Sábado Santo , por Joseba Kamiruaga Mieza CMF
De su blog Kristau Alternatiba (Alternativa Cristiana):
En la creación resuena el silencio de Dios
El gran sábado: el día de las mujeres, que, recogidas bajo sus velos, preparan aromas en secreto. Día de la Madre, dolorosa, fuerte, fiel, virgen del silencio y de la paz misteriosa. Un día de fe contra toda evidencia, en el que esperamos contra toda esperanza.
No, creer en la Pascua no es la verdadera fe: es demasiado bella en Pascua. La verdadera fe es el gran Viernes cuando Tú no estabas allí arriba y ni un eco/ respondiste al fuerte grito.
Hoy la creación resuena con el silencio de Dios. En el silencio del sepulcro calla la voz de Dios que se ha hecho rostro en Jesús, calla el rostro bajo el sudario, el rostro que se ha hecho tierra del Edén, polvo antes de recibir el aliento de la vida, el rostro del que se extrae todo rostro, todo Adán anónimo e innumerable.
Jesús es más Adán que Adán. El rostro hermoso del Tabor (Lc 9, 33), el rostro duro (Lc 9, 51), que se dirige hacia Jerusalén, se dirige ahora hacia el infierno. Los iconos orientales muestran a Jesús descendiendo al Seol, derribando sus puertas, llegando hasta Adán, levantándolo, tomándolo de la muñeca -donde se mide la vida- y arrastrándolo consigo. Y detrás de Adán se pone en marcha la inmensa caravana, la inmensa peregrinación de la humanidad hacia la vida. Jesús es más Adán: desciende allí donde todo hombre espera y muestra que en la raíz de todas las cosas no está la muerte, sino la vida.
Y fuera del sepulcro es primavera. El inframundo indica también lo más profundo del hombre, el núcleo esencial, misterioso y original de cada criatura. La base de mis raíces es Cristo y sé que puedo encontrarlo en todo lo que hay de más humano en mí, allí donde soy yo mismo, allí donde el hombre es hombre, está Cristo presente.
Entonces todo lo que el hombre hace con todo su corazón, con todo su ser, en libertad e incluso en dulce locura, lo acercará al absoluto de Dios. Porque Dios solo está ausente donde el corazón está ausente. “Lo divino brilla desde lo más profundo del ser” -Teilhard de Chardin-.
El inframundo también indica las profundidades oscuras de la materia. Allí descendió Jesús para darle energía y un aliento ascendente hacia una vida más brillante. Jesús, sembrado en los surcos del mundo, ramificado en las arterias del cosmos, inunda de vida incluso los caminos de la muerte.
Si empiezo a pensar que en lo más profundo de la materia y de mi carne, que en las partes oscuras de mi ser, en mis zonas de dureza y de disonancia, Jesús ha descendido para iluminarme, para transfigurarme, para resucitar en mí la imagen divina, entonces también yo puedo decir que en Pascua soy «luz de luz».
En mí y en cada uno de vosotros, en el santo y en el pecador, en el rico y en el último inmigrante, en la víctima y hasta en el verdugo, en el torturado y en el torturador, está Jesús resucitado. Jesús no sólo resucitó una vez para siempre, sino que es el Resucitado para la eternidad, Él que desde lo más profundo de mi ser, desde lo más profundo de cada hombre, desde lo más profundo de la historia, es energía que asciende, vida que germina, piedra que rueda de la boca del corazón.
Y salimos preparados para la primavera de la nueva vida, llevados hacia arriba por el Jesús resucitado. El inframundo indica también el subsuelo del futuro, donde la vida está hecha de brotes, que sólo mañana o pasado mañana darán frutos maduros, y yo estoy llamado a custodiar los brotes, allí donde el río nace con la primera gota de agua, la primavera con la primera flor, el amor con la primera mirada, llamado a velar por el futuro más allá de todo signo de muerte.
Hoy es el día de la profecía en el que, como los profetas, como Abraham, como Moisés, como María, amamos la Palabra de Dios aún más que su realización. Hoy es el día en el que la Palabra desnuda respira, sin hablar, sin pronunciar, en atronado silencio, aún más verdaderamente que su realización.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
El Señor se rebajó y descendió
El Sábado Santo, o Gran Sábado, es el día “intermedio”, porque cae entre el día de la muerte de Jesús y el día de su resurrección. Es un día único en su ritmo litúrgico, un día de silencio y de espera, que no sólo es parte de la Semana Santa sino que se convierte en una hora, un tiempo, a veces una estación en la vida de un cristiano.
Debemos confesar también que es un día incómodo, que parece vacío, y no es casualidad que hasta hace algunas décadas hubiera sido, por así decirlo, “robado”, “sustraído”, porque de alguna manera casi había sido expulsado de la propia liturgia.
En primer lugar, escuchando las Sagradas Escrituras, el Sábado Santo aparece como el día en el que nada se dijo de Jesús, muerto y sepultado el día anterior, y poco se dijo de los demás, los discípulos y los protagonistas de su pasión y muerte. Parece un día que debe pasar rápido, pues las mujeres esperan el día siguiente para volver al sepulcro, los Sumos Sacerdotes piensan que nada puede pasar, ya que el sepulcro está custodiado por los soldados de Pilato, los discípulos, atenazados por el miedo, se quedan en casa, con las puertas cerradas.
Sábado Santo, día en el que no ocurre nada, día de descanso de Dios, según la vida de fe judía, día en el que el cuerpo muerto de Jesús está en el sepulcro para reposar. Habiendo muerto la víspera, Jesús aparece muerto para siempre: ya no hay nada más que ver ni oír de Él… Su historia parece un fracaso y su comunidad está perdida y asustada. La evidencia es contundente: un cuerpo sin vida, cerrado con una gran piedra dentro de una tumba inaccesible.
Un día tan vacío, marcado por la aporía, ¡parece el día más largo! Quisiéramos que terminara pronto, porque pone a prueba nuestra adhesión a las palabras en las que creímos, nuestra esperanza en un resultado de salvación y triunfo del bien sobre el mal.
Y en cambio nos encontramos ante la muerte: la de Jesús, pero también nuestra muerte y la muerte de otros que amamos. Quisiéramos acortar ese día, quisiéramos borrarlo, y sin embargo, en el triduo salvífico, es un día intermedio necesario: se trata de comprender lo sucedido, de afrontar la realidad de la muerte como un fin que se impone inexorablemente, de ejercitarnos en la espera, superando constantemente las dudas mediante la adhesión a las palabras de Jesús.
El Sábado Santo, la fe se ve obligada a luchar, a reconocer su propia debilidad, a vencer la nada, el vacío. Si el Sábado Santo testimonia que Jesús “profundizó”, nos exige a nosotros ir más profundamente, acoger la oscuridad que envuelve el enigma, que poco a poco, gracias a la fuerza del Espíritu de Dios que actúa en nosotros, puede transformarse en misterio.
¡Sí, del enigma desesperante al misterio que revela el significado de todas las cosas y de todos los acontecimientos! No se puede vivir el Sábado Santo sin aceptar la “crisis de la palabra”, la experiencia de que las palabras no bastan y a veces deben dar paso al silencio, al “no saber qué decir ni cómo decir”. El escándalo de la cruz proyecta una sombra, y debemos aprender a permanecer en esa sombra. “Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor”, canta el profeta en las Lamentaciones por la muerte del Mesías (3,26).
Pero si bien es cierto que este silencio y esta espera nos aprietan el corazón, en lo más profundo de nuestro corazón seguimos creyendo que Jesucristo está siempre actuando y que precisamente cuando no vemos nada y solo notamos que “recessit Pastor noster” – “nuestro Pastor se ha ido” –, precisamente entonces Él, el Señor de vivos y muertos, ha descendido a los infiernos, a lo profundo no redimido del hombre, para traer esa salvación que nosotros no podemos darnos a nosotros mismos.
Aquel Sábado Santo bajó al encuentro de todos los humanos ya muertos, pero aún hoy baja a nuestras profundidades no evangelizadas, habitadas por nuestras sombras y por la muerte, para hacer lo que nosotros no podemos hacer.
Sí, en la vida espiritual tarde o temprano bajamos, pero al bajar encontramos a Jesús que nos ha precedido y nos espera con los brazos abiertos. Entonces termina nuestra espera, nuestro lamento se transforma en un canto nuevo, nuestro permanecer en las tierras de la muerte en una danza de alegría: Él, Jesús resucitado, enjugará las lágrimas de nuestros ojos y con su mano en las nuestras nos conducirá al Padre en el Reino eterno.
Y el sepulcro, que al tercer día estará vacío, será elocuente: «¡No está aquí, ha resucitado de entre los muertos, como había dicho!». Así, después del Sábado Santo comienza ese día sin fin, sin ocaso: la Pascua de Jesús y nuestra Pascua, ¡una única Pascua!
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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El Señor desciende a los infiernos
Sábado Santo, el día después de la muerte, tiempo en el que ante los discípulos sólo existía el fin de la esperanza, una aporía, un vacío sobre el que se cernía el sinsentido, un dolor insoportable, la laceración de una separación definitiva, de una herida mortal: ¿Dónde está Dios?
Ésta es la pregunta silenciosa del Sábado Santo. ¿Dónde está aquel Dios que intervino en el bautismo de Jesús, abriendo los cielos para decirle: «Tú eres mi Hijo, me alegro mucho de ti» (Mc 1,11)? ¿Dónde está aquel Dios que intervino en el alto monte, en la hora de la transfiguración con Moisés y Elías y exclamó: «¡He aquí a mi hijo amado!»? (Mc 9,7)?
En la hora de la cruz Dios no intervino, hasta tal punto que Jesús se sintió abandonado por Él y gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Leer más…
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