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“Espiritualidad XXI”, por José Arregi

Sábado, 21 de mayo de 2016
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CE0LMHNXIAE3m94Leído en su blog:

Mañana, lunes 16 de mayo, en el centro cultural Koldo Mitxelena de San Sebastián, presentaremos el curso “Espiritualidad en el siglo XXI”. Se impartirá en Arantzazu durante el curso 2016-2017, un sábado al mes. Enseñarán conocimiento y experiencia testigos cualificados de nuestro tiempo y del Espíritu más allá del tiempo, más acá del espacio: sociólogas, psicólogas, artistas, científicos, filósofos, teólogos. Unos creyentes, otros agnósticos, pero ¿qué importan esas etiquetas para la espiritualidad? Nuestras aserciones no valen más que nuestras dudas, y nuestras certezas valen menos que nuestras preguntas, y todas las creencias –creaciones mentales, al fin y al cabo– no valen sino en la medida en que nos abren al Infinito más allá de nuestra mente. ¿Qué somos todos, al fin y al cabo, sino buscadores y caminantes, alumbrados por la sed y por el agua?

Necesitamos espiritualidad como necesitamos respirar. Hoy todavía, hoy sobre todo. Avanza el siglo XXI, y persiste la crisis, más aun, se agrava. La crisis económica es una crisis política. La crisis política es una crisis ética. La crisis ética es una crisis cultural. La crisis cultural es una crisis espiritual. Todas las crisis son una, como son uno el grito de la tierra y el grito de los pobres, el grito de la vida. Los pobres, la Tierra, la Vida reclaman una “valiente revolución cultural”, como ha escrito el papa Francisco. Y no será posible una revolución cultural sin una espiritualidad profunda.

Una espiritualidad de la vida. De la sensibilidad y del cuidado, de la emoción de la belleza, de la fe en la bondad. Una espiritualidad profética: realista, sí, pero también crítica e insumisa; pacífica, sí, pero también subversiva de todos los sistemas que nos ahogan. Una espiritualidad de la paz y de la justicia, pues no puede existir la una sin la otra. Una espiritualidad política, para una política planetaria digna de ese nombre, no prisionera de la Bolsa y de los paraísos fiscales.

Una espiritualidad que nos haga admirar el Misterio Que Es en el cosmos sin medida, en el cielo estrellado, en la piedrecilla del camino, en la hoja que vuelve a brotar, en los ojos de un niño, en el rostro de un refugiado o de un inmigrante. Una espiritualidad que nos abra los ojos para contemplar el universo como un inmenso corazón que late, la Tierra como un gran organismo que respira y quiere seguir respirando. Una espiritualidad que nos llene de asombro, respeto y humildad, de profunda compasión y ternura por todo lo que es, sufre y goza. Somos hermanos de todos los seres. Somos interser. Todos los seres intersomos.

Una espiritualidad que nos enseñe a estar presentes: a nosotros mismos, al otro, a todos los seres. A vivir el presente, sin aferrarnos al pasado ni temer el futuro, y a desapegarnos cada día de la ilusión de nuestro ego, fuente de tanto sufrimiento. Una espiritualidad que nos enseñe a vivir en la Presencia Buena que lo envuelve todo y habita en todo. A vivir atentos a lo Real que se manifiesta y se va haciendo, sin cesar, en todo lo real. A ser libres y hermanos. A escuchar el grito de los seres heridos. A presentir y acoger la Paz que sostiene y mueve todo, a sumergirnos en ella tanto en la meditación como en la acción.

Una espiritualidad con religión o sin religión, pero siempre más allá de la religión en cuanto sistema de creencias, ritos y normas, bajo la autoridad de un clero sagrado y masculino. La espiritualidad se está emancipando de las religiones: he ahí uno de los rasgos fundamentales de la revolución cultural de nuestro tiempo, ya emprendida hace 2.500 años por Confucio y Laozi en China, por Buda y Mahavira en la India, por Isaías y Jeremías en Israel, por Heráclito y Parménides en Grecia. Y luego por Jesús.

¿Se abrirá nuestra sociedad, laica por fin, a la brisa, al Silencio, al Misterio creador que une y mueve todo? ¿Se librarán nuestras religiones tradicionales, el cristianismo y el islam en especial, de sus lenguajes, creencias y estructuras del pasado? ¿Se dejarán prender por la chispa, la llama, el fuego de Pentecostés?

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“La laicidad del Estado”, por José Mª Castillo

Miércoles, 9 de marzo de 2016
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rio-janeiroDe su blog Teología sin censura:

estos días, se está difundiendo una noticia de largo alcance. El Papa Francisco, en su visita a Brasil, en un encuentro con la clase dirigente en Río de Janeiro, dijo lo siguiente: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”.

Para comprender el significado y consecuencias de esta afirmación del Papa, es necesario tener presente que no es lo mismo hablar de “laicismo” que hablar de “laicidad”. Una distinción que ha reconocido el Diccionario de la RAE en su última y reciente edición. El laicismo rechaza toda influencia o presencia religiosa en los individuos o en las instituciones, sean públicas o privadas. La laicidad admite esta influencia o presencia. Pero, en este caso, dado que el hecho religioso no es único, sino que las confesiones religiosas son muchas, la laicidad es la posición del Estado que no acepta como propia una sola confesión, sino que las respeta a todas por igual.

Por tanto, la laicidad del Estado consiste en que la Constitución acepta el hecho religioso, pero respeta la diversidad de confesiones y sus diversas manifestaciones. Lo que exige, por ejemplo, que las autoridades civiles no deben presidir, como tales, actos religiosos (misas, procesiones, actos oficiales…). Ni los signos propios del catolicismo (crucifijos, imágenes, determinadas fiestas…) tienen que verse y vivirse como festividades obligatorias para toda la población.

En la medida en que el Estado acepta una confesión religiosa como propia y oficial, en esa misma medida rompe la igualdad de todos los ciudadanos. Y falta al respeto a quienes legítimamente difieren en sus creencias y prácticas religiosas.

Si nos remontamos a los orígenes del cristianismo, lo que encontramos en los evangelios es que Jesús tuvo mejores relaciones con extranjeros, samaritanos y galileos que con las autoridades religiosas del templo de Jerusalén, con los maestros de la Ley y con los observantes religiosos del partido fariseo.

Sin duda alguna, de la misma manera que podemos y debemos hablar de la laicidad del Estado, podemos referirnos a la laicidad del Evangelio. Un tema sobre el que, con este mismo título, he publicado recientemente un libro. El Papa Francisco tiene toda la razón del mundo. Y da en la clave de uno de los factores más determinantes para que haya paz entre las religiones y los pueblos.

En todo caso, la violencia religiosa no acabará mientras no tomemos en serio lo que ha dicho el Papa Francisco sobre este problema capital.

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“El futuro del Evangelio”, por José María Castillo, teólogo.

Sábado, 27 de septiembre de 2014
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9788433027146_04_mDe su blog Teología sin Censura:

La estimación comúnmente aceptada entre los expertos sitúa los orígenes del ser humano en torno a los cien mil años (Ernst Mayr, Bioastronomy News, 7, 3 (1995). De esos cien mil años, unos siete mil nos son suficientemente conocidos, ya que es en el tercer milenio (a. C.) donde se sitúa el “nacimiento de la civilización”, cuando en Oriente Medio (Mesopotamia) aparecieron la agricultura, la metalurgia y la escritura (Jean Bottéro, Mésopotamie, Paris, 1987, 8). Nacieron así las primeras “ciudades-estado”, con su organización, sus jerarquías y las consiguientes desigualdades sociales. Y fue entonces cuando dieron la cara dos grandes fenómenos culturales que han crecido sin cesar hasta el día de hoy: la evolución de la tecnología y la evolución social. Pero ahora caemos en la cuenta de que estos dos grandes fenómenos, que han marcado la historia de la humanidad, han crecido en sentido opuesto: la evolución tecnológica como progreso imparable, la evolución social como degradación inhumana que ahonda cada día más y más las desigualdades, las humillaciones y el sufrimiento de los mortales. (María Daraki, Las tres negaciones de Yahvé, Madrid, 2007, 8).

¿Qué papel ha desempeñado el Evangelio en esta apasionante y amenazante historia de la humanidad? Por los datos más fiables que nos proporcionan los cuatro evangelios, sabemos que Jesús tenía muy claro el peligro que representan, en la historia de los mortales, el dinero de los ricos y el poder de los grandes. De ahí que “servir al dinero” y “servir a Dios” son dos cosas incompatibles (Mt 6, 24). Como “mantener riquezas” y “seguir a Jesús” son igualmente incompatibles (Mc 10, 17-31). Y en cuanto al asunto del poder de los grandes de este mundo, Jesús fue tajante: lo que hacen es “dominar” y “tiranizar” (Mt 20, 25). Por eso, el mismo Jesús cortó en seco las apetencias de poder y mando que ya asomaron en los primeros apóstoles (Mt 20, 26; Lc 22, 25-26). Y el ejemplo supremo lo dio el propio Jesús cuando, al despedirse de sus discípulos, hizo con ellos el oficio de un esclavo (Jn 13, 1-15).

Más aún, las tres grandes preocupaciones de Jesús, un hombre profundamente religioso (por su relación con el Padre y su frecuente oración), no fueron de orden religioso, sino preocupaciones laicas, comunes a todos los humanos: la salud de los enfermos (relatos de curaciones), compartir mesa y mantel con toda clase de personas (relatos de comidas), y las mejores relaciones humanas de todos con todos (sermón del monte, (Mt 5-7), o de la llanura, Lc 6, 12-49). Pero sabemos que Jesús realizó todo esto de tal manera, que entró en conflicto con los dirigentes de la religión (José M. Castillo, La laicidad del Evangelio, Bilbao 2014, 121-137). Hasta el extremo de tener que aceptar “la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado” (Gerd Theissen, El movimiento de Jesús. Historia de una revolución de valores, Salamanca, 2005, 53).

¿En qué ha quedado todo esto? En un programa heroico y raro, para pocas personas. ¿Y para la Iglesia? Es imposible contarlo en un breve artículo. Pero el hecho es que, con el paso de los tiempos, en la Iglesia terminó por imponerse más la Religión (con sus jerarquías, sus poderes, sus rituales, sus dogmas…) que el Evangelio (con las convicciones tan claras que Jesús transmitió). Como igualmente es un hecho que la cultura de Occidente, tan marcada por la Iglesia, ha sido una cultura de guerras y violencias, colonizaciones y poderes, a los que la misma Iglesia se ha tenido que acomodar, a los que la Iglesia “legitima” y de los que la Iglesia recibe, tantas veces, dinero y privilegios. Es cierto que en Occidente se han elaborado los derechos humanos (que, por cierto, no han sido aún suscritos por el Vaticano). Pero no es menos verdad que Occidente representa el ideal del desarrollo tecnológico (con su contrapartida de degradación social), la cuna del capitalismo, y el mantenedor de las más brutales desigualdades entre los pueblos y entre los seres humanos.

¿Se puede decir que el futuro de la Iglesia es el futuro del Evangelio?
Lo será, en la medida en que la Iglesia se ajuste al Evangelio. Pero, ¡atención!, el Evangelio no es una doctrina, ni es una organización. El Evangelio es un proyecto de vida. De manera que quien viva ese proyecto, ése será el que se entere de lo que es el Evangelio. Y de lo que debe ser, y cómo debe ser, la Iglesia de Jesús. La Iglesia del Jesús de la vida, no de la religión que ha discutido con las demás religiones para ver cuál de ellas es la verdadera; o para buscar a las otras religiones, con el buen deseo de ver si, por fin, nos ponemos de acuerdo.

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“Espiritualidad sin templo”, por Antonio Gil de Zúñiga

Lunes, 18 de agosto de 2014
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aaapart_20Antonio Gil de Zúñiga, pofesor de IES, poeta y filósofo, se estrena como autor en ATRIO, pero no es un desconocido aquí. Su libro sobre Blas de Otero ya fue recensionado en ATRIO por Juan José Tamayo: Blas de Otero, poeta vasco y místico laico.

Sostiene Antonio Machado que la poesía es palabra esencial en el tiempo; otro tanto hay que decir de la espiritualidad, en cuanto actitud radical y relacional del ser humano con el Ser trascendente. Se puede decir que la espiritualidad es ante todo palabra, diálogo óntico de un ser que se siente profundamente religado con un Tú trascendente. Para X. Zubiri Dios no es una “realidad-objeto”, sino una “realidad-fundamento”, a la que el hombre ha de estar re-ligado, ya que “el hombre encuentra a Dios en la plenitud de su ser”.

 Pablo de Tarso expresa con vehemencia la religación en su discurso filosófico a los atenienses; en Dios “vivimos y nos movemos y existimos”(Hchos. 17,28). Este diálogo o palabra esencial implica una vivencia pletórica en el interior de la persona, que viene a ser el músculo cardíaco de la existencia. Pero creo que es importante añadir un tercer elemento que configura la espiritualidad humana y no es otro que la mirada; una mirada altiva de encarar de frente la historia; las “circunstancias” orteguianas que posibilitan el desarrollo y profundidad del yo. Escribe Laín Entralgo que ontológicamente el “ser de mi realidad individual se halla constitutivamente referido al ser de los otros”.

Estos son los ejes cartesianos de una espiritualidad sin templo; es decir, una espiritualidad laica. Jesús de Nazaret fue un judío laico, que vivió y murió como un judío laico. Llama poderosamente la atención que este dato nuclear en los evangelios apenas se enfatiza en la teología, en los tratados de espiritualidad o en los estudios sobre el Jesús histórico. John P. Meier en su voluminosa obra sobre el Jesús histórico apenas dedica unas líneas a Jesús como judío laico, centrándose, en cambio, en que es un judío marginal.

Ahora bien, Jesús, un judío laico, piadoso y cumplidor de la Torá, no necesita del templo para llevar a cabo su relación con el Tú trascendente; es más, tiene al templo en su punto de mira, porque para él su ideal como judío no es habitar en el templo, como recogen con frecuencia los poetas bíblicos: “Una cosa pido al Señor, y sólo eso es lo que busco: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida” (Sal. 27,4). Ese ideal no es otro que compartir la suerte y el privilegio del sacerdote: habitar en el recinto sacro. Su proyecto, sin embargo, es más radical: “la destrucción del templo”, como se evidencia en el diálogo intenso con la samaritana, en el que Jesús ante la interpelación de la samaritana revela una verdad profundamente laica: “pero se acerca la hora, dice Jesús, o mejor dicho, ha llegado” (Jn. 4,23) en que ni en aquel monte próximo a la ciudad samaritana de Sicar ni en Jerusalén se adorará a Dios; o lo que es lo mismo, no son lugares exclusivos para relacionarse con Dios.

Si ahondamos en esta actitud de animadversión hacia el templo, podemos descubrir varias razones: a) del templo sale la ley (Is. 2,3). Una ley opresora, que se materializa en un laberinto de normas y ritos, como se pone de manifiesto en la “ley del sábado”. La ley emanada del templo pretende la alienación y el sometimiento y no la liberación integral del hombre y de la mujer. Jesús propone y realiza la desobediencia civil con su “ellos os dicen, pero yo os digo”. Para Jesús de Nazaret el templo no ha de ser un lugar de sacrificios, sino de la misericordia, y ésta es su “nueva ley”; b) el templo se ha pervertido, hasta el punto de que se ha convertido en “cueva de ladrones”. Ya no es un lugar de oración, sino de intercambios y trapicheos comerciales, donde impera, pues, la cultura del dinero, que tanto se rechaza en los textos evangélicos; c) es la “vivienda del sacerdote”, un hombre que con su status social vive ajeno a las necesidades y penurias de los demás: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones. Le quitaron la ropa, lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. Resulta que viajaba por el mismo camino un sacerdote quien, al verlo, se desvió y siguió de largo” (Lc. 10,30-31).

La espiritualidad de Jesús ahonda sus raíces fuera del templo, en un territorio, etimológicamente, profano; es, pues, una espiritualidad laica. Jesús de Nazaret se retira al desierto a orar y a otros lugares no oficiales, y no es miembro de la comunidad de los esenios. Siente profundamente su religación con el Padre, dialoga con él, se alimenta interiormente de esa relación íntima, pero vuelve al mundo, a la historia en la que se ha encarnado.

Sin embargo, esa espiritualidad laica ha sido secuestrada por el cenobio, por el “templo”, hasta el punto de que, cuando se habla de alguien que siente y vive la espiritualidad, se piensa automáticamente en que se trata de una persona que vive monacalmente o es miembro de alguna comunidad religiosa institucional. El monacato se impone de manera desmedida al proclamarse como paradigma único y excluyente de la espiritualidad y de la vida cristiana misma. Y así la vida del cristiano, toda entera, debe seguir las sendas monacales, incluida la sexualidad. El texto de san Anselmo lo ilustra por sí mismo: “La virginidad es oro, la continencia plata, el matrimonio cobre; la virginidad es opulencia, la continencia medicina, el matrimonio pobreza; la virginidad es paz, la continencia rescate, el matrimonio cautiverio…” El monacato, pues, ha impuesto sus reglas y sus ritos, en ocasiones asfixiantes para el espíritu; y como advertía H. Bergson ha desarrollado considerablemente la “mecánica”, pero no “la mística”, puesto que la espiritualidad viene a ser la mediación vehicular del hombre y de la mujer para ponerse en contacto con el Misterio.

Una espiritualidad basada en la “huida del mundo” no se puede considerar modélica para el cristiano (no ya para cualquier hombre y mujer). El diálogo con el Ser trascendente, que nos ha manifestado Jesús de Nazaret, empuja necesariamente a echar una mirada alrededor y una mirada compasiva y misericordiosa, como la del samaritano de la parábola. El diálogo trascendente, la fe, finaliza irremediablemente en la ética liberadora y compasiva. M. Fraijó, recordando que I. Ellacuría habla de la espiritualidad de hacerse cargo misericordiosamente de la realidad, nos deja este corolario: la mirada compasiva y misericordiosa es “un imperativo de la espiritualidad laica”.

Fuente Atrio

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“Lo importante no es el bien, es la bondad”, por José María Castillo, teólogo.

Lunes, 19 de mayo de 2014
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francisco-jovenLeído en su blog Teología sin Censura:

Es un hecho que el actual obispo de Roma, el papa Francisco, con las cosas que hace y con las que no hace, está desconcertando a mucha gente. Y, por supuesto, no faltan los que pasan del desconcierto al desengaño, a la desilusión o incluso a la indignación. ¿A qué viene, por ejemplo, canonizar el mismo día a Juan Pablo II y a Juan XXIII? Si no estaba de acuerdo con subir a los altares a uno de ellos, ¿ha equilibrado la cosas subiendo también al otro? ¡Estos “apaños”!, piensa la gente, se notan mucho. Y terminan por no contentar a nadie.

Con una consecuencia ulterior, que nos deja más inquietos. Porque es fatal. Ya que, con estos vaivenes – de pronto una cosa y a renglón seguido casi la contraria – son muchos los que se preguntan: “pero este hombre, ¿a dónde nos lleva?” Más aún, ¿sabe siquiera, a ciencia cierta, a dónde tenemos que ir? Si, no hace mucho, recibió a Gustavo Gutiérrez y aplaudió su Teología de la Liberación, ¿cómo se explica que ahora reciba a Kiko Argüello y apruebe con todas sus bendiciones el Camino Neocatecumenal?

Por supuesto, yo sé que este papa ha puesto en marcha un estilo de ejercer el papado, que poco o nada tiene que ver con los usos y costumbres de los papas anteriores, incluido Juan XXIII, que todavía se dejaba llevar subido en la silla gestatoria y coronado con la tiara, que era la guinda sobre el pastel de la pompa y el boato del papado a la antigua usanza. Eso ya, gracias a Dios, se acabó. Pero es evidente que (como piensa mucha gente) con cambiar el estilo de aparecer en público – y eso sólo hasta cierto límite – con tal cosa nada más no vamos a llegar muy lejos. De ahí que ya son demasiados los que cada día se reafirman más en su convicción de que este papa no aporta a la Iglesia lo que más necesitamos en este momento y tal como han llegado ponerse las cosas en nuestro mundo. Y en la religión.

No pretendo, como es lógico, presentar aquí la solución al problema que acabo de indicar. Entre otras razones, porque yo no sé dónde está esa solución. De todas maneras, tenemos un hecho, que está a la vista de todos, y que a mí, por lo menos, me da mucha luz. Esto es lo que quiero explicar a continuación.

Para empezar, será útil caer en la cuenta de que no es lo mismo “lo bueno” que “la bondad”. Ya Nietzsche, en “La genealogía de la moral” (I, 2), nos hizo caer en la cuenta de que el concepto “bueno” entraña un fallo radical: “¡el juicio “bueno” no procede de aquellos a quienes se dispensa “bondad”! Antes bien, fueron “los buenos” mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo”. ¿A dónde nos lleva todo esto? Muy sencillo. Tan sencillo como patético.

Es “bueno” y está “bien” lo que les conviene a los que tienen el poder de fijar lo que es bueno y está bien. Por ejemplo, lo que es bueno y está bien en una dictadura, no lo es en una democracia. Por eso, las leyes, los derechos, los privilegios…, todo eso cambia según las conveniencias del que tiene la sartén por el mango. Y si me apuran, en una democracia, no es lo mismo que mande la izquierda como que mande la derecha. Como tampoco es igual, gobernar en democracia desde la mayoría absoluta, que teniendo que recortar las decisiones para alcanzar y mantener los pactos con quien puede aportar los votos que hacen falta para sacar adelante una ley determinada. Todo esto es bien sabido. Pero mucha gente no se da cuenta de que esto muestra a las claras hasta qué punto el “bien” y el “mal” dependen del que tiene el poder necesario para decidir e imponer lo que es bueno y lo que es mal.

La “bondad” es otra cosa. La bondad es siempre “relacional”. Es en la relación con los demás, sobre todo en la relación con los que menos me pueden dar a mí, donde más y mejor se detecta quien actúa, no por conseguir el “bien”, sino porque le brota de las entrañas la “bondad”. Lo he dicho y lo repito: “el espejo del comportamiento ético no es la propia conciencia, sino el rostro de quienes conviven conmigo”. Y conste que, al menos tal como yo veo este asunto, la “bondad” no es lo mismo que el “buenismo”. Porque una bondad que no está edificada sobre la verdad, la justicia, la honradez, la sinceridad y la transparencia, eso no es bondad, sino hipocresía pura y dura.

Por eso, exactamente por lo que acabo de decir, en un libro que he publicado hace unos días, “La laicidad del Evangelio”, he puesto lo siguiente: “la genialidad de Jesús y su Evangelio estuvo en desplazar el centro del hecho religioso. La vida de Jesús, y el culmen de aquella vida, que fue su muerte, constituyeron el desplazamiento del hecho central y determinante de la religión. Este hecho que, desde sus orígenes, fue el sacrificio “ritual”, quedó transformado por el sacrificio “existencial”.

Jesús, en efecto, ni durante su vida, ni en su muerte, ofreció “rito” alguno. Lo que Jesús ofreció fue su propia “existencia”, que fue, en todo momento, una existencia para los demás. Por eso se puede (y se debe) afirmar, con todo derecho, que Jesús desplazó el centro de la religión. Ese centro dejó de ser el ritual sagrado, con sus ceremonias, su templo, su altar y sus sacerdotes y pasó a ser el comportamiento ético de una vida que, desde la propia humanidad, contagia humanidad, y desde su propia felicidad, contagia felicidad. De esta manera, la bondad ética sustituyó al ritual religioso”.

Nada más – y nada menos – que esto, es lo que nos ha quedado de la religión. Y en esto es en lo que se tiene que centrar la tarea de la Iglesia. A mi manera de ver, esto exactamente es lo que ha puesto en marcha el actual obispo de Roma, el papa Francisco. Y por esto, porque el camino que ha emprendido es tan nuevo como desconcertante, yo me pregunto si es que no lo entendemos porque, en el fondo, lo que no acabamos de entender (y nos da miedo entenderlo) es la laicidad del Evangelio. El obispo Francisco no cree en “el bien”. Su proyecto de vida, de Iglesia y de futuro es “la bondad”. Porque sólo la bondad es digna de fe. En definitiva: la bondad no es nada más – y nada menos – que vivir de tal manera que quienes viven conmigo, sean quienes sean, se sientan bien. Esta es la bondad que yo anhelo.

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