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Infancia

Jueves, 2 de febrero de 2023
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En la Fiesta de la Presentación del Señor.

Del blog Nova Bella:

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Miramos el mundo una única vez,

en la infancia.

El resto es memoria.

*

Louise Gluck

***

Cuarenta días después de la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Presentación del Señor, acontecimiento del que habla el evangelista Lucas en el capítulo 2. En Oriente, la celebración de esta fiesta se remonta al siglo IV, y desde el año 450 se denomina “Fiesta del Encuentro”, porque Jesús “encuentra” el templo y sus sacerdotes, pero también a Simeón y Ana, figuras del pueblo de Dios. Hacia mediados del siglo V, la fiesta también se celebra en Roma. Con el tiempo, se añadió a esta fiesta la bendición de las velas, para recordar a Jesús “Luz de los Gentiles”.

Mis ojos han visto a tu Salvador.

 

Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

*

Lucas 2, 22-40

***

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“Fe sencilla”. Presentación del Señor – A (Lucas 2,22-40)

Jueves, 2 de febrero de 2023
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Jesús-es-presentado-en-el-temploEl relato del nacimiento de Jesús es desconcertante. Según Lucas, Jesús nace en un pueblo en el que no hay sitio para acogerlo. Los pastores lo han tenido que buscar por todo Belén hasta que lo han encontrado en un lugar apartado, recostado en un pesebre, sin más testigos que sus padres.

Al parecer, Lucas siente necesidad de construir un segundo relato en el que el niño sea rescatado del anonimato para ser presentado públicamente. ¿Qué lugar más apropiado que el Templo de Jerusalén para que Jesús sea acogido solemnemente como el Mesías enviado por Dios a su pueblo?

Pero, de nuevo, el relato de Lucas va a ser desconcertante. Cuando los padres se acercan al Templo con el niño, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los pobres.

Tampoco vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus «tradiciones humanas» en los atrios de aquel Templo. Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana.

Quienes acogen a Jesús y lo reconocen como Enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama Simeón («El Señor ha escuchado»), la anciana se llama Ana («Regalo»). Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todos los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.

Los dos pertenecen a los ambientes más sanos de Israel. Son conocidos como el «Grupo de los Pobres de Yahvé». Son gentes que no tienen nada, solo su fe en Dios. No piensan en su fortuna ni en su bienestar. Solo esperan de Dios la «consolación» que necesita su pueblo, la «liberación»que llevan buscando generación tras generación, la «luz» que ilumine las tinieblas en que viven los pueblos de la tierra. Ahora sienten que sus esperanzas se cumplen en Jesús.

Esta fe sencilla que espera de Dios la salvación definitiva es la fe de la mayoría. Una fe poco cultivada, que se concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, que se formula en expresiones poco ortodoxas, que se despierta sobre todo en momentos difíciles de apuro. Una fe que Dios no tiene ningún problema en entender y acoger.

José Antonio Pagola

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“Fe sencilla”. Presentación del Señor – A (Lucas 2,22-40)

Domingo, 2 de febrero de 2020
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presentationEl relato del nacimiento de Jesús es desconcertante. Según Lucas, Jesús nace en un pueblo en el que no hay sitio para acogerlo. Los pastores lo han tenido que buscar por todo Belén hasta que lo han encontrado en un lugar apartado, recostado en un pesebre, sin más testigos que sus padres.

Al parecer, Lucas siente necesidad de construir un segundo relato en el que el niño sea rescatado del anonimato para ser presentado públicamente. ¿Qué lugar más apropiado que el Templo de Jerusalén para que Jesús sea acogido solemnemente como el Mesías enviado por Dios a su pueblo?

Pero, de nuevo, el relato de Lucas va a ser desconcertante. Cuando los padres se acercan al Templo con el niño, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los pobres.

Tampoco vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus «tradiciones humanas» en los atrios de aquel Templo. Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana.

Quienes acogen a Jesús y lo reconocen como Enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama Simeón («El Señor ha escuchado»), la anciana se llama Ana («Regalo»). Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todos los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.

Los dos pertenecen a los ambientes más sanos de Israel. Son conocidos como el «Grupo de los Pobres de Yahvé». Son gentes que no tienen nada, solo su fe en Dios. No piensan en su fortuna ni en su bienestar. Solo esperan de Dios la «consolación» que necesita su pueblo, la «liberación» que llevan buscando generación tras generación, la «luz» que ilumine las tinieblas en que viven los pueblos de la tierra. Ahora sienten que sus esperanzas se cumplen en Jesús.

Esta fe sencilla que espera de Dios la salvación definitiva es la fe de la mayoría. Una fe poco cultivada, que se concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, que se formula en expresiones poco ortodoxas, que se despierta sobre todo en momentos difíciles de apuro. Una fe que Dios no tiene ningún problema en entender y acoger.

José Antonio Pagola

 

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Domingo 2 de febrero de 2014. Presentación del Señor. 4ª semana de tiempo ordinario.

Domingo, 2 de febrero de 2014
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presentacio0301n-de-jesu0301s-en-el-templo-01-0028010029Leído en Koinonia:

Mal 3,1–4: Entrará en el santuario el Señor a quien ustedes buscáis
Salmo responsorial 23: El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria
Heb 2,14–18: Tenía que parecerse en todo a sus hermanos
Lc 2,22–40: Mis ojos han visto a tu Salvador

El domingo cuarto del tiempo ordinario se ve desplazado en este domingo por la celebración de «La presentación del Señor», fiesta del 2 de febrero. No importa demasiado, porque no estamos en un tiempo «fuerte» del año litúrgico, ni los domingos del llamado «tiempo ordinario», en el que estamos, guardan un sentido mínimo de secuencia que pudiera verse alterada. Aunque hace unas cinco semanas hemos celebrado la navidad, y hace menos de un mes el «bautismo del Señor» —en el que lo dejábamos ya con sus treinta años—, hoy, inesperadamente volvemos atrás, de un día para otro, para poner en el centro de la atención del foco litúrgico al niño Jesús presentado en el templo. Son cosas que la reforma litúrgica conciliar no se atrevió a «racionalizar un poco más». El 2 de febrero no es ningún aniversario histórico de la presentación de Jesús en el templo, de forma que se puede desligar perfectamente de esa fecha y ponerla en un lugar más razonable dentro del desarrollo del «año litúrgico». (Otro tanto pasa a varias fiestas y solemnidades, que nos traen y nos llevan hacia adelante y hacia atrás en el año litúrgico, sin más razón que la mera tradición de las fiestas litúrgicas populares).

Pero eso sería sólo uno de los problemas. Otro, más importante, situado a un nivel más profundo, es la plausibilidad misma de hacer de estas escenas de los evangelios de la infancia una celebración litúrgica tan importante que «vence sobre la celebración del domingo» correspondiente. ¿Estamos seguros de que el hombre y la mujer de hoy se sentirán bien al verse sorprendidos este domingo, al entrar este domingo en la Iglesia y ver girar todo en torno a la escena del niño presentado en el templo? Es bien conocida la escena para los biblistas e incluso para los cristianos laicos asiduos a la catequesis bíblica; ¿pero será una escena susceptible de montar sobre ella un mensaje inteligible para el hombre y la mujer de hoy? ¿O sería mejor que la arquitectura del año litúrgico se montara sobre una visión más amplia, más actual, menos encerrada en las páginas bíblicas? Creemos que sí. Y lo decimos, para no cooperar con nuestro silencio a la sensación falsa de que «aquí no pasa nada», todo está bien en la liturgia de la Iglesia católica, sólo son las personas cristianas descreídas las que van abandonando masivamente —por decenas, o centenas de millones— las que abandonan la práctica de la liturgia dominical.

Para quienes no comparten este punto de vista crítico, montar una homilía «tradicional» no les resultará difícil. Les recomendamos acudir a los comentarios bíblico-litúrgicos oficiales, o a las notas de la misma Biblia, e instalarse y sumergirse en el escenario de la «teología bíblica» propia de los evangelios de la infancia. Los oyentes habituales, ya acostumbrados, aprietan la tecla correspondiente, y son capaces de escuchar con toda naturalidad esa teología de hace casi dos mil años; tiene un encanto propio, que seduce y calma los espíritus. Quienes no gustan de ser retrotraídos al mundo mental de esas argumentaciones y representaciones —principalmente los jóvenes— hace tiempo que han abandonado la liturgia.

En cuanto a la historicidad del relato, de esta escena neotestamentaria, ya sabemos que se trata de una construcción teológica, escrita varias décadas después de cuando pudo tener lugar y, con toda verosimilitud, sin ningún recuerdo histórico de base; está construida toda ella, como es fácil adivinar, en función de reinterpretar al Jesús nazareno muerto en la cruz en el marco de esa visión profética y mesiánica de la que echa mano el texto del evangelio de hoy. Es bien conocido.

Por otra parte la Iglesia católica celebra hoy la Jornada de la Vida Religiosa.

En primer lugar muchos se preguntarán por qué escogieron (ha sido hace bien pocos años) por qué se ha escogido esta fecha-celebración para celebrar en ella la jornada de la vida religiosa. ¿Se preguntarán a quién preguntaron quienes decidieron, o si tales personas que decidieron eran miembros de la vida religiosa o si, al menos, la conocían. Porque todo parece indicar que la naturaleza de la vida religiosa es bien difícil de relacionar con esa escena del evangelio —si es que concebimos la vida religiosa con suficiente rigor—. A quienes quieran aprovechar la ocasión para presentar ante el pueblo de Dios una reflexión sobre ella, les será difícil —o demasiado artificioso— tratar de relacionarla con «la presentación del Señor». Será mejor que cambien los textos, o que sencillamente presenten el tema sin pretender crear una relación artificial con el texto.

La vida religiosa institucionalizada en la Iglesia no arranca desde el principio del cristianismo. Surgió espontáneamente, desinstitucionalizadamente, y fue sólo más tarde cuando se fue institucionalizando. Como tantas otras cosas, acabó no sólo institucionalizada, sino «cautiva» de la institución.

Puede ser bueno recordar que, hace sólo cincuenta años, hasta el Concilio Vaticano II, hablábamos de la vida religiosa en términos de «la vida de perfección en la Iglesia». Era el «estado de perfección», el más perfecto (poniendo aparte el estado episcopal, del que se decía que era el «estado de perfección adquirida», status perfectionis adquisiate, frente al de los religiosos, que sólo era estado de perfección por adquirir, status perfectionis adquirendae).

Con el Concilio implosionó toda aquella teología y se derrumbó sin dejar rastro, quedó totalmente abandonada, de golpe prácticamente. Comenzó a hablarse de los consejos evangélicos y del «seguimiento de Jesús». Era un nuevo camino, sin retorno; nunca volveríamos atrás.

Ya en el posconcilio surgió la teología de los carismas religiosos: cada «familia espiritual» en la Iglesia se constituye en torno a un carisma (gracia) otorgada por Dios al fundador/a, no para ella, sino como una gracia trasmisible destinada a se compartida con otros y prolongada en la historia mediante la misión de esa familia religiosa. Las congregaciones se volcaron —empujadas por la Iglesia misma— a la tarea de (re)descubrir el carisma de su fundador y su propio carisma. Esta teología de los carismas ha sido una creación realmente feliz y ha prestado un servicio muy interesante a la identidad y misión de las familias espirituales, de las congregaciones religiosas.

Pero podemos decir que ya está superada. Los tiempos han cambiado demasiado. La problemática conciliar ha quedado enteramente desplazada por nuevas cuestiones, muy profundas, que en aquellos tiempos no podían ser captadas ni imaginadas. Hace tiempo ya que la teología de la vida religiosa ha evolucionado hacia planteamientos más profundos y existenciales. La vida religiosa sería fundamentalmente radicalidad. Todos los humanos somos religiosos, tenemos esa dimensión profunda en nuestra existencia; pero hay personas en las que esa dimensión se convierte en central y dominante, hasta el punto de poner entre paréntesis dimensiones muy naturales y «normales» de la vida (matrimonio, paternidad/maternidad, independencia, proyecto familiar, y a veces profesionalidad civil). La vida religiosa se puede identificar por la «liminalidad» que representa en su realización (ese estar en el limen, en el límite de la experiencia religiosa.

Esta perspectiva ha ampliado notablemente el concepto de la vida religiosa, a saber: no se trata de un concepto netamente cristiano, sino profundamente humano; la vida religiosa no sería cristiana (no la fundó Jesús), sino que está presente en muchas religiones y es una realidad de la vida humana, incluso civil (hay formas y estados de vida en los que el sujeto hipoteca aspectos y dimensiones naturales «normales» de su vida, para vivir en la radicalidad del compromiso y de la entrega).

Dentro del cristianismo, la vida religiosa sería el seguimiento radical de Jesús. Y ahí surge una dificultad grave: la forma canónica de la vida religiosa católica no puede identificarse con esa definición, porque está marcada por una fundamental «cautividad institucional»: no pone, no puede poner todo bajo el seguimiento de Jesús; por encima de este seguimiento está en última instancia la autoridad incontestable e incuestionable de la institución eclesiástica. Los institutos religiosos han de ser aprobados canónicamente para existir. Una vez aprobados no son ya una iniciativa libre de seguimiento radical de Jesús, sino una institución canónica de la Iglesia católica, sobre la que siempre pesa la hipoteca de la sumisión a la autoridad eclesiástica, externa a la familia religiosa, por encima incluso de lo que los religiosos en cuestión perciban en conciencia como exigencia de la radicalidad, del seguimiento radical de Jesús. El conflicto de la profecía y la radicalidad de los religiosos frente a las imposiciones de las congregaciones vaticanas (para la vida religiosa o para la doctrina de la fe), lo hemos vivido clamorosamente en las últimas décadas: religiosos que se querían comprometer con los pobres, que elaboraban una teología profética, que renovaban sus constituciones en la línea de la espiritualidad de la liberación… y que no podían hacerlo porque, en Roma, los monseñores de turno —la mayor parte de las veces no religiosos— simplemente lo prohibían. En la iglesia católica la vida religiosa puede ser seguimiento de Jesús sólo hasta donde el derecho canónico lo permite y/o hasta donde la curia vaticana lo consienta, no seguimiento radical-liminal de Jesús. Es una de las reformas profundas pendientes en la Iglesia.

En esta situación, no tiene de extraño que haya muchas formas de «vida radical» fuera de la vida religiosa católica, en el amplio mundo del Pueblo de Dios: personas que entregan radicalmente su vida a causas generosas y desinteresadas, libres de mediaciones institucionales.

Será bueno aprovechar la homilía para exponer con claridad a los fieles, por unos pocos minutos, la naturaleza evangélica de la vida religiosa, y la necesidad de dejarle renovarse liberándola de toda cautividad institucional. Leer más…

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Dom 2.2.14. Candelaria. Una luz, siete dolores

Domingo, 2 de febrero de 2014
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Del blog de Xabier Pikaza:

Este domingo (4º del tiempo ordinario) cae en 2 de Febrero, un día de fiesta de Jesús y de su madre María, que se conoce con varios nombres:

— Presentación de Jesús en el Templo, para así ofrecerlo a su Dios; los hombres representados por María y José “regalan” a Dios lo más grande que tienen, su hijo primogénito, la Luz de las Naciones.

— Purificación de la madre María, a la que Simeón descubre su destino sufriente y activo de Madre. Ésta es la fiesta de los siete dolores que purifican e iluminan, cuando se asumen al servicio de los demás.

— Fiesta de la Luz, día de las Candelas… que se ha venido celebrando en gran parte del mundo católico. A los cuarenta días del nacimiento de Jesús (terminando el ciclo “cuaresmal” de Navidad), los creyentes (especialmente las mujeres) acudían a la iglesia con velas/candelas, dando gracias por la vida.

Largos son estos temas y no puedo desarrollarlos de forma expresa. Por eso me centro hoy sólo en la espada de María.

El evangelio habla sólo de una espada. La tradición suele hablar de siete espadas, que responden a los “siete dolores” de la madre María.

El pueblo cristiano (especialmente las mujeres) han sabido sufrir y gozar este día, compartiendo el dolor y la entrega de la Madre de Jesús al servicio de la vida… El mismo sufrimiento así vivido se hace Luz, la Cruz se hace Pascua.

— Por el dolor de las madres seguimos viviendo, sus siete espadas crean y sostienen nuestra paz.

— Por el gozo-luz de las madres seguimos esperando, sus siete candelas alumbran e impulsan nuestro destino

Quizá mañana o pasado vuelva al principio del tema (la oración de Simeón). Hoy sólo me ocupo de su palabra central sobre María. Feliz fin de semana y domingo de Candelas

Texto

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:

Mira, éste ha sido puesto como (causa de) caída y resurrección de muchos en Israel,
como una señal controvertida, y una espada atravesará tu misma alma,
para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones (2, 33-35)

Primera espada,
la solidaridad de María.

Como patriarca/profeta de Israel habla Simeón. Ha bendecido a Dios por Cristo, puede ya morir; pero no lo hace sin haber trazado previamente la tarea (o destino) de la madre mesiánica. Es como si el padre (José) sólo tuviera que vivir las cosas en lo externo. La madre en cambio las revive y anticipa: ella repite y actualiza en sus entrañas el camino de Jesús. Para que sepa a lo que está comprometida, en nombre del Dios israelita, le dice Simeón:

Mira, éste ha sido puesto como (causa de) caída y resurrección de muchos en Israel, como una señal controvertida, y una espada atravesará tu alma, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones (2, 34-35)

Hay algunas cosas claras en el texto y de ellas partiremos para interpretar después las más oscuras (la espada de María). Es claro el hecho de que el Cristo será causa de caída y resurrección de muchos en Israel (una señal controvertida) y no todos se alegrarán de su venida como Simeón; no todos cantarán ante él el canto de la bella muerte redentora (mesiánica). Unos se alzarán en Cristo, descubriendo el sentido de la verdadera resurrección israelita. Otros caerán, rechazando el mesianismo y perderán al fin su vida (su esperanza) (1).

Esta es la experiencia más sangrante de la iglesia antigua, la historia que Pablo ha vivido de forma muy dura y que Lucas recoge luego en Hechos. Jesús será (ha sido y es) bandera o señal discutida; ante ella se alzarán, litigarán unos con (contra) otros, judíos, cristianos…> De esa forma, lo que antes fue gozosa esperanza y motivo de canto viene a convertirse en voz de llanto, profecía de desdichas.

En este contexto resulta significativo el tema de la caída y elevación, que viene a situarnos donde nos ponía ya el Magníficat: «derriba a los potentados…, eleva a los oprimidos» (Lc 1,52). Pero hay una diferencia, al menos en principio.

El canto de María presentaba la suerte de los hombres de de un modo general: lo que definía la vida era el poder y la opresión, la riqueza y la pobreza que nos tiene a todos divididos (1,51-53).

Por el contrario, Lc 2,34-35 presenta el mismo tema en relación con Cristo: él personifica y decide el gran cambio (caída-elevación), es como un catalizador que «eleva a los pobres de la tierra y disgrega, disipa, a los que pretenden realizarse como potentados» (cf. Lc 1,51-53).

De una forma muy precisa, el texto le llama señal de contradicción: signo o bandera donde vienen a expresarse y dividirse las suertes de los hombres. Pero veamos ya el tema concreto, distinguiendo los niveles de la profecía. Precisamente aquí se inscribe la tarea y respuesta de María. La batalla por Jesús viene a librarse dentro de su alma. Es como si ella debiera padecer una guerra civil en sus entrañas de madre mesiánica. Partiendo de ese fondo, de manera muy breve, esquemática y progresiva, mostraremos los seis restantes sentidos de ese intenso dolor materno de María. Ésta será la verdadera purificación de la madre de Jesús, el culmen de su maternidad.

Segunda espada.
María comparte el sufrimiento israelita.

Este es el primero y más preciso sentido de la escena. El signo de Jesús divide a los judíos: les enfrenta (les hace discutir) a unos con otros, les escinde (hace que caigan o se eleven). Pues bien, ella no puede quedar indiferente ante esa gran ruptura y crisis: es madre Israel, representante del pueblo mesiánico, como indicaba el Magníficat (Lc 1, 45-55). Por eso sufre: revive en sí el dolor entero de su pueblo. Leer más…

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Felicidad, admiración, entusiasmo. Fiesta de la Presentación de Jesús en el templo

Domingo, 2 de febrero de 2014
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Del blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre sj:

De lo mandado…

La fiesta que conmemoramos el 2 de febrero se basa en dos antiguas costumbres israelitas, ambas relacionadas con el nacimiento de un hijo primogénito.

La primera se refiere al niño. Hay que ofrecerlo al Señor, para simbolizar que Dios es el autor de la vida y tiene derecho a ella. Pero no se mata al niño (como quizá se hiciese en algunas culturas), sino que se lo rescata ofreciendo a cambio un animal.

La segunda se refiere a la madre. La generación y el parto la han puesto en contacto con el misterio de la vida. Ha quedado consagrada. En el lenguaje del antiguo Israel, muy distinto del nuestro, «ha quedado impura». Un término que escandaliza cuando lo aplicamos a María. Pero recordemos que, cuando un judío toca los Libros Sagrados, también queda «impuro», porque esos libros «manchan las manos». No se trata de que María haya cometido ninguna impureza ni hecho nada malo al dar a luz. Se trata de que ha transmitido el don misterioso de la vida. Se ha vuelto tan sagrada como los libros sagrados, y debe purificarse, como indica la ley en el capítulo 12 del Levítico.

Y eso es lo que cuenta Lucas con toda sencillez.

Cuando llegó el día de su purificación, de acuerdo con la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor; y para hacer la ofrenda que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.

… a lo inimaginable

Con las palabras anteriores podría haber terminado Lucas su relato. Pero introduce en ese momento a dos personajes (Simeón y Ana), que darán un sentido nuevo a los hechos.

La felicidad de Simeón

Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Movido, pues, por el Espíritu, se dirigió al templo. Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

‒ Ahora, dueño mío, según tu palabra, dejas libre y en paz a tu siervo; porque han visto mis ojos a tu Salvador, que has dispuesto ante todos los pueblos como luz revelada a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel.

Simeón es, sin duda, uno de los personajes predilectos de Lucas, en el que ha reflejado el ideal del israelita piadoso: no piensa sólo en sí mismo, espera el consuelo de Israel; se halla en íntimo contacto con Dios, el Espíritu se le comunica; y le llena de felicidad un niño de cuarenta días, débil, incapaz de decir dos palabras, pero al que confiesa como luz de los paganos y gloria de Israel. Al tenerlo en sus brazos, su vida adquiere ya pleno sentido. Puede morir en paz.

La admiración de los padres

El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño.

A lo largo del evangelio, Lucas ha sorprendido a María con el anuncio de Gabriel; luego a María y José con el relato de los pastores. Ahora los admira con lo que dice Simeón a propósito de la grandeza y misión de su hijo.

Es otra de las grandes enseñanzas de Lucas en este momento: Jesús es un misterio inagotable, que provoca siempre admiración, incluso a las personas más cercanas a él, sus padres. Un serio toque de atención para quienes pensamos saberlo todo de Jesús y que no tenemos nada nuevo que aprender sobre quién es, qué pretende, cómo actúa.

Hay bendiciones que matan

Simeón los bendijo y dijo a María, la madre:

‒ Mira, éste está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será una bandera discutida y así quedarán patentes los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará el alma.

A la madre de un bebé sólo se le debe decir que es muy guapo y está muy gordo. Decirle que será ingeniero o futbolista sería absurdo y temerario. Decirle que le creará muchos problemas sería señal de pésimo gusto y mala educación.

Pero Simeón deja de hablar como un anciano bondadoso y lo hace como un viejo profeta. Conoce el futuro de ese niño, que no ha venido a traer paz, sino espada, y será causa de conflicto y división. Y conoce el futuro nada feliz de la madre: será su propio hijo quien le clave la espada, no por falta de cariño, sino por fidelidad a su misión (aquí se anticipa la escena de Jesús en el templo a los doce años y todo lo que debió padecer María a lo largo de su vida al ver las persecuciones y críticas que sufría su hijo).

El entusiasmo de Ana, la beata revolucionaria

Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, había vivido con el marido siete años desde la boda y siguió viuda hasta los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos aguardaban el rescate de Jerusalén.

Judá y Jerusalén llevaban varias décadas bajo dominio romano cuando nació Jesús. No sólo los extranjeros, sino también gran parte de la clase alta judía (comenzando por los sumos sacerdotes) eran considerados los opresores del pueblo. Los grupos más politizados esperaban la liberación de Jerusalén, y algunos estaban dispuestos a llevarlo a cabo mediante la acción militar (los sicarios). Lo curioso y simpático de esta escena es que la protagonista del entusiasmo es una anciana de edad avanzada que no para de rezar y ayunar, pero que deposita sus esperanzas de liberación en ese niño.

Y nosotros, ¿qué?

Felicidad, admiración, desconcierto, entusiasmo. Jesús no deja indiferente.

Como aconseja san Ignacio de Loyola en los Ejercicios, lo importante es pedir «conocimiento interno del Señor, para que más le ame y le siga».

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