José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).

ECLESALIA, 22/07/22.- En torno a Jesús de Nazaret como predicador carismático itinerante —dejando claro, una vez más, que por carismático hay que entender a quien ejerce “autoridad sin basarse en instituciones y funciones previas” al margen de lo establecido y sancionado por el consenso de un colectivo dado (cf. G. Theissen, El movimiento de Jesús, Salamanca 2005)— se va generando una especie de red concéntrica de discípulos en la que, siendo Jesús el carismático primario, los carismáticos secundarios resultan los discípulos que lo acompañan, y los carismáticos terciarios vienen a ser los discípulos que, manteniendo la estabilidad en sus casas, funcionan como soporte, en sentido estricto, de los itinerantes en cuanto brindan a éstos últimos la logística y el apoyo financiero necesarios para el trabajo de la predicación.

Dado lo anterior, la escena que recrea el texto en cuestión remite a una casa, la de Marta y María —y Lázaro: cf. Jn 11,1-44—, donde el Maestro, junto con algunos de los suyos, suele alojarse en busca del reposo necesario para continuar, después, la predicación itinerante del Reino de Dios. Así, la llegada de Jesús con los suyos pone a funcionar las actividades de la hospitalidad que, si ya tratándose de un solo huésped resultan complejas, en el caso de un grupo de predicadores cansados y hambrientos acaban siendo harto complicadas, recayendo de manera natural el peso de los quehaceres en las mujeres de la casa y de los sirvientes, si los hay.

“En las antiguas sociedades mediterráneas, los hombres y las mujeres estaban rigurosamente divididos por espacios, roles y expectativas. Sus mundos estaban más separados que cualquier cosa que conozcamos en nuestra sociedad moderna” (así B. J. Malina, R. L. Rohrbaugh, Los evangelios sinópicos y la cultura mediterránea del siglo I, Estella 1996). Y dentro de esta división de roles y espacios, el mundo privado del hogar familiar es el ámbito natural de las mujeres con, además, fronteras inviolables que todos los miembros del grupo respetan. Así, las mujeres se responsabilizan de la crianza y el cuidado de los niños, del vestido de la familia, de la distribución de los alimentos, y más. En el caso del ejercicio de la hospitalidad, como sugiere el texto, las mujeres se habrían de ocupar de disponer de todo cuanto implica recibir a un huésped particularmente bienvenido, esto es, no sólo una mesa bien servida sino también un lecho confortable: de hecho, el tiempo verbal que el texto griego usa para decir que Marta “recibió” a Jesús, sugiere una estancia relativamente prolongada durante la cual, y según lo que muy probablemente resultaba una costumbre muy propia de él, se pone a enseñar transformando el hogar de las hermanas en un espacio teológico de encuentro con el Padre y su Reino.

Si se añade que el rol femenino de entonces supone, también, como virtud honorable el silencio en relación con los varones hasta tal punto que una mujer solamente se comunica con los hombres en los momentos de la comida y, en el caso de su marido, en el lecho conyugal. La actitud de estas hermanas en relación con Jesús no sólo resulta inédita sino escandalosa: tanto el reproche abierto de Marta, como la decisión de María en relación con el Maestro rompen los esquemas que sustentan el rol de la mujer en una como continuidad de la ruptura de roles tradicionales que Jesús mismo practica y propone como una necesidad absoluta para sacar adelante la causa del Reino de Dios, en confrontación con el conservadurismo natural que caracteriza, particularmente, a los colectivos rurales del mundo mediterráneo del primer tercio del siglo I: «Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos; de otro modo, el vino reventaría los odres y se echarían a perder tanto el vino como los odres: sino que el vino nuevo, en odres nuevos». (Mc 2,22).

En este caso, el vino nuevo es el rol de discípulo que María adopta al sentarse a los pies del Maestro a “escuchar su palabra”, cosa que provoca el escándalo de su hermana puesto que María está asumiendo, explicita y abiertamente, un rol que, para entonces, corresponde únicamente a los varones: como que a Marta ya le resultaba bastante pertenecer al grupo de carismáticos terciarios, de patrocinadores de la causa de Jesús al contribuir con sus bienes a la construcción del Reino, sí, pero desde el rol que como mujer le es propio. Desde esta perspectiva, a Marta le incomoda que María se haya puesto a estudiar (cf. Hch 22,3) puesto que al asumir un rol de varón cae en la vergüenza y arrastra a ella a todo el colectivo familiar.

Así, la intervención de Marta puede entenderse de esta manera: al pedir al Maestro que reconvenga a María, le está exigiendo a Jesús que le evite la vergüenza del deshonor que supone el cambio de rol de su hermana, y, por consiguiente, que la envíe al sitio que le corresponde. En consecuencia y en el contexto de inversión de los valores y las costumbres vigentes, tan propio de la praxis de Jesús, la mejor parte que María ha elegido y “que no le será quitada” resulta ser, según el Galileo, la liberación de una tradición caduca que impone roles de sometimiento inadmisibles en el horizonte del Reino de Dios a partir, en este caso, de asumir, públicamente, el papel de discípula.

No es María, no, el único caso de discipulado femenino conservado en el Evangelio. En todo caso, este relato viene a ilustrar lo que hubo de ser un proceso hacia el discipulado femenino más común de lo que ha querido aceptarse. Y es que la realidad de la presencia de discípulas en el movimiento de Jesús resulta incuestionable así sean unos pocos textos que la sostengan tales como Mc 15,40-41 que refiere un grupo de mujeres que siguen a Jesús desde Galilea: “Había también unas mujeres mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de Joset, y Salomé, que le seguían y le servían cuando estaba en Galilea, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén”; y Lc 8,1-3 que menciona a las mujeres que acompañan a Jesús y le sirvan con sus bienes: “Recorrió a continuación ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes”. A pesar de lo anterior “con el estado actual de los estudios no puede ya albergarse duda alguna de que en el discipulado de Jesús y también en la cristiandad primera las mujeres desempeñaron un papel más importante de lo que directamente se pone de manifiesto en las fuentes neotestamentarias” (así H. Küng, La mujer en el cristianismo, Madrid 2002).

Así, el rescatar y devolver la presencia femenina en el discipulado de Jesús de Nazaret —pleno y sin restricciones— resulta definitivamente necesario para asumir la decisión del Maestro por un discipulado plural, no solo, ni tanto, para satisfacer las demandas de cualquier movimiento feminista, sino como un acto de honestidad indispensable en relación con el mismo Jesús que quiere una comunidad de seguidores —hombres y mujeres— en el horizonte de la más plena igualdad, con toda la crítica que esto supone para algunos segmentos harto conservadores de la Iglesia y la sociedad

* Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Al fin, se paró y dijo:

– «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.»

Le respondió el Señor:

– «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada.»

LC 10,38-42


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