Carmiña Navia Velasco,
Cali (Colômbia).

ECLESALIA, 11/04/22.- De los cuatro evangelios canónicos, tres abren el relato del proceso y la pasión de Jesús de Nazaret, contándonos cómo una mujer baña, con un perfume caro, los pies de Jesús, en el transcurso de una cena. No me voy a detener ahora en precisar o discutir de cuál mujer se trata: si es una María desconocida, si es María de Magdala o de Betania, si es o no una pecadora pública (a quienes les interese esta aclaración pueden consultar: Carmen Bernabé Ubieta, «María Magdalena. Tradiciones en el cristianismo primitivo» de Verbo Divino, Estella 1994). Para ubicarnos en el contexto de estas reflexiones nos basta una constatación: Jesús cena con un grupo de hombres y una mujer irrumpe en el espacio y tiempo de la comida para bañar con nardo los pies de aquel al que considera su maestro. Los textos también dejan constancia de una cosa: Jesús acepta de buen grado el gesto y el regalo, y defiende a la mujer de los ataques a los cuales es sometida por miradas llenas de incomprensión y envidia.

Es significativo que este hecho de la cotidianidad de Jesús, un hecho importante para él en vísperas de su muerte, se produzca o se presente en Betania: el espacio de la amistad, de la convivialidad… el espacio en el que varias veces en su ir y venir, Jesús de Nazaret se detiene para estrechar lazos gratuitos, para trenzar afectos, para expresar su amor, para reponer fuerzas y continuar con su misión.

¿En qué situación del conjunto del relato está inscrito este hecho? Inmediatamente antes: en lo que podría considerarse la apertura de este micro-relato (Juan 11, 55 / Marcos 14, 1 y Mateo 26, 1) los textos enmarcan la acción de la mujer. Detengámonos en este marco, en las palabras de Mateo:

«Cuando Jesús terminó su enseñanza, dijo a sus discípulos:

Como ustedes saben, dentro de dos días será la fiesta de la Pascua y el Hijo del Hombre será entregado para que lo crucifiquen.

Por aquel tiempo, los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos se reunieron en el palacio de Caifás, el sumo sacerdote, e hicieron planes para arrestar a Jesús mediante algún engaño y matarlo» .

( MT. 26, 1-4)

El clima que se vive es de agitación: Se acerca la celebración de la Pascua fiesta trascendental para el pueblo judío, momento de grandes hechos históricos y de posibles decisiones. Los jefes del pueblo ya han decidido prender a Jesús y condenarlo de todas maneras… solo están buscando cómo hacerlo. Por su parte, Jesús tiene plena conciencia del momento que vive: sabe y siente que su vida está en peligro y trata de compartir esa conciencia con sus discípulas y discípulos, con sus amigas y amigos.

Pero los textos, más allá quizás de lo que conscientemente quieren decir, dejan en claro que los hombres no saben acoger este mensaje. Por el contrario: sus sentimientos, su mirada, están en otra parte: ¿es lícito realizar ese gasto superfluo cuando los pobres, en abstracto e hipotéticamente, pueden llegar a necesitar ese dinero? Sus mentes y sus sensibilidades incomodadas por la cercanía de esa mujer, se traducen y expresan en una condena frente a una actitud que definitivamente no saben ni pueden entender. Los pobres se convierten en el pretexto para sacarse de encima el malestar que les supone esa Otra/Distinta presencia… esa otra/distinta forma de estar, de ser y de relacionarse.

Mateo y Marcos inmediatamente después de narrarnos la unción en Betania, nos cuentan los caminos de la traición de Judas. Otro hombre cuya ubicación en el grupo, clara ubicación de poder: manejaba el dinero, no le permitió comprender el momento ni captar la persona del amigo/maestro.

Es entonces cuando el texto le da ingreso a la mujer, a la sensibilidad femenina. La sensibilidad femenina, acostumbrada por su práctica cultural, a mirar donde otros no miran y a sentir lo que otros no sienten. Esa mujer percibe el peligro, pero sobre todo percibe la angustia de Jesús, su dolor, su inquietud… angustia y dolor que unas horas (¿?), unos días (¿?), más tarde se va a expresar en sudor en forma de sangre en el huerto.

La mirada de esa mujer, seguidora y amiga de Jesús, descubre todo lo que hay en su interior, siente su desesperación, siente el peligro que lo acecha. La mujer está acostumbrada a vivir en concreto, en su cuerpo, en el cuerpo de cada una/o:

«Salomón el justo, tiene en sus brazos un niño y ante él se encuentran dos mujeres que lo reclaman como hijo propio, lloran, se desesperan y juran ambas estar diciendo la verdad. Entonces Salomón manda traer una espada y ordena que el infante sea cortado en dos, que se le dé un pedazo a una y el otro a la otra. Solo en ese instante una de las dos mujeres suplica: Dádselo vivo a la otra. Deja de lado la verdad, renuncia a la verdad de las palabras, para obtener algo verdadero: la vida del niño. Por consiguiente, gracias a una mentira Salomón reconoce a la madre verdadera. Una anomalía en un sistema que coloca la verdad entre los valores más importantes y que formula su concepto de conocimiento como un itinerario continuo hacia ella… una mujer lleva inscrito en su cuerpo esta posibilidad siempre, sea madre o no lo sea: esto determina una relación con la realidad, con el hacer, con el proyectar, con la verdad de las palabras, distinta de la del hombre».

ALESSANDRA BOCCHETTI: «LO QUE QUIERE UNA MUJER«, CÁTEDRA, FEMINISMOS, MADRID 1995

En momentos límites las palabras no sirven, entonces adquieren todo su significado los gestos, los símbolos. Esta mujer, cuya memoria estamos evocando, escoge un gesto muy preciso reconfortar un cuerpo, un cuerpo amenazado por el peligro y por la muerte. Los sinópticos nos narran una escena en la que el perfume le es rociado a Jesús en su cabeza… Juan nos habla de que son los pies los escogidos por esta mano femenina que no solo los refresca en nardo, sino que los seca (los acaricia), con sus propios cabellos.

En cualquier caso se trata de regalar al cuerpo del amigo, con un suave y fino perfume que le haga menos triste, menos agreste, menos indefenso y menos solitario su dolor. La mujer -ya sabemos- tiene una inmensa capacidad de amor: «…las mujeres seguimos inmersas en la ilusión del amor aprovechando la infinita capacidad que tenemos para el mismo y, los varones -ajenos a lo femenino- incapaces de comprender su profundo significado» (María Lady Londoño: «El amor una utopía para reconstruir«, en el número tres de la revista «En otras Palabras» -Bogotá, 1997-). Es entonces, ese amor, el que permite a la mujer captar al otro en su momento. Ese amor le permite absolutizar el dolor, pasando por encima de convenciones, cálculos y razones… ese amor le permite regalar el consuelo. Porque solo el amor, el ágape, nos hace posible un real reconocimiento del tú.

Esta mujer nos recuerda a tantas mujeres del pueblo que muchas veces no entendemos: mujeres que ante el dolor se desmesuran y no se rigen por razones, discursos, medidas, posibilidades… sino que se entregan totalmente para mitigar dolores, soledades, heridas… Jesús se siente interpretado en su sentir por este gesto femenino y les dice a quienes la critican: «… está muy bien lo que ha hecho conmigo… cuando ella derramaba el perfume sobre mi cuerpo, me estaba preparando para la sepultura…» El sabe que la mujer ha percibido hasta el fondo su angustia ante la cercanía de la muerte.

En ocasiones nosotras/os no somos capaces de este tipo de gestos porque evaluamos y sentimos desde múltiples ángulos y/o razones… pero no desde el sentir del otro… no somos capaces de meternos en la carne del que vive en su cuerpo el sufrimiento. Si las mujeres (y los hombres, invitados por nosotras…) fuéramos capaces de acariciar los cuerpos doloridos, muchas de las realidades de nuestros países, ciudades, barrios y veredas… podrían perder algo de su dureza, de su desamparo.

En este sentido, el pueblo y la lógica de las culturas populares pueden enseñarnos mucho:

«Como he repetido abundantemente, el hombre de nuestro pueblo no es individuo, sino relación. La convivencia lo constituye por dentro. Está pues dotado de convivencialidad que se sustenta sobre una relacionalidad de sentido materno, una matri-relacionalidad. Si se quiere, la familia matricentrada sería el espacio micro de la relación, la micro-matri-relación. Desde ahí puede pensarse la macro-relación, la expansión de la relación a ámbitos cada vez más amplios hasta cubrir todo el ámbito nacional» (4).

ALEJANDRO MORENO OLMEDO: «EL ARO Y LA TRAMA«. CENTRO DE INVESTIGACIONES POPULARES, CARACAS – 1995

Cuantas veces las seguidoras/discípulas de Jesús de Nazaret y su evangelio, no somos capaces de detenernos en el gesto amable y la mirada gratuita, no somos capaces de bañar con nardo el cuerpo de los otros y otras, porque el tiempo no nos da, porque no podemos perder el ritmo de nuestros anuncios, de nuestras misiones, porque el trabajo o el horario, nos esperan…

Muchas veces igual, no somos capaces de bañar el cuerpo del otro, porque en nuestra desviada tradición hemos anulado los cuerpos…

«Sin lugar a duda, incluso en su dimensión biológica, el ser humano necesita del tacto para su desarrollo integral, pues las más importantes estructuras cognitivas dependen de este alimento afectivo para alcanzar un adecuado nivel de competencia… Sin matriz afectiva, el cerebro no puede alcanzar sus más altas cimas en la aventura del conocimiento. La más urgente necesidad que debe suplir un nicho afectivo es la del contacto…» (5).

LUIS CARLOS RESTREPO: «ÉTICA DEL AMOR Y PACTO ENTRE GÉNEROS«, SAN PABLO, BOGOTÁ 1998

La actitud de Jesús en este pequeño relato o acontecer, es una clara respuesta/acogida, un complemento a la actitud de la mujer: se pone de su parte, la defiende ante los ojos ciegos que no son capaces de ver. Jesús entra en comunión profunda con esta mujer que acaricia su cuerpo y se siente interpelado por ella, no le llega por el contrario la interpelación de quienes alegan la necesidad abstracta de los pobres… Es radicalmente claro que Jesús ve, siente y ama en sintonía femenina

*Seis días antes de la Pascua, Jesús fue a Betania, donde vivía Lázaro, a quien él había resucitado.

Allí hicieron una cena, en honor de Jesús; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa comiendo con él.

María trajo unos trescientos gramos de perfume de nardo puro, muy caro, y perfumó los pies de Jesús; luego se los secó con sus cabellos.

Y toda la casa se llenó del aroma del perfume.

Entonces Judas Iscariote que era quien lo iba a traicionar dijo:

– Por qué no se ha vendido este perfume para ayudar a los pobres?…

Jesús le dijo:

– Déjala, pues lo estaba guardando para el día de mi entierro. A los pobres siempre los tendrán entre ustedes, pero a mí no siempre me tendrán.

(JUAN 12, 1-8)

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