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“Creer en el Cielo”. Todos los Santos” – B (Mateo 5,1-12).

Domingo, 1 de noviembre de 2015
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31-852867En esta fiesta cristiana de «Todos los Santos», quiero decir cómo entiendo y trato de vivir algunos rasgos de mi fe en la vida eterna. Quienes conocen y siguen a Jesucristo me entenderán.

Creer en el cielo es para mí resistirme a aceptar que la vida de todos y de cada uno de nosotros es solo un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos. Apoyándome en Jesús, intuyo, presiento, deseo y creo que Dios está conduciendo hacia su verdadera plenitud el deseo de vida, de justicia y de paz que se encierra en la creación y en el corazón da la humanidad.

Creer en el cielo es para mí rebelarme con todas mis fuerzas a que esa inmensa mayoría de hombres, mujeres y niños, que solo han conocido en esta vida miseria, hambre, humillación y sufrimientos, quede enterrada para siempre en el olvido. Confiando en Jesús, creo en una vida donde ya no habrá pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar. Por fin podré ver a los que vienen en las pateras llegar a su verdadera patria.

Creer en el cielo es para mí acercarme con esperanza a tantas personas sin salud, enfermos crónicos, minusválidos físicos y psíquicos, personas hundidas en la depresión y la angustia, cansadas de vivir y de luchar. Siguiendo a Jesús, creo que un día conocerán lo que es vivir con paz y salud total. Escucharán las palabras del Padre: Entra para siempre en el gozo de tu Señor.

No me resigno a que Dios sea para siempre un «Dios oculto», del que no podamos conocer jamás su mirada, su ternura y sus abrazos. No me puedo hacer a la idea de no encontrarme nunca con Jesús. No me resigno a que tantos esfuerzos por un mundo más humano y dichoso se pierdan en el vacío. Quiero que un día los últimos sean los primeros y que las prostitutas nos precedan. Quiero conocer a los verdaderos santos de todas las religiones y todos los ateísmos, los que vivieron amando en el anonimato y sin esperar nada.

Un día podremos escuchar estas increíbles palabras que el Apocalipsis pone en boca de Dios: «Al que tenga sed, yo le daré a beber gratis de la fuente de la vida». ¡Gratis! Sin merecerlo. Así saciará Dios la sed de vida que hay en nosotros.

José Antonio Pagola

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“Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Domingo 1 de noviembre de 2015. Domingo 31 ordinario. Todos los Santos

Domingo, 1 de noviembre de 2015
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58-TodoslossantosALeído en Koinonía:

Apocalipsis 7,2-4.9-14: Apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua.
Salmo responsorial: 23: Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor. 1Juan 3,1-3Veremos a Dios tal cual es.
Mateo 5,1-12a: Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

Se celebra hoy la Solemnidad de Todos los Santos. Qué bueno sería que los «santos» en ella celebrados no se redujeran sólo a los del “mundo católico”, los santos de nuestro pequeño mundo, de la Iglesia Católica, sino a «todos los santos del mundo», a los santos de un mundo verdaderamente «cat–hólico» (etimológicamente, según el todo, referido al todo), o sea, «universal». ¿No queremos celebrar en este día a todos los santos que están ya ante Dios? ¿Pues cómo vamos a limitarnos a pensar en «catálogo romano de los santos», de los «canonizados» por la Iglesia católica romana, según esa práctica llevada a cabo sólo desde el siglo XI, de «inscribir» oficialmente a los santos particulares de nuestra Iglesia, en ese libro? ¿Será que quienes figuran oficialmente inscritos durante 9 siglos en esta sola Iglesia son «todos los santos»… o tal vez serán sólo una insignificante minoría entre todos ellos?

Es decir: pocas fiestas como ésta requieren ser «universalizadas» para hacer honor a su nombre: la festividad de «todos los santos». Por tanto, hay que hacer un esfuerzo por entenderla con una real universalidad. Ésta es una fiesta «ecuménica»: agrupa a todos los santos. Es más que ecuménica, porque no contempla sólo a los santos cristianos, sino a «todos», todos los que fueron santos a los ojos de Dios. Ello quiere decir, obviamente, que también incluye a los «santos no cristianos»… a los santos de otras religiones (debería ser una fiesta inter-religiosa), e incluso a los santos sin pertenencia a ninguna religión, los «santos paganos» (Danielou tituló así un libro suyo), los santos anónimos (éstos deben ser verdadera legión), incluso los «santos ateos», a los que el pasaje de Mt 25,31ss pone en evidencia («cada vez que lo hicieron con alguno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron»).

Una fiesta, pues, que podría hacernos reflexionar sobre dos aspectos: sobre la santidad misma (¿qué es, en qué consiste, qué «confesionalidad» tiene…?), y sobre el «Dios de todos los santos». Porque muchas personas todavía piensan -sin querer, desde luego- en «un Dios muy católico». Para algunos Dios sería incluso «católico, apostólico… y romano». O sea, «nuestro». O «un Dios como nosotros», de hecho. Pudiera ser que, también… un poco… hecho «a imagen y semejanza» nuestra.

La actitud universalista, la amplitud del corazón y de la mente hacia la universalidad, a la acogida de todos sin etiquetas particularistas, siempre nos cuestiona la imagen de Dios. Dios no puede ser sólo nuestro Dios, el nuestro, el que piensa como nosotros e intervendría en la historia siempre según nuestras categorías y de acuerdo con nuestros intereses… Dios, si es verdaderamente Dios, ha de ser el Dios de todos los santos, el Dios de todos los nombres, el Dios de todas las utopías, el Dios de todas las religiones (incluida la religión de los que con sinceridad y sabiendo lo que hacen optan con buena conciencia por dejar a un lado “las religiones”, aunque no «la religión verdadera» de la que por ejemplo habla Santiago en su carta, 1,27). Dios es «católico» pero en el sentido original de la palabra. Está más allá de toda religión concreta. Está «con todo el que ama y practica la justicia, sea de la religión que sea», como dijo Pedro en casa de Cornelio (Hch 10).

Hoy nos parece todo esto tan natural, pero hace apenas 50 años que estamos pensando de esta manera -los años que hace que se celebró el Concilio Vaticano II-. En las vísperas de aquel Concilio, el famoso teólogo dominico Garrigou-Lagrange (avanzado, progresista, y por ello perseguido) escribía, con la mentalidad que era común en el ambiente católico: «Las virtudes morales cristianas son infusas y esencialmente distintas, por su objeto formal, de las más excelsas virtudes morales adquiridas que describen los más famosos filósofos… Hay una diferencia infinita entre la templanza aristotélica, regulada solamente por la recta razón, y la templanza cristiana, regulada por la fe divina y la prudencia sobrenatural» (Perfection chrétienne et contemplation, Paris 1923, p. 64). Danielou, por su parte, afirmaba: «Existe el heroísmo no cristiano, pero no existe una santidad no cristiana. No debemos confundir los valores. No hay santos fuera del cristianismo, pues la santidad es esencialmente un don de Dios, una participación en Su vida, mientras que el heroísmo pertenece al plano de las realidades humanas» (Le mystère du salut des nations, Seuil, Paris 1946, p. 75). Todas las grandes figuras de la humanidad, personajes como Sócrates o como Gandhi… sólo podrían considerarse héroes, no santos. No quedarían incluidos hoy en esta fiesta, según la visión católico-romana de aquellos tiempos preconciliares, porque «santos», sólo podrían serlo los buenos cristianos, ¡y católicos! Ésta es una de las tantas «rupturas» que realizó el Concilio Vaticano II.

La primera lectura bíblica de esta fiesta litúrgica, del Apocalipsis, aun estando redactada en ese lenguaje no sólo poético, sino ultra-metafórico, lo viene a decir claramente: la muchedumbre incontable que estaba delante de Dios era «de toda lengua, pueblo, raza y nación»… En aquel entonces, hablar de «las naciones» implicaba a las religiones, porque se consideraba que cada pueblo-raza-nación tenía su propia religión. A Juan le parece contemplar reunidos, en aquella apoteosis, no sólo a los judeocristianos, sino a «todos los pueblos», lo que equivale a decir: a todas las religiones.

Si corregimos así nuestra visión, estaremos más cerca de «ver a Dios tal como es» (segunda lectura), tal como podremos verle más allá de los velos carnales del chauvinismo cultural o el tribalismo religioso -que no son muy distintos-. Obviamente, esos «ciento cuarenta y cuatro mil» (doce al cuadrado, o sea, «los Doce», o «las Doce ‘tribus’ de Israel», pero elevadas al cuadrado y multiplicadas por mil, es decir, totalmente superadas, llevadas fuera de sí hasta disolverse entre «toda lengua, pueblo, raza y nación»), esos ciento cuarenta y cuatro mil, o los entendemos como un símbolo macroecuménico, o nos retrotraerían a un fantástico tribalismo religioso.

Las bienaventuranzas comparten esta misma visión «macro-ecuménica»: valen para todos los seres humanos. El Dios que en ellas aparece no es «confesional», de una religión, no es «religiosamente tribal». No exige ningún ritual de ninguna religión. Sino el «rito» de la simple religión humana: la pobreza, la opción por los pobres, la transparencia de corazón, el hambre y sed de justicia, el luchar por la paz, la persecución como efecto de la lucha por la Causa del Reino… Esa «religión humana básica fundamental» es la que Jesús proclama como «código de santidad universal», para todos los santos, los de casa y los de fuera, los del mundo «católico»…

Si a propósito de la festividad de Todos los Santos se nos sugiere el texto de las Bienaventuranzas, es porque ellas son en verdad el camino de la santidad universal (y supra-religional, simple y profundamente humana); en y con las Bienaventuranzas como carta de navegación para nuestra vida es posible alcanzar la meta de nuestra santificación, entendida como la lucha constante por lograr en el cada día el máximo de plenitud de la vida según el querer de Dios.

En la homilía, en la oración, en la conversación que tengamos sobre el tema, no dejemos de nombrar hoy a Gandhi, que tiene que ir de la mano con Francisco de Asís; a Martin Luther King acompañado por Mons. Oscar Arnulfo Romero –finalmente reconocido como «mártir» por Roma–; a la mística santa Teresa con el incomparable Ibn Arabí; al inefable Juan de la Cruz con el místico Nisagardatta («¡Yo soy Eso!»)… La manera de cambiar la vieja mentalidad «tribal», que también nos ha afectado en la concepción de la santidad, es practicar, conversar, manifestar la nueva mentalidad macroecuménica.

Dentro de la perspectiva cristiano-católica, para una aplicación más parenética de este precedente comentario exegético, recomendamos como la mejor referencia el capítulo V de la Constitución Dogmática de la Iglesia “Lumen Gentium”, del Vaticano II, sobre el “Universal llamado a la santidad”. Antes del Concilio se solía pensar que había una especie de «profesionales de la santidad», que se dedicaban de un modo especializado a conseguirla, como los monjes y los religiosos/as, que se decía que vivían en el «estado de perfección»; a los demás, los laicos/as o seglares, como que se les consideraba de alguna manera dispensados de tener que tender a la santidad. Leer más…

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1.11.15. Todos los Santos 1. El cielo del cielo (Ap 21-22)

Domingo, 1 de noviembre de 2015
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12185127_513012422209288_3530182175293467253_oDel blog de Xabier Pikaza:

La misa de la fiesta del Día de los Santos (1.11) tiene dos lecturas fundamentales:

1. La primera, más simbólica, está tomada del Apocalipsis (Ap 7), que culmina en una visión armónica del Nuevo Cielo y de la nueva tierra (Ap 21-22). Ciertamente, esa visión puede y debe aplicarse a la vida en esta tierra, a la armonía de los pueblos y las gentes, a la imagen bíblica de la Paz final (Shalom). No es por tanto una visión de huida (sufrir aquí, en este valle de lágrimas, para gozar después en la eternidad de Dios), sino más bien de compromiso para crear el cielo en la tierra.

2. La segunda, del evangelio, está tomada de las bienaventuranzas de Mt 5, que ofrecen un programa de transformación personal social, en este mismo mundo, partiendo de los pobres…. Presentaré esta lectura del Evangelio pasado mañana, Dios mediante, el día de víspera de la fiesta.

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Hoy quiero evocar la gran utopía de la nueva humanidad del Apocalipsis. Se trata de un texto simbólico, una gran sinfonía del cielo, que ha de entenderse como se siente y se entiende una ópera musical, con escenarios y cantos gozo y libertad… de un “cielo” que se adelante y comienza en la tierra.
Sin esa utopía es difícil vivir, sin una gran esperanza es difícil crear (no sólo soportar), sin la certeza de que Dios está en el fondo y final de nuestro camino se empobrece la existencia de los hombres.

De ese cielo del cielo del Apocalipsis trata la postal de hoy…, del cielo del Más Allá que se hace Más Acá, porque la vida del hombre se mueve siempre entre dos riberas. El texto es largo., no es para leerlo entero o de seguido. Está tomado de mi libro sobre El Apocalipsis (Verbo Divino, Estella 2000)
Primera Imagen: Visión del cielo de Zurbarán (Ángel y P. Nolasco)
Segunda Imageen: Ciudad celeste del Beato

Introducción

Hay muchas imágenes cristianas del cielo o paraíso, pero entre todas destaca una, la del Apocalipsis (Ap 21-22). Por eso la comentaré comentarla con cierto detalle, distinguiendo y uniendo dos visiones

(a): una más breve (Ap 21, 1-6) donde se presenta el tema en perspectiva de Bodas mesiánicas (unión de Cristo con la humanidad-esposa);

(b) otra más extensa (Ap 22, 9-27) donde se describe la “geografía” del cielo, entendido como “cubo” de Dios y paraíso.

Lo haré de un modo simbólico, destacando las imágenes, los signos. Dios mediante, volveré a evocar esas imágenes mañana, poniendo de relieve que ellas se aplican a la vida de los hombres en la tierra, con el mismo Apocalipsis, mostrando que lo más actual y más nuevo (el novísimo por excelencia) es el descubrimiento de que somos (podemos se cielo) en este mundo. Somos como un cielo quebrado, que sólo vemos a ratos, como en un espejo, pero somos cielo, realidad llena de misterio, que dura para siempre (mientras pasa).

Tenemos que buscar y cultivar aquí los instantes de cielo, por nosotros (para ser felices) y por los demás (para que lo sean). Si creemos en eso (el cielo aquí, especialmente para los otros, podremos creer en el cielo “después”, pues nada verdadero acaba. De los símbolos de ese cielo/después, que empieza aquí tratan estos dos pasajes del Apocalipsis que he querido comentar. Quien tenga tiempos para leerlos, vea por sí mismo su sentido y goce con los signos del profeta Juan, el autor del gran libro. Quien no tenga tanto tiempo o interés, acabe ya el aquí el recorrido del blog, este día.
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1. Primera visión (Ap 21, 1-6).

Texto:

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe más. 2 Y yo vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén que descendía del cielo de parte de Dios, preparada como una novia adornada para su esposo. 3 Oí una gran voz que procedía del trono diciendo: “He aquí el tabernáculo de Dios está con los hombres, y él habitará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. 4 Y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos. No habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas ya pasaron.”
5 El que estaba sentado en el trono dijo: “He aquí yo hago nuevas todas las cosas.” Y dijo: “Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas.” 6 Me dijo también: ¡Está hecho! Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, yo le daré gratuitamente de la fuente de agua de vida.

Comentario

Pone de relieve el tema de las “bodas” de Dios y de los hombres, por medio de Cristo. El cielo es, según eso, un amor culminado. “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva…” (Ap 21, 1). Así empieza la escena, haciendo suya la tradición de Is 65, 17; 66, 20 (cf. 2 Ped 3, 13), reasumiendo y superando el principio de toda la Escritura (Gen 1,1): el primer cielo y la primera tierra, han cumplido su misión y ya no ofrecen nada a los humanos. Al final no está el fracaso. A los ojos del Apocalipsis la historia no termina por pecado o vejez, cansancio o muerte sino la culminación mesiánica.
La primera creación duraba siete días, organizados de forma cósmica, progresiva, en armonía temporal septenaria. Ahora no existen días, ni habrá mar como abismo vinculado al miedo (21, 1), ni serán necesarios los astros arriba, pues no existe un arriba y abajo, día ni noche. Todo habrá culminado (cf. 21, 23). Desde ese fondo se entienden los tres rasgos principales de esa nueva creación:

(a) La Ciudad Santa, Nueva Jerusalén (Ap 21, 2). La antigua no había podido permanecer, pues se había convertido en signo de soberbia y pura lucha (cf. Babel: Gen 11), solemne prostituta (cf. Ap 17). Frente a ella se ha elevado, cumpliendo la esperanza de Israel, la Buena Ciudad, signo de unión con Dios y de justicia: la Santa Jerusalén que baja de Dios.

(b) Baja del Cielo, desde Dios (Ap 21, 2), como había prometido Ap 3, 12-13. Ciertamente, el cielo es la culminación de la vida de los hombres y se despliega en forma de “tierra nueva”; pero no puede brotar de la tierra, sino que viene de Dios. En esa línea, podemos decir que Dios mismo ha bajado y se “encarna” entre los hombres; éste es el cielo.

(c) Como Novia que se adorna… (Ap 21, 2). Es ciudad de amor, belleza de bodas, lugar de encuentro con Dios (y de los hombres entre sí). El primer mundo se convirtió en campo de lucha: no hubo armonía y bodas verdaderas. Ahora, esta Ciudad está madura para el amor, ciudad adornada, amor que es cielo, sin muerte, amor de Cristo con la humanidad. En ese sentido podemos decir que el cielo cristiano es la plenitud del mensaje y de la vida de Jesús. Leer más…

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Dom 1. XI. 15. El prójimo es Dios. Amar a Dios y al Prójimo

Domingo, 1 de noviembre de 2015
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imagesDel blog de Xabier Pikaza:

Domingo 31. Tiempo ordinario. Ciclo b. Mc 12,28-34. Sigue hoy, 2015, la misma disputa del principio de la Iglesia: ¿Qué es antes: Dios o el prójimo? En caso de posible “duda”: ¿A quien debería “asistir” primero: al Dios posiblemente “¿necesitado?” de mi religión o al prójimo realmente necesitado de mis manos de los duros caminos de la vida?

Pero no podemos quedarnos en observaciones generales: En contra de toda división, Jesús proclama este domingo un credo “práctico” (bíblico), que incluye dos mandamientos en uno: amar a Dios y amar al prójimo, añadiendo que a Dios le encontramos en el prójimo, como ha vuelto a decir el Papa Francisco en el Sínodo 15, quizá con escándalo de algunos, que parecen querer un Dios sin prójimo real, concreto.

Este doble mandamiento recoge la experiencia más profunda de la teología y vida israelita, centrada en el Shema (amor a Dios) que se amplía con el amor al prójimo (a partir de Dt 6, 4-9; cf. también Dt 11, 13-21 y Num 15, 37-41). El uso del Shema era habitual en el I d. C. Es normal que Jesús lo asuma, orando como buen judío.

imagesqParece que otros judíos, sobre todo helenistas, habían vinculado ya el Shema con la exigencia de amar al prójimo, citando Lev 19, 18 u otras palabras semejantes, pero sólo Jesús (que sepamos) ha formulado de un modo radical y condensado ese don (en amor somos) y esa exigencia (en amor vivimos), vinculando de manera inseparable a Dios y al prójimo.

De esa forma, el mismo Jesús ha resuelto en su evangelio el tema de los primeros concilios de la Iglesia (de Nicea a Calcedonia), vinculando y dando el mismo rango al amor de Dios y al amor al prójimo, pues Dios y el prójimo (en otro lenguaje Dios y Jesús) son radicalmente consubstanciales en temas de amor.

En esa línea ha de avanzar el compromiso del cristiano, sabiendo que el “camino del amor” no empieza subiendo a Jerusalén, sino bajando a Jerícó con el Buen Samaritano, como indica la imagen 2 y el comentario de Lucas, que incluimos al final de este post.

Hay dos amores y los dos se centran en uno: amar al prójimo como a ti mismo, empezando en la práctica por el prójimo.. Buen domingo a todos (añadiré más adelante un comentario a al Fiesta de los Santos, del mismo día 1 del XI)

Marcos 12, 28b-34

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?” Respondió Jesús: “-El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.” El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay mandamiento mayor que éstos.” El escriba replicó: “Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.”Jesús. Viendo, que había respondido sensatamente, le dijo: “No estás lejos del reino de Dios.” Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

La pregunta de los fariseos

Algunos fariseos, hombres del Libro, interpretaban a Dios como alguien que tiene poder para mandar, es decir, para imponer unos preceptos a sus criaturas, en este caso a los judíos. Ciertamente, la pregunta que dirigen a Jesús es buena (aunque lo hagan para ponerle a prueba) y que Jesús la admite. De todas formas, se trata de una pregunta sesgada, pues supone que lo más importante es la entolê, es decir, aquello que Dios ha mandado cumplir a los hombres.

Estos fariseos son hombres de alianza con Dios, pero también de mandatos que deben cumplirse. El problema no está en que los mandatos sean numerosos (más tarde se recopilan 248 positivos y 365 negativos, en total 613), pues muchos de ellos resultan obvios para los que viven dentro de una sociedad organizada sobre esa base legal.

Por eso, situados en su propio contexto, los judíos del tiempo de Jesús y sus sucesores no se pueden tomar como legalistas en el sentido peyorativo del término. No son legalistas, pero piensan que su vida se encuentra fundada sobre leyes de Escritura/Tradición que se presentan como voluntad de Dios. De todas maneras, es importante discernir: saber dónde se encuentra el centro y clave de los mandamientos, como hacen nuestros fariseos.

Estos fariseos no discuten sobre los mandamientos, pero quieren organizarlos de forma que puedan integrarse como un todo armonioso. Esta es la función de los fariseos:: traducir una Escritura histórica/narrativa en formas de código legal. Por eso, en el fondo de los mandamientos buscan el mandamiento, como si los 613 preceptos se pudieran condensar en una misma y única raíz.

Pues bien, Jesús acepta el reino y no responde con uno sino con dos, como indicando que al principio no hay un tipo de monismo (sólo Dios o sólo el hombre) sino un dualismo básico, un diálogo entre Dios y los humanos. Del primero hemos hablado ya en el tema anterior, que sigue siendo esencial para los cristianos. Del segundo queremos hablar ahora.

Un mandamiento en dos mandamientos. El primer homoousios

Conforme a la experiencia de Jesús, si sólo hubiera un mandamiento (el Shemá) la vida del hombre podría acabar en un espiritualismo teológico. Por eso, con buena parte de la tradición judía de su tiempo, él añade el mandato de Lev 19, 18: «amarás a tu prójimo como a ti mismo».

La novedad de Jesús está en la fuerza que ha dado al término común agapêseis (amarás: hebreo ‘ahabta) de Dt 6, 5 y Lev 19, 18, uniendo los dos mandamientos (amores) y diciendo que el segundo mandamiento (amarás al prójimo) es semejante (=igual) al primero.

Más tarde, la iglesia de los concilios (Nicea 325 y Calcedonia 451) ratifica el “homousios” cristológico: Dios y Cristo Jesús comparten una misma esencia divina, en forma personal, trinitaria.

Pero es anterior este homoousios práctico… que evoca el tema de los dos mandamientos, poniendo en el mismo plano los dos amores, el de Dios y el del prójimo, que es Dios para los hombres.

Los dos forman un solo mandamiento: son aquello que los fariseos llamaban el mayor de todos (megalê de Mt 22, 36). Desde este fondo podemos añadir que en el principio está la dualidad del amor: el amor a Dios se vuelve relación amor al prójimo, es decir, de persona con persona. Se vinculan así, desde el mismo Dios, el yo mismo y el yo del otro de modo que no pueden separarse.

(1) Amarás al Señor, tu Dios. Dios abre ante el hombre un camino de amor.

(2) (Amarás…) a tu prójimo. En el lugar de Dios viene a expresarse ahora el amor al otro, es decir, al individuo concreto. En el libro del Levítico, ese prójimo es el hermano o miembro del propio pueblo israelita; pero, en un sentido más extenso, puede también el pobre y extranjero, es decir, el que rompe las fronteras resguardadas de la propia comunidad (cf Lev 19, 10)

(3) Como a ti mismo. La medida del amor de Dios era no tener medida: experiencia de apertura infinita. Pues bien, la medida del amor al prójimo es ahora mi propia medida. Amarle como a mí mismo significa ponerle como otro yo a mi lado, haciendo de su vida espacio y centro de mi propia vida. Leer más…

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Ocho puertas para entrar en el Reino de Dios. Fiesta de todos los Santos

Domingo, 1 de noviembre de 2015
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Carrera 100 ms vallaDel blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre sj:

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En la Fiesta de Todos los Santos, la lectura del evangelio recoge las bienaventuranzas. Es una forma de indicarnos el camino que llevó a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia a la santidad. Resulta imposible comentar cada una de ellas en poco espacio. Me limito a indicar algunos detalles fundamentales para entenderlas.

Las bienaventuranzas no son una carrera de obstáculos

Muchos cristianos conciben las bienaventuranzas como una carrera de obstáculos, hasta que conseguimos llegar a la meta del Reino de Dios. Y la carrera se hace difícil, tropezamos continuamente, nos sentimos tentados a abandonar cuando vemos tantas vallas derribadas. «No soy pobre material ni espiritualmente; no soy sufrido, soy violento; no soy misericordioso; no trabajo por la paz… No hace falta que un juez me descalifique, me descalifico yo mismo.» Las bienaventuranzas se convierten en lo que no son: un código de conducta.

Las bienaventuranzas son ocho puertas para entrar en el Reino de Dios

El arquitecto de la basílica de las bienaventuranzas la concibió con ocho grandes ventanas que permiten ver el hermoso paisaje del lago de Galilea. Prefiero concebir las bienaventuranzas no como ocho ventanas, sino como ocho puertas que permiten entrar al palacio del Reino de Dios. Para entenderlas rectamente hay que advertir donde las sitúa Mateo: al comienzo del primer gran discurso de Jesús, el Sermón del Monte, en el que expone su programa e indica la actitud que debe distinguir a un cristiano de un escriba, de un fariseo y de un pagano.

            A diferencia de los políticos, capaces de mentir con tal de ganarse a los votantes, Jesús dice claramente desde el principio que su programa no va a agradar a todos. Los interesados en seguirlo, en formar parte de la comunidad cristiana (eso significa aquí el «Reino de los cielos»), son las personas que menos podríamos imaginar: las que se sienten pobres ante Dios, como el publicano de la parábola; los partidarios de la no violencia en medio de un mundo violento, capaces de morir perdonando al que los crucifica; los que lloran por cualquier tipo de desgracia propia o ajena; los que tienen hambre y sed de cumplir la voluntad de Dios, como Jesús, que decía que su alimento era cumplir la voluntad del Padre; los misericordiosos, los que se compadecen ante el sufrimiento ajeno, en vez de cerrar sus entrañas al que sufre; los limpios de corazón, que no se dejan manchar con los ídolos de la riqueza, el poder, el prestigio, la ambición; los que trabajan por la paz; los perseguidos por querer ser fieles a Dios.

            Pero las bienaventuranzas son ocho puertas distintas, no hay que entrar por todas ellas. Cada cual puede elegir la que mejor le vaya con su forma de ser y sus circunstancias.

Evitar dos errores

            En conclusión, las bienaventuranzas no dicen: «Sufre, para poder entrar en el Reino de Dios». Lo que dicen es: «Si sufres, no pienses que tu sufrimiento es absurdo; te permite entender el evangelio y seguir a Jesús».

            No dicen: «Procura que te desposean de tus bienes para actuar de forma no violenta». Dicen: «Si respondes a la violencia con la no violencia, no pienses que eres estúpido, considérate dichoso porque actúas igual que Jesús».

            No dicen: «Procura que te persigan por ser fiel a Dios». Dicen: «Si te persiguen por ser fiel a Dios, dichoso tú, porque estás dentro del Reino de Dios».

            Pero, al tratarse de los valores que estima Jesús, las bienaventuranzas se convierten también en un modelo de vida que debemos esforzarnos por imitar. Después de lo que dice Jesús, no podemos permanecer indiferentes ante actitudes como la de prestar ayuda, no violencia, trabajo por la paz, lucha por la justicia, etc. El cristiano debe fomentar esa conducta. Y el resto del Sermón del Monte le enseñará a hacerlo en distintas circunstancias.

Las puertas y el palacio

            Finalmente, no olvidemos que estas ocho puertas nos permiten entrar en el palacio y sentarnos en el auditorio en el que Jesús expondrá su programa a propósito de la interpretación de la ley religiosa, de las obras de piedad, del dinero y la providencia, de la actitud con el prójimo… Este gran discurso es lo que llamamos el Sermón del Monte. Limitarse a las bienaventuranzas es como comprar la entrada del cine y quedarse en la calle.

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1. XI. 14. “Todos los Santos”

Sábado, 1 de noviembre de 2014
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imagenes-de-santosDel blog de Xabier Pikaza:

Empecemos haciendo una breve distinción:

— En la terminología ordinaria de la iglesia católica, sólo algunos hombres y mujeres especialmente destacados por sus virtudes morales son llamados santos, y declarados tales (después de ser beatos) a través de un proceso de canonización canónica, bastante complejo (del que hablaré al final de la postal)

— En Nuevo Testamento, santos son todos los cristianos, pues han sido elegidos y santificados por el Espíritu de Cristo. Así dice Pablo a los de Roma que han sido «llamados a ser santos» (cf. Rom 1, 7; 1 Cor 1, 2). También llama santos a los ángeles de Dios, como hacía la apocalíptica judía (cf. 1 Tes 3, 13. Pero eso no ñe impide llamar santos a todos los cristianos (cf. Rom 16, 2. 15; 1 Cor 1, 2; 6, 1; 2 Cor 1, 1; Flp 1, 1 etc).

— En la línea anterior, conforme a la primera Iglesia de Jerusalén, santos son los pobres (como sabe el mismo Pablo: cf. 2 Cor 8, 4; 9, 1; Rom 15, 26), de forma que venerarles, alabando así la gloria de Dios, es acompañarles, en gesto de comunión y servicio social, concreto. Desde ese fondo, los textos más “judíos” (jesuánicos) del NT, como Mt 25, 31-45 (y la parábola de Lázaro y Epulón) suponen que son santos excluidos sociales, los hambrientos y oprimidos.

Desde ese triple fondo quiero ofrecer una simples reflexiones que pueden ayudarnos a situar mejor al tema, poniendo de relieve no sólo la santidad del “cielo” sino la de la “tierra” (Imágenes, junto a las más conocida que que evoca a los canonizados por Roma, con María, La madre de Jesús, presento otras dos muy significativas: una de “Santos inocentes”, según la novela de Delibes (película de Camús), otra tomada de una pintura de Maximino Cerezo Barredo). Buen día a todos.

Texto litúrgico: Apocalipsis 7,9-14

Después esto apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: “¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”

Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: “Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén.”

1. Un recuerdo histórico. Lo sagrado, numinoso y santo
cerezo-corazondemaria
En general, a partir de una obra R. OTTO, buen conocedor del judaísmo, titulada Das Heilige (Lo santo: 1917), se ha venido definiendo la religión como experiencia de santidad. Santo es aquello que se opone a lo profano (a las cosas ordinarias de cada día), viniendo a presentarse como pavoroso, tremendum (temor), porque se impone sobre el hombre, sacándole de sí mismo y atrayéndole de un modo muy fuerte. En ese contexto, las primeras notas de “lo santo”, que R. Otto deducía de la experiencia del judaísmo (partiendo, sobre todo de sus grandes teofanías: Ex 3; Is 6…) son la majestad y la energía.

(a) Lo santo o numinoso es majestad, del latín maius, algo que es siempre más grande. En ese sentido, lo santo es lo supremo, aquello que aparece como exceso de ser, como superabundancia o plenitud que desborda todas las posibles concreciones históricas y objetivas. En ese sentido, lo santo es siempre “más”, de manera que ante el despliegue de la Majestad surge el pavor, la sensación de pequeñez suprema: el hombre no puede esconderse o resguardarse, nada pueda hacer, sino sólo descubrirse criatura, nada, quitarse las sandalias, taparse el rostro, pues no se puede ver a Dios (cf. Ex 3, 5; 33, 20-23).

(b) Lo Santo es energía, es decir, poder originario, que se expresa en forma de fuego o de viento, de inmenso terremoto. Dios viene, todo tiembla, como en el Sinaí (cf. Ex 19, 16-22).

(c) Pues bien, en esa línea, desde el mensaje de Jesús, santo es cada hombre y mujer: es presencia del misterio de Dios, tiene valor infinito, no por sus virtudes morales (¡que son buenas!), sino por el hecho de que Dios ama a cada uno, y habita en su interior… de un modo especial, esa santidad de Dios se despliega, según la Biblia, en los pobres y excluidos, huérfanos, viudas, extranjeros… en todos los expulsados de la vida.

2. Primera lectura: Visión de Isaías 6, 1-13, el Dios Santo.
santos
Sanctus de Dios. Este pasaje marca un momento importante en la revelación del Dios israelita como santidad. El profeta ve a Yahvé sentado sobre un trono alto y sublime, llenando el templo con los bordes de su manto. A su lado había unos serafines que cantaban Qados, Qados, Qados Yhavé Seba’ot… (¡Santo!Santo!¡Santo!).

Éste es el atributo primordial de Dios, su santidad. Todo lo que existe sobre el mundo es realidad profana, valor que se consume, vanidad y muerte. A Dios se le define, en cambio, como Santo, en palabra que no pueden pronunciar los hombres de la tierra. Por eso la proclaman sin cesar, en alternancia antifonal, los músicos celestes, sacerdotes/serafines que expresan la potencia laudatoria, paradójica y sacral del cosmos.

Los hombres son santos. Éste es el canto de Yahvé, Dios que ha revelado su nombre a Moisés en el desierto (cf. Ex 3, 14). Los serafines no pueden contemplarle, pero cantan. No alcanzan su misterio más profundo pero pueden y quieren alabarle, pronunciando sacralmente su nombre y su mismo sobrenombre: es Seba´ot, el elevado, el que “hace la guerra” con su ejército de estrellas; es Dios victorioso, que reina y extiende desde el cielo su dominio sobre todo lo que existe. Por eso continúa el canto, en contrapunto de gozosa admiración: ¡la tierra toda está llena de tu gloria! Pues bien, este Dios de la santidad hace a los hombres santos, a todos…Por eso, Isaías se siente llamado a proclamar la santidad de Dios en la vida de todos los hombres.

3. Código de la santidad, una santidad más ritual.

El llamado Código de la Santidad, que constituye la culminación del libro del Levítico (Lev 17-26), constituye una especie de “ritual de la santidad”, que debe regular la vida de lo sacerdotes (y después de todos los israelitas), manteniéndoles separados de la contaminación del mundo. Es una santidad que no se expresa en la pobreza de los excluidos y en el amor de aquellos que les ayudan sino en el culto litúrgico y en el cumplimiento de los mandamiento. Así lo indica de un modo especial el conjunto de mandamientos incluidos en el capítulo 19, que empieza así:

«Sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo. Cada uno de vosotros respete a su madre y a su padre. Guardad mis sábados… No acudáis a los ídolos, ni os hagáis dioses de fundición…» (Lev 19, 2-4).

Los israelitas han de ser santos en sentido ritual más que moral (¡no se excluye lo moral!) , en sentido religioso más que puramente ético… Son santos porque han resguardado su vida dentro del cerco de separación que Dios mismo ha fundado a través de su Ley sagrada. Leer más…

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“Los santos de Teresa”, por Gema Juan OCD

Sábado, 1 de noviembre de 2014
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todoslossantosDe su blog Juntos Andemos:

Teresa de Jesús tenía, entre los santos, algunas predilecciones. No es que tuviera una idea original sobre lo santo, ella bebía de las fuentes de la fe y entendía que la santidad es la vida en Cristo. De ahí que siempre recordara que había que poner los ojos en Él.

Se sentía unida a la gran nube de testigos pero, entre ellos, algunos le resultaban más próximos. Por eso, le hubiera gustado conocer lo que decía san Serafín de Sarov: que uno de los oficios del Espíritu Santo es trenzar, unir todo lo que es para Dios en el mundo, para darle un gracias inmenso, con las voces de todos los que ponen sus pequeños hilos para la trenza.

Le hubiera gustado, porque vivía consciente de esa comunión que liga a todos los seres humanos, los presentes y los que viven otra vida en Dios. Teresa experimentó algo que Elizabeth A. Johnson formula muy bien: que «existe una comunidad de compañeros íntimamente relacionados en la gracia, que se extiende a lo largo de todo el mundo y que va más allá de la muerte». Esa comunión –dice ella– crea un «parentesco de esperanza».

Con algunos «compañeros de gracia» experimentó ese vínculo en la tierra. Con su «santico», Juan de la Cruz. Con «aquella mi amiga santa», Maridíaz o con fray Pedro de Alcántara del que, aunque alababa su ascetismo, más le conmovía que «con todas esa santidad, era muy afable… y tenía muy lindo entendimiento».

Teresa aborrecía cualquier tipo de pantomima y amaba la autenticidad. Estando en Sevilla, no precisamente pasándolo bien, escribía que estaba contenta porque allí no había «memoria de esa farsa de santidad que había por allá [Castilla], que me deja vivir y andar sin miedo que esa torre de viento había de caer sobre mí».

De ahí que esos compañeros fueran tan valiosos por su veracidad, porque medían su vida con la de Jesús e iban por el camino que Él fue. Pero también porque veía cumplida su intuición: que la santidad y la amabilidad debían ir de la mano. Y esa intuición nacía de una profunda creencia: que la humanidad de Jesús revelaba la santidad del Padre.

Teresa –como Jesús– sabía que nada era despreciable. Entendía que lo que para unos es leve, para otros es muy costoso, y que vivir ligados, trenzando con el Espíritu, es mucho más constructivo. La teóloga Barbara Brown escribía que «por causa de todos los santos, por causa de unos y de otros, y por causa del Dios que nos une a todos podemos hacer mucho más de lo que cualquiera de nosotros ha podido soñar hacer en solitario».

Por eso, vivía fuertemente la unión con otros seguidores de Jesús que habían recorrido antes que ella el camino. Los recuerda por el «gran provecho y aliento [que] nos da su memoria».

Dejando aparte a san José –el hombre que vivió el amor en el anonimato, en pura fe, a la sombra del misterio y rodeado de silencio– que era «el» santo de Teresa, sus predilectos fueron los santos que habían sido grandes pecadores antes de conocer a Jesús, antes de convertirse; le alentaban mucho. Se veía entre ellos, aunque no como ellos.

Al mismo tiempo, admiraba y sentía muy cerca a los santos «que convirtieron muchas almas», porque decía que esa era la inclinación que había en ella: la de servir, la de mostrar lo bueno que es Dios y acompañar, a cuantos pudieran, a los ríos de vida y alegría que manan siempre de Él, que es la fuente de todo.

Teresa veía en los santos vidas imitables, es decir, descubría a través de ellos diferentes caminos para seguir a Jesús; los sentía como aliados en la fe y como una inspiración para vivir las Bienaventuranzas.

Por eso, decía que era contrario al Espíritu creer que es «soberbia tener grandes deseos y querer imitar a los santos». Es posible esa comunión de vida que da alas para todo lo bueno. Y le preocupaba esa dejadez humana que, a veces, es capaz de borrar el bien y perder el norte, porque apreciaba mucho «la labor que el espíritu de los santos pasados dejaron».

Descubría huellas imborrables en los apóstoles, en Agustín, en muchos fundadores y, sobre todo, en María Magdalena, que encabeza la lista de sus queridas «grandes amadoras», como había llamado a Catalina mártir.

Lo que cautivaba de todos ellos a Teresa era el profundo amor a Jesús. Un amor que había cambiado sus vidas, que había reflotado lo mejor de ellos y los había lanzado a una aventura apasionante. Y sentía que era posible apoyarse en esas huellas para crear otras nuevas y seguir iluminando la senda hacia un mundo mejor.

«Amigos fuertes de Dios», eso son los santos. Una comunidad viva donde Dios sigue realizando su obra de amor, a través de todas las épocas y en medio de todos los acontecimientos. Con ellos, Teresa sigue diciendo:

«Dejemos estas cosas que en sí no son, si no es las que nos allegan a este fin que no tiene fin, para más amarle y servirle, pues ha de vivir para siempre jamás, amén, amén. A Dios sean dadas gracias».

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“La excesiva proliferación de los santos, con sus devociones, sus intercesiones, y sus especialidades”, por Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara.

Martes, 15 de julio de 2014
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anthony gayton03Leído en la página web de Redes Cristianas:

He metido dos entregas entre el primer punto que escribí y el que debía de ser el segundo, es decir éste. Pero vuelvo a acometer mi plan. Y escribiré, con esa metodología que me ayuda a ser claro, corto y sintético. Ahí va:

Los santos. Es verdad de que en la Iglesia de Roma comenzó el culto a los mártires. Pero era, además de comprensible, una ayuda en el fervor para asumir los riesgos que el mero hecho de ser cristiano conllevaba. Los enterramientos en las catacumbas servían, literalmente, de mesas más que sacrificiales, pues el sacrificio ya se había consumado en el anfiteatro, o en cualquier rincón o encrucijada. Se trataba, más bien, de mesas eucarísticas, es decir, de una gozosa acción de gracias por hermanos miembros de la comunidad que había ganado la palma y el laurel del martirio. Una manera muy entrañable, de tener en cuenta, como hacemos nosotros, a sus queridos, y venerados, difuntos.

El problema surge con el paso de la fe a la religión. Insisto en este punto, y pienso, y no quiero desistir, en iniciar una cruzada para denunciar la traición que hemos hecho, en la Iglesia, a los fundamentos bíblicos, tanto del Antiguo (AT), como del Nuevo Testamento (NT). Y como esto sucede a partir del siglo IV, cuando la Iglesia abandona la clandestinidad y va adquiriendo, poco a poco, pero demasiado rápidamente, un status social, que se va convirtiendo, con mucha más celeridad de lo deseable, en un apreciable, apreciado, y buscado, status político. Que nadie se asuste, ni se extrañe, de que relacione la aparición del culto, en mi opinión, excesivo, de los santos, con el nuevo status político de los jerarcas de la Iglesia. La búsqueda del poder, como suele pasar, hizo valer la cláusula de que el fin justifica los medios.

De cómo contentar a los conversos. Los cristianos fueron pedagógicos, e intentaron acomodar su calendario litúrgico, a las costumbres de los miles, millones, de paganos, convertidos, en poquísimo tiempo, pero sin una catequesis ni siquiera mínima, a la praxis litúrgica y vivencial de la Iglesia. Ésta no podía, ni iba a aceptar de ninguna manera, ídolos, ni diosecillos, pero el culto a los mártires derivó en la veneración más general a los que después reconocimos como “santos”. He buscado información no teológica, sino histórica, del culto a los santos, y no la he encontrado. O, por lo menos, no me ha parecido de fiar. Como tampoco me convencen los argumentos que ciertas publicaciones, o instituciones, eclesiásticas, ofrecen, con sus distinciones de hiperdulía, dulía, y otras palabrejas, para ocultar que lo que más fulmina la Sagrada Escritura es todo tipo de idolatría, y que culto, culto de verdad, solo a Dios.

Los santos como intercesores. No es preciso hacer un depurado estudio del NT, sino solo una atenta lectura, para entender que el único intercesor verdadero, y válido, es el que tiene acceso a los dos puntos interesados en la intercesión: el divino, como concesionario de un favor, y el humano, como peticionario. Y el único que tiene ese acceso a los dos lados, -por eso es “pontífice”, (el que tiende un puente)- es Jesús. Me gustaría ver la reacción de San Pablo ante tanto intercesor como le hemos añadido al Señor Jesús

Las especialidades de los santos. Claro que este departamento no lo reconoce oficialmente la jerarquía de la Iglesia. Que San Blas sea especialista en afecciones de garganta, o San Antonio de Padua experto en encontrar las cosas perdidas, o en procurar un novio/a majo, o que haya imágenes muy, regular, poco, o muy poco, milagrosas, etc., etc., la jerarquía no lo enseña, ni lo reconoce, (oficialmente), pero ¡tampoco lo reprueba o condena! Ni pregunta, -que yo sepa nunca lo ha hecho-, y a vosotros, ¿Quién os ha dicho o asegurado esas especialidades? ¿De dónde las habéis sacado?

La relación de los fieles de la Iglesia peregrina con l0s de la Iglesia triunfante. Uno de los argumentos más peregrinos favorables a esta relación es que, así como San Pablo escribe a los Romanos: (15, 30) “Ruegos hermanos que me ayudéis con vuestras oraciones”. Y Santiago dice: “Orad los unos por los otros para que os salvéis”. (5. 16), ¿por qué no nos vamos a encomendar a las oraciones de los bienaventurados? Que alguien pueda, seriamente, echar mano de esta argumentación, es, no solo gratuito bíblicamente, sino demencial. ¿Quién o dónde se asegura que los miembros de la Iglesia triunfante se pueden relacionar con nosotros, y pueden escuchar nuestras súplicas, y presentarlas a Dios?

Porque Jesús está presente entre nosotros “realmente”, y, por lo menos yo, no pediré el enchufe de ningún santo si mi amigo de verdad, con el que tengo confianza, el que es mi confidente, y sé que está a mi lado, y, además, y esto sí que es decisivo, es el dueño de todo el cotarro, es mi amigo y hermano mayor, y dio la cara por mí, y murió por mí: Jesús. (No me extraña lo que me decía, en Brasil, un pastor metodista: “Vosotros, los católicos, con la Virgen y tanto santo, escondéis a Jesús”).

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Dos notas a mi artículo de ayer. Necesarias por olvido

Ayer olvidé dos aspectos muy importantes, y muy esclarecedores, en el asunto que nos ocupa. Así que pondré en dos notas breves y sencillas esos dos temas, que me parecen, por lo menos interesantes. El primero, mucho más que el segundo.

Solo Dios es Santo. Esto ya lo he tratado y repetido varias veces. Pero considero el punto, y el matiz, fundamental en toda reflexión sobre los santos, su culto, su intercesión, su poder y su actuación en la vida de los fieles. Cuando proclamamos de algún ser humano la santidad estamos cometiendo, de alguna manera, una usurpación. La Santidad es el atributo divino por antonomasia, “stricto sensu”, lo que quiere decir que Dios es Santo porque es Dios, y al revés, es Dios porque es Santo. Así como podemos imaginar otros atributos, siempre imaginar, no afirmar apodícticamente, que dependen de alguna manera de su voluntad, -Dios es misericordioso porque quiere, es creador porque un día decidió serlo, es compasivo con sus criaturas porque así le gusta ser, etc. -, Dios es Santo porque esa es su esencia, su naturaleza, su razón de ser. Por eso mismo es tan difícil no solo definir, sino tan sólo describir la Santidad. Pero podemos dar alguna pista:

La santidad no es una realidad moral o ética: éstas son posteriores al comportamiento, uno es moral por las acciones que hace, o inmoral por las faltas que comete. La santidad es previa, también en las personas: somos santos porque Dios nos concede participar de su Santidad por nuestra incorporación a Cristo en el Bautismo. Y esa santidad la demostraremos después por coherencia con nuestra nueva condición de elevados a la vida sobrenatural, a la Gracia, al ADN, como me gusta decir, de Dios. Pero no seremos santos porque cumplimos los mandamientos, que son un hito de moralidad que cualquier ser humano puede alcanzar, sino por ser, y así obrar y sacar a la luz, participantes de la radical originalidad de Dios, y de su soberana distinción de todos los demás seres.

Por eso no nos deja de extrañar la beatificación o canonización basadas en “virtudes heroicas”. Desde que estudiaba Teología opino así, y veía, lo digo con temor y temblor, la contradicción de los decretos de beatificación o canonización con los conceptos y postulados bastante diáfanos que a parecen en las Sagradas Escrituras. Que, por cierto, respetaron y cumplieron los cristianos que se jugaban la vida por el mero hechos de serlo: cristianos; es decir, los de la Iglesia primitiva, hasta la salida de las catacumbas. ¿Alguien se imagina a San Pablo participando, o tan siquiera escuchando sin protestar airadamente, uno de esos decretos? Las virtudes heroicas producirán un héroe, no un Santo.

La contaminación del dinero. Es triste tener que decirlo, pero es la verdad. Las religiones, con sus santuarios, sus dioses, sus departamentos especializados, acaban siendo un fructuoso negocio económico. Que lo nieguen, si no, fenómenos como Santiago de Compostela, Lourdes, Fátima, Aparecida, Guadalupe, Santa Gema, y otros muchísimos que no cito. Los fieles, mal aleccionados, consideran que los santos o vírgenes de su devoción serán más receptivos a sus preces si las adoban con buenos donativos. Así como en el tráfico y guerra de reliquias en la Edad Media se escondía un sentido pagano y supersticioso de los recuerdos de los santos, el negocio con los mismos fomentó el mantenimiento y el aumento del santoral. Eso por un lado, y por otro, los emolumentos que según todas las lenguas, malas y buenas, hay que proporcionar al Vaticano en las causas de los Santos. Y si no es así, no se preocupan nada de dar pistas equivocadas. ¿Por qué instituciones, institutos y congregaciones religiosas poderosos/as económicamente han conseguido tantas elevaciones a los altares de miembros de los mismos sin ningún tirón popular fuera de su ámbito religioso? Que nadie se me enoje, como bellamente dicen nuestros hermanos latino- americanos. Pero he querido dejar bien claras estas dos notas porque opino que servirán para entender mejor el asunto que he tratado en los dos últimos artículos, sobre el culto a los Santos.

Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

Imagen: Anthony Gayton

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