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Pederastia (y encubrimiento) en la Iglesia católica: Wojtyla, Ratzinger… ¿quién está libre de pecado?

Miércoles, 26 de enero de 2022
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abusos-Iglesia_2098300203_9807727_660x371¿Podría condenar un Papa a otro por su inacción ante los abusos?

Las acusaciones contra el Papa emérito destapan las dinámicas de ocultamiento de los abusos sexuales desde tiempos de Juan Pablo II y su política de protección de depredadores como Maciel, McCarrick o Figari, o encubridores como el cardenal de Boston, Bernard Law, o el mismísimo Benedicto XVI

Francisco está decidido a acabar con el flagelo de la pederastia, pero la dinámica del encubrimiento parece mucho más difícil de erradicar en una institución acostumbrada a lavar los trapos sucios en casa, y a acusar a las víctimas, y a los medios que destapan el horror de los abusos, de “falta de prudencia”

El mayor problema de la Iglesia en este tema es… que no se libra nadie. Nadie”. Con la voz temblorosa, un funcionario vaticano admite a RD que el informe elaborado por un equipo independiente de abogados y que ha destapado la implicación del Papa emérito, Benedicto XVI, en el encubrimiento de al menos cuatro casos de abusos sexuales a menores, no ha sido recibido con sorpresa en los muros de la Santa Sede.

Y es que el “largo camino hacia el abismo”, como ha definido la Iglesia alemana los resultados del informe –uno más, frente a la enésima negativa del episcopado español– que destapa medio millar de casos de abusos en las últimas décadas en la diócesis que dirigió Joseph Ratzinger antes de ser nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es “una nueva muestra de que prácticamente todos los obispos que tuvieron responsabilidades pastorales hasta hace una década, de uno u otro modo, no hicieron lo suficiente para amparar a las víctimas, y sí para proteger al sacerdote o religioso implicado.

El ‘apóstol de la juventud’ que resultó un depredador

juan-pablo-ii-bendiciendo-a-marcial-maciel Juan Pablo II bendiciendo al siniestro depredador sexual Marcial Maciel

¿Nadie está libre de pecado? Muy pocos, sostienen fuentes vaticanas, que subrayan que el problema no viene tanto de la pederastia en sí, cuanto de la dinámica de encubrimiento que se suscitó en la institución durante décadas, y que tuvo en Juan Pablo II a su máximo exponente. Un Wojtyla que, durante años, no hizo caso a las denuncias de abusos contra algunos de los líderes de la restauración conservadora tras la apertura del Concilio Vaticano II y que amparó a pederastas tan famosos como el fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel, al que llegó a llamar “apóstol de la juventud”.

Y es que, pese a que las acusaciones en su contra llegaron a Roma ya en 1988 (anteriormente, en 1954, siendo Papa Pío XII, ya habían aparecido denuncias, que finalmente cayeron en el olvido), Juan Pablo II no quiso abrir expediente alguno contra Maciel. Hoy, ambos han fallecido: el fundador de la Legión, como el mayor depredador de menores de la historia reciente de la Iglesia; el Papa polaco, como santo universal.

El caso de Maciel no fue el único. El líder del Sodalicio, Luis Figari, también campó a sus anchas durante años, como lo hizo Theodore McCarrick, uno de los cardenales más poderosos de Estados Unidos y al que Francisco arrebató la púrpura y hoy está siendo juzgado por tribunales norteamericanos.

Los Legionarios de Cristo tardaron más de tres décadas en reconocer los abusos de su fundador, protegido como en el caso de McCarrick por Juan Pablo II y su fiel secretario Estanislao Dzwisz, que hace pocos meses fue absuelto en una investigación sobre abusos en Polonia que amenazaba con implicar al propio Papa polaco.

La contrapartida, en ambos casos, era evidente: una fuerte financiación proveniente de México y Estados Unidos, y nuevas vocaciones sacerdotales para el proyecto de involución en la Iglesia católica. Roma cumplió, ninguno pisó la cárcel.

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El cardenal Law, refugiado en el Vaticano

Otros casos, como el de Fernando Karadima, uno de los formadores de buena parte del episcopado chileno, y abusador impune durante años, terminaron por juzgarse. La mayoría no corrieron con tanta suerte. Cuando en 2002 estalló el escándalo por la investigación del Boston Globe, que reveló miles de casos de pederastia y que llevó a la bancarrota a media iglesia católica de Estados Unidos, el cardenal de Boston, Bernard Law, dimitió de su cargo pero, en lugar de afrontar sus responsabilidades, viajó a Roma… y nunca regresó. La Santa Sede, primero con Juan Pablo II y después con Benedicto XVI, denegó las peticiones de extradición de la justicia norteamericana, y acabó muriendo entre los muros vaticanos.

De hecho, Law vivió a sus anchas hasta que el 14 de marzo de 2013, al día siguiente de ser elegido Papa, Francisco se lo encontró en la basílica de Santa María la Mayor, adonde había acudido a rendir pleitesía a la patrona de Roma. El cardenal tenía allí su residencia desde que Juan Pablo II lo nombrara, en 2004, arcipreste de uno de los templos más importantes (y más ricos) de la Ciudad Eterna. Al ver al cardenal Law, a Bergoglio se le desencajó la cara y se alejó inmediatamente de él.No quiero que siga frecuentando esta Basílica”, le espetó el argentino.

Fuentes vaticanas defienden que Francisco está decidido a acabar con el flagelo de la pederastia, pero la dinámica del encubrimiento parece mucho más difícil de erradicar en una institución acostumbrada a lavar los trapos sucios en casa, y a acusar a las víctimas, y a los medios que destapan el horror de los abusos, de “falta de prudencia”. No es una cosa del pasado, sino una afirmación del cardenal de Valencia, Antonio Cañizares, el viernes pasado, a cuenta del informe entregado por El País al Papa y al cardenal Omella.

¿Un Papa condenaría a otro Papa?

Pederastia2Con todo, nunca hasta la fecha una acusación, con pruebas, había llegado tan lejos. Ni más ni menos que contra Joseph Ratzinger, quien fuera Papa de 2005 hasta su renuncia, en 2013. Un Benedicto XVI que sí comenzó a investigar los abusos de Maciel, que abrió la puerta a los cambios en la legislación que Francisco está intentando culminar, pero que no supo, o no quiso, actuar con la dureza con la que ahora (por convicción o por la fuerza de los hechos) está haciéndolo el pontífice argentino.

La razón, tal vez, pudiera estar en lo ocurrido entre 1977 y 1982, cuando Ratzinger ejerció como arzobispo de Múnich. Según la investigación independiente, el hoy emérito sabía de la existencia de casos de abusos sexuales a jóvenes y menores cometidos por miembros de la Iglesia católica alemana cuando sucedían y tuvo, en al menos cuatro de ellos, una conducta reprochable. Entre ellos, el caso del sacerdote Peter H., quien en 1980 fue trasladado del obispado de Essen al de Múnich tras haber sido acusado de pedófilo y que en su nuevo destino siguió cometiendo abusos.

Aunque el secretario de Ratzinger ha negado las acusaciones, y el Papa emérito ha entregado una respuesta de 82 folios a los investigadores, éstos no dan credibilidad a la versión de Benedicto XVI. El Vaticano, que ha mostrado su “vergüenza” ante los datos presentados, se ha comprometido a dar una respuesta una vez lea el documento. Pero la siguiente pregunta se antoja imposible de responder: ¿qué hará Francisco si se demuestra, como parece, que su antecesor encubrió a curas pederastas?

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¿Se atreverá Bergoglio a condenar al Papa emérito? Una decisión así, apuntan en la Curia vaticana, sería muy difícil de tomar, pues pondría en cuestión la infalibilidad papal. “Y, sobre todo, porque parte de la Iglesia no entendería que un Papa condenara a otro”, nos cuentan. Y añaden: Si de verdad nadie se libra… ¿alguien podría sacar algún dossier similar sobre Bergoglio?”. La pregunta, otra vez, se queda sin respuesta

Fuente Religión Digital

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“Efectos colaterales”, por Gabriel Mª Otalora

Jueves, 27 de septiembre de 2018
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abusosEntiendo el efecto colateral como aquello que no es directo o inmediato, o es distinto del efecto primario. En este sentido, los escándalos causados por los casos de pederastia deberían llevarnos a valorar con humildad las consecuencias colaterales de este gran escándalo para, desde ahí y en clave evangélica, renovar nuestros odres viejos. No solo en las instituciones afectadas sino individualmente, en cada uno de nosotros.

Una Iglesia poderosa ha descuidado la humildad y se ha erigido en fortaleza de piedra que nunca estuvo destinada a ser. El plan de Jesús para su comunidad incipiente fue otra cosa, empezando consigo mismo: en el prendimiento de Getsemaní dejó bien claro que lo suyo no era cosa del poder humano sino el ejemplo firme sustentado en una serie de actitudes que no paró de propalar, insistir y practicar aunque las costuras religiosas de entonces saltaran por los aires.

El amor es más importante que las leyes, los ritos y la Tradición, todo ello al servicio de la esencia que lleva consigo el Reino: un reino de amor, de justicia y de paz, cantamos en la liturgia, reino de vida y perdón.

Ahora que la pederastia se muestra como una marea imparable, empiezan los actos de contrición y atrición públicos. Hemos visto muchas resistencias y tibieza, como si en cualquier momento todo hubiese sido un mal sueño del que poder pasar página cuanto antes. El escándalo ha ido a más hasta convertirse en algo que nada tiene que ver con casos aislados y que exige una reflexión a fondo sobre el celibato obligatorio, las normas de algunos seminarios, las actitudes de autoridades religiosas que han escondido todos los casos que han podido por “no hacer daño a la Iglesia”, cuando lo que se estaban haciendo era protegerse a sí mismas mientras dejaban a la intemperie el Mensaje.

Una reflexión necesaria sobre qué actitud cristiana mantener en estas situaciones y en otras que, aun siendo de índole menor comparativamente hablando, su tratamiento debe regirse siempre con acordes evangélicos.  Es necesaria una relectura de la actitud que tuvo Jesús con los hipócritas y los sepulcros blanqueados, con los que se aferraban a la tilde de la ley y al rigorismo religioso para mantener una religiosidad formalista y de ritos donde el ser humano, sobre todo el más vulnerable, sufría una injusticia estructural en nombre de Dios. Y la actitud que tuvo con las víctimas, con los que sufrían las injusticias por los duros de corazón, a pesar de que Jesús iba a contracorriente de la religión oficial.

Recuerdo que al cardenal Sean Patrick O’Malley cuando era arzobispo de Boston, le estallaron en las manos montones de casos de pederastia a los que había que hacer frente con una responsabilidad civil multimillonaria por vía judicial. Su antecesor, Bernard Law, lo había encubierto todo. Mientras los clericalistas que le rodeaban a O’Malley decían compungidos que nada se podía hacer frente a semejantes pagos, él encontró enseguida la solución evangélica: vendió los bienes necesarios propiedad de la archidiócesis hasta pagar el último dólar. A partir de entonces, el Papa Francisco le nombró presidente de la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores, convirtiéndose en todo un símbolo de la lucha contra la pedofilia en la Iglesia Católica. Ahora es miembro del Consejo de Cardenales que estudia la reforma de la curia.

Denuncia, acogida a las víctimas, humildad en el perdón que no puede venir solo sin otras medidas, reconociendo que la Iglesia institucional no está al servicio de la Iglesia Pueblo de Dios cuando cualquier institución es un mero instrumento organizativo para llevar a cabo mejor el objetivo, en este caso el anuncio evangelizador con el ejemplo. Caifás y Anás se aprovecharon de la tilde de la ley y no pudieron soportar la luz de Jesús de Nazaret.

Que la desgraciada crisis de la pederastia ayude a hacernos más humildes y a revisar nuestros patrones religiosos a gran escala -en ello anda Francisco- y a nuestro pequeño nivel, tarea cuya responsabilidad es personal e intransferible.

Gabriel Mª Otalora

Fuente Religión Digital

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“Los papas y la pederastia”, por Guillermo Sánchez

Domingo, 23 de febrero de 2014
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NiñollorandoLeído en La Excepción:

Un informe del Comité de los Derechos del Niño de la ONU del 5 de febrero de 2014 destaca el incumplimiento por el Vaticano de la Convención de los Derechos del Niño.

La Iglesia Católica Romana (ICR) ha sido tradicionalmente, y sigue siendo, más dura que nadie en su moralismo sexual. No se ha limitado a establecer unos criterios y normas de conducta sobre sus fieles, sino que siempre ha intentado imponerlos sobre el conjunto de la sociedad (algo que ha conseguido en los estados confesionales). Es una organización que presume de su identidad cristiana y de su excelencia moral.

Para colmo, la ICR introdujo en la Edad Media normas absurdas y totalmente contrarias al evangelio, como el celibato de los ministros. Aunque ciertos estudios afirman que el celibato no incide en un mayor índice de abusos, lo cierto es que hasta representantes de la propia ICR han reconocido esa relación. Por ejemplo, el cardenal británico O’Brien declaró: «Me doy cuenta de que muchos curas han encontrado muy difícil gestionar el celibato» (La Razón, 25.2.13); él mismo renunció ante Benedicto XVI “por motivos de edad” tras ser acusado por sacerdotes y seminaristas «que supuestamente fueron víctimas de la conducta indebida del cardenal cuando se encontraban bajo su tutela durante la década de los 80» (La Razón, 25.2.13). Por cierto, pidió perdón y renunció, pero no se entregó a las autoridades para responder de sus delitos.

Desde que se han ido destapando los incontables abusos cometidos en el seno de la ICR en las últimas décadas (en realidad estos hechos han ocurrido siempre, como demuestra la historia –p. ej., ya en el siglo XVII “san” José de Calasanz encubrió a un abusador–), muchos jerarcas y apologetas (como el cardenal Dolan) se han defendido diciendo que otros colectivos presentan unas tasas más altas de abusos a niños. Pero el caso es que, aparte de la exactitud o no del argumento y de la miseria moral que implica, esos otros colectivos no han tejido nunca una red jerárquico-administrativa tan gigantesca para tapar los abusos del colectivo, como ha hecho el papado. Esa es la clave.

La misma estrategia victimista aplicó el cardenal Ratzinger en 2002, cuando afirmó: «Estoy personalmente convencido de que la permanente presencia de pecados de sacerdotes católicos en la prensa, sobre todo en Estados Unidos, es una campaña construida, pues el porcentaje de estos delitos entre sacerdotes no es más elevado que en otras categorías, o quizá es más bajo. En Estados Unidos vemos continuamente noticias sobre este tema, pero menos del 1% de los sacerdotes son culpables de actos de este tipo. La permanente presencia de estas noticias no corresponde a la objetividad de la información ni a la objetividad estadística de los hechos. Por tanto, se llega a la conclusión de que es querida, manipulada, que se quiere desacreditar a la Iglesia» (citado en Zenit, 19.4.05; añadimos negrita en las citas).

Las implicaciones de Juan XXIII, Juan Pablo II y Benedicto XVI

El veneradísimo Juan XXIII (en proceso de canonización por la ICR) ya emitió en 1962 un documento que «se centra, en principio, en la relación sexual entre un sacerdote y un miembro de su congregación. Sin embargo, en la medida en que se avanza en la lectura del texto se hallan instrucciones referidas a “las obscenidades perpetradas por un clérigo con un joven de cualquier sexo, o con animales”. Los obispos de todo el mundo eran llamados a manejar estos casos de la manera “más secreta posible”» (Diario de Córdoba, 18.8.03).

Posteriormente, tal como resumía y documentaba Paolo Flores d’Arcais en un artículo imprescindible (El País, 14.4.10), el papa Juan Pablo II y su cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y después papa, Joseph Ratzinger «impusieron una obligación taxativa a todos los obispos, sacerdotes, personal auxiliar, etcétera, para que no llegara a las autoridades civiles nada de lo que tuviera que ver con casos de pedofilia eclesiástica». Un motu proprio de Wojtyla señalaba: «Cada vez que el ordinario o el superior tuvieran noticia con cierta verosimilitud de un delito reservado, tras haber realizado una indagación preliminar, la señalarán a la Congregación para la Doctrina de la Fe». Como explica Flores d’Arcais, «papa y prefecto informados de todo (es más, siendo los únicos en saberlo todo) son, exclusivamente, quienes tienen la primera y última palabra acerca de los procedimientos que se han de seguir. La “pena” máxima (casi nunca infligida) no va más allá de la reducción al estado laico del sacerdote. Por lo general, el castigo se limita a trasladar al sacerdote de una parroquia a otra. Donde, obviamente, reiterará su delito. “Pena” exclusivamente canónica, en todo caso. No ha de efectuarse denuncia alguna ante las autoridades civiles: “Las causas de esta clase quedan sujetas al secreto pontificio“», secreto cuya terrible naturaleza criminal se explica en el artículo.

Siendo Ratzinger papa, el cardenal de Nueva York Timothy Dolan pidió permiso al Vaticano en 2007 para blindar 57 millones de dólares ante la avalancha de demandas por abusos sexuales. «Entre los archivos hay una carta que Dolan envió al Vaticano en la que se explica esta transferencia de fondos en 2007: “Con este movimiento preveo una mejor protección de los fondos ante cualquier reclamo legal o de responsabilidad”, recoge. El Vaticano aprobó la solicitud en cinco semanas. […] Los archivos también revelan que persuadió a sacerdotes acusados de abuso para que abandonaran voluntariamente la Iglesia a cambio de sustanciosos beneficios, y cómo frenó los procedimientos canónicos impulsados desde Roma para echar a los que no cooperaban. En una ocasión, el Vaticano tardó cinco años en expulsar a un sacerdote abusador. […] “A medida que las víctimas se están organizando y se hacen públicos más casos, la posibilidad de un escándalo es cada vez más real“, escribió Dolan en 2003 en otra carta dirigida al entonces cardenal Joseph Ratzinger» (El País, 2.7.13).

En 2010 el Tribunal Supremo de Estados Unidos atendió el caso de una víctima que había sido objeto de abusos en Oregón en los años 60 por parte de un cura irlandés que ya había sido acusado de pederastia en Irlanda y posteriormente en Chicago. El Tribunal Supremo (con una mayoría de jueces católicos desde hace años) solicitó opinión al gobierno de Obama, quien «pidió a la Corte Suprema de su país otorgar al Vaticano inmunidad en los juicios de sacerdotes acusados de haber cometido abusos sexuales contra menores de edad en Estados Unidos» (TeleSur, 26.5.10). De este modo, Ratzinger y los jerarcas vaticanos se libraban de la posibilidad de tener que declarar en un tribunal. Ya en 2005 George Bush había otorgado inmunidad a Ratzinger, cuando la “Santa” Sede la había solicitado al convertirse este en jefe de estado por su cargo de papa (Diario Vasco, 29.3.10). Como siempre, los grandes poderes del mundo se unían para apoyarse en la impunidad y el abuso (ver El Eje Washington-Vaticano).

Posteriormente, el Tribunal Penal Internacional también cerró la vía de procesar a Ratzinger y sus colaboradores (Religión Digital, 15.5.13), y el Tribunal de Apelación de Oregón dictaminó contra la responsabilidad del Vaticano, con el argumento de la “Santa” Sede no tiene control de lo que hacen todos los sacerdotes en el mundo (La Razón, 7.8.13). Pero se obviaba la clave del asunto, que son las medidas obstruccionistas establecidas sistemáticamente por el papado.

Sólo como consecuencia de los escándalos difundidos por los medios de comunicación, Benedicto XVI, gravemente implicado en los encubrimientos durante décadas, comenzó a tomar algunas medidas, más de prevención que de resolución de casos del pasado (es decir, hasta hoy se mantiene la impunidad). Ha sido recientemente cuando la jerarquía ha empezado a dar instrucciones (y no lo está haciendo siempre) de que no se limiten a denunciar la pederastia internamente, sino que además se denuncie ante las autoridades civiles.

Ratzinger actuó enérgicamente en el caso del abusador Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, cuyos crímenes Juan Pablo II (también en proceso de canonización) y él mismo habían tapado sistemáticamente, como siguen denunciando sus víctimas. (Maciel falleció oportunamente, y sin haber sido procesado por sus fechorías, poco después de ser forzado a retirarse.) Por estas medidas, algunos cubrieron a Ratzinger de elogios, calificándolo de “barrendero de Dios” (¡!).

Con ocasión del último cónclave, el obispo maltés Charles Scicluna, fiscal del tribunal de la Doctrina de la Fe, ante la pregunta de si era justo que cuatro cardenales implicados por los escándalos de abusos estuvieran habilitados para elegir al nuevo papa, respondió: «Todos somos pecadores, y Dios sabrá obtener también cosas buenas de su presencia en el cónclave. Debemos tener cuidado al apuntar con el dedo acusador. Por lo demás, el primer colegio de apóstoles tampoco era para canonizarlo enteramente» (Páginas Digital, 26.2.13).

Como señala Alberto Athié, un antiguo sacerdote que denunció durante años sin éxito los sistemáticos abusos sexuales de Maciel (y cuyas denuncias ante la ONU finalmente consiguieron que ésta emitiera el reciente informe): «El procedimiento de desprecio a las víctimas, de encubrimiento a los pederastas, procede no solo de estrategias locales. Es una estrategia institucional. Con su fuente en el territorio del Vaticano y operado por la Santa Sede» (El País, 5.2.14).

Incluso algunos ultrapapistas sinceros han protestado, “sorprendidos” de ciertas conductas papales. Por ejemplo, Luis F. Pérez se escandalizaba de que ni Wojtyla ni Ratzinger hubieran tomado medidas contra el cardenal Law (Infocatólica, 3.3.10); hoy por hoy, Francisco sigue manteniéndolo en su retiro dorado en Roma.

Responsabilidad de Francisco

¿Qué tratamiento ha dado el papa Francisco a estos asuntos? Una de sus medidas ha sido establecer nuevas normas penales que incluyen disposiciones sobre abusos sexuales (Zenit, 11.7.13). Otra, nombrar una comisión de expertos sobre el tema (como suele decirse, crear una comisión es la forma elegante de quitarse un asunto de encima…).

El pasado 15 de enero Francisco puso en evidencia que, aparte de previsiones para el futuro, la interpretación del pasado sigue siendo la que se ha hecho hasta ahora. Dos enviados suyos comparecieron ante el Comité de la Convención de Derechos del Niño en Ginebra. Los miembros del Comité «no se mostraron muy satisfechos con las palabras del representante del Vaticano ante la ONU, Silvano Tomasi, que reconoció que entre el clero hay abusadores; aunque matizó que también los hay “entre los miembros de las profesiones más respetadas del mundo”. “Este hecho es especialmente grave” en el seno de la Iglesia, dijo, “ya que estas personas están en posiciones de gran confianza y son llamados a promover y proteger todos los elementos de la persona, como la salud física, emocional y espiritual”», reconoció, pero eludió una vez más la cuestión del encubrimiento papal desarrollado durante décadas. Y «tanto Tomasi como el obispo auxiliar de Malta, Charles Scicluna, el otro representante que participó en la comparecencia de más de seis horas ante los 18 miembros del comité de la ONU, respondieron con evasivas a las agudas e insistentes preguntas de estos expertos sobre los supuestos traslados de diócesis de los responsables de abusos, denunciados por las organizaciones de víctimas, la falta de transparencia en las investigaciones de la propia Iglesia o la respuesta del Vaticano ante estos casos. El mensaje de la Santa Sede fue constante: los religiosos no son funcionarios del Vaticano, dijo Tomasi, que argumentó que investigar y juzgar estos delitos corresponde a los Estados donde tuvieron lugar» (El País, 16.1.14). Leer más…

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