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“¿Para qué queremos la religión, para tranquilizar algunas conciencias?”, por José Mª Castillo

Miércoles, 25 de septiembre de 2019
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Utilizamos-religion-satisfacer-intereses-Evangelio_2080901906_9889617_660x371De su blog Teología sin censura:

“Algunos sólo quieren mantener el poder y los privilegios que les han llevado a los cargos importantes que ocupan”

Lo digo con toda sinceridad: los que se empeñan en mantener intocable una tradición, que no es dogma de fe, ¿qué es lo que quieren mantener a toda costa? ¿le fe íntegra de la Iglesia y sus fieles? ¿o lo que quieren defender, en todo caso, es el poder y los privilegios que les han llevado a los cargos importantes que ocupan?

No cabe duda que, en la sociedad y en los numerosos componentes que la configuran, se están produciendo cambios tan rápidos y tan importantes, que nos tienen a todos profundamente desconcertados. Nuestra forma de vivir cambia a una velocidad que, hace sólo unas décadas, no podíamos imaginar. Todo cambia. Todo, menos alguna que otra institución, que es de esos colectivos que se empeñan en seguir siendo, no sólo lo que siempre fueron, sino además como siempre fueron.

Con lo cual estamos viviendo una situación en la que hay grupos o colectivos importantes, que están empeñados en defender y mantener que, si ellos cambian en determinados asuntos, son infieles a su razón de ser y a su destino en este mundo. Con lo que dejarían de cumplir su finalidad y su destino en el mundo y en la sociedad.

Esto justamente es lo que le pasa a la Iglesia. Y no sé si lo mismo les ocurre a otras religiones. Posiblemente. Es más, seguramente es así. Porque las religiones tienen y mantienen, con una intolerancia ejemplar, que si cambian en ciertas (no pocas) tradiciones, normas, formas de conducta, etc., con tales hipotéticos cambios serían infieles a sus dioses y a su destino en este mundo.

¿Qué consiguen con esto las religiones? Consiguen ser fieles a “sus dioses”. O eso es lo que se imaginan los dirigentes religiosos. Pero, con su fidelidad a “los dioses”, ¿son fieles igualmente a los destinatarios de la religión, que somos los “seres humanos”? Más aún, ¿puede ser aceptable y se puede tolerar una religión, que es fiel a “lo divino”, pero es infiel a “lo humano”? Entonces – y si es que todo este tinglado tiene que ser así – ¿para qué queremos la religión y de qué nos sirve ese solemne y soberano tinglado? Servirá quizá para tranquilizar algunas conciencias. Pero, ¿para eso queremos la religión y con eso acaba su razón de ser en este mundo?

Viniendo a cosas más concretas, cuando los cristianos entramos en una iglesia y vamos a misa, a una boda, a un bautizo…, ¿qué vemos?; ¿qué nos dicen?; ¿qué impresión nos causa lo que se hace y se dice en una ceremonia religiosa? Lo que yo veo y oigo, en esas liturgias clericales, es (con pocas y ligeras variantes) casi lo mismo que yo veía y oía cuando era un niño, hace ya bastantes años. El mundo de ahora es tan distinto del de entonces. La vida, las ideas, las costumbres…, casi todo ha cambiado. Todo, menos la religión, que sigue casi igual.

Pero, entonces, ¿nos puede extrañar que la gente vaya cada día menos a misa o que a muchas personas les interese cada día menos lo que piensan y dicen los curas?

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Una misma religión y dos formas de vivirla

Por lo pronto, quienes nos interesamos por el problema, que estoy planteando, lo primero que deberíamos tener muy claro es que no es lo mismo hablar de Dios que hablar de la religión. Dios es trascendente. Es decir, Dios no es de este mundo, ni en este mundo se puede comprender. Si es “trascendente”, es “incomunicable”, o sea no es “objetivable” en ideas y conceptos. Dios, por eso mismo, está más allá del horizonte último de nuestra capacidad de conocimiento.

Pues bien, si Dios es trascendente, la religión es siempre algo inmanente, o sea es una realidad cultural, que los seres humanos vivimos y practicamos, mediante la cual buscamos a Dios y hacemos lo que está a nuestro alcance para relacionarnos con Dios.

Los cristianos sabemos, por el Evangelio, que Jesús es el Hijo de Dios y, por eso mismo, es la “revelación de Dios”. En Jesús, y por Jesús, nos relacionamos con Dios. Ahora bien, Jesús escogió, como apóstoles, a hombres casados. ¿Qué dificultad podemos encontrar en que actualmente haya hombres casados – y también mujeres – que presidan comunidades y celebraciones de la eucaristía? Por mantener estas costumbres, ¿vamos a privar a tantas y tantas comunidades de creyentes de poder celebrar la eucaristía?

Lo digo con toda sinceridad: los que se empeñan en mantener intocable una tradición, que no es dogma de fe, ¿qué es lo que quieren mantener a toda costa? ¿le fe íntegra de la Iglesia y sus fieles? ¿o lo que quieren defender, en todo caso, es el poder y los privilegios que les han llevado a los cargos importantes que ocupan?

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“¿Qué es una persona?” por Enrique Martínez Lozano

Lunes, 16 de enero de 2017
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quintoInteresante artículo que hemos leído en Fe Adulta

¿Qué es una persona? He aquí la cuestión más fundamental a la que se enfrentan todas las psicologías. Las diferentes psicologías suponen perspectivas diferentes y subrayan diferentes dimensiones. A partir de ellas construyen lo que con frecuencia parecen imágenes radicalmente diferentes de la naturaleza humana. Por lo común se considera que tales puntos de vista son opuestos; pero es más probable que representen partes de una compleja totalidad multidimensional. El modelo transpersonal que aquí presentamos no se propone negar otros modelos, sino más bien enmarcarlos en un contexto más amplio, que incluya estados de consciencia y niveles de bienestar que no tienen cabida en los modelos psicológicos anteriores.

Las dimensiones principales de este modelo son la consciencia, el condicionamiento, la personalidad y la identidad. Bajo estos encabezamientos resumiremos lo que nos parece representativo de los principios básicos de un modelo transpersonal, y compararemos con ellos los supuestos tradicionales de Occidente.

La consciencia

Este modelo transpersonal considera que la consciencia es la dimensión central que sirve de base y de contexto a toda experiencia. Respecto de la consciencia, las psicologías tradicionales de Occidente han mantenido diferentes posiciones, que van desde el conductismo, que prefiere ignorarla, dadas las dificultades que plantea su investigación objetiva, hasta los enfoques psicodinámicos y humanistas, que la reconocen pero que generalmente prestan más atención a los contenidos que a la consciencia per se, como contexto de la experiencia.

Un modelo transpersonal considera nuestra consciencia habitual como un estado restringido por una actitud defensiva ante la vida. Este estado habitual se encuentra inundado, en medida tan notable como poco reconocida, por un flujo continuo de pensamientos y fantasías, en gran parte incontrolables, que responden a nuestras necesidades y defensas. En palabras de Ram Dass: “Todos somos prisioneros de nuestra mente. Darse cuenta de esto es el primer paso en el viaje de la liberación”.

La consciencia óptima se considera como un estado considerablemente más amplio y potencialmente accesible en cualquier momento, a condición de que se pueda relajar la contracción defensiva. Por lo tanto, la perspectiva fundamental en crecimiento señala la necesidad de abandonar esa contracción defensiva y apartar los obstáculos que se oponen al reconocimiento de esa potencialidad de expansión siempre presente, aquietando la mente y reduciendo la deformación perceptiva.

La tarea fundamental que da la clave de muchas realizaciones es el silencio de la mente. En verdad, cuando se detiene el mecanismo mental se hacen toda clase de descubrimientos, y el primero es que si la capacidad de pensar es un don notable, la capacidad de no pensar lo es aún más.

Desde la perspectiva transpersonal se afirma que existe un amplio espectro de estados ampliados de consciencia, que algunos son potencialmente útiles y funcionalmente específicos (es decir, que poseen algunas funciones no accesibles en el estado habitual, pero carecen de otras) y que algunos de ellos son estados verdaderamente superiores. “Superior” se usa aquí en el sentido de que poseen todas las propiedades y potencialidades de los estados inferiores, más algunas adicionales. Además, una vasta bibliografía proveniente de diversas culturas y disciplinas del crecimiento da testimonio de que tales estados superiores son alcanzables. Por contra, el punto de vista tradicional en Occidente sostiene que no existe más que una gama limitada de estados, por ejemplo, la vigilia, el sueño, la embriaguez, el delirio. Aparte de ello, a casi todos los estados alterados se los considera nocivos y se ve en la normalidad la situación óptima.

Si nuestro estado habitual se considera a partir de un contexto expandido, de ello resultan algunas implicaciones inesperadas. El modelo tradicional define la psicosis como una percepción de la realidad que, además de estar deformada, no reconoce la deformación. Visto desde la perspectiva de este modelo, el nuestro habitual satisface esta definición en tanto que es sub-óptimo, ofrece una percepción deformada de la realidad y no alcanza a reconocer esa deformación. De hecho, cualquier estado de consciencia es necesariamente limitado y solo relativamente real. De aquí que, desde esa perspectiva más amplia, se pueda definir la psicosis como un estar apegado a -o encontrarse atrapado en- un solo estado de consciencia, cualquiera que sea.

Como cada estado de consciencia no revela más que su propia imagen de la realidad, de ello se sigue que la realidad tal como la conocemos (y esa es la única forma en que la conocemos) también es solo relativamente real. Dicho de otra manera, la psicosis es el apego a cualquier realidad aislada. En palabras de Ram Dass: “Crecemos con un plano de existencia al cual llamamos real. Nos identificamos totalmente con esa realidad como algo absoluto y desechamos las experiencias que no son congruentes con ella”.

Lo que Einstein demostró en física es igualmente válido en todos los demás aspectos del cosmos: toda realidad es relativa. Cada realidad es válida solo dentro de determinados límites; no es más que una versión posible de la manera de ser de las cosas. Hay siempre múltiples versiones de la realidad. Despertarse de cualquier realidad aislada es reconocer que su realidad es relativa.

De tal modo, la realidad que percibimos refleja nuestro propio estado de consciencia, y jamás podemos explorar la realidad sin hacer al mismo tiempo una exploración de nosotros mismos, no solo porque somos, sino también porque creamos, la realidad que exploramos.

El condicionamiento

Respecto del condicionamiento, el enfoque transpersonal sostiene que la gente está mucho más encerrada y atrapada en su condicionamiento de lo que se da cuenta, pero que es posible liberarse de él. El objetivo de la psicoterapia transpersonal es esencialmente sacar a la consciencia de esa tiranía condicionada de la mente, una meta que se describe con más detalle en el epígrafe dedicado a la identidad.

Una de las formas de condicionamiento que las disciplinas orientales han estudiado en detalle es el apego. El apego se vincula íntimamente al deseo y significa que el resultado del no cumplimiento del deseo será dolor. Por consiguiente, el apego desempeña un importante papel en la causa del sufrimiento, y para la cesación de este es fundamental la renuncia al apego. La asociación con él trae desdicha interminable. Mientras seguimos apegados, seguimos poseídos; y estar poseído significa la existencia de algo más fuerte que uno mismo.

El apego no se limita a los objetos o personas externos. Además de las formas familiares de apego a las posesiones materiales, a determinadas relaciones y al status quo dominante, puede haber apegos igualmente intensos a una determinada imagen de sí mismo, a un modelo de comportamiento o a un proceso psicológico. Entre los apegos más fuertes que observan las disciplinas de la consciencia están los que nos ligan al sufrimiento y a la sensación de indignidad. En la medida en que creamos que nuestra identidad se deriva de nuestros roles, de nuestros problemas, de nuestras relaciones o del contenido de la consciencia, el apego resultará reforzado por la zozobra de la supervivencia personal. Si renuncio a mis apegos, ¿quién seré y qué seré?

La personalidad

La mayor parte de las psicologías anteriores han concedido un lugar central a la personalidad y, de hecho, muchas teorías psicológicas sostienen que las personas son su personalidad. Es interesante señalar que el título que más comúnmente han recibido libros sobre la salud y el bienestar psicológico ha sido The Healthy Personality (“La personalidad sana”). Por lo común se ha considerado que la salud es algo que implica principalmente una modificación de la personalidad. Sin embargo, desde una perspectiva transpersonal, a la personalidad se le concede relativamente menos importancia. Se la ve más bien como un solo aspecto del ser, con el que el individuo puede identificarse pero sin que sea necesario que lo haga. En cuanto a la salud, se considera que implica principalmente un distanciarse de la identificación exclusiva con la personalidad, más que una modificación de ella.

De manera semejante, el drama o la historia personal que cada uno, hombre o mujer, puede contar de sí mismo se enfoca también desde un ángulo diferente. De acuerdo con Fadiman, los dramas personales son un lujo innecesario que se introduce en un funcionamiento pleno y armónico. Son parte de nuestro bagaje emocional y generalmente para una persona es benéfico alcanzar cierto grado de desapego o desidentificación respecto de sus propios dramas y de los dramas personales ajenos.

La identidad

Es un concepto al que se asigna importancia decisiva y que conceptualmente se extiende más allá de los límites que son tradicionales en Occidente. Las psicologías tradicionales han reconocido la identificación con los objetos externos y la han definido como un proceso inconsciente en el cuál el individuo se asemeja a alguna cosa o siente como alguna otra persona. Las psicologías transpersonales y las orientales también reconocen la identificación externa, pero sostienen que la identificación con procesos y fenómenos internos (intrapsíquicos) es aún más importante. Aquí se define la identificación como el proceso en virtud del cual algo es vivenciado como el sí mismo. Además, este tipo de identificación pasa inadvertido para la mayoría de nosotros, incluyendo psicólogos, terapeutas y estudiosos de la conducta, dada la gran medida en que nos afecta a todos. Es decir que estamos tan identificados que jamás se nos ocurre siquiera cuestionar aquello que con tal claridad nos parece que somos. Las identificaciones consensualmente validadas pasan inadvertidas porque no se ponen en tela de juicio. Es más, cualquier intento de cuestionarlas puede chocar con considerables resistencias. Los intentos de despertarnos antes de tiempo suelen ser castigados, especialmente por quienes más nos aman. Porque ellos, a quienes Dios bendiga, están dormidos. Piensan que cualquiera que se despierte, o que se dé cuenta de que lo que se toma por realidad es un sueño, se está volviendo loco. Leer más…

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“La fuerza de los rituales (II)”, por José Mª Castillo, teólogo

Martes, 18 de agosto de 2015
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el-rostro-de-dios1De su blog Teología sin Censura:

Lo primero, lo más elemental, en el problema planteado a propósito de los rituales religiosos, es tener muy claro que no es lo mismo hablar de Dios que hablar de la religión. Dios es el fin último que podemos buscar o anhelar los mortales. La religión es el medio por el que (y con el que) intentamos acercarnos a Dios o relacionarnos con él. Por tanto, Dios no es un elemento más, un componente más (entre otros) de la religión.

Por otra parte – si intentamos llegar al fondo del problema -, Dios y la religión no se pueden situar en el mismo plano. Ni pertenecen al mismo orden o ámbito de la realidad. Porque Dios es el Absoluto. Y el Absoluto es el Trascendente. Es decir, Dios se sitúa en el orden o ámbito de la “trascendencia”. Mientras que todo lo que no es Dios (incluida la religión) es siempre una realidad que se queda “aquí abajo, o sea en el ámbito de la “inmanencia”.

Todo esto quiere decir que “ser trascendente” significa “ser inabarcable” o “ser inconmensurable”. Es decir, Dios no está a nuestro alcance. Por tanto, Dios no es una realidad “cultural”. En tanto que la religión es siempre un producto de la cultura. Otra cosa es las “representaciones” que los humanos nos hacemos de Dios. Pero eso ya no es “Dios en Sí”, sino nuestra manera (culturalmente condicionada) de representarnos al Trascendente.

Hecha esta disquisición, que me parece indispensable, tocamos ya las cuestiones que nos interesan más directamente en esta reflexión. Ante todo, es importante saber que, en la larga historia y prehistoria de la religión, lo primero no fue el conocimiento y la experiencia de Dios, sino la práctica de rituales de sacrificio (así, por lo menos, desde E. O. Wilson, incluso ya antes Karl Meuli). De forma que abundan los paleontólogos que defienden que, desde el paleolítico superior, hay huellas claras de este tipo de prácticas rituales (W. Burkert, H. Kühn, P. W. Scmidt, A. Vorbichler).

Si bien hay quienes piensan que los rituales religiosos relacionados con la muerte se inician a partir del mesolítico (Ina Wunn). En todo caso, se acepta la convicción que ya propuso G. Van der Leeuw: “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (K. Lorenz, W. Burkert). Lo que es comprensible, si tenemos en cuenta que Dios nos trasciende y no está a nuestro alcance, como lo están los rituales religiosos.

Así las cosas, es un hecho que los rituales religiosos, en sus más variadas formas, están más presentes en cada ser humano, ya desde la infancia, que la claridad y la profundidad en la relación con Dios. Dicho más claramente, creo que no es ninguna exageración afirmar que, tanto en los individuos como en la sociedad, están más presentes los rituales y sus observancias que Dios y sus exigencias.

O sea, en la vida de muchos (muchísimos) creyentes, están muy presentes los rituales religiosos y la observancia de los mismos. Mientras que la firmeza, la cercanía y la fiel escucha de Dios es un asunto que son también muchos (muchísimos) los creyentes que no tienen eso resuelto debidamente. Lo que lleva consigo, entre otras cosas, una consecuencia de enorme importancia. Una consecuencia que consiste en que, con demasiada frecuencia, en la conducta de muchas personas se divorcian la observancia de los ritos sagrados, por una parte, y la fidelidad a la honestidad, la honradez y la bondad ética, por otra parte.

Y entonces, nos encontramos con un hecho que lamentamos muchas veces. Me refiero al hecho de tantas personas que son fielmente observantes y religiosas, pero al mismo tiempo son personas que dejan mucho que desear en su conducta ética.

¿Cómo se explica esto? El comportamiento religioso consiste en la fidelidad a la observancia de los rituales sagrados. Pero ocurre que los ritos son acciones que, debido al rigor de la observancia de las normas, se constituyen en un fin en sí (G. Theissen, B. Lang, W. Turner). Y, entonces, lo que ocurre es que el fiel observante del ritual se tranquiliza en su conciencia, se siente en paz consigo mismo, se libera de posibles sentimientos de culpa o de miedos que adentran sus raíces en el inconsciente, al tiempo que la conducta ética, con sus incómodas exigencias queda desplazada.

Y el sujeto se siente en paz con su conciencia, con sus semejantes y con Dios. En lo que he intentado explicar aquí, radica (según creo) la clave para comprender el conflicto de Jesús con los hombres más religiosos y observantes de su tiempo. Es notable que, por lo que narran los relatos evangélicos, Jesús no tuvo enfrentamientos ni con los romanos, ni con los pecadores, los samaritanos, los extranjeros, etc. Los conflictos de Jesús se produjeron precisamente con los más fieles cumplidores de la religión: sumos sacerdotes, maestros de la Ley y fariseos.

¿Por qué precisamente con estas personas y no con los alejados de la religión y sus rituales? Jesús fue un hombre profundamente religioso. Pero Jesús vio el peligro que entraña la fiel observancia de los ritos de la religión. ¿Qué quiere decir esto? Jesús no rechazó el culto religioso. Lo que Jesús hizo fue desplazar el centro de la religión. Ese centro no está ni en el templo y sus ceremonias, ni en lo sagrado y sus rituales.

El centro de la experiencia religiosa, para Jesús, está en hacer lo que hizo el mismo Dios, que se “encarnó” en Jesús. Es decir, Dios se humanizó en Jesús. Dios está presente en cada ser humano, sea quien sea, piense como piense, viva como viva. Sólo reconociendo esta realidad sorprendente y viviéndola, como la vivió el propio Jesús, sólo así estaremos en el camino que nos lleva al centro mismo de la religiosidad que vivió y enseñó Jesús.

¿En qué consiste, entonces, el culto a Dios? La carta a los hebreos lo dice con tanta claridad como firmeza: “No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios” (Heb 13, 16). Que no es sino la fórmula tajante que plantea el autor de la carta de Santiago: “Religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre, es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo (Heb 1, 27).

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Resurrección de Cristo, ¿un hecho histórico?, por José María Castillo

Domingo, 12 de abril de 2015
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Leído en su blog Teología sin Censura:

Me pregunto qué cristología habrá estudiado el obispo Munilla

Una cosa es ‘lo histórico’ y otra cosa es ‘lo trascendente'”

El obispo Munilla se ha puesto nervioso porque algunos se atreven a decir que la resurrección de Cristo no es un hecho histórico. Los entendidos en historiografía discuten lo que se debe entender cuando hablamos de un “hecho histórico”. Sea cual sea la postura que cada cual adopte en esa discusión, lo que parece que se puede afirmar con seguridad es que un hecho se puede considerar como histórico cuando ese hecho sucede dentro de la historia. Lo que le ocurra (o le pueda ocurrir) a un ser humano después de su muerte, eso ya no está, ni puede estar dentro de la historia, sino más allá de la historia. En tal caso, ya no estamos hablando de lo “histórico”, sino de lo “meta-histórico”. Por supuesto, puede haber personas (y las hay en abundancia) que, por sus creencias (religiosas, filosóficas o de otra índole), están persuadidos de que un difunto vive, ya sea en el cielo, junto a Dios, en la eternidad o en alguna otra modalidad que los humaos podemos imaginar o idealizar. Pero, cuando esto sucede, ya no estamos hablando de la historia, sino de lo que trasciende la historia. En otras palabras, una cosa es “lo histórico” y otra cosa es “lo trascendente”. Que puede ser “real”, pero no es “histórico”.

Esto supuesto, para un historiador, lo histórico de un sujeto se acaba con la muerte del sujeto. Lo cual no quiere decir que con la muerte se acabe la realidad de ese sujeto. Puede haber personas que, por sus creencias, están persuadidos de que el difunto vive en “otra vida”, que ya no está en la historia, sino más allá de la historia. Pero no digamos nunca que lo que sucede después de la muerte es “histórico”.

Entonces, ¿qué decimos de las apariciones del Resucitado que se nos relatan en los evangelios? Esos relatos testifican que hubo creyentes (algunos discípulos, algunas mujeres…) que tuvieron, sintieron y vieron experiencias según las cuales a ellos les constaba que Jesús vivía, porque había sido resucitado por Dios. Eso es histórico: que aquellas mujeres y aquellos hombres aseguraron que ellos lo había visto, lo habían sentido… Pero también es cierto que, al relatar las experiencias que habían vivido, las contaron de manera que no concuerdan unas con otras en datos y detalles importantes. Por ejemplo, para Mateo y Marcos, las apariciones ocurrieron en Galilea, mientras que para Lucas y Juan, sucedieron en Jerusalén. También fue una experiencia lo que vio y sintió el apóstol Pablo en el camino de Damasco.

Yo me pregunto qué cristología habrá estudiado el obispo Munilla. Sea cual sea la cristología que estudió, lo que demuestra es su buena voluntad por afirmar a toda costa que Jesús, el Señor, no pasó a la historia, sino que es el Viviente, en el que creemos los cristianos. Esto es de elogiar. Pero, con todo respeto y con la libertad que exige el asunto, es aconsejable (y exigible) que un obispo tenga alguna idea de cosas muy básicas, que se encuentran en el común de las buenas cristologías que se vienen publicando desde hace ya varias décadas. Al hablar de la resurrección, hablamos de un hecho trascendente. Y lo trascendente, por su misma definición, es real (para quienes creen en la trascendencia), pero no es, ni puede ser, histórico. Ya sé que todo esto es una reflexión elemental. Pero también es verdad que sólo cuando tenemos claro lo elemental, podremos ponernos a hablar de lo demás. En este caso, de la resurrección de Jesús el Señor.

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“Trascendencia en clave menor: El humor (III)”, por Gema Juan OCD

Martes, 19 de agosto de 2014
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14655653442_33f77496cc_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Cuando se observa lo que hacía reír a Teresa, se descubre una manera extraordinaria de vivir, de enfrentarse a las dificultades, de encajar los reveses. La risa desvela en ella una madurez espléndida. Porque para reparar en lo cómico es necesario no estar a la defensiva, quitarse el tono importancioso de encima y estar abierto a que las circunstancias descoloquen lo que parece ya fijado.

La percepción de lo cómico que puede haber en una situación desdramatiza y rompe el miedo. Es una idea que aparece, con frecuencia, en Fundaciones. El humor desmitifica, aleja de pensar que se posee toda la verdad en cualquier asunto, es decir, es un buen bastón para la humildad y, puede ser, como hemos visto, un gran liberador. Todo esto tiene mucho que ver con la espiritualidad que promueve Teresa.

No era amiga de «santos encapotados» y explicaba que «hay algunas personas que parece se les ha de ir la devoción si se descuidan un poco», o sea, que tienen que tener todo muy medido y compuesto para que «no se les vaya un poquito de gusto y devoción». También, con cierta sorna, escribía a Gracián que hay quien «pensará, si ha estrujado algunas lágrimas, que aquello es la oración».

La vida espiritual y la oración no son cosas para encerrarse en uno mismo, más bien justo al revés. El ceño fruncido, el gesto serio, la afectación, la poca alegría, el no poder burlarse de uno mismo, en el doble sentido de la palabra, reírse sanamente y así escapar del propio enjaulamiento… Todo eso no pertenece a una espiritualidad sana.

Para Teresa, el sentido del humor y la capacidad de reír están ligados a la santidad. Lo expresa muy claramente en un momento en el que se enfrenta a algo muy desagradable. Se han propagado calumnias contra el P. Gracián, a cuenta de su trato con algunas carmelitas. Primero dirá a María de San José que «son disparates; que lo mejor es reírse de ellos, y dejarlos decir».

Pero irá más lejos. Le disgusta que Gracián caiga en defenderse absurdamente, y escribirá: «Hacer caso de esos desatinos, ni ponerlos en plática; téngolo por mucha imperfección; sino reírse de ellos». Reírse es invertir el orden de las cosas. Cambiarlo, de modo que resulta un orden más liberador.

No deja de sorprender su humor ante graves dificultades. Cuando escribe al Rey, tras el secuestro de Juan de la Cruz y por causa de los malos modos que usa con las monjas, se referirá al fraile que anda tramando todo, diciendo: «Dicen le han hecho vicario provincial, y debe ser porque tiene más partes para hacer mártires que otros».

Y del nuncio Sega, que tantas y tan serias trabas estaba poniendo a la familia descalza, que empezaba a echar a andar, dirá: «Para personas perfectas, no podíamos desear cosa más a propósito que al señor nuncio, porque nos ha hecho merecer a todos».

El humor es también una forma de mirar y percibir el mundo. Esa mirada le hace decir: «¡Qué al revés anda el mundo!», al hablar de «honras y mayorías», es decir, del modo de entender el estatus quienes creen ser espirituales. Y escribe con mucha ironía: «Cosa es para reír, o para llorar… que no manda la Orden que no tengamos humildad».

También logra reírse del falso aplauso que a veces se da entre las gentes. Sabe que es engañoso, algo hueco y vacío de verdad. Ella ha logrado, poco a poco, una nueva postura: «Solía afligirme mucho de ver tanta ceguedad en estas alabanzas y ya me río como si viese hablar un loco».

Volverá a usar la ironía para evidenciar situaciones que piden cambio. Así, muestra la incoherencia de quienes inventan penitencias y luego no saben vivir bien en la vida ordinaria, de quienes justifican sus costumbres y «querrían que otros las canonizasen», o comenta en sus cartas que «no parece bien estos mocitos, descalzos y en mulas con sus sillas». Para paliar una contradicción y encaminar hacia la verdadera espiritualidad, mejor un poco de humor que de desprecio.

Su ironía no se convierte en sarcasmo. No quiere ofender, pero tampoco puede evitar que haya quien se resienta. Por ejemplo, cuando dice a sus hermanas que, aunque la Inquisición prohíba libros espirituales, «no os quitarán el paternóster y el avemaría», el censor se molestó mucho, tachó lo escrito y apuntó: «Parece que reprende a los inquisidores, que prohíben libros de oración».

En última instancia, como recomendaba en las Constituciones, procuraba no ser enojosa sino que hasta en las burlas, mantenía la discreción. Aunque, por el ejemplo, en el famoso Vejamen –el pequeño certamen espiritual que organizó–, al responder humorísticamente a las participaciones espirituales, alguno de sus amigos encajara muy mal la ironía.

La «trascendencia en clave menor» deja muchas puertas abiertas y queda para pensar por qué una mujer tan espiritual, maestra y mística, imprime a sus obras este tono, esta mirada especial con tanto humor. Por qué intercala historietas, algunas muy cómicas, en el relato de sus Fundaciones, o bromas y comentarios irónicos en medio de la gran historia de amistad que cuenta en sus libros. Teresa dice algo con todo ello, algo de Dios y de los seres humanos.

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Tú – Yo.

Viernes, 1 de agosto de 2014
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Del blog À Corps… À Coeur:

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“Dios no es una Persona pero Dios puede establecer sus relaciones con el hombre de una manera personal como lo hizo con Abraham, Isaac o Jacob. De una una parte, Dios no puede ser una persona porque de lo contrario se convierte en un ser colocado al lado de otro ser, que está marcado por el finitud, lo que contradice la misma noción de Dios. Porque es Infinito, Dios es suprapersonal. Pero, por otra parte, el hombre es una persona y es por eso que, cuando va al encuentro del hombre, Dios puede manifestarse en un plano personal. Se convierte en un Tú al que mi Yo puede amar. Y es por eso que en toda tradición religiosa, tenemos oraciones que expresan relaciones de amor entre un Tú y un Yo. Pero paralelamente, en toda religión superior, hay una proximidad de Dios que trasciende la relación Tú-Yo. Esta es la actitud contemplativa que conduce a un encuentro místico con Dios, fundamento del Universo. “

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Paul Tillich,

última entrevista antes de su muerte, Chicago, 1965

Paul Tillich.775778.jpg.775779© Fabian Bachrach

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Un puente entre dos mundos.

Lunes, 30 de junio de 2014
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Del blog À Corps… À Coeur:

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Ciertamente, no hay un solo lado, el ámbito social en donde estamos sumergidos y, el otro, el campo espiritual que estaría reservado para algunos. Es precisamente la soledad la que hace el puente entre estos dos mundos, lo que hace al hombre atento a sus hermanos y abierto a la trascendencia..

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Jacqueline Kelen, “El Espíritu de Soledad“, Albin Michel

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