Charles Taylor: Exploremos la existencia en vez de intentar controlarla.
En su reciente viaje a Canadá. el papa Francisco citó a un filósofo y sociólogo canadiense. No necesitaba Charles Taylor esta mención para ser considerado como uno de los máximos teóricos de la religión. Pero, además, es una persona creyente. De ello habla en esta entrevista que creo puede iluminar cosas que andamos buscando en Atrio: sentido, fe, conocimiento, vida... AD.
Se enfrentó como ningún otro pensador a los retos que plantea la modernidad: el filósofo canadiense Charles Taylor, de 90 años, cuenta a La Croix L’Hebdosu relectura del proyecto moderno y evoca las dificultades a las que se enfrenta hoy. Al mismo tiempo que ofrece la sabiduría de su avanzada edad.
La Croix L’Hebdo: Se dice que todo gran filósofo es un hombre de preguntas. ¿Cuál es la suyo?
Charles Taylor: Creo que todo mi trabajo gira en torno a un centro: ¿qué es el ser humano? Este interés se remonta a mucho tiempo atrás, a cuando era estudiante en Oxford. Me llamó mucho la atención, ¡negativamente! – por la filosofía que me enseñaron allí. Era una filosofía muy cartesiana y lockeana, es decir, se guiaba por una concepción dualista del ser humano, dividido entre cuerpo y alma.
Era y ha seguido siendo evidente para mí que el ser humano no funciona así, de forma mecánica. Esto es lo que pretendía demostrar. Entonces quise arrojar luz sobre cómo el hombre se entiende a sí mismo a través de lenguajes muy variados, que pueden contener más que palabras, porque también se puede entender a través de la música, de una obra de arte… Busqué los lenguajes que permiten al hombre desarrollar su vida interior, su vida profunda.
Se le considera un gran filósofo de la modernidad. ¿Qué es para usted la modernidad y cuál es el significado fundamental del proyecto moderno?
T.: Sí se me puede considerar un filósofo de la modernidad. ¿Por qué creo que es así? Porque creo que el ser humano sólo puede entenderse a través de su historia. Para ser un filósofo de la modernidad, hay que tener una cierta concepción de dónde estamos y de dónde partimos, y medir la diferencia entre ambos.
¿Qué es la modernidad? No tengo una respuesta sencilla a esta pregunta, pero destacaría algunos elementos muy llamativos. En primer lugar, está la ciencia moderna, que ofrece una concepción del cosmos completamente diferente de las grandes visiones del pasado. Después de Galileo, Descartes y Bacon, hasta los más recientes descubrimientos sobre el universo, pensamos en el ser humano a través de su evolución. La ciencia forma ya parte de nuestra concepción más profunda de nosotros mismos.
Como segundo factor de la modernidad, muy diferente, destacaría nuestra capacidad de organización, de control, de dominio. Se trata de una actitud que surgió entre los siglos XVII y XVIII, y que cada vez se acentúa más. Lo vemos con la pandemia de Covid-19. En la Edad Media, este tipo de epidemia se habría considerado una plaga, un castigo divino. Hemos organizado cuarentenas, el uso de mascarillas, buscado vacunas para controlar la enfermedad… Es una actitud moderna.
Finalmente, el tercer factor es que esta autoorganización en nuestra relación con el universo va de la mano de la autoorganización política, el gran movimiento del advenimiento de la democracia y la emancipación política.
¿Qué está en juego en la modernidad actual?
T.: Esta es la pregunta que me hice cuando era un joven estudiante en Oxford. Hay una forma de entender la modernidad que dice: “La modernidad es ciencia y tecnología”, y considera que todo lo demás son supersticiones, ideas vagas, esperanzas y miedos irracionales que es mejor dejar de lado. Esta es una tentación muy fuerte en estos días. Es fácil ver que, cuando algo va mal, nuestra primera reacción es buscar formas de controlarlo, de meterlo en una caja, de evitarlo por medios tecnológicos.
Sin embargo, esta actitud deja un hueco, un vacío, deja fuera lo que se puede caracterizar como el problema del sentido de la vida humana. Es dentro de este cuestionamiento, si uno lo siente, donde nacen las intuiciones. Llevan a la gente hacia una cierta fe, una cierta espiritualidad, formas expresivas, que les llevan a explorar la existencia más que a controlar lo que sucede. En primer lugar, la conciencia de la inmensa diversidad de caminos, de senderos hacia el sentido profundo de la existencia humana. En segundo lugar, existe una gran división entre quienes se interesan por estas vías de sentido y quienes creen que sólo importan la ciencia y la tecnología, y que por lo demás se aferran a la concepción de un ser humano que se enfrenta a un universo sin sentido. Ahora hay toda una retórica en torno al sinsentido del universo. Prefiero mirar en la primera dirección.
¿En qué punto nos encontramos en la realización del proyecto de la modernidad?
T.: Lo que más me fascina y, al mismo tiempo, me preocupa es la evolución en la que estamos inmersos. Estamos, por así decirlo, obligados a aspirar a los valores que nos hemos dado y que están definidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: libertad, igualdad entre los seres humanos, autogestión en el sentido más amplio, que incluye el proyecto de sociedades gobernadas democráticamente. Casi todo el mundo dice formar parte de este proyecto, excepto quizá Arabia Saudí. Pero, ¿cómo se puede realizar?
Poner en práctica el proyecto moderno significa enfrentarse a muchas y profundas dificultades. Hoy nos enfrentamos a patologías relacionadas con las identidades comunes. La primera de ellas es que hay ciudadanos de pleno derecho y otros que no lo son, o en menor grado. Estas diferencias de estatus provienen de concepciones casi inconscientes de las jerarquías entre hombres y mujeres, entre blancos y negros, entre occidentales y personas del mundo ex-colonial… Mientras estas personas de “segunda clase” ocupen su lugar, todo parece ir bien, pero en cuanto intentan poner en práctica la igualdad proclamada en principio, esto provoca una profunda crisis de identidad.
Esta es la crisis a la que se enfrenta Estados Unidos hoy en día, con el florecimiento de la supremacía blanca, abiertamente propugnada. Políticamente, asistimos a la lucha entre dos definiciones de identidad común.
Por un lado, los de Trump, para quienes la identidad americana más válida es la de los blancos de Inglaterra, a menudo evangélicos. Los que llegaron después son considerados ciudadanos de segunda clase. Por otro lado, Barack Obama y Joe Biden tienen una concepción diferente de la identidad, resumida en la frase de la Constitución de EE.UU. que afirma que aspira a “una unión más perfecta” y promueve una sociedad que se transforma para cumplir la promesa de igualdad y libertad que proclamó originalmente. El conflicto entre los defensores de estas dos formas opuestas de identidad se hace casi irresoluble.
Si se me permite hablar de Francia, creo que la situación es similar. Hay franceses que parecen sentirse amenazados por la presencia de musulmanes o excolonizados y no dejan de imponerles límites, no llevar el velo en la escuela, por ejemplo, o, como propuso la señora Le Pen durante la campaña, tampoco llevarlo en la calle. Sería una injusticia flagrante: estas mujeres musulmanas tendrían que elegir entre abandonar la práctica de su fe o quedarse en Francia. Para mí, esta es la versión francesa de la lucha de identidades entre republicanos y demócratas estadounidenses.
¿Cómo podemos esperar superar esta grave brecha entre los ciudadanos?
T.: En todas partes, las crisis que tiran de la identidad nacional hacen que la gente sólo pueda ver al otro como un traidor. Esto socava la vida política, que se convierte en un callejón sin salida. Hay una manera de superar esta oposición, de trascenderla, pero requiere un cambio bastante profundo en la concepción de lo que es la buena vida, la vida profunda, la vida que realmente realiza el potencial de la humanidad. Pienso en líderes como Martin Luther King o John Lewis, que vieron la posibilidad de proponer al adversario, casi al enemigo, una nueva forma de relacionarse con el otro que acepta la diferencia y abre la posibilidad de un replanteamiento creativo de la convivencia.
Así pues, hay saltos cualitativos en la historia que los pueblos son capaces de dar, pero para ello es necesario que los portavoces de un bando abandonen realmente la postura del miedo y del odio, de la ira y del temor, para dirigirse al otro como posible interlocutor. “Dejad la carga del odio”, propuso John Lewis. Esta visión antropológica de que el odio es una carga, algo que te aplasta, me parece realmente extraordinaria. Pero la oferta de diálogo tiene que ser recibida. No sé si esto sigue siendo posible en Francia y Estados Unidos… En Canadá, la situación es un poco menos grave, porque la sociedad está menos polarizada.
Sin embargo, me gustaría añadir que el gran reto de la democracia al que nos enfrentamos hoy no debería sorprendernos. En cierto modo, estaba inscrito en los altísimos objetivos que aceptamos al convertirnos en modernos, en el proyecto de crear esta sociedad autónoma, que requiere cierta unidad e igualdad entre los ciudadanos. Ante estas dificultades, o bien decimos que los regímenes autoritarios tienen razón, y renunciamos a la igualdad y al autogobierno, dejándonos gobernar por líderes esperanzadamente benévolos; o intentamos avanzar.
¿En qué terreno está arraigada su vocación filosófica, que es también una vocación de diálogo?
T.: Creo que tiene su origen en el bilingüismo de mi familia. Cuando era niño, ocurría que a menudo nos encontrábamos en familia, bien entre anglófonos que hablaban francés, bien entre francófonos que hablaban inglés. A mis padres y a mí nos llamó la atención lo que escuchamos de cada uno. Nos llamó la atención los malentendidos entre los dos grupos.
En lugar de abandonar los temas irritantes, especialmente los políticos, esta situación dio a mi familia la vocación de explicarse. Decir: “No, los otros no son así”. Tomamos este camino de forma espontánea, porque también queríamos que estos dos grupos se llevaran bien, ya que nos resultaba desgarrador que estuvieran enfrentados. Cuando tomas este camino, te conviertes de alguna manera en un traductor a pesar de ti mismo.
Es un cristiano, un católico. ¿Cuál ha sido su trayectoria de fe?
T.: Nací en Quebec, en una familia mixta anglicano-católica. La parte católica de mi familia está ligada a mi madre, que es francófona. Mi padre, anglicano, no era muy devoto. Era de Toronto y no hablaba ni una palabra de francés. (Risas.) De niño, iba a misa todos los domingos en una parroquia algo rica de Outremont. Allí aprendí una cierta retórica católica, pero no cuajó, y de adolescente me apagó por completo el extraordinario afán de control que conllevaba ese catolicismo. Leer más…
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