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José María Aguirre Oraa: Pensar a Dios: Una exploración

Martes, 20 de septiembre de 2022
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0AE57D8E-7D3D-4A15-B36E-A177DB12EF54“La aventura filosófica es un camino sin fin, pero jamás en solitario”

“Una filosofía de la religión debe ser capaz de abrir la lógica de la razón misma a las dimensiones de la transcendencia, al Absoluto”

“Se trata de mostrar la posibilidad de un acceso a Dios a partir de los recursos propios del pensamiento. Aquí se juega, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia humana, la credibilidad racional de la apertura a Dios”

“En estos tiempos de deconstrucción, de pensamiento postmoderno, de primacía de lo «científico», se hace más necesario que nunca justificar y consolidar esta perspectiva”

“El filósofo Jean Ladrière postula y fundamenta en sus abundantes escritos sobre la posibilidad de abrirse al sentido de la creatividad radical que opera en el cosmos y de todo lo que esta creatividad implica y de este modo abrirse al reconocimiento de la creación del Universo”

Una filosofía de la religión debe ser capaz de abrir la lógica de la razón misma a las dimensiones de la transcendencia, al Absoluto. Se trata de mostrar la posibilidad de un acceso a Dios a partir de los recursos propios del pensamiento. Aquí se juega, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia humana, la credibilidad racional de la apertura a Dios. En estos tiempos de deconstrucción, de pensamiento postmoderno, de primacía de lo «científico», se hace más necesario que nunca justificar y consolidar esta perspectiva. Tras la crítica kantiana a las «pruebas cosmológicas» tradicionales, el camino de mostración del Absoluto se había consolidado en el imperativo moral del respeto absoluto al otro expuesto por Kant y profundizado por Fichte. Las exigencias del respeto absoluto del otro solamente pueden ser justificadas en última instancia por la «irrupción» o la «presencia» dentro de la dinámica de la razón de un Absoluto que fundamenta de manera radical esta exigencia del respeto absoluto. Esta perspectiva la desarrollaré en otro momento.

La vía cosmológica consiste en una línea de argumentación que busca una mostración del Absoluto a partir de las teorías explicativas del origen del mundo en línea de evolución. Estas teorías científicas o hipótesis científicas lo constituyen discusiones autónomas que tienen su lógica intrínseca físico-astronómica, su desarrollo no impuesto, pero también sus limitaciones categoriales y de significación.

Hay preguntas que van más allá del estricto campo de lo teórico-corroborable de las teorías científicas físicas y que no pueden ser respondidas con estos elementos científicos: ¿qué sentido tiene el Universo?, ¿tiene incluso algún sentido?, ¿se trata del desarrollo ciego y mecánico de una materia en evolución que surge y muere o hay un sentido, una finalidad en la creación? Ante cuestiones de este tipo la razón científica no puede responder satisfactoriamente con sus solos recursos a las demandas de la inquisición humana. Sin embargo, el pensamiento filosófico puede abrir nuevas vías de sentido, que no se juxtaponen artificialmente a las dinámicas intrínsecas del proceder científico, sino que buscan ahondar en estas mismas dinámicas.

En la historia del pensamiento, hay abundantes ensayos de pensadores que buscan fundamentar y justificar una posición teísta a partir del campo de las ciencias de la naturaleza o de las ciencias de la vida, a partir de los interrogantes abiertos y de los posibilidades inscritas en los nuevos conocimientos de estas ciencias. Pero, no se trata de «utilizar la ciencia» con fines apologéticos, sino de interrogar a la propia ciencia para desarrollar sus propios contenidos y sus exigencias de explicación global, más allá de sus conocimientos contrastados, es decir se trata de abrir la ciencia a las dimensiones de una reflexión más global y comprensiva.

Creatividad radical

El filósofo Jean Ladrière postula y fundamenta en sus abundantes escritos sobre esta temática que la razón científica comporta en sí misma, en su propia lógica interna, la posibilidad de abrirse al sentido de la creatividad radical que opera en el cosmos y de todo lo que esta creatividad implica y de este modo abrirse al reconocimiento de la creación del Universo. El «logos» interno que anima la ciencia comporta en sí, de modo constitutivo, la posibilidad de reconocer aquello de lo que este logos es una huella. A partir de esta visión de la ciencia, a partir de esta realidad de operatividad radical existe un relé filosófico que puede conducirnos a la idea de creatividad, idea que a su vez permite el paso a la idea de creación, que incluso postula la idea de la creación. Las resonancias kantianas con sus postulados de la razón son clarísimas. La lógica reflexiva es similar o se asemeja a la perspectiva de Kant.

La responsabilidad de la razón comporta el reconocimiento del sentido del universo como obra de creación, el reconocimiento de la inteligibilidad del mundo, de su armonía y de su verdad, no como afirmación de su propia gloria, de la «gloria de la vida», sino como manifestación, devenir visible, de una iniciativa que es del orden de un don. La realidad nos envía más allá de sí misma y, por tanto, aparece como habitada por un dinamismo constitutivo estructural que va en el sentido de una unión creciente con una subsistencia creadora.

Existe el presentimiento de una presencia personal que es, a la vez, Luz, Amor y Estallido, fuente de la inteligibilidad que existe en el mundo, de su armonía y de su belleza, fuente que es don, llamada, y promesa de sí misma en y por lo visible. Aquí aparece una consonancia posible, aunque no necesaria, entre la ciencia y la fe. La ciencia no proporciona por sí misma un acceso directo a la fe. La ligazón entre razón científica y fe cristiana no tiene una conexión lógicamente necesaria, ya que, en este caso comportaría un carácter necesario y constriñente que se impondría lógica y racionalmente. Esto no sucede así, lo sabemos muy bien. Sin embargo, la ciencia como tal nos hace ver la creatividad que opera incesantemente en el mundo.

A partir de esta visión de la ciencia, a partir de esta realidad de operatividad radical existe, podríamos llamarlo así, un relé filosófico que puede conducirnos a la idea de creatividad y que permite el paso a la idea de creación, o que incluso postula la idea de la creación. Las resonancias kantianas con sus postulados de la razón son clarísimas. La lógica reflexiva es similar o se asemeja a la perspectiva de Kant.

La ciencia deviene, por consiguiente, en su estricta lógica como una inmensa «parábola activa» de la creatividad universal operante en su seno. En este movimiento la especulación filosófica puede conducirnos al concepto de creación. La actualidad dinámica del cosmos manifiesta a la vez un campo de creatividad originario y manifestaciones concretas contingentes. La actualidad del acontecimiento-cosmos no puede ser pensada como actualidad en profundidad más que si está habitada por una creatividad subsistente, es decir habitada por una creatividad difusiva de sí misma. El esfuerzo especulativo consiste en interpretar el devenir universal, en su actualidad concreta, como término de una relación constituyente que le religa a una fuente subsistente, que aparecerá como pura creatividad. Aquí se abre una consonancia posible entre el esfuerzo especulativo y la fe cristiana.

Parece legítimo reconocer una afinidad positiva entre el pensamiento científico en su momento de comprehensión reflexiva y la experiencia religiosa, contemplada en su componente cognitivo. La posibilidad de la interacción entre ambos se encuentra sin duda en la co-participación de la religión y la ciencia en un mismo proceso fundamental, que es el propio movimiento de la existencia.

La ciencia tiene un primer momento que es el de una experiencia perceptiva y un segundo momento de encaminamiento de objetivación y de construcción de entidades articuladas. Pero, hay un tercer momento, el de la comprensión reflexiva, que vuelve sobre el recorrido efectuado acogiendo lo que anuncia. Esta comprensión que revela la profundidad del fenómeno es el paso a una comprensión que remonta de lo que se muestra hasta las condiciones de su manifestación, por tanto la entrada en esta regresión especulativa por la cual el pensamiento que busca la verdad intenta establecer una ligazón entre lo que se manifiesta y sus principios.

Al pronunciarse sobre la naturaleza de la transrealidad de donde puede venir, para la existencia, la respuesta a la espera de la salvación, la experiencia religiosa se compromete con un camino sostenido por la esperanza de que puede conducir a la existencia hasta lo Último. El pensamiento científico está llevado por la perspectiva de un acontecimiento que sería la manifestación total de lo verdadero, que sería, en relación a la búsqueda de un saber auténtico, efectivamente último. Para la conciencia religiosa, esto último del pensamiento puede y debe ser comprendido como refracción en la vida del espíritu de la presencia en ella de lo Último que evoca. «La afinidad entre la ciencia y la religión puede así ser pensada como una relación de analogía entre este camino que tiene como perspectiva lo último del saber y el camino que va al encuentro de lo último en la esperanza de la salvación. Esta analogía sugiere que el pensamiento científico, en lo más radical de su comprensión, comporta en él mismo el presentimiento de aquello que se efectúa en la experiencia religiosa y que él puede ser como un camino hacia el compromiso que presupone esta experiencia. En el pensamiento del mundo en su advenimiento existe ya, in actu exercito, el reconocimiento de la transrealidad del que él tiene su verdad»

Dios: proceso y realidad

Para esto Ladrière invoca también las reflexiones metafísicas de Whitehead y su concepción de Dios en perspectiva procesual. Uno de los aspectos más originales del pensamiento de Withehead es una concepción bastante extraña según la cual la naturaleza de Dios se divide en dos componentes, la naturaleza antecedente de Dios y la naturaleza consecuente de Dios. La naturaleza antecedente de Dios es la naturaleza de Dios considerada en ese aspecto de ella misma por la cual precede absolutamente al mundo y que el mundo hereda a cada instante. La naturaleza consecuente de Dios es la causa final última de todos los procesos de evolución del mundo, por tanto la causa final del mundo entero. Y este aspecto de Dios por el cual Dios recoge en él, como causa final y principio final de unificación, el mundo tal como él se hace, es a la vez aquello por lo que el mundo está como presentificado en Dios y aquello por lo que Dios está presente dentro de mundo. Hay una inmanencia del mundo en Dios y una inmanencia de Dios dentro del mundo.

Incluso hay una tercera naturaleza de Dios: la naturaleza «superjectiva» de Dios. La naturaleza superjectiva de Dios es Dios en tanto que habita el mundo y confiere un valor eterno positivo a todo lo que ha emergido en él, una versión que se asemeja al concepto teológico de Providencia. Por eso al final de su libro Process and Reality Withehead señala: «El principio de la relatividad universal no puede pararse en la naturaleza consecuente de Dios […] descubrimos el juicio de una ternura que no pierde nada de lo que puede ser salvado y también el juicio de una sabiduría que saca partido de todo lo que, en el mundo temporal, es puro naufragio». Para Whitehead «Dios no crea el mundo, hablando con propiedad, sino que lo salva o, más exactamente, él es el poeta del mundo, que le conduce con una paciencia tierna por su visión de verdad, de belleza y de bondad. Dios es el lugar supremo de actualidad y de realidad donde todo es salvado. Decir que el devenir del mundo es el devenir de Dios es decir que todo lo que sucede en el mundo, incluido lo que fracasa, incluido el sufrimiento y el mal, todo esto está retomado en Dios y se inscribe en una actualidad salvadora que transmuta en pura positividad todo lo que ha sucedido». En este sentido Dios es el gran compañero, el que sufre con, y el que comprende.

Por ello se puede decir que la transformación que se ha operado en la autocomprensión de la razón conduce a un estado de cosas en el que la racionalidad y la creencia se reconocen recíprocamente como dos dimensiones de la existencia, cada una con un orden propio, definido por una perspectiva específica. La racionalidad no es la conformidad del pensamiento a un modelo único (el de la ciencia de la naturaleza), que define un tipo de validez privilegiada, la racionalidad es una búsqueda, que responde a una vocación y es llevada por una esperanza.

La creencia, por su parte, no es una suerte de más allá inefable, sino exigencia de comprensión que acoge la ayuda que los instrumentos de la racionalidad pueden aportarle. «Reconociendo la vocación de la razón, la creencia cree poder interpretar, desde su punto de vista, la obra de la razón como una prolongación de la creación y el trabajo de investigación como una forma de alabanza. Y ella cree poder acoger en su propia esperanza, que es religiosa, la esperanza de la razón, que es la razón misma. El reconocimiento de las diferencias no es de ninguna manera la búsqueda de una síntesis, en el sentido de un discurso unificador. Pero ella puede perfectamente acompañarse con la creencia en una convergencia por venir. No es posible pensar la dinámica de la salvación sin pensar también que, de una manera que no nos es clara todavía, debe abrigar en sí misma la dinámica de la razón».

Por esta razón, Ladrière señala que, al realizarse, el discurso especulativo se sobrepasa y se destruye. Liberándose del discurso, la acción se descubre como la experiencia misma de la fe. Podemos pensar en la imagen de la marcha por el desierto, pero habitada por una presencia anterior que da a los peregrinos la fuerza de ir siempre más lejos. El aventurero del desierto jamás estará en reposo en la contemplación complacida de las verdades adquiridas. Estará siempre en marcha hacia nuevos territorios con la paciencia y el trabajo arduo de los que ansían la tierra prometida y avanzan con la esperanza de encontrarla o al menos de entreverla. Pero en esta marcha también existen oasis que permiten reposar y reparar las fuerzas para continuar la marcha. No todo es árido y seco. Y hay además otros aventureros que buscan el mismo fin y que hacen posible una marcha solidaria y compartida. La aventura filosófica es un camino sin fin, pero jamás en solitario.

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Fuente Religión Digital

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Charles Taylor: Exploremos la existencia en vez de intentar controlarla.

Sábado, 17 de septiembre de 2022
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0472F59B-E9DC-4766-B7E0-290DB0468E03En su reciente viaje a Canadá. el papa Francisco citó a un filósofo y sociólogo canadiense. No necesitaba Charles Taylor esta mención para ser considerado como uno de los máximos teóricos de la religión. Pero, además, es una persona creyente. De ello habla en esta entrevista que creo puede iluminar cosas que andamos buscando en Atrio: sentido, fe, conocimiento, vida... AD.

Se enfrentó como ningún otro pensador a los retos que plantea la modernidad: el filósofo canadiense Charles Taylor, de 90 años, cuenta a La Croix L’Hebdosu relectura del proyecto moderno y evoca las dificultades a las que se enfrenta hoy. Al mismo tiempo que ofrece la sabiduría de su avanzada edad.

La Croix L’Hebdo: Se dice que todo gran filósofo es un hombre de preguntas. ¿Cuál es la suyo?

Charles Taylor: Creo que todo mi trabajo gira en torno a un centro: ¿qué es el ser humano? Este interés se remonta a mucho tiempo atrás, a cuando era estudiante en Oxford. Me llamó mucho la atención, ¡negativamente! – por la filosofía que me enseñaron allí. Era una filosofía muy cartesiana y lockeana, es decir, se guiaba por una concepción dualista del ser humano, dividido entre cuerpo y alma.

Era y ha seguido siendo evidente para mí que el ser humano no funciona así, de forma mecánica. Esto es lo que pretendía demostrar. Entonces quise arrojar luz sobre cómo el hombre se entiende a sí mismo a través de lenguajes muy variados, que pueden contener más que palabras, porque también se puede entender a través de la música, de una obra de arte… Busqué los lenguajes que permiten al hombre desarrollar su vida interior, su vida profunda.

Se le considera un gran filósofo de la modernidad. ¿Qué es para usted la modernidad y cuál es el significado fundamental del proyecto moderno?

T.: Sí se me puede considerar un filósofo de la modernidad. ¿Por qué creo que es así? Porque creo que el ser humano sólo puede entenderse a través de su historia. Para ser un filósofo de la modernidad, hay que tener una cierta concepción de dónde estamos y de dónde partimos, y medir la diferencia entre ambos.

¿Qué es la modernidad? No tengo una respuesta sencilla a esta pregunta, pero destacaría algunos elementos muy llamativos. En primer lugar, está la ciencia moderna, que ofrece una concepción del cosmos completamente diferente de las grandes visiones del pasado. Después de Galileo, Descartes y Bacon, hasta los más recientes descubrimientos sobre el universo, pensamos en el ser humano a través de su evolución. La ciencia forma ya parte de nuestra concepción más profunda de nosotros mismos.

Como segundo factor de la modernidad, muy diferente, destacaría nuestra capacidad de organización, de control, de dominio. Se trata de una actitud que surgió entre los siglos XVII y XVIII, y que cada vez se acentúa más. Lo vemos con la pandemia de Covid-19. En la Edad Media, este tipo de epidemia se habría considerado una plaga, un castigo divino. Hemos organizado cuarentenas, el uso de mascarillas, buscado vacunas para controlar la enfermedad… Es una actitud moderna.

Finalmente, el tercer factor es que esta autoorganización en nuestra relación con el universo va de la mano de la autoorganización política, el gran movimiento del advenimiento de la democracia y la emancipación política.

¿Qué está en juego en la modernidad actual?

T.: Esta es la pregunta que me hice cuando era un joven estudiante en Oxford. Hay una forma de entender la modernidad que dice: “La modernidad es ciencia y tecnología”, y considera que todo lo demás son supersticiones, ideas vagas, esperanzas y miedos irracionales que es mejor dejar de lado. Esta es una tentación muy fuerte en estos días. Es fácil ver que, cuando algo va mal, nuestra primera reacción es buscar formas de controlarlo, de meterlo en una caja, de evitarlo por medios tecnológicos.

Sin embargo, esta actitud deja un hueco, un vacío, deja fuera lo que se puede caracterizar como el problema del sentido de la vida humana. Es dentro de este cuestionamiento, si uno lo siente, donde nacen las intuiciones. Llevan a la gente hacia una cierta fe, una cierta espiritualidad, formas expresivas, que les llevan a explorar la existencia más que a controlar lo que sucede. En primer lugar, la conciencia de la inmensa diversidad de caminos, de senderos hacia el sentido profundo de la existencia humana. En segundo lugar, existe una gran división entre quienes se interesan por estas vías de sentido y quienes creen que sólo importan la ciencia y la tecnología, y que por lo demás se aferran a la concepción de un ser humano que se enfrenta a un universo sin sentido. Ahora hay toda una retórica en torno al sinsentido del universo. Prefiero mirar en la primera dirección.

¿En qué punto nos encontramos en la realización del proyecto de la modernidad?

T.: Lo que más me fascina y, al mismo tiempo, me preocupa es la evolución en la que estamos inmersos. Estamos, por así decirlo, obligados a aspirar a los valores que nos hemos dado y que están definidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: libertad, igualdad entre los seres humanos, autogestión en el sentido más amplio, que incluye el proyecto de sociedades gobernadas democráticamente. Casi todo el mundo dice formar parte de este proyecto, excepto quizá Arabia Saudí. Pero, ¿cómo se puede realizar?

Poner en práctica el proyecto moderno significa enfrentarse a muchas y profundas dificultades. Hoy nos enfrentamos a patologías relacionadas con las identidades comunes. La primera de ellas es que hay ciudadanos de pleno derecho y otros que no lo son, o en menor grado. Estas diferencias de estatus provienen de concepciones casi inconscientes de las jerarquías entre hombres y mujeres, entre blancos y negros, entre occidentales y personas del mundo ex-colonial… Mientras estas personas de “segunda clase” ocupen su lugar, todo parece ir bien, pero en cuanto intentan poner en práctica la igualdad proclamada en principio, esto provoca una profunda crisis de identidad.

Esta es la crisis a la que se enfrenta Estados Unidos hoy en día, con el florecimiento de la supremacía blanca, abiertamente propugnada. Políticamente, asistimos a la lucha entre dos definiciones de identidad común.

Por un lado, los de Trump, para quienes la identidad americana más válida es la de los blancos de Inglaterra, a menudo evangélicos. Los que llegaron después son considerados ciudadanos de segunda clase. Por otro lado, Barack Obama y Joe Biden tienen una concepción diferente de la identidad, resumida en la frase de la Constitución de EE.UU. que afirma que aspira a “una unión más perfecta” y promueve una sociedad que se transforma para cumplir la promesa de igualdad y libertad que proclamó originalmente. El conflicto entre los defensores de estas dos formas opuestas de identidad se hace casi irresoluble.

Si se me permite hablar de Francia, creo que la situación es similar. Hay franceses que parecen sentirse amenazados por la presencia de musulmanes o excolonizados y no dejan de imponerles límites, no llevar el velo en la escuela, por ejemplo, o, como propuso la señora Le Pen durante la campaña, tampoco llevarlo en la calle. Sería una injusticia flagrante: estas mujeres musulmanas tendrían que elegir entre abandonar la práctica de su fe o quedarse en Francia. Para mí, esta es la versión francesa de la lucha de identidades entre republicanos y demócratas estadounidenses.

¿Cómo podemos esperar superar esta grave brecha entre los ciudadanos?

T.: En todas partes, las crisis que tiran de la identidad nacional hacen que la gente sólo pueda ver al otro como un traidor. Esto socava la vida política, que se convierte en un callejón sin salida. Hay una manera de superar esta oposición, de trascenderla, pero requiere un cambio bastante profundo en la concepción de lo que es la buena vida, la vida profunda, la vida que realmente realiza el potencial de la humanidad. Pienso en líderes como Martin Luther King o John Lewis, que vieron la posibilidad de proponer al adversario, casi al enemigo, una nueva forma de relacionarse con el otro que acepta la diferencia y abre la posibilidad de un replanteamiento creativo de la convivencia.

Así pues, hay saltos cualitativos en la historia que los pueblos son capaces de dar, pero para ello es necesario que los portavoces de un bando abandonen realmente la postura del miedo y del odio, de la ira y del temor, para dirigirse al otro como posible interlocutor. “Dejad la carga del odio”, propuso John Lewis. Esta visión antropológica de que el odio es una carga, algo que te aplasta, me parece realmente extraordinaria. Pero la oferta de diálogo tiene que ser recibida. No sé si esto sigue siendo posible en Francia y Estados Unidos… En Canadá, la situación es un poco menos grave, porque la sociedad está menos polarizada.

Sin embargo, me gustaría añadir que el gran reto de la democracia al que nos enfrentamos hoy no debería sorprendernos. En cierto modo, estaba inscrito en los altísimos objetivos que aceptamos al convertirnos en modernos, en el proyecto de crear esta sociedad autónoma, que requiere cierta unidad e igualdad entre los ciudadanos. Ante estas dificultades, o bien decimos que los regímenes autoritarios tienen razón, y renunciamos a la igualdad y al autogobierno, dejándonos gobernar por líderes esperanzadamente benévolos; o intentamos avanzar.

¿En qué terreno está arraigada su vocación filosófica, que es también una vocación de diálogo?

T.: Creo que tiene su origen en el bilingüismo de mi familia. Cuando era niño, ocurría que a menudo nos encontrábamos en familia, bien entre anglófonos que hablaban francés, bien entre francófonos que hablaban inglés. A mis padres y a mí nos llamó la atención lo que escuchamos de cada uno. Nos llamó la atención los malentendidos entre los dos grupos.

En lugar de abandonar los temas irritantes, especialmente los políticos, esta situación dio a mi familia la vocación de explicarse. Decir: “No, los otros no son así”. Tomamos este camino de forma espontánea, porque también queríamos que estos dos grupos se llevaran bien, ya que nos resultaba desgarrador que estuvieran enfrentados. Cuando tomas este camino, te conviertes de alguna manera en un traductor a pesar de ti mismo.

Es un cristiano, un católico. ¿Cuál ha sido su trayectoria de fe?

T.: Nací en Quebec, en una familia mixta anglicano-católica. La parte católica de mi familia está ligada a mi madre, que es francófona. Mi padre, anglicano, no era muy devoto. Era de Toronto y no hablaba ni una palabra de francés. (Risas.) De niño, iba a misa todos los domingos en una parroquia algo rica de Outremont. Allí aprendí una cierta retórica católica, pero no cuajó, y de adolescente me apagó por completo el extraordinario afán de control que conllevaba ese catolicismo. Leer más…

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Jardín interior

Jueves, 11 de junio de 2020
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Del blog Nova Bella:

John-Everett-Millais-Ferdinand-Lured-by-Ariel-1849-501( John Everett Millais: Fernando atraído por Ariel  (1850). Colección Makin. )

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Lo esencial de toda exploración

es volver al propio jardín

y ver las cosas por primera vez.

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