sólo conociendo su realidad como ser humano sea posible desentrañar el significado de su literatura. Desde aquí propongo que, en las sedes de todos los colectivos de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales de España se coloque un retrato de Miguel de Cervantes. Si ellos no quieren reconocer la realidad de sus autores, lo haremos nosotras con los nuestros.

Por cierto, Lope de Vega fue secretario del Duque de Sessa a partir de 1605, y la relación entre ambos fue bastante convulsa. Se sabe que Lope, además de encargarse de sus papeles, también alcahueteaba en favor del Duque, metiendo en su cama no sólo mujeres, sino también hombres. Se sabe que la extraña relación entre noble y secretario atormentó a Lope durante años. Y quizá no conozcas una comedia del Fénix de los Ingenios titulada La boda entre dos maridos, y quizá recuerdes que El perro del hortelano narra los amores y desamores de la Condesa de Belflor con su secretario… Y es que quien lo probó, lo sabe. Vale.

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“La Mística de los ojos abiertos”, por Xavier Melloni s.j.

Miércoles, 25 de marzo de 2015
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9898c83e257b522e6e894e32eede5197La mística tiene que ver con el desplegarse de todos los sentidos en una creciente captación y entrega a lo real. Por ello no deja de ser una redundancia hablar de una mística de ojos abiertos, porque una mística que los cerrara y llevara al retraimiento no sería ningún camino verdadero. Pero también es cierto, que comprendemos lo que se desea acentuar cuando así se especifica., porque no todas las místicas tienen la misma orientación.

Johann Baptista Metz presentó precisamente su último libro bajo este título: “Por una Mística de Ojos Abiertos” (Herder, 2013). En esta obra recoge cuanto podía esperarse de una voz que durante décadas ha recordado lo ineludible del compromiso histórico, particularmente con los más desfavorecidos, para quien quiera seguir el camino cristiano. En las últimas décadas son muchos los que han encarnado y siguen encarnando un modo de estar presentes en la realidad política y social nutrida por la mirada interior: Gandhi se entregó a la lucha no violenta por la emancipación de su país y de los descastados; Dag Hanmarskhöld creó una nueva conciencia en la cooperación internacional desde su cargo como Secretario general de las Naciones Unidas; Martin Luther King dio su vida por lograr la igualdad de derechos entre blancos y negros norteamericanos; Ignacio Ellacuría y compañeros cargaron con la responsabilidad de hacer de mediadores en la realidad de Centroamérica; la comunidad trapense de Tibhirine permaneció hasta el final en la tierra islámica apostando por el diálogo interreligioso; Pedro Casaldáliga sigue siendo bardo y profeta en la selva de la Amazonía; Leonardo Boff y todo el grupo brasileño (Frei Betto, etcetc.) siguen inspirándonos con sus mensajes comprometidos con el cuidado de la tierra. Todos ellos son ejemplos visibles de la fecundidad de tener ojos abiertos hacia dentro y hacia afuera al mismo tiempo, poniendo los acentos que a cada cual le tocan vivir.

El reto que se presenta a nuestro tiempo es que la mirada hacia lo interior no se evada de la complejidad de nuestro mundo, así como la mirada hacia lo exterior no suponga un descuido del cultivo de lo interior. Nuestra tendencia hacia uno de los polos hace que tengamos desconfianza y reticencias respecto a los que están decantados por el otro. Acabamos de mencionar algunos de los referentes que ilustran lo fecunda que es una vida cuando está iluminada por esta doble visión.

Por otro lado, hablar de una mística de ojos abiertos en el contexto del centenario del nacimiento de Teresa de Jesús es hablar de ella misma, porque fue una mujer ciertamente despierta. Pero fue despierta porque despertó a algo mayor que sí misma. No bastaba con que tuviera un carácter vivaz, que lo tenía, sino que se le abrió una mirada interior que le permitió ver y vivir de otro modo. La reforma del Carmelo brota de una hondura y apertura que potenciaron lo mejor de su personalidad. La lucidez, libertad y valentía que nacieron de ahí la llevaron a la reforma de su orden religiosa. Cada cual ha de escuchar a qué reforma se le convoca. Colectivamente lo que está en juego es la transformación de una sociedad entera, hacia ese otro mundo posible que se hace real cuando hay suficientes miradas lúcidas y comprometidas para cambiar el estado actual de las cosas.

Cultivar la mirada interior para disponer la mirada exterior.

Antes de referirme a lo que conviene mirar, me gustaría aclarar que el cerrar los ojos de la práctica meditativa es para abrir el ojo interior. El caer de los párpados indica el necesario apartamiento dela inmediatez para poder mirar la realidad desde mayor perspectiva. Es inadecuada la comparación que se hace a veces de Cristo muriendo en la cruz con los ojos y brazos abiertos ante el dolor del mundo y el Buda con los ojos cerrados y meditando como si se quisiese evadir del sufrimiento y del mundo. En verdad, son dos modos de estar presente en y para el mundo: uno solidarizándose con el dolor y clamando junto con los que sufren, mientras que el otro enseña a transformarlo mediante el estado meditativo. El episodio del Éxodo en que Moisés ora desde lo alto con las manos extendidas mientras Josué lucha en el llano (Ex, 17, 8-12) es otra expresión de cómo estos dos modos de estar presentes son necesarios y que es importante saber cuándo es tiempo para cada uno: estar codo a codo en la trinchera y tomar distancia para poder mirar con perspectiva.

Hace algunos años un compañero jesuita que llevaba mucho tiempo en el altiplano boliviano entre los aymaras me comunicó una experiencia que vale la pena transmitir. Una mañana se acercó a uno de los poblados para consultar a un anciano un asunto de importancia. Le dijeron que don Genaro estaba ausente pero que regresaría más tarde. Al cabo de unas horas mi compañero volvió a preguntar por él y le dijeron que todavía no había regresado. Volvió por tercera vez al final del día, y todavía no había regresado. MI compañero preguntó esta vez con impaciencia:

– ¿Se puede saber dónde esta?

Uno de los ancianos que estaba presente le indicó una pequeña figura blanca que estaba en el cerro.

– Ahí esta don Genaro.

– ¿y qué hace?

– Está llenándose de luz.

Difícilmente podría decirse mejor lo que está en juego: llenarse de luz para iluminar con esa luz la realidad que se ve. ¿Qué es lo que ven unos ojos abiertos por la experiencia interior? Perciben presencia donde la mirada ordinaria sólo vive la ausencia y captan la interconexión de todo donde la mirada ordinaria sólo ve fragmentación y caos. En lenguaje clásico, “ve a Dios en todas las cosas y a todas las cosas en Dios”.

Esta fue precisamente una de las experiencias que tuvo Teresa de Jesús al inicio de su conversión. Explica ella misma en su autobiografía: ” Estando una vez en oración, se me presentó en breve, sin ver cosa formada, más fue una representación con toda claridad, cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en sí. Saber escribir esto, yo no lo sé, más quedó muy imprimido en mi alma. Es una de las mercedes que el Señor me ha hecho y de las que más me ha hecho confundir y avergonzar, acordándome de los pecados que he hecho. Creo que si el Señor fuera servido viera esto en otro tiempo y si lo viesen los que le ofenden, que no tendrían corazón y atrevimiento para hacerlo” (Vida, 49,9)

La relación que hace Teresa entre la gracia recibida y la confusión por su pecado no es secundaria. Al haber percibido que Dios está en todo, le confunde que el ser humano pueda ensuciar la sacralidad de lo existente. Si Dios está en todo, todo es sagrado, y estamos llamados a vivir de forma sagrada todos nuestros actos y relaciones. La apertura de los ojos tiene que ver con la capacidad de percibir la sacralidad de lo real, la cual otorga a cada ser un valor infinito.

La interrelacionalidad de todas las dimensiones.

Después de los movimientos pendulares que nos han decantado por un polo a costa de descuidar el otro, el reto del momento actual es que seamos capaces de integrar las diferentes dimensiones de la realidad. Simplificadamente podemos distinguir cuatro ámbitos: el personal, el interrelacional, el político social, y el ecológico. Hemos de aprender a cultivar esta cuádruple dimensión desde la mirada interior para percibir su interdependencia y circularidad. Esta interconexión de todo con todo y de todos con todos ha adquirido hoy escala planetaria, lo cual hace todavía más necesaria una visión profunda para poder abarcar tanta amplitud. Es necesario conjugar las oposiciones y hacerlas fecundas: conjuntar la liberación interior y el cambio de las estructuras, la reconciliación de las relaciones humanas y la reconciliación con la naturaleza, con la convicción de que las cuatro dimensiones crecen a la vez y que ninguna de ellas se puede posponer. Trabajar el conocimiento de uno mismo, fomenta la cultura de la paz para posibilitar la convivencia entre identidades culturales y religiosas, luchar por la igualdad y la justicia, y cuidar de la tierra son aspectos de una misma y única tarea: vivir en estado de apertura, de veracidad y de venerabilidad ante todo lo que existe porque se percibe que emana de una fuente común.

ACERCAMIENTO A LAS CUATRO DIMENSIONES

Decía santa Teresa que tenía por más un minuto de verdadero autoconocimiento que muchas horas de oración. Cuando se abren verdaderamente los ojos, uno se ve en lo que ve. No de un modo narcisista, ya que eso nos impide cualquier ver, ahogados en el propio ensimismamiento. El verse así mismo en lo que se ve permite captar que uno no está separado de lo demás ni de los demás. En este camino integral es necsario darse cuenta de que cuánto más honda es la transformación interior, mayor es la captación de lo exterior. Y es que no vemos la realidad tal como es sino tal como somos. Caundo no somos conscientes de esto, proyectamos sobre los demás los propios conflictos y este mutuo arrojarse los demonios crea mas infierno porque nadie comienza por responsabilizarse de sus asuntos no resueltos. Todos tenemos heridas que nos producen un sufrimiento permanente que, sin saberlo condiciona nuestras reacciones y percepciones sobre los demás los demás. El trabajo sobre uno mismo como condición de posibilidad para actuar sobre el mundo ha sido urgido de muchas maneras, no para posponer el compromiso con el mundo, sino para ser consciente de que ambos cambios caminan juntos en todo momento. Ghandi dijo:” Sé tu el cambio que quieres ver en el mundo”

La comprensión del sufrimiento ajeno.

Cuando este trabajo está presente se tiene mayor claridad de lo que sucede en los demás. Se puede captar el sufrimeinto ajeno porque uno está en contacto con el propio, sin eludirlo ni proyectarlo. Uno de los contemporáneos que mas ha colaborado en esta toma de conciencia es Thich Nhat Hanh, monje budista vietnamita que estuvo comprometido desde la no-violencia en la guerra civil de su pais, tratando de hacer de mediador entre ambos bandos. Ante la fuerza debastadora de la ira, se percato que tras ella había un gran sufrimiento, que al no saberse liberar de otro modo generaba todavía más violencia, la cual provocaba todavía un sufrimiento mayor. De la comprensión surge el perdón y la compasión, entendiendo esta en sentido budista: amor consciente. En tal tradición, sabiduría y compasión van de la misma mano. Son las dos caras del mismo despertar. Cuando se comprende se ama. Sólo podemos amar lo que comprendemos, a la vez que amar nos ayuda a comprender. Tal es la base de la reconciliación y del perdón. Una reconciliación y un perdón no sólo dirigidos a los agresores de la propia biografía, sino también a los agresores de la biografía de la humanidad. Pertenece a la misma llegar a comprender que todos somos verdugos y víctimas, que no hay un nosotros y ellos, sino un único nosotros. Esta percepción no desresponsabiliza a nadie ni justifica nada, sino al contrario, hace más corresponsable.

La comprensión de los procesoso sociales.

Los sistemas económico-políticos son la expresión y el resultado de un determinado estado de consciencia colectivo. El grado de depredación y de vandalismo que legitiman depende del avance o regresión de las pulsiones, de toda una sociedad, incluso de una civilización. Determinadas estructuras legitiman, refuerzan tales pulsiones o las contienen y son capaces de canalizarlas hasta llegar a transformarlas. La actuación individual se inserta en un complejo sistema que refuerza o atenúa las desigualdades sociales. Captar la interrlación intrínseca entre el estado interior, la acción local, y la repercusión global requiere gran capacidad de análisis, de información y de ecuanimidad tanto mental como emocional. La glocalidad es una visión nueva de las cosas que incluye también la perspectiva temporal, es decir, las actuaciones de efectos inmediatos y a largo plazo. La mirada depredadora, en cambio, es fragmentaria e inmediata. Estrecha la franja del tiempo, pierde la memoria y olvida el relevo generacional.

El respeto y la gratitud por las cosas

Todo lo que nos rodea es don de la tierra pero nos comportamos como depredadores incapaces de darnos cuenta de las consecuencias de nuestra compulsión. El daño al planeta y a los que viven junto a los lugares que codiciamos es un mismo y único daño que nos estamos infigiendo todos.. Una mísitca de los ojos abiertos tiene que darse cuenta de los efectos de nuestra codicia y del complejo recorrido de los productos que utilizamos despreocupadamente cada día. Ya no podemos ignorar que los 100-150 gramos de cada móvil generan 80Kg de mochila ecológica, además del trastorno que causa a los países africanos la extracción del coltán necesario para nuestros aparatos. El respeto por las cosas es inseparable de las personas que están junto a ellas y tras ellas. Capatr esta relación forma parte de una mirada integrada, iluminada y absolutamente necesaria. Todo ello ha de llevar a un cambio de vida. “Tener menos, para tenerse más” Dejó dicho Facundo Cabral. O como se está difundiendo entre ciertos movimientos alternativos: “Menos es mas”. Dar este giro es todavía un gran avance civilizatorio que todavía es contracultural. Saber ver es saber agradecer. Sólo una mirada agradecida es capaz de darse cuenta del don de cada cosa, de cada objeto que llega a nuestras manos, lo cual lleva al mismo tiempo a restituír lo que tomamos a aquellos a los que les pertenece.

Todo ello son sólo atisbos de un mirar capaz de captar el todo en la parte y la parte en el todo. Si bien la m´sitica había sido en el pasado un cima, hoy urge que se convierta en un punto de partida, en un modo de vivir que lleve a ver a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios. Dios significa aquí ese Fondo de lo real que es inseparable de las mismas cosas y que al percibirse inseparablemente en ellas, transforma nuestra forma de relacionarnos y de comportarnos con todo. Disponemos del legado de las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad para adiestranos en ello. Tradiciones que también ellas están llamadas a mirarse y venerarse mutuamente con la luz que se recibe de una mirada abierta sobre la realidad.

Revista Éxodo, núm. 127, Febrero 2015

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“Despreocuparse”, por Gema Juan OCD

Martes, 10 de marzo de 2015
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15835114924_e48c96ec3c_mDe su blog Juntos Andemos:

En los evangelios, el tema de la preocupación no está muy bien visto. Solo cuando se trata de tomar decisiones graves, parece estar permitido lo de preocuparse un poco y pararse a pensar bien la decisión que se toma. Decisiones del tipo: «renunciar a sí mismo», como proponía Jesús, una vez que le seguía mucha gente, para ver quiénes podían ser discípulos.

Quitando eso, Jesús suele aparecer despreocupado y despreocupando. Se lo decía a su amiga Marta –«Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por demasiadas cosas»–. Y se lo repetía también a sus mejores amigos –los discípulos– que se agobiaban con cierta facilidad.

Lo mismo si se trataba de cosas materiales: «No estéis preocupados pensando qué comeréis», como cuando era necesario enfrentarse a situaciones difíciles: «Haceos el propósito de no preocuparos por vuestra defensa».

Teresa de Jesús decía: «Juntaos cabe este buen Maestro muy determinadas a aprender lo que os enseña, y su Majestad hará que no dejéis de salir buenas discípulas, ni os dejará si no le dejáis». Era lo que ella había hecho, cerca de Jesús había aprendido sabiduría.

Con Jesús, Teresa había aprendido qué era «ser hijos de tal Padre y hermanos de tal Hermano». Y tomó muy en serio su oferta: despreocuparse confiando, es decir, cuidando las cosas de Dios, buscando su Reino. A partir de ese momento, su vida cambia y ya no se cansa de inculcar a los demás –igual que hacía Jesús– el camino de la confianza.

«Fiad de su bondad, que nunca faltó a sus amigos… de su misericordia jamás desconfié… confiada en que Su Majestad ayuda a los que se determinan para su servicio y para gloria suya». Sería interminable espigar la palabra de Teresa sobre la confianza.

No es que ella no tuviera necesidades o no pasara por dificultades. Vivió superando trabas de todo tipo y afrontando un sinfín de problemas. Se había enfrentado a habladurías de toda clase, al rechazo de los guardianes de la ortodoxia y a la buena fe de semiletrados sin experiencia. Resumen de muchas cosas puede ser aquel momento en que escribe: «Todos eran contra mí».

Y respuesta a todas ellas, su confianza plena: «Levántense contra mí todos los letrados; persíganme todas las cosas criadas, atorméntenme los demonios, no me faltéis Vos, Señor, que ya tengo experiencia de la ganancia con que sacáis a quien solo en Vos confía».

También había trabajado mucho para comenzar una nueva vida y había pasado infinidad de penalidades para extenderla, fundando nuevas comunidades. «La gran persecución que vino sobre nosotras… algunas veces parecía que todo faltaba… los grandes trabajos de los caminos… tantos males y dolores, que yo me congojaba mucho».

Pero ella iba experimentando lo mismo que Jesús, que el Padre nunca deja de trabajar y siempre está con sus hijos. Y decía: «Estas fundaciones no es casi nada lo que hemos hecho las criaturas. Todo lo ha ordenado el Señor». También sentía que Él le «daba fuerzas, y con el hervor que me ponía y el cuidado, parece que me olvidaba de mí».

Con esa larga experiencia, anima a sus hermanas a ganarse la vida. Es necesario «que trabajéis y ganéis de comer» —les decía. Pero advertía, al mismo tiempo: «Trabaje el cuerpo, que es bien procuréis sustentaros, y descanse el alma. Dejad ese cuidado como largamente queda dicho a vuestro Esposo, que Él le tendrá siempre».

Hará una llamada a «dejar el cuidado… de la comida, de rentas ajenas, de estos cuerpos», a cambio de otras preocupaciones mejores: el «cuidado de servir y alabar a nuestro Señor, el de acordarnos [de que] tenemos tal huésped dentro de nosotras».

El mismo cuidado del que, siglos después, hablaría una mujer joven –Etty Hillesum–, poco antes de ir a los campos de exterminio, cuando le decía a Dios que lo cuidaría y escribía: «Debemos ayudarte nosotros a ti y tenemos que defender hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior». De eso se trata, de cuidar al «divino huésped».

Para cultivar la confianza y animar a poner el corazón en lo verdadero, en lo que sirve para vivir y no andar agobiados, Teresa dará a sus hermanas y amigos consejos.

Recordará la necesidad de alejarse de la superficialidad: «Cuidado de apartarnos de hacer caso de esto exterior». Y la de estar vigilantes para que el corazón no se enrede en lo que roba la serenidad («Cuidado de no ofender a Dios») o fomenta la apatía («Cuidado de ir adelante»).

Invitará a unas jóvenes con dificultades a que se abandonen en Dios: «Cuando más descuidadas estemos ordenará como sea a gusto de todos». Y disfrutará, entre sus primeras compañeras, viendo «el descuido que tenían de todo, mas de servirle».

En un rasgo muy suyo, añade una cuña tranquilizadora, para que nadie crea que queda fuera de la llamada de Jesús. Este cuidar al huésped y no ofenderle y este ir adelante se realiza en cuanto es posible. Así, dirá que «conforme a sus fuerzas [cada uno] hace lo que puede».

Teresa sabía que a quien andaba mucho con Jesús, se le pegaban sus maneras, sus cuidados y sus descuidos. También por eso, escribía: «Si ella está mucho con Él, como es razón, poco se debe de acordar de sí; toda la memoria se le va en cómo más contentarle, y en qué o por dónde mostrará el amor que le tiene». Es Marta, pero despreocupada.

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