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Dom 2.2.14. Candelaria. Una luz, siete dolores

Domingo, 2 de febrero de 2014

Del blog de Xabier Pikaza:

Este domingo (4º del tiempo ordinario) cae en 2 de Febrero, un día de fiesta de Jesús y de su madre María, que se conoce con varios nombres:

— Presentación de Jesús en el Templo, para así ofrecerlo a su Dios; los hombres representados por María y José “regalan” a Dios lo más grande que tienen, su hijo primogénito, la Luz de las Naciones.

— Purificación de la madre María, a la que Simeón descubre su destino sufriente y activo de Madre. Ésta es la fiesta de los siete dolores que purifican e iluminan, cuando se asumen al servicio de los demás.

— Fiesta de la Luz, día de las Candelas… que se ha venido celebrando en gran parte del mundo católico. A los cuarenta días del nacimiento de Jesús (terminando el ciclo “cuaresmal” de Navidad), los creyentes (especialmente las mujeres) acudían a la iglesia con velas/candelas, dando gracias por la vida.

Largos son estos temas y no puedo desarrollarlos de forma expresa. Por eso me centro hoy sólo en la espada de María.

El evangelio habla sólo de una espada. La tradición suele hablar de siete espadas, que responden a los “siete dolores” de la madre María.

El pueblo cristiano (especialmente las mujeres) han sabido sufrir y gozar este día, compartiendo el dolor y la entrega de la Madre de Jesús al servicio de la vida… El mismo sufrimiento así vivido se hace Luz, la Cruz se hace Pascua.

— Por el dolor de las madres seguimos viviendo, sus siete espadas crean y sostienen nuestra paz.

— Por el gozo-luz de las madres seguimos esperando, sus siete candelas alumbran e impulsan nuestro destino

Quizá mañana o pasado vuelva al principio del tema (la oración de Simeón). Hoy sólo me ocupo de su palabra central sobre María. Feliz fin de semana y domingo de Candelas

Texto

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:

Mira, éste ha sido puesto como (causa de) caída y resurrección de muchos en Israel,
como una señal controvertida, y una espada atravesará tu misma alma,
para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones (2, 33-35)

Primera espada,
la solidaridad de María.

Como patriarca/profeta de Israel habla Simeón. Ha bendecido a Dios por Cristo, puede ya morir; pero no lo hace sin haber trazado previamente la tarea (o destino) de la madre mesiánica. Es como si el padre (José) sólo tuviera que vivir las cosas en lo externo. La madre en cambio las revive y anticipa: ella repite y actualiza en sus entrañas el camino de Jesús. Para que sepa a lo que está comprometida, en nombre del Dios israelita, le dice Simeón:

Mira, éste ha sido puesto como (causa de) caída y resurrección de muchos en Israel, como una señal controvertida, y una espada atravesará tu alma, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones (2, 34-35)

Hay algunas cosas claras en el texto y de ellas partiremos para interpretar después las más oscuras (la espada de María). Es claro el hecho de que el Cristo será causa de caída y resurrección de muchos en Israel (una señal controvertida) y no todos se alegrarán de su venida como Simeón; no todos cantarán ante él el canto de la bella muerte redentora (mesiánica). Unos se alzarán en Cristo, descubriendo el sentido de la verdadera resurrección israelita. Otros caerán, rechazando el mesianismo y perderán al fin su vida (su esperanza) (1).

Esta es la experiencia más sangrante de la iglesia antigua, la historia que Pablo ha vivido de forma muy dura y que Lucas recoge luego en Hechos. Jesús será (ha sido y es) bandera o señal discutida; ante ella se alzarán, litigarán unos con (contra) otros, judíos, cristianos…> De esa forma, lo que antes fue gozosa esperanza y motivo de canto viene a convertirse en voz de llanto, profecía de desdichas.

En este contexto resulta significativo el tema de la caída y elevación, que viene a situarnos donde nos ponía ya el Magníficat: «derriba a los potentados…, eleva a los oprimidos» (Lc 1,52). Pero hay una diferencia, al menos en principio.

El canto de María presentaba la suerte de los hombres de de un modo general: lo que definía la vida era el poder y la opresión, la riqueza y la pobreza que nos tiene a todos divididos (1,51-53).

Por el contrario, Lc 2,34-35 presenta el mismo tema en relación con Cristo: él personifica y decide el gran cambio (caída-elevación), es como un catalizador que «eleva a los pobres de la tierra y disgrega, disipa, a los que pretenden realizarse como potentados» (cf. Lc 1,51-53).

De una forma muy precisa, el texto le llama señal de contradicción: signo o bandera donde vienen a expresarse y dividirse las suertes de los hombres. Pero veamos ya el tema concreto, distinguiendo los niveles de la profecía. Precisamente aquí se inscribe la tarea y respuesta de María. La batalla por Jesús viene a librarse dentro de su alma. Es como si ella debiera padecer una guerra civil en sus entrañas de madre mesiánica. Partiendo de ese fondo, de manera muy breve, esquemática y progresiva, mostraremos los seis restantes sentidos de ese intenso dolor materno de María. Ésta será la verdadera purificación de la madre de Jesús, el culmen de su maternidad.

Segunda espada.
María comparte el sufrimiento israelita.

Este es el primero y más preciso sentido de la escena. El signo de Jesús divide a los judíos: les enfrenta (les hace discutir) a unos con otros, les escinde (hace que caigan o se eleven). Pues bien, ella no puede quedar indiferente ante esa gran ruptura y crisis: es madre Israel, representante del pueblo mesiánico, como indicaba el Magníficat (Lc 1, 45-55). Por eso sufre: revive en sí el dolor entero de su pueblo.

Cada persona es un pequeño micro-cosmos: lleva en sí la vida y muerte del conjunto de la tierra. Pues bien, María es un micro-Israel: reasume en sí la historia, la esperanza y la tragedia del pueblo de la alianza. En nombre de su gente ha dicho fiat (Lc 1, 37): se ha comprometido a encarnar y culminar en su persona la tarea que iniciaron la ley y los profetas. Ya no puede estar desentendida: no puede expulsar fuera de sí la lucha (ruptura, división, rechazo) de su pueblo.

Resonarán en sus entrañas los lamentos de Israel, retumbarán incesantes los tambores de las guerras judías desatadas en torno al Cristo, bandera discutida. Ella es desde ahora como una caracola marina donde llegan, se cruzan, combaten las olas de todos los mares. Así empiezan a dolerle en las entrañas los dolores del mesías sufriente que acuna en los brazos. Ha visto y cantado su gloria (Lc 1, 46-55). Ahora comparte su dolor, el llanto de cortante espada que divide a los judíos para que se revelen los pensamientos de muchos corazones (2, 35).

María no es madre/nodriza de un niño que invade tan sólo por nueve meses su cuerpo, para luego separarse de él, desentenderse, como si le fuera ajeno. María sigue llevando en su entraña de madre a ese niño nacido, hecho grande y convertido en bandera discutida. Por eso, la batalla por Jesús sigue librándose dentro de su entraña. Esta es la experiencia de solidaridad personal que quizá sólo una madre (o un enamorado) puede sentir de forma tan intensa. De ahora en adelante, la vida de María se conecta con la suerte de su hijo, como si un nuevo y más intenso (verdadero) cordón umbilical les vinculara. Desde ese fondo podemos dar algunos pasos y trazar otros momentos o aspectos de esta espada solidaria del hijo y de su madre (2).

Tercera espada.
El dolor de la fe, crisis del nacimiento mesiánico.

María ha dicho fiat y ha seguido en manos del misterio: ha dejado que su vida entera se haga espacio y tiempo para el nacimiento del mesías. Pero el Cristo está ya vivo y concreto (independiente) entre sus brazos y ella, haciéndose madre, ha de aprender a caminar con él en andadura de padecimiento. Habrá un influjo doble.

a) María enseñará a Jesús, ofreciéndole sus pechos y sus manos, su limpieza, su mirada, su cariño; le dará amor y palabra, le irá haciendo persona en su verdad humana, hasta el día en que él empiece ya a ocuparse por sí mismo de las cosas de mi Padre (Lc 2, 49).

b) Jesús enseñará a María en un camino largo, iluminado y doloroso, de maduración creyente. Ella tendrá que superar su vieja seguridad israelita para seguir a Jesús, tomando su cruz y negándose a sí misma (Lc 9, 23).

María se inicia desde ahora noche oscura de la fe, pues quien quiera salvar su vida la perderá; quien pierda por mí su vida la ganará (Lc 9, 24). Ésta es la paradoja más fuerte de la espada: María da la vida a su hijo para que luego el mismo hijo se la pida. Es hijo difícil; seguirle en el camino habrá de ser parto muy duro, de novedad en novedad, de sobresalto en sobresalto.

Pues bien, María no renunciará a la espada de su hijo, como sabe este pasaje de intensa profecía y como certifican Lc 2, 41-52 y Hch 1, 13-14. En el lugar donde el dolor ha sido más intenso y el corte más sangrante ha querido a mantenerse siempre, para renacer así en Jesús, para ganar y recibir la vida verdadera. Ha sabido hacer el fuerte camino de la fe, en andadura que le ocupará la vida entera. Ella ha dado luz y carne humana al Hijo de Dios. Pero, a su vez, su hijo mesías abrirá para su madre un programa y misterio de humanidad salvadora. Este hijo llenará, dará sentido y fuerza (sufrimiento y gozo), a todo su existencia.

Podría haber vivido más tranquila sin este hijo, sin mesías, como madre normal entre las madres y mujeres de la tierra. Pero ella ha respondido a Dios con fiat y se ha comprometido mantener su gesto, a dar su vida por (con) el hijo de sangre y espada de su entraña. De ahora en adelante llevará en el corazón la espina fuerte de su pasión; no la podrá ni la querrá arrancar jamás; sentirá siempre gozoso y dolorido su costado de mujer, amiga y madre (3).

Cuarta espada,
El dolor de los judíos que se pierden.

Ésta es un tema que aparece en la palabra radical de Pablo: «llevo una tristeza fuerte, un dolor de parto que no cesa; quisiera ser yo mismo un anatema en Cristo en favor de mis hermanos, compatriotas en la carne, los israelitas…» (Rom 9, 2-3). Aplicando estas frases a María, pudiéramos decir que ella no sufre sólo por la división interior del judaísmo (como señalábamos antes) sino también, y de una forma especial, por el rechazo ya concreto de aquellos que niegan al Cristo y, negándole, se pierden en caminos sin rumbo ni retorno.

Ella ha iniciado la andadura de la fe y sólo al fin (al interior) del sufrimiento que ella ha compartido con su hijo puede descubrir el gozo de la gloria de Jesús resucitado. Por eso debe padecer con Pablo y más que Pablo (cf. Gal 4, 19) este dolor de parto (odynê) que parece inútil, porque los judíos que se niegan a aceptar al Cristo destruyen su esperanza y vida. Este es, mirado en otra perspectiva, el mismo fuerte llanto y gran gemido de Raquel, la madre israelita, que llora inconsolable desde el fondo de su tumba por los hijos muertos, pues no quieren renacer, hallar la vida (cf. Mt 2, 16-18).

María es en Lc 2, 34-35 la verdadera madre israelita muy adolorada por la muerte de sus hijos. Ciertamente, ella no llora inconsolable como Raquel en Mt 2,18, pues la ruina de unos hijos significa el nacimiento en Cristo de otros muchos, conforme al sentido más profundo de la cita de Jer 31, 15 ss (que está al fondo de Mt 2,18). Pero es evidente que ella sufre el dolor de una espada en el alma: también eran sus hijos aquellos judíos que se pierden; cuando acepta por su fiat el amor del Cristo, ella asume también el gran dolor de todos los que pueden perderse al rechazarle.

Quita espada.
Compasión de Madre ante la Cruz de su Hijo (Jn 19, 25-27).

Esa asociación resulta no sólo oportuna sino también necesaria: Simeón, el profeta, ha descorrido ante los ojos de María el velo de su historia (el futuro de su hijo) que recibe su sentido en la cruz, junto a la que ella ha de estar (cf. Jn 19, 25-27). Ordinariamente, la madre sólo experimenta el nacimiento; no ve morir al hijo. Esta profecía, en cambio, ha vinculado Navidad y Pasión, la madre engendradora y la que sufre por la muerte de su hijo.

Éste es nacimiento de sangre: precisamente allí donde la vida brota y salta, en promesa radiante de futuro, viene a abrirse la más fuerte profecía o, mejor dicho, promesa de muerte. Simeón es profeta de amor y de gozo, como indicaba su canto; pero, al mismo tiempo, parece un agorero de dolores. Revivamos la escena. Estamos en el centro de una liturgia gozosa de nacimiento. Todo son parabienes a la madre, promesas de ventura para el hijo. Pues bien, sobre ese coro, creando un gran silencio de expectación admirada y de y miedo, se eleva la voz de Simeón que dice: ¡este niño morirá de muerte dura y tú, su madre, has de sufrirlo, llevando desde ahora la espada del dolor en tus entrañas!

Quizá no exista pasión (o compasión) más dolorosa. El niño es inocente (inconsciente): todavía nada sabe, sonríe y juega en la cuna (o en brazos de su madre), ajeno a todo lo que internamente sufren los que hablan a su lado. La madre, en cambio, sabe: tiene la certeza de que ha dado a luz un ser para la muerte y así lo va educando y madurando día a día, para que aprenda a morir, para que al fin lo crucifiquen (conforme a la visión del evangelio de Lucas).

En ese sentido, María representa a las madres, pues todas engendran a sabiendas un ser para la muerte.

Alguien pudiera sentir la tentación de matarlo ya (¡que no sufra después!) y de matarse luego (¡por no ver al hijo en cruz y muerto!). Pero María ha superado la tentación. Como gracia de Dios ha recibido la vida de este hijo destinado ya a morir desde la cuna. Le ha aceptado para amarle y crecerle en amor, para quererle y dejarse querer, en la más fuerte de todas las historias de familia de la tierra. Ella le acepta sabiendo que él ha de sufrir, clavándole una espada. Ella es mujer que sabe y sabiendo ha colaborado en su fiat. Es mujer que espera y esperando ha cantado en el Magníficat la gloria de una tierra ya pacificada. Finalmente es mujer que quiere y queriendo acepta y cría a este hijo de la muerte.

Ellos dos, madre e hijo, forman en el mundo la más fantástica pareja de amor y de sufrimiento creador de vida. Allí donde parece que todo acaba roto, que no queda más que llanto (sorber la derrota, dejarse morir, olvidarse en la droga), ellos asumen el camino de la vida, en gesto de fidelidad, al servicio de todos los humanos (4)

Sexta espada.
Madre de todos los que sufren.

Así lo ha sabido desde antiguo (al menos desde el siglo XIII) una tradición redentora que se refleja, por ejemplo, en la devoción de la Virgen de la Merced o misericordia en favor de los desamparados, oprimidos y cautivos. Siendo madre del mesías universal ya no es sólo madre israelita (nueva Sara, Raquel o Rebeca) sino madre de la humanidad mesiánica, es decir, de todos los varones y mujeres que se encuentran incluidos y representados en el Cristo.

De manera consecuente, ella padece en carne viva el dolor de la humanidad sufriente. Ese dolor es como espina de un amor universal que le hace sufrir también por (con) todos, es el lamento de la madre verdadera (Eva buena) que, siendo para el Cristo, ha de vivir en gesto de servicio universal.

Por eso, María lleva en su entraña la pasión de todos los hambrientos y sedientos, exilados y desnudos, enfermos y cautivos que forman la hermandad o cuerpo sufriente de Jesús sobre la tierra (cf. Mt 25, 31-46).

Pero ella no sufre para desvanecerse, entrando así en neurosis destructiva, sino de manera creadora, convirtiendo su dolor en trauma de más alto alumbramiento. No es inútil su espada, no es infértil su llanto. La siembra del dolor se ha convertido dentro de su alma en gran cosecha redentora: ha transformado el llanto en germen de bienaventuranza (como sabe Lc 6,21).

Todos los devotos de María deben traducir su devoción en gesto de amor fuerte en favor de los desamparados, afligidos y cautivos de la tierra. Quien sólo es devoto aisladamente no es aún devoto de María. Quien se limita a rezarla sin más no la reza todavía. Sólo es devoto y alaba de verdad el que se pone, al mismo tiempo, a su servicio, es decir, al servicio de un amor que da de comer a sus hijos hambrientos, que visita y redime a los cautivos, que consuela a los desamparados.

Espada séptima.
Para que se revelen los pensamientos.

María ha traducido el camino de Jesús en forma de meditación interior, del corazón (Lc 2,19), viviendo y convirtiendo ese camino en vida de su vida, en un proceso de participación cordial que le lleva hasta la pascua, cuando ella ha transmitido su riqueza de creyente al resto de la Iglesia (Hch 1,14). Desde ese fondo hemos de unir los dos aspectos del misterio: a) María conserva en su corazón y medita interiormente los aspectos del camino de Jesús (como veremos en el apartado siguiente); b) Ella sufre en su alma (psyche), es decir, en su proyecto vital, la exigencia de purificación de Jesús. Ella es, ante todo, corazón: interioridad que acoge la presencia de Jesús, en gesto de conocimiento participativo (cf. Lc 2,19.51). También es alma: se despliega y madura vitalmente en un camino de unión con Jesucristo (2,35).

El Magníficat presentaba a María como un alma que engrandece al Kyrios (Lc 1,46): alma era el deseo de su vida abierta hacia el Señor en actitud de admiración y de alabanza. Pues bien, ahora María se descubre como un alma atravesada por la espada: en el deseo de su vida ha introducido Dios la espada de Jesús, aquella «palabra poderosa y muy cortante que penetra hasta las mismas junturas del alma-espíritu, juzgando (desnudando) los deseos y pensamientos más profundos del mismo corazón» (cf. Heb 4,12-13).

Bajo el juicio de esa gran palabra se descubre María penetrada, iluminada y recreada en el dolor por esa llama de Dios que es Jesucristo.

Ella asume la cruz anticipada de aquel a quien lleva en sus brazos (cf. Lc 9, 23). La admiración y gozo de su canto (1,46-55) han recibido así forma de espada, conforme a lo que dice Heb 5,8 de su hijo Jesucristo: «ha conocido padeciendo». Ha descubierto la verdad de Dios en el dolor de su existencia, en un camino de maduración creyente que sólo adquiere sentido y plenitud por medio de la pascua. Precisamente en esta espada se refleja el dolor de pasión liberadora que proclamaba María:

«Derriba a los potentados…, eleva a los oprimidos; llena de bienes a los hambrientos, vacía a los ricos» (Lc 1,52-53).

Esa utopía tiene un precio y nadie puede excusarse de pagarlo diciendo: ¡es cosa de otros! Uniéndose a Jesús hasta el final, acompañándole en su entrega y padeciendo como espada su pasión, María encarna en su propia vida el tema del canto que ha cantado. Sólo de esa forma completa su tarea en la nueva comunión de liberados que es la Iglesia (Hch 1,14).

Conclusión

A partir de aquí se puede interpretar ya el contenido general del texto (Lc 2, 22-38) donde se vincula el signo de Jesús (¡una bandera discutida!) con el de María (¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma, de manera que sean revelados los pensamientos de muchos corazones!). Al fondo de esta asociación mariana puede hallarse el influjo de Is 7,14 donde el mismo Dios ofrece una señal de juicio y salvación para los hombres: «he aquí que una joven (virgen) está en-cinta y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, Dios con nosotros». En esa línea podemos afirmar que María, la madre de Jesús, pertenece al signo de Dios. Su camino de fe y maternidad forma parte del mismo evangelio.

El tema aparecía ya apuntado en el canto anterior de Simeón cuando presenta a Jesús como luz para revelación (apokalypsin) de los gentiles. Dios mismo se manifiesta por Jesús, para iluminar de esa manera a los gentiles que se hallaban antes en la oscuridad (cf. Lc 1,78-79), de manera que ellos puedan compartir la historia de la salvación. Sobre ese fondo aparece María. Ella está al lado de Jesús, con una espada en sus entrañas, para que «se revelen (apokalyphthosin) los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). Ciertamente, hay que empezar por la revelación activa de Dios que viene a explicitarse por Jesús, bandera de discusión. Pero a su lado está María, atravesada por la espada.

El canto de María (Lc 1,51) presentaba a los soberbios como enemigos de Dios por «el pensamiento de sus corazones» (dianoia kardias autón). Soberbios, autores de su propia condena, son aquellos que se elevan a sí mismos frente a Dios, a través de un pensamiento torcido del corazón que se traduce en la injusticia económico-social que ellos imponen por encima de los pobres (Lc 1,52-53).

La profecía de Simeón ha explicitado esa misma soberbia de los pensamientos del corazón (kardión dialogismoi) en forma cristológica y mariana: se destruyen y condenan aquellos que rechazan el signo de Jesús, tal como viene a reflejarse también en la espada de la madre.

El Magníficat condensaba la inversión escatológica a través de un signo mariano: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48 Pues bien, la profecía de Simeón nos lleva a la misma perspectiva, cuando ofrece un signo o reflejo mariano del juicio de Jesús en Lc 2,35.

El evangelio sabe que Jesús es el único juez verdadero que reina ya en su trono del cielo (cf. Hch 2,32-36), para venir al final, restableciendo (reconstruyendo) todas las cosas (cf. Hch 3,19-21). Pero ese mismo Jesús ha expandido su gesto judicial a los apóstoles: «os sentaréis sobre tronos juzgando a las doce tribus de Israel» (Lc 22,30). En esa misma línea, ampliando y profundizando el motivo del juicio, nuestro texto ha iluminado la figura de María.

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