Sin la más leve concesión a la hipérbole, a la insana provocación y a la intemperancia, vaya por delante que todo cuanto en los manuales católicos, con los correspondientes “Nihil Obstat” e “Imprimatur”, se refiere, relacionado con la figura de Martín Lutero, fue, y sigue siendo, injusto, infundado y hasta inmoral. Es impropio de la ciencia, de la documentación y del análisis, exigido para el conocimiento y difusión de asuntos y materias de la historia, aunque siempre, o casi siempre, puedan aportarse razones que expliquen tal situación con determinados rasgos de verosimilitud y excusa.
Por fin, hay que destacar que, de vez en vez, en el horizonte de la historia y de la teología católica, aparecen expertos que despejan la figura del “Reformador”, de algunas de las deformaciones “oficiales” con que fue imaginada y delineada, reivindicándola en cierta medida. Hay también quienes alientan la esperanza de que tal recuperación de la imagen luterana le abra camino a la veneración en alguno de sus grados. Este es el caso de hallarnos en vísperas de tantas, ecuménicas y universales conmemoraciones a propósito del “Día de Fiesta” en el calendario de la “Reforma Luterana”.
El hecho es que el Lutero de nuestros estudios apologéticos y catequísticos apenas si tiene algo que ver con el personaje auténtico de la historia, de la piedad y de la teología. Y este convencimiento es de lamentar, entre otras razones porque, así se le ha privado, y se le priva a la Iglesia Católica y a sus seguidores, de la fuerza y de la convicción inherentes a comportamientos muy ejemplares, favorecedores de la causa de Dios y de los santos, que encarnó el ex fraile de los Ermitaños de San Agustín, en tiempos ciertamente difíciles y claves en la historia de las ideas y de la religión. El tema reclama extensa y profunda reflexión, que rebasa los límites de este comentario, en el que apenas si se pretende desadormecerlo, subrayando contadas circunstancias.
Lutero fue un hombre de Dios, a quien en sus tiempos y en los posteriores, no pocos, en el entorno de la misma Santa Sede, calificarían de “don de Dios”, de “regalo divino” y de “testigo del Evangelio”.
Por diversidad de circunstancias, los tiempos de la Iglesia que le correspondieron vivir al Reformador fueron incuestionablemente apocalípticos para unos, y escatológicos para otros, resultando milagrosa su superación a la luz del dogma, de la gracia de Dios y de la ejemplaridad de los miembros más calificados de la jerarquía, religiosa y civil, con mención para los mismos Papas de Roma, Cardenales, obispos, sacerdotes, emperadores y reyes, frailes, monjes y monjas.
El sentido más elemental de la ética y de la historia, tanto eclesiástica, como política y civil, demandan urgente estudio y revisión de los acontecimientos, a la luz de los documentos existentes, así como de los comportamientos que se registraron y vivieron por parte de unos y otros.
Los personajes que los protagonizaron apenas si mínimamente tienen parecido veraz alguno con lo que fueron, y con lo que historiadores de ambos lados, a sueldo, dejaron constancia de ellos. No es fácil encontrar otros capítulos de la historia eclesiástica que hayan sufrido manipulaciones tan burdas y tan deshonrosas, lo que en desmesurada proporción explica la soez letanía de descalificaciones, anatemas y condenaciones, que mutuamente se propinaron, y aún se siguen propinando, poniendo a Dios por testigo, falazmente convencidos de hacerlo además en defensa de la Iglesia y a favor de los valores que identifican a los santos evangelios.
Santos y mártires –sí, mártires- “reformadores” y “contra- reformadores”,-gracias sean dadas a Dios-, dan ya la feliz y beatífica impresión de que, por fin, comienzan a ser redescubiertos como referencias santas, en cuya demarcación religiosa encaja perfectamente la penitencial y virtuosa invocación de la humilde petición del “ora pro nobis”, de la que tan faltos están nuestros esquemas religiosos cristianos.
El compromiso de aprovechar el clima de comprensión, entendimiento y arrepentimiento,- con el consiguiente propósito de enmienda-, que inspirará las celebraciones del Quinto Centenario, bajo los auspicios del papa Francisco, ayudará a poner en orden ideas y comportamientos, indulgenciados e indulgenciables, siempre al servicio de Dios y de las Iglesias, es decir, de su única Iglesia, pero en la pluralidad de versiones.
Lutero hizo uso ejemplar del don de la palabra impresa, recientemente desvelado entonces, con su apostolizadora misión de educación en la fe, al pueblo más pueblo, hasta ser considerado como “el principal artífice del alemán literario” del que habría de hacer uso el pueblo.
El tal perspectiva y contexto, jamás percibió honorarios por sus escritos, pese a pingües y repetidas ofertas aún de católicos, con el convencimiento por su parte de que “con la misión apostólica de la comunicación y difusión de la gracia no era posible comerciar ni enriquecerse “. Aún más, de algunas de sus obras efectuó una versión para cultos y otra para el pueblo. Consta que entre los años 1517-20 se vendieron unos 300.000 ejemplares de sus escritos.
Desbordaría los límites de toda clase de elogios comprobar que se conservan 4,500 cartas firmadas por Lutero, convertido además en uno de los más fervientes devotos de los nuevos métodos de comunicación- comunión- Iglesia de entonces, como fue la imprenta, con obligada mención a cómo lo habría sido también de los procedimientos actuales.
Sin restregar heridas todavía en permanente riesgo de reactivación en la Iglesia, el capítulo de las indulgencias y adyacentes, contra los que centró Lutero parte de sus invectivas, siguen demandando otros planteamientos más en consonancia con la teología y las sensibilidades de los tiempos nuevos.
De todas formas, sería elementalmente justo y provechoso que la Iglesia Católica dimitiera de su tan caracterizada posición de estar siempre como a la espera en la construcción del ecumenismo, dando ella idénticos y presurosos pasos como los que les exige dar al Protestantismo y al resto de las Iglesias. A la nuestra – la católica – siguen haciéndole falta todavía buenas porciones del aura fresca que identificó a Lutero, en atmósferas obsesionadas por el pecado y la condenación.
Fuente Religión Digital
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