Se acercó a los últimos y se hizo uno de ellos. También él viviría sin familia, sin techo y sin trabajo fijo. Curó a los que encontró enfermos, abrazó a sus hijos, tocó a los que nadie tocaba, se sentó a la mesa con ellos y a todos les devolvió la dignidad. Su mensaje siempre era el mismo: “Éstos que excluís de vuestra sociedad son los predilectos de Dios”.

Bastó para convertirse en un hombre peligroso. Había que eliminarlo. Su ejecución no fue un error ni una desgraciada coincidencia de circunstancias. Todo estuvo bien calculado. Un hombre así siempre es una amenaza en una sociedad que ignora a los últimos.

Según la fuente cristiana más antigua, al morir, Jesús “dio un fuerte grito”. No era sólo el grito final de un moribundo. En aquel grito estaban gritando todos los crucificados de la historia. Era un grito de indignación y de protesta. Era, al mismo tiempo, un grito de esperanza.

Nunca olvidaron los primeros cristianos ese grito final de Jesús. En el grito de ese hombre deshonrado, torturado y ejecutado, pero abierto a todos sin excluir a nadie, está la verdad última de la vida. En el amor impotente de ese crucificado está Dios mismo, identificado con todos los que sufren y gritando contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos.

En este Dios se puede creer o no creer, pero nadie se puede burlar de él. Este Dios no es una caricatura de Ser supremo y omnipotente, dedicado a exigir a sus criaturas sacrificios que aumenten aún más su honor y su gloria. Es un Dios que sufre con los que sufren, que grita y protesta con las víctimas, y que busca con nosotros y para nosotros la Vida.

Para creer en este Dios, no basta ser piadoso; es necesario, además, tener compasión. Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e identificarnos un poco más con ellos.

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