Juan de Burgos Román
Madrid.
ECLESALIA, 18/01/19.- Me pregunto yo, desde mi ingenuidad, si las Bienaventuranza, tal y como se encuentran en los textos evangélicos que hoy manejamos, no estarán expresadas, quizá, sin excesivo cuidado, de manera que, por ello, pudiera ocurrir que viniéramos a entender con algún desacierto, torcidamente, lo que dijera Jesús de Nazaret sobre ellas. Y es que, perdóneseme la osadía, me da por pensar que debieron parecerse a algo como esto: Felices vosotros, a pesar de que ahora sois pobres, porque vais a dejar de serlo; felices vosotros, a pesar de que ahora tenéis hambre, porque vais a ser saciados; felices vosotros, a pesar de que ahora lloréis, porque vais a ser consolados;… Y es que, a lo que creo, de esta manera se expresa más claramente que la felicidad de la que se nos habla no proviene de lo del pasarlo mal (ser pobre, tener hambre, llorar,…), qué disparate, sino que lo que motiva esa ventura es que van a desaparecer los pesares, los lutos, las amarguras de todos los desdichados. Que ha de quedar muy claro que pasarlo mal es una desgracia que Jesús no la quiere para nadie, que él nos quiere a todos felices.
Y digo yo que estas promesas, las promesas del pasar de los padecimientos al bienestar, las que se hacen en las Bienaventuranzas, pues que están tardando bastante en cumplirse, que se hicieron va para más de veinte siglos y aún sigue habiendo muchos pobres, muchas hambres, muchos que lloran,… Así que, como creo que la tal promesa de felicidad ni está hecha a humo de pajas, ni es un engaño y, además, Dios no es un dios tapagujeros, pues que vengo a suponer que el fallo está en que alguien ha debido recibir el encargo de llevar a término lo prometido y ha desatendido su tarea, olvidándose de quienes sufren, que parece haberse desinteresado de todo lo que no fuese su propio ombligo.
Vengo a suponer, y creo que es un suponer universal, que Jesús quiere el bien para todos: quiere que los que están alegres sigan estándolo y que los que andan en infelicidad recuperen el bienestar. También me parece evidente que Jesús espera que los primeros procuren la felicidad de los segundos, de los infelices. De suerte que, así, tanto los unos como los otros, todos, puedan acabar felices: estos a causa de los desvelos de aquellos y aquellos a causa de estos: al percibir como la felicidad inunda a los que carecían de ella, que hay que ser muy duro de corazón para no emocionarse con tal inundación.
Pero, como quiera que lo de mirarse el ombligo tira cantidad, muchos son los que, por estar cada vez más pendientes de sí mismos, terminan por no reparar en los que les rodean y, así, ocurre que ni se les pasa por la cabeza lo de echar una mano a los que precisan de ella, porque ellos están necesitando de las dos en su propio beneficio, que alcanzar para sí las mayores cotas posibles de bienestar requiere de mucha dedicación.
Ya sé que lo de andar por la vida solicitando que nos caiga un milagro de lo alto no es lo más acertado que se puede hacer, pero permítaseme observar que, habiendo precedentes, como es el caso, la cosa ya es otra. Me refiero a lo que pudiéramos llamar un prodigio de carácter solidario, como aquel que se ha dado en llamar de la multiplicación de los panes y los peces.
Y es que, para que lo de las Bienaventuranzas llegue a su cumplimiento, vendría de perlas un arranque de solidaridad al estilo del de aquellos que, teniendo panes y peces metidos en el zurrón, al ver que otros tenían hambre, compartieron lo que tenían escondido para ellos solitos, pensando comérselo en un aparte, supongo. Que el encargo que Jesús nos hizo, al presentar las Bienaventuranzas, es él de compartir; compartir, de lo nuestro, con el que precisa de ello para salir de su infortunio. Y esta es una encomienda que a todos nos atañe, sin excepción, que, de seguro, todos tenemos algo a nuestro alcance de lo que otro tiene necesidad.
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Espiritualidad
Bienaventuranzas, Felicidad, Jesús
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