He comentado ya este pasaje el último día, insistiendo con cierta extensión en los personajes: Un antiguo Simeón guerrero vengativo y un nuevo hombre de paz, dispuesto a morir, para que el niño viva. Una judía antigua (Judit) que degüella con rabia al enemigo , y una nueva judía (María), dispuesta a sufrir, dejando que atraviese su alma la espada para que el niño-humanidad viva.
Vuelvo hoy al mismo motivo insistiendo en el himno del anciano Simeón, Nunc Dimittis, puedes dejar que tu siervo muera: la última oración de cada día de la iglesia, (completas, por la noche) y la tarea de espada de la joven madre María, con su compromiso a favor de la vida.
Supongo conocido el texto (Lc 2, 22-32). Váyase a la Biblia o léase m postal del último día. Piense cada uno en la función de los personajes: Simeón, anciano Israel que acepta la muerte, por bien de la humanidad que nace). Joven María, madre que asume el sufrimiento/espada y tarea de la nueva humanidad. Niño de Dios (Jesús) por quien celebran la fiesta el anciano y la doncella. Nosotros que somos la humanidad de Dios.
Comienzo hoy, 1.2.25 un pequeño curso sobre el evangelio de Lucas, impartido por el CELAM (Conferencia Episcopal Latino-American) desde Bogotá. Al final del tema dejo propaganda, por si a alguien le interesa. Al principio va imagen.
El tema de hoy empieza con el amor de Simeón que muere, con el dolor amante de María que empieza, la fiesta del fuego de Dios y la luz de Candelas.
| Xabier Pikaza
Simeón. Saber morir, el último servicio de la vida
Madre e Hijo han asumido según ley los sacrificios de la sangre (2, 27). Simeón vive tan sólo para desplegar su sacrificio de esperanza. Nada le mantiene atado al mundo viejo; no tiene cosa alguna que defender, ni ley que cumplir, ni patrimonio social o familiar que mantener. Es un verdadero israelita a quien sostiene sólo en vida la promesa del mesías, la nueva humanidad que ha de llegar.
Es evidente que un hombre como éste (de quien no se dice ni siquiera que es anciano) lleva en sí la ancianidad de la ley, toda la historia de Israel y de los hombres. Por eso sabe ver: allí donde los otros sólo han visto la escena familiar de un niño pobre, llevado al santuario por sus padres, él descubre al Cristo de Dios por su Espíritu. Toma al niño en brazos y canta la más bella canción de despedida:
Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz…,
porque han visto mis ojos tu Salvación,
luz para revelación de los pueblos
y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 29-32)
Esta es canción de muerte y vida creadora para un buen israelita. Al decir a Dios que quiere (puede) ya morir, Simeón hace suya la historia del pueblo de la alianza: ha cumplido su tarea de vigía mesiánico en la historia de los hombres. Ha mantenido por siglos (milenios) la esperanza y ahora ha visto y ha palpado la presencia de Dios en un niño… (el tema de palpar a Dios a tientas es un elemento central del discurso de San Pablo en el areópago, Hch 17).
No conocemos a Dios ni le vemos con un kata-lejos y menos con un micro-scopio, sino que le vamos palpando a Dios hasta la ancianidad. Como portavoz de sus hermanos, buen israelita, gozoso de poder morir en paz, Simeón acoge y bendice al niño en sus manos. No podía haberse presentado de manera más hermosa el verdadero cumplimiento israelita.
Todo final es una muerte y Simeón es hombre que sabe (está dispuesto a) morir. Por eso, su canto de bendición de Dios con el niño en brazos es una verdadera ofenda de vida. Está dispuesto a morir ya, en amor colmado de esperanza, con todo lo que ha hecho y ha sentido a lo largo de los siglos el pueblo israelita. Con él termina el templo, se han cumplido ya los ritos de preparación; ahora sólo queda el nuevo porvenir del Cristo (en contra de aquellos israelitas que como los gobernantes del estado actual de Israel prefieren morir matando).
Sabe morir tras una vida cargada de esperanza: deja todo, absolutamente todo, para que se eleve así la luz mesiánica del Cristo. Esta es su palabra y canto, es la actitud de Simeón. Parece una actitud hermosa, muy judía, pero es claro que no todos los judíos se hallarán dispuestos a compartirla, uniendo como aquí se hace la luz de los gentilescon la gloria del pueblo de Israel (2, 32). Un tipo de luz, un tipo de fuego de candela tiene que morir (tema latente de Ex 3; muere porque no muere, se alegra muriendo).
Ahora puedes dejar a tu siervo morirse en paz, morir con gozo, cantando el último canto de la vida. Lo que muere así no es sólo Simeón; muere una forma de entender el pueblo israelita; acaba un tipo de templo, una experiencia de la historia y nacionalidad judía, tal como lo muestra toda la obra de Lucas (Lc y Hech).
Jesús suscita así una crisis de muerte y nuevo nacimiento. Para que el camino de promesa triunfe (en plano universal) tiene que morir Simeón (un modo de entender y de asumir el pueblo israelita de forma particular). Simeón acepta esa muerte, pero muchos judíos se alzarán con fuerza en contra de la crisis que Jesús suscita. Por eso, al vincularse al nuevo niño mesiánico, María misma queda dentro de esa crisis.
Ésta ha de ser la oración de nuestra iglesia-humanidad 2025.Sólo si estamos dispuestos a morir en paz, dando gracias a Dios, podremos vivir en lo que viene, es decir, en los que vienen. Sólo si muere nuestra iglesia podrá nacer la verdadera, la nueva iglesia.
-María debe aceptar su espada. María es Israel, es la iglesia, es la nueva humanidad (Lc 2, 33-35)
Simeón muere, no mata. Muere gozoso porque la historia cambia culmine, se consume y se consuma. Él representa al Israel que muere…. María, en cambio representa al Isael que nace, asumiendo la espada de la vida, con Jesús…,
Las palabras de Simeón crean gran sorpresa: son como una puerta que se abre al dolor de lo desconocido. Ellas no pueden discutirse o razonarse, nunca lograremos entenderlas, pues son como misterio de Dios que llega al alma, revelando su verdad más honda.
Así las reciben María y José, admirándose por ellas (2, 33). Simeón no les responde; simplemente les bendice (2, 34). Ha bendecido a Dios, dándole gracias por el niño que colma su esperanza y le permite ya morir en paz (2, 28). Ahora bendice a los padres (2, 34), pidiendo a Dios que ellos consigan cumplir bien su tarea, para estar acompañando al niño en los caminos de su crecimiento y entrega mesiánica.
Hasta aquí todo es normal: los padres (María y José) participan de la suerte y tarea del niño. Pero de pronto Simeón prescinde del padre José (como suponía la escena de las purificaciones: 2, 22-24) y se centra en el destino y suerte de la madre, asociándola de un modo abismalmente profundo con el hijo. Ella aparece aquí como el espejo limpio donde el futuro de Jesús puede mirarse: ella es su madre y a la vez su compañera. Leer más…
Cuarenta días después de la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Presentación del Señor, acontecimiento del que habla el evangelista Lucas en el capítulo 2. En Oriente, la celebración de esta fiesta se remonta al siglo IV, y desde el año 450 se denomina “Fiesta del Encuentro”, porque Jesús “encuentra” el templo y sus sacerdotes, pero también a Simeón y Ana, figuras del pueblo de Dios. Hacia mediados del siglo V, la fiesta también se celebra en Roma. Con el tiempo, se añadió a esta fiesta la bendición de las velas, para recordar a Jesús “Luz de los Gentiles”.
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo
-«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre:
-«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
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Lucas 2, 22-40
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Cómo se comporta Simeón ante la grandiosa perspectiva que ve abrirse para su pueblo, en el despuntar de los nuevos tiempos mesiánicos? Con pocas palabras, nos enseña el desprendimiento, la libertad de espíritu y la pureza de corazón.
Nos enseña cómo afrontar con serenidad ese momento delicado de la vida que es la jubilación. Simeón mira su muerte con serenidad. No le importa tener una parte y un nombre en la incipiente era mesiánica; está contento de que se realice la obra de Dios; con él o sin él, es asunto que carece de importancia.
El Nunc dimittis no nos sirve sólo para la hora de nuestra muerte o de nuestra jubilación. Nos incita ahora a vivir y a trabajar con este espíritu, a liberar la casa que construimos, pequeña o grande, de modo que podamos dejarla con la serenidad y la paz de Simeón. A vivir con el espíritu de la pascua: con la cintura ceñida, el bastón en la mano, puestas las sandalias, preparados para abrir al mismo Seńor cuando llame a la puerta.
Para poder hacer esto, es necesario que también nosotros, como el anciano Simeón, ‘estrechemos al niño Jesús en nuestros brazos’. Con él estrechado contra nuestro corazón, todo es más fácil. Simeón mira con tanta serenidad su propia muerte porque sabe que ahora también volverá a encontrar, más allá de la muerte, al mismo Señor y que será un estar todavía con él, de otro modo.
Hoy celebramos la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, pero no nos resistimos a meditar el evangelio que corresponde al IV domingo del Tiempo Ordinario con el que coincide este año:
Decir el pan, la lucha, el gozo, mel llanto,
el monótono sol, la noche ciega.
Verter la vida en libación de canto,
vino en la paz y sangre en la refriega.
Desnuda al viento mi palabra os llega.
Sobre la plaza de la fiesta canto.
Pido que todos entren en la siega.
Vengo a espantar las fieras del espanto.
Mediterráneamente luminosa
escancio en mi palabra cada cosa,
vaso de luz y agua de verdad.
Si el Verbo se hace carne verdadera,
no creo en la palabra que adultera.
Yo hago profesión de claridad.
*
Pedro Casaldáliga El Tiempo y la Espera, Sal Terrae, 1986
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En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga:
– “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.“
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.
Y decían:
– “¿No es éste el hijo de José?”
Y Jesús les dijo:
– “Sin duda me recitaréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.” Y añadió: “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, mas que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, mas que Naamán, el sirio.”
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
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Lucas 4, 21-30
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Me parece urgente volver a tomar conciencia de la naturaleza profética de la Iglesia. Fue en Pentecostés cuando nació como pueblo profetice Pero esta vocación significa prestar una atención constante a la venida del Reino de Dios en la historia. Testimonio, palabra y sabiduría son las tres manifestaciones de la cualidad profética de la Iglesia. Ahora bien, en la raíz del testimonio de vida y de la palabra explícita está el «sentido de la fe». Hablar de «sentido de la fe» significa reconocer que cada cristiano, al esforzarse por ser fiel a Cristo y a la inspiración de su Espíritu, recibe una iluminación que le permite discernir lo que debe o no debe hacer. Puede encontrar, en una situación concreta, lo que requiere la fe. Con todo, debe verificar, evidentemente, con los otros eso que intuye.
El profetismo no es una predicción del futuro, sino una lectura honda del presente. A partir de esta lectura, podemos detectar qué palabra y qué acción son urgentes. En una Iglesia que ya no se encuentra en una posición de fuerza en la sociedad, el cristiano vuelve a disponer de la posibilidad de lanzar una propuesta más libre y un testimonio más convincente: dice lo que tiene que decir, expresa lo que considera que está obligado a expresar. Ser profeta hoy podría significar disponer de la libertad de ser una instancia crítica, considerando con desprendimiento las seducciones actuales: individualismo, comodidad, seguridad… La conciencia escatológica que habita en la vocación cristiana debe infundir el valor necesario para ir contracorriente en algunas cuestiones, como la familia y la esfera conyugal.
La respuesta cristiana echa sus raíces en una elevada concepción del ser humano y en la convicción de que no estamos atados a la repetición de lo que siempre es igual: de que es posible la novedad. El cristianismo debe manifestar hoy su capacidad de humanización del hombre, que es la vía de la verdadera divinización.
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B. Chenu,
«La chiesa popólo di profeti», en Parola spiríto e vita 41 [2000],
238-239.246, passim.
Todavía hoy se da entre los cristianos un cierto «elitismo religioso» que es indigno de un Dios que es amor infinito. Hay quienes piensan que Dios es un Padre extraño que, aunque tiene millones y millones de hijos e hijas que van naciendo generación tras generación, en realidad solo se preocupa de verdad de sus «preferidos». Dios siempre actúa así: escoge un «pueblo elegido», sea el pueblo de Israel o la Iglesia, y se vuelca totalmente en él, dejando a los demás pueblos y religiones en un cierto abandono.
Más aún. Se ha afirmado con toda tranquilidad que «fuera de la Iglesia no hay salvación», citando frases como la tan conocida de san Cipriano, que, sacada de su contexto, resulta escalofriante: «No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre».
Es cierto que el Concilio Vaticano II ha superado esta visión indigna de Dios afirmando que «él no está lejos de quienes buscan, entre sombras e imágenes, al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y todas las cosas, y el Salvador quiere que todos los hombres se salven» (Lumen gentium 16), pero una cosa son estas afirmaciones conciliares y otra los hábitos mentales que siguen dominando la conciencia de no pocos cristianos.
Hay que decirlo con toda claridad. Dios, que crea a todos por amor, vive volcado sobre todas y cada una de sus criaturas. A todos llama y atrae hacia la felicidad eterna en comunión con él. No ha habido nunca un hombre o una mujer que haya vivido sin que Dios lo haya acompañado desde el fondo de su mismo ser. Allí donde hay un ser humano, cualquiera que sea su religión o su agnosticismo, allí está Dios suscitando su salvación. Su amor no abandona ni discrimina a nadie. Como dice san Pablo: «En Dios no hay acepción de personas» (Romanos 2,11).
Rechazado en su propio pueblo de Nazaret, Jesús recuerda la historia de la viuda de Sarepta y la de Naamán el sirio, ambos extranjeros y paganos, para hacer ver con toda claridad que Dios se preocupa de sus hijos, aunque no pertenezcan al pueblo elegido de Israel. Dios no se ajusta a nuestros esquemas y discriminaciones. Todos son sus hijos e hijas, los que viven en la Iglesia y los que la han dejado. Dios no abandona a nadie.
Malaquías 3,1-4: Entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis. Salmo responsorial: 23: El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria. Hebreos 2,14-18: Tenía que parecerse en todo a sus hermanos Lucas 2,22-40: Mis ojos han visto a tu Salvador.
El domingo del tiempo ordinario que correspondería celebrar, se ve desplazado en este domingo por la celebración de «La presentación del Señor», fiesta del 2 de febrero. No importa demasiado, porque no estamos en un tiempo «fuerte» del año litúrgico, ni los domingos del llamado «tiempo ordinario», en el que estamos, guardan un sentido mínimo de secuencia que pudiera verse alterada. Aunque hace unas cinco semanas hemos celebrado la navidad, y hace menos de un mes el «bautismo del Señor» –en el que lo dejábamos ya con sus treinta años–, hoy, inesperadamente volvemos atrás, de un día para otro, para poner en el centro de la atención del foco litúrgico al niño Jesús presentado en el templo. Son cosas que la reforma litúrgica conciliar no se atrevió a «racionalizar un poco más». El 2 de febrero no es ningún aniversario histórico de la presentación de Jesús en el templo, de forma que se puede desligar perfectamente de esa fecha y ponerla en un lugar más razonable dentro del desarrollo del «año litúrgico». (Otro tanto pasa a varias fiestas y solemnidades, que nos traen y nos llevan hacia adelante y hacia atrás en el año litúrgico, sin más razón que la mera tradición de las fiestas litúrgicas populares).
Pero eso sería sólo uno de los problemas. Otro, más importante, situado a un nivel más profundo, es la plausibilidad misma de hacer de estas escenas de los evangelios de la infancia una celebración litúrgica tan importante que «vence sobre la celebración del domingo» correspondiente. ¿Estamos seguros de que el hombre y la mujer de hoy se sentirán bien al verse sorprendidos este domingo, al entrar este domingo en la Iglesia y ver girar todo en torno a la escena del niño presentado en el templo? Es bien conocida la escena para los biblistas e incluso para los cristianos laicos asiduos a la catequesis bíblica; ¿pero será una escena susceptible de montar sobre ella un mensaje inteligible para el hombre y la mujer de hoy? ¿O sería mejor que la arquitectura del año litúrgico se montara sobre una visión más amplia, más actual, menos encerrada en las páginas bíblicas? Creemos que sí. Y lo decimos, para no cooperar con nuestro silencio a la sensación falsa de que «aquí no pasa nada», todo está bien en la liturgia de la Iglesia católica, sólo son las personas cristianas descreídas las que van abandonando masivamente —por decenas, o centenas de millones— las que abandonan la práctica de la liturgia dominical.
Para quienes no comparten este punto de vista crítico, montar una homilía «tradicional» no les resultará difícil. Les recomendamos acudir a los comentarios bíblico-litúrgicos oficiales, o a las notas de la misma Biblia, e instalarse y sumergirse en el escenario de la «teología bíblica» propia de los evangelios de la infancia. Los oyentes habituales, ya acostumbrados, aprietan la tecla correspondiente, y son capaces de escuchar con toda naturalidad esa teología de hace casi dos mil años; tiene un encanto propio, que seduce y calma los espíritus. Quienes no gustan de ser retrotraídos al mundo mental de esas argumentaciones y representaciones —principalmente los jóvenes— hace tiempo que han abandonado la liturgia.
En cuanto a la historicidad del relato, de esta escena neotestamentaria, ya sabemos que se trata de una construcción teológica, escrita varias décadas después de cuando pudo tener lugar y, con toda verosimilitud, sin ningún recuerdo histórico de base; está construida toda ella, como es fácil adivinar, en función de reinterpretar al Jesús nazareno muerto en la cruz en el marco de esa visión profética y mesiánica de la que echa mano el texto del evangelio de hoy. Es bien conocido.
Por otra parte la Iglesia católica celebra hoy la Jornada de la Vida Religiosa.
En primer lugar muchos se preguntarán por qué escogieron (ha sido hace bien pocos años) por qué se ha escogido esta fecha-celebración para celebrar en ella la jornada de la vida religiosa. ¿Se preguntarán a quién preguntaron quienes decidieron, o si tales personas que decidieron eran miembros de la vida religiosa o si, al menos, la conocían. Porque todo parece indicar que la naturaleza de la vida religiosa es bien difícil de relacionar con esa escena del evangelio —si es que concebimos la vida religiosa con suficiente rigor—. A quienes quieran aprovechar la ocasión para presentar ante el pueblo de Dios una reflexión sobre ella, les será difícil —o demasiado artificioso— tratar de relacionarla con «la presentación del Señor». Será mejor que cambien los textos, o que sencillamente presenten el tema sin pretender crear una relación artificial con el texto.
La vida religiosa institucionalizada en la Iglesia no arranca desde el principio del cristianismo. Surgió espontáneamente, desinstitucionalizadamente, y fue sólo más tarde cuando se fue institucionalizando. Como tantas otras cosas, acabó no sólo institucionalizada, sino «cautiva» de la institución.
Puede ser bueno recordar que, hace sólo cincuenta años, hasta el Concilio Vaticano II, hablábamos de la vida religiosa en términos de «la vida de perfección en la Iglesia». Era el «estado de perfección», el más perfecto (poniendo aparte el estado episcopal, del que se decía que era el «estado de perfección adquirida», status perfectionis adquisiate, frente al de los religiosos, que sólo era estado de perfección por adquirir, status perfectionis adquirendae).
Con el Concilio implosionó toda aquella teología y se derrumbó sin dejar rastro, quedó totalmente abandonada, prácticamente de golpe. Comenzó a hablarse de los consejos evangélicos y del «seguimiento de Jesús». Era un nuevo camino, sin retorno; nunca volveríamos atrás.
Ya en el posconcilio surgió la teología de los carismas religiosos: cada «familia espiritual» en la Iglesia se constituye en torno a un carisma fundacional (gracia) otorgadi por Dios al fundador/a, no para él mismo/a, sino como una «gracia trasmisible» destinada a ser compartida con otros y prolongada en la historia mediante la misión de esa familia religiosa. Las congregaciones se volcaron —empujadas por la Iglesia misma— a la tarea de (re)descubrir el carisma de su fundador y su propio carisma. Esta teología de los carismas ha sido una creación realmente feliz y ha prestado un servicio muy interesante a la identidad y misión de las familias espirituales, de las congregaciones religiosas.
Pero podemos decir que ya está superada. Los tiempos han cambiado demasiado. La problemática conciliar ha quedado enteramente desplazada por nuevas cuestiones, muy profundas, que en aquellos tiempos no podían ser captadas ni imaginadas. Hace tiempo ya que la teología de la vida religiosa ha evolucionado hacia planteamientos más profundos y existenciales. La vida religiosa sería fundamentalmente radicalidad. Todos los humanos somos religiosos, tenemos esa dimensión profunda en nuestra existencia; pero hay personas en las que esa dimensión se convierte en central y dominante, hasta el punto de poner entre paréntesis dimensiones muy naturales y «normales» de la vida (matrimonio, paternidad/maternidad, independencia, proyecto familiar, y a veces profesionalidad civil). La vida religiosa se puede identificar por la «liminalidad» que representa en su realización (ese estar en el limen, en el límite de la experiencia religiosa.
Esta perspectiva ha ampliado notablemente el concepto de la vida religiosa, a saber: no se trata de un concepto netamente cristiano, sino profundamente humano; la vida religiosa no sería cristiana (no la fundó Jesús), sino que está presente en muchas religiones y es una realidad de la vida humana, incluso civil (hay formas y estados de vida en los que el sujeto hipoteca aspectos y dimensiones naturales «normales» de su vida, para vivir en la radicalidad del compromiso y de la entrega).
Dentro del cristianismo, la vida religiosa sería el seguimiento radical de Jesús. Y ahí surge una dificultad grave: la forma canónica de la vida religiosa católica no puede identificarse con esa definición, porque está marcada por una fundamental «cautividad institucional»: no pone, no puede poner todo bajo el seguimiento de Jesús; por encima de este seguimiento está en última instancia la autoridad incontestable e incuestionable de la institución eclesiástica. Los institutos religiosos han de ser aprobados canónicamente para existir. Una vez aprobados no son ya una iniciativa libre de seguimiento radical de Jesús, sino una institución canónica de la Iglesia católica, sobre la que siempre pesa la hipoteca de la sumisión a la autoridad eclesiástica, externa a la familia religiosa, por encima incluso de lo que los religiosos en cuestión perciban en conciencia como exigencia de la radicalidad, del seguimiento radical de Jesús. El conflicto de la profecía y la radicalidad de los religiosos frente a las imposiciones de las congregaciones vaticanas (para la vida religiosa o para la doctrina de la fe), lo hemos vivido clamorosamente en las últimas décadas: religiosos que se querían comprometer con los pobres, que elaboraban una teología profética, que renovaban sus constituciones en la línea de la espiritualidad de la liberación… y que no podían hacerlo porque, en Roma, los monseñores de turno —la mayor parte de las veces no religiosos— simplemente lo prohibían. En la iglesia católica la vida religiosa puede ser seguimiento de Jesús sólo hasta donde el derecho canónico lo permite y/o hasta donde la curia vaticana lo consiente, no seguimiento radical-liminal de Jesús. Es una de las reformas profundas pendientes en la Iglesia.
En esta situación, no tiene de extraño que haya muchas formas de «vida radical» fuera de la vida religiosa católica, en el amplio mundo del Pueblo de Dios: personas que entregan radicalmente su vida a causas generosas y desinteresadas, libres de mediaciones institucionales.
Será bueno aprovechar la homilía para exponer con claridad a los fieles, por unos pocos minutos, la naturaleza evangélica de la vida religiosa, y la necesidad de dejarle renovarse liberándola de toda cautividad institucional. Leer más…
El próximo domingo, 2.2.25 celebramos con la tradición el fin del tiempo de Navidad, la fiesta de la de la paz, vinculando a dos varones y dos mujeres: (a) Por un lado está Simeón “guerrero” de la venganza israelita, con Judit cortando el cuello al enemigo. (b) Por otro lado está Simeón, el anciano de la paz que acoge a Cristo en sus brazos niño diciendo “ahora Señor puedes dejar a tu siervo morir en paz y diciendo a su madre que llevará siempre la espada de Dios en sus entrañas
No es normal que esta fiesta que han celebrado hasta ayer nuestros mayores se olvide actualmente. Me parece justo retomarla como fiesta de la “candelaria” como día de paz, con el nuevo Simeón y con María, ante Jesús, Candela de paz.
| Xabier Pikaza
Introducción. La Biblia de las venganzas de Dios. IT
En la línea de mi postal r puede situarse la oración del Eclesiástico, que recoge testigo de la venganza de Dios:
Sálvanos, Dios del universo, infunde terror a todas las naciones… Despierta la ira, derrama la cólera, doblega al opresor, dispersa al enemigo… Ten compasión del pueblo que lleva tu nombre; de Israel a quien nombraste tu primogénito; ten compasión de tu ciudad santa, de Jerusalén, lugar de tu reposo (Eclo 36, 1-2. 8-9. 17-18).
En esa línea puede situarse el motivo central de 2 Macabeos 14-15, pero en lugar de Antíoco IV hallamos al rey donde el general perverso cae vencido en el campo de batalla por Judas Macabeo el guerrero de la venganza de Dios. En un contexto semejante aparece Judit, la judía vengadora, que vende y mata (degüella) a Holofernes, guerrero infernal que que quiere destruir toda la tierra (cf. 2Mac 15,34-36; Jud 13, 9-10; 14, 6-13) [1].
Judit es la nueva la heroína de Israel, lo mismo que David en otro tiempo, al matar a Goliat y cortar su cabeza (cf 1Sam 17). Pero el tiempo de Judit ya no es tiempo de varones guerreros como “David (pues no los hay, todos están atemorizados), de mujeres fuertes que arriesgan su vida y alcanzan victoria con la ayuda del Dios de la venganza que se opone a Nabucodonosor, signo de los reyes opresores del mundo:
‒Por un lado está Nabucodonosor que se hace dios sobre la tierra, apareciendo así como enemigo del verdadero de Judá/Jerusalén. A su lado está Holofermes que representa el poder militar casi absoluto de ese rey anti-divino; da la impresión de que no tiene fallo alguno, no hay resquicio de debilidad en su estructura y fuerza combativa.
‒A otro lado está Judit, la bella y valiente judía que confía en el Dios verdadero y destruye el poder del falso y perversodios del mundo. Frente al poder brutal de los pueblos viene a triunfar la fe superior de la mujer, conforme a un tema expresamente desarrollado en 3 Esdras 3-5: fuerte es el vino, más fuerte el rey (guerrero), pero más fuerte todavía la mujer activa.
De esta forma, reflejando la política del tiempo, el libro nos introduce en la complejidad de los poderes humanos. Lo mismo que David, bello muchacho, venció con su honda frágil al durísimo guerrero Goliat, Judit, viuda bella “pero” religiosa, derrotó con la panoplia de su seducción al invencible general asirio, en el momento de suprema confusión del pueblo, cuando las autoridades de la ciudad simbólica (Betel/Betulia) deciden entregarse al enemigo, si las cosas no mejoran (Jud 7). Ella es la que dicta la más honda lección de teología vengadora a los judíos sitiados, pidiendo tiempo para realizar suplan. Ellos lo conceden, sin saber de que se trata (Jud 8), un plan que ella (descendiente de Simeón, el vengador antiguo) presenta ante Dios en oración:
Señor Dios de mi padre Simeón a quien pusiste en la mano la espada, para vengar a los extranjeros que violaron la matriz de una virgen para mancharla, que desnudaron sus partes para vergüenza y profanaron su matriz para deshonra; aunque tú habías dicho (no se actúe así! ellos lo hicieron. Por eso entregaste sus jefes a la muerte; y su lecho, envilecido por su engaño, con engaño quedó ensangrentado; heriste a esclavos con sus señores y a los señores con sus tronos. Entregaste sus mujeres al pillaje, sus hijas a la cautividad; y todos sus despojos fueron repartidos entre tus hijos queridos.
Aquí está los asirios, crecidos en su fuerza, orgullosos por sus caballos y jinetes, ufanos con el vigor de su infantería confiados en sus escudos, lanzas, arcos y hondas; no reconocen que tú eres el Señor que pones fin a las guerras. Tu nombre es Señor: destruye su poderío con tu fuerza, aplasta con tu cólera su dominio. Porque han decidido profanar tu santuario, manchar el tabernáculo donde descansa tu nombre glorioso, echar abajo con la espada los cuernos de tu altar. Mira su arrogancia, descarga tu ira sobre sus cabezas, pon en mi mano de viuda la fuerza para hacer lo que he pensado.
Aplasta por la seducción de mis labios al esclavo con el señor y al señor con su criado; quebranta su altivez por mano de una mujer. Pues tu poder no está en el número ni tu imperio en los poderosos; sino que eres Dios de los humildes, defensor de los pequeños, protector de los débiles, animador de los desanimados, salvador de desesperados… Haz que todo tu pueblo y todas las tribus conozcan y sepan que tú eres el único Dios, Dios de toda fuerza y poder y que no hay nadie que proteja a la raza de Israel fuera de ti (Jud 9, 2-14) [2].
Judit ha puesto su oración y gesto sobre el trasfondo de una historia de durísimo talión: Simeón y Leví vengaron antaño la “afrenta” de Dina, su hermana, violada/utilizada por Siquem el cananeo. Ellos, Simeón y Leví, mataron a todos los varones del lugar, después de haberlos engañado y debilitado con astucia, en un gesto que el libro del Génesis condena o, por lo menos, no ensalza (cf. Gen 34, 30-31; 49, 5-7). Pues bien, la nueva teología judía (cf. Jub 30; Test Leví) rehabilita a Simeón: es bueno vengar con sangre la afrenta de sangre que se hace a los judíos.
La oración de Judit asume y reelabora aquella saga de la venganza de Simeón actualiza y repetida por Judit, que degüella con engaño al cruel pero simple Holofernes. Desde este fondo ha de entenderse la oración que vincula el gesto de Simeón y el de Judit. En ese contexto ella define al Señor como Dios de Simeón, Dios de venganza:
‒Dios de Simón, Dios de Judit (Jud 9, 2-4).Éste es el Dios de Finés/Pinjás, sacerdote vengador, que mata al hebreo que pacta con la cananea (Núm 25,7-11 y a Ex 2,23). Este es el Dios de la judía (Judit) que emerge como nuevo Simeón, pidiendo la ayuda de Dios, Señor celoso que protege el honor de su pueblo para engañar y destruir a los contrarios. Como los hijos mayores de Jacob/Israel (Simeón y Leví) debían vengar, por ley tribal, a la hermana maltratada, así Judit, heroína mayor de Israel, pide a Dios venganza y se dispone a castigar a los extranjeros: matar a sus jefes y herir a esclavos con señores, entregando al pillaje a todas las familias enemigas. Sobre un fondo de fidelidad y celo de Dios, que cuida de la suerte de su pueblo, emerge aquí la más violenta acción de engaño/guerra. El Dios de Judit es salvación por la venganza astuta; es expresión de la debilidad (Judit) hecha más fuerte que la pura fuerza de Holofernes.
‒ Dios eterno de venganza (Jud 9,5-6). Eternidad significa continuidad salvadora; el gesto de liberación y venganza, realizado en otro tiempo a través de Simeón, viene a convertirse en paradigma de su acción perpetua (la de antes, la de ahora, la de luego). Por eso, cuando Judit eleva su plegaria ante la omnipotencia y omnisciencia de Dios no se presenta ante algún desconocido, sino ante el Dios de la historia de su pueblo. En este contexto, se expresa la acción del Dios eterno, que diciendo hace las cosas en contra del dios falso, Nabucodonosor/Holofernes que dice y no cumple lo dicho (cf. 2,1-13). Éste es el Dios de la guerra santa, el Dios militar de Sión y de la tradición guerrera de Israel, de la que Judit toma los pensamientos y palabras de su plegaria (cf. Ex 15,1-17 y 1 Rey 18-19).
En ese contexto, los enemigos asirios (en realidad los babilonios) aparecen como anti-Dios, la fuerza estatal divinizada, el poder militar que pretende aparecer como absoluto. Estrictamente hablando, ellos son el ídolo supremo, signo del hombre que se vuelve antivino por la conquista y la venganza. Ellos son el Son pecado siempre repetido: se colocan en lugar de Dios y quieren destruir su santuario/tabernáculo/altar, es decir, los tres signos privilegios de la presencia divina en el mundo, conforme a la visión israelita. Contra ellos emerge el Dios Israelita, representante de una fuerza y venganza más alta:
‒Sólo Dios es el Señor, Kyrios de la historia. Este es el Dios que, conforme a la experiencia de la guerra santa (en cita de Ex 15,3 LXX), pone fin a toda guerra; no necesita luchar por medio de un ejército; no se apoya en los soldados y las armas, como los asirios, sino que demuestra su poder a través de la debilidad de Judit, mujer vencedora.
‒ Judit es mediadora de la victoria/venganza de Dios. Ella es débil, una simple viuda(Jud9,9), mujer que debía hallarse sometida a la violencia o prepotencia de otros. No empuña la romphaia o espada cortante de su padre Simeón (9,2); pero tiene buena mano y puede actuar; tiene labios de mentira(apatês) y desea engañar para matar a los perversos. Esto es lo que ofrece a Dios, esto es lo que pone al servicio de su pueblo: una mano de viuda/mujer, una astucia de labios seductores.
En vez de Judit, matando a Holofernes, viene María con la paz de Cristo su hijo
Así lo ha entendido y presentado el evangelio de Lucas en la escena de la purificación/presentación de María y de su hijo. Ella es la nueva Judit (pero con un sentido inverso/adverso). Pero en vez de encontrarse con el patriarca Simeón, héroe de la venganza de Israel, ella se encuentra en el tempo con un anciano de paz, símbolo del verdadero Israel, llamado también Simeón:
22Cuando se cumplieron los días de su purificación,según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor…25Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel… Le había sido revelado por el Espíritu Santoque no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. 27Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, 28Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: 29«Ahora, Señor, según tu promesa,| puedes dejar a tu siervo irse en paz.3 0Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: 32luz para alumbrar a las naciones | y gloria de tu pueblo Israel».33Su padre y su madre estaban admiradospor lo que se decía del niño (Lc 2, 22-33)
Éstos son los temas princípiales de la escena: Paz para Israel, luz para las naciones… Éste es el día de la Candela, lluz de Cristo, luz de su madre Israel, salvación para los pueblos, verdadera purificación…Así lo ratifica Simeón, el israelita piadoso que toma en brazos entonando su canción de despedida:
Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz…,porque han visto mis ojos tu Salvación,luz para revelación de los gentiles y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 29-32)
Al decir a Dios que quiere (puede) morir, Simeón hace suya la historia del pueblo de la alianza: Ha cumplido su tarea de vigía mesiánico, ha mantenido por siglos (milenios) la espera y por fin ha visto y ha palpado al portador de la salvación que es Jesús, gloria de Israel y revelación, luz para los gentiles. Todo final es muerte y Simeón que lo conoce, está dispuesto a morir, sabiendo que esa muerte (la del Cristo, la suya como israelita) es para bien/luz de los gentiles y gloria de Israel (las dos cosas van unidas, morir y ser luz para los gentiles).
Por eso, el canto de bendición de Simeón a Dios con el niño en brazos es un culto de amor y vida universal, de israelitas y gentiles a la vez, no de unos contra otros. El anciano Simeón está dispuesto a morir ya, en amor colmado de esperanza, con todo lo que ha hecho y ha sentido a lo largo de los siglos el pueblo israelita, con todo lo que han buscado y sufrido los gentiles.
Con Jesús termina el tiempo del templo, se han cumplido los ritos de preparación particular de Israel, sólo queda el por-venir universal de Dios en Cristo que nace como niño, para empezar la nueva humanidad desde la infancia. Lo que así termina no no es sólo la vida de Simeón; sino una forma de ser israelita; un tipo de templo, una experiencia de historia y nacionalidad particular judía, tal como lo muestra la obra de Lucas (Lucas y Hechos).
Jesús suscita de esa forma una crisis de muerte y nuevo nacimiento, en forma de conocimiento y comunicación, de vida compartida y de resurrección. Para que el camino de las promesas (de la búsqueda de Israel) se cumpla de un modo universal tiene que morir Simeón, pero sigue viviendo en María, la madre de Jesús que asume en su corazón/alma de creyente la vida y destino de todos los hombres, como le dice Simeón, del modo más solemne:
Tu hijo es signo de caída y resurrección de muchos en Israel,una señal controvertida (σημεῖον ἀντιλεγόμενον),y a ti misma una espada atravesará el alma (τὴν ψυχὴν),para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones(ἐκ πολλῶν καρδιῶν διαλογισμοί., cf. Lc 2, 35)
Cristo, Hijo de María, será causa de caída (muerte) y resurrección, de fracaso y cumplimiento del Primer Testamento en el Segundo, de muchos de Israel, a favor o en contra de la Iglesia. No todos se alegrarán de su venida; no todos cantarán ante él, no todos entonarán el himno de muerte del anciano israelita, sino que muchos se alzarán en contra del mesianismo de Dios y perderán al fin su vida (su esperanza). Esta ha sido la experiencia más sangrante de la iglesia antigua, tal como aparece en los evangelios de Marcos y Mateo, tal como la revive Pablo y como Lucas la recoge luego en Hechos. El mismo Jesús que ha venido a ofrecer la paz para Israel se ha convertido en principio de lucha, controversia y muerte para muchos judíos.
Una paz que se alcanza por dolor…
Jesús será bandera o señal discutida; ante ella se alzarán, litigarán unos con (contra) otros, judíos de un tipo y de otro. Lo que antes fue gozosa esperanza (todos se unirán, transformados) viene a convertirse en voz de llanto, profecía de desdichas. Precisamente aquí se inscribe la tarea y respuesta de María. La batalla por Jesús viene a librarse dentro de su alma o psiché de María, que ilumina por dentro con Cristo, de forma que en ella se expresan los pensamientos de muchos corazones, en camino de sufrimiento y vida de los hombres, a quienes Jesús ilumina con su vida. Leer más…
Este año 2025, el 4º domingo del Tiempo Ordinario cede el puesto a la fiesta de la purificación de María y de la presentación de Jesús en el templo. La Presentación recuerda que Dios es el autor de la vida, y se simboliza con la ofrenda del primogénito, de acuerdo con la ley contenida en Éxodo 13,2.11-12. La Purificación, que la mujer, al dar a luz, ha estado en contacto con algo misterioso; ha quedado «impura», aunque no en el sentido de haber hecho algo malo o haber contraído una mancha; tiene que purificarse, como prescribe Levítico 12,1-8.
Hoy día, nadie entiende que una mujer quede «impura» por haber tenido un hijo y deba ofrecer algo en compensación. En cuanto a la ofrenda del primogénito, aunque el cristiano está convencido de que la vida es don de Dios, no ha sido educado en la necesidad de expresarlo mediante la entrega del primogénito y su posterior rescate.
Los textos de la liturgia ofrecen seis imágenes complementarias de Jesús. Imaginemos a cinco personajes (Malaquías, un salmista, el autor de la Carta a los Hebreos, el anciano Simeón, la profetisa Ana) que ven entrar al niño en el templo. Cada uno emitirá su opinión sobre cómo lo considera y lo que espera de él.
El mensajero terrible y purificador (Malaquías 3,1-4).
Así dice el Señor:
-«Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar –dice el Señor de los ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.»
Las primeras frases encajan muy bien con la fiesta de hoy: la entrada en el templo de Jesús. Pero el tono cambia de repente. No es una venida pacífica y festiva. Viene a purificar a los levitas, responsables del culto, cuyo comportamiento deja mucho que desear. Esta segunda parte sería más fácil relacionarla con la purificación del templo llevada a cabo por Jesús al principio de su vida (según Juan) o al final (según los Sinópticos). La lectura podría interpretarse como anuncio de lo que ocurrirá más tarde. Según Lucas, Jesús solo va dos veces al templo: ahora, cuando niño, y antes de morir, para purificarlo. Aunque Malaquías se dirige a los levitas, nos invita a todos a examinar si hacemos al Señor nuestra ofrenda como es debido.
El rey de la Gloria (Salmo 23)
Este salmo se cantaba probablemente cuando el Arca de la Alianza entraba en el templo. Aplicándolo a Jesús, se repite como un estribillo que él es el Rey de la Gloria.
El Señor, Dios del universo, es el Rey de la gloria.
¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria.
¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, héroe valeroso; el Señor, héroe de la guerra. R/.
¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.
¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, Dios del universo. Él es el Rey de la gloria.
Un hermano de nuestra carne y sangre (Hebreos 2,14-18)
A diferencia del Salmista, el autor de esta carta subraya la humanidad de Jesús, que lo hace igual a todos nosotros. No es un ángel. Y esa igualdad le permite morir y sufrir, dos cosas esenciales en la vida humana; y con ello, ser compasivo y auxiliar a los que pasan por la prueba del dolor.
Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.
El que da sentido a mi vida (Simeón)
A través de este anciano perfecto Lucas transmite un mensaje a todos los cristianos: lo único que da sentido a su vida es esperar al Mesías; cuando lo tiene en sus brazos, ya puede morir en paz.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.»
Luz de las naciones, gloria de Israel (Simeón)
«Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Simeón es también profeta y puede revelar algo nuevo Jesús: será luz de las naciones. Un israelita de pura cepa que no se encierra en los privilegios de su pueblo sino que tiene una visión universal. Mensaje muy actual en esta época donde el nacionalismo puede desembocar en el tribalismo. En esta imagen de la luz se basa la fiesta de hoy y el rito complementario de la procesión de las candelas (La Candelaria). La liturgia da un enfoque muy personal a esta idea, relacionando los cirios encendidos con la práctica del bien para «llegar felizmente al esplendor de tu gloria». Sin embargo, las palabras de Simeón (y de Isaías) tienen un alcance universal que no podemos perder de vista.
Una bandera discutida (Simeón a María)
«Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Como profeta, Simeón también conoce el futuro de Jesús («será una bandera discutida»). El rey de la Gloria, luz de las naciones, gloria de Israel… no será aceptado por todos. Muchos (la mayor parte del pueblo judío) se le opondrá. Esta oposición la sufrirá también María, a la que una espada traspasará el alma, y, consiguientemente, a todos los cristianos.
El libertador de Israel (Ana)
«Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.»
Curiosamente, la visión más política de Jesús la propone una anciana piadosísima, que ha pasado ochenta y cuatro años (12 x 7) de viudez entre ayunos, oraciones y visitas al templo. Pero, cuando ve a Jesús, «hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel»: liberación de los romanos, destitución de Herodes y de sus descendientes, eliminación de las autoridades injustas. «Para servir al Señor libres de nuestros enemigos», como rezaba Zacarías.
Quienes no dicen nada: Los padres de Jesús.
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Lucas tiene mucho interés en presentarlos como judíos piadosos, observantes de la Ley de Moisés. Una forma indirecta de responder a quienes acusan a Jesús y a los cristianos de despreciar las leyes y tradiciones judías. Pero Lucas, cuando Simeón habla del niño como Salvador de todos los pueblos y gloria de Israel, añade un dato desconcertante: «José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño». ¿Cómo pueden admirarse después de lo anunciado por Gabriel a María, después de una concepción y un parto virginales, después de lo que han contado los pastores? Podríamos decir que la admiración procede de ver cómo se acumulan títulos sobre Jesús: Gabriel lo presentó como rey de Israel; el ángel, a los pastores, como «el Salvador, el Mesías, el Señor». Simeón rompe los límites de Israel y lo presenta como «luz de las naciones». Lucas, a través del asombro de José y María pretende que también nosotros nos asombremos de lo mucho que significará ese pequeño niño de cuarenta días.
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto ya tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos…”
Este domingo viene de la mano de la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo y es, además, el día de la vida consagrada.
El fragmento del evangelio que nos presenta la liturgia de esta fiesta nos muestra a Simeón, un “hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él”. Podemos sentirnos identificadas e identificados con Simeón, ver en él a una persona que espera, o mejor dicho, una persona que tiene esperanza. Dice el texto que aguardaba el consuelo de Israel y el Espíritu Santo moraba en él.
Ojalá fuésemos así todas las consagradas y consagrados, toda persona bautizada. Estoy convencida de que si nuestro anhelo profundo fuese el consuelo de nuestra humanidad y nuestro interior estuviera lleno de la Santa Ruah nuestra Iglesia sería diferente y la vida consagrada muy distinta.
Y lo es cuando te encuentras con alguien que vive así su consagración. Sí, por ahí hay muchos “Simeones”, hombres y mujeres que aguardan con los ojos bien abiertos. Personas que tienen “un algo” que atrae y provoca admiración.
Personas consagradas que desde la sencillez y la cotidianidad dejan en nuestra vida un poquito de Dios. Aquella religiosa que nos enseñó las primeras letras. Quienes nos llevaron de campamentos y acompañaron nuestra adolescencia. Una monja o un religioso que ha sabido escucharnos. A quienes hemos visto orar o les hemos pedido que oren por nosotros o por los nuestros.
Oración
Conduce, Trinidad Santa, a la Vida Consagrada por los caminos de la honradez y la misericordia, llena a las personas consagradas de tu Espíritu para que sean un verdadero Consuelo para la humanidad.
Seguimos con el tema del domingo pasado. “Hoy se cumple esta escritura”, pero no va a ser como esperan los de su pueblo. En todos los evangelios se habla de los milagros de Jesús como manifestación de su divinidad pero, a la vez, se critica que pretendan poner en las curaciones la salvación ofrecida por Jesús. Una salvación por el poder de Dios, directo o a través de un intermediario, no tiene sentido. Seguimos arrastrando la idea de un dios todopoderoso que pondrá su poder a mi servicio si cumplo unos requisitos.
Hoy se cumple esa Escritura en cada uno de nosotros. Dios la cumple siempre sin tener que hacer nada. Que se cumpla hoy depende exclusivamente de mí. Por no tener en cuenta estos dos planos, la religión nos ha metido por un callejón sin salida y nos ha hundido en la miseria. Seguimos esperando que Dios haga que me toca hacer a mí. Soy yo el que tengo que preguntarme: ¿cumplo yo hoy esa escritura que acabáis de oír?
La Iglesia, ya desde muy pronto, prefirió potenciar en Jesús la idea de Hijo de Dios y se olvidó de la de Mesías; aunque está claro que en los orígenes querían decir lo mismo. Así, la salvación que se pensaba como acontecimiento que debía darse en la historia, se convirtió en la salvación trascendente y ahistórica para el más allá. El mordiente que encerraba la imagen del Mesías se disolvió como un azucarillo. Jesús ya no necesita hacer presente la liberación desde la historia sino desde la estratosfera de su divinidad.
Hemos leído: “todos le daban su aprobación y se admiraban”. Pero hay una alternativa: El verbo (martyreo) = dar testimonio, que se traduce por “dar su aprobación”, cuando está construido con dativo, significa “testimoniar en contra”. Por otra parte, (thaumazo) = Admirarse, significa también extrañarse. La traducción sería: “todos se declaraban en contra, extrañados del discurso sobre la gracia (para todos) que salía de sus labios”. Así cobra sentido la respuesta de Jesús, que de otro modo, parece que inicia él la gresca.
La importancia de suprimir la última frase del texto de Isaías queda más clara con la explicación que da hoy Jesús. Tiene que rectificar el texto de Isaías, pero menciona a otros dos profetas que avalan esa aparente mutilación. Elías y Eliseo son ejemplos de cómo actúa Dios con relación a los no judíos. Para entenderlo hoy, podíamos decir que Elías atendió a una viuda libanesa y Eliseo a un general sirio. ¡Qué poco han cambiado las cosas! La atención a la viuda de Sarepta y Naamán el sirio deja en evidencia la pretensión de salvación exclusiva que los judíos, como pueblo elegido, pretendían.
El evangelista quiere subrayar que este argumento contundente, no solo no les convence, sino que provoca la ira de sus vecinos que se sienten agredidos porque les echa en cara su ceguera. La tradición de Mc, que copia Mt, no hace alusión ni al texto de Isaías ni a Elías y Eliseo. Esto indica la intención de recalcar la oposición de sus paisanos. Los primeros cristianos se esforzaron por proponer a Jesús como continuación del AT aprovechando cualquier resquicio para demostrar que en él “se cumplen las Escrituras”. Jesús sobrepasó, con mucho, todo lo que pudieron insinuar las Escrituras.
¿No es este el hijo de José? La razón para rechazar las pretensiones de Jesús es que es uno del pueblo, conocido de todos. La grandeza de Jesús está en que, siendo uno de tantos, fue capaz de descubrir lo que Dios esperaba de él. Jesús no es un extraterrestre que trae de otro mundo poderes especiales, sino un ser humano que saca de lo hondo de su ser lo que Dios ha puesto en todos. Habla de lo que encontró dentro de sí mismo y nos invita a descubrir y vivir en nosotros lo mismo que él descubrió y vivió.
El primer rechazo que sufre Jesús en Mateo no viene de los sumos sacerdotes ni de los escribas o fariseos, sino del pueblo sencillo. Sus paisanos ven que no va a responder a las expectativas del judaísmo oficial, y se enfadan. Cualquier visión que vaya más allá de los intereses del gueto (familia, pueblo, nación) será interpretada como traición a la institución. Las instituciones tienen como primer objetivo la defensa de unos intereses frente los intereses de los demás. Incluso nuestra manera de entender el ecumenismo responde, la mayoría de las veces, a esta dinámica contraria al evangelio.
No pueden aceptar un mesianismo para todos. Ellos esperaban un Mesías poderoso que les iba a librar de la opresión de los romanos y a solucionar todos los problemas materiales. Si Jesús se presenta como tal liberador, ellos tenían que ser los primeros beneficiarios de ese poder. Al darse cuenta de que no va a ser así, arremeten contra él. El odio es siempre consecuencia de un amor imposible. El evangelista echa mano del AT para demostrar que los profetas ya habían manifestado esa actitud de Dios a favor de los extranjeros. Quiere decir que su mensaje no es contrario ni ajeno a la Escritura.
El Dios de Jesús no puede tener privilegios, ama a todos infinitamente. Dios no nos ama por lo que somos o por lo que hacemos. Dios nos ama por lo que Él es. Ama igual al pobre y al rico, al blanco y al negro, al cristiano y al musulmán, a la prostituta y a la monja de clausura, a Teresa de Calcuta y a Bin Laden. En algún momento de esta escala progresiva nos patinarán las neuronas. Es más de lo que podemos aguantar. Nos pasa lo que a los paisanos de Jesús. Mientras sigamos pensando que Dios me ama porque soy bueno, nadie nos convencerá de que debemos amar al que no lo es.
Jesús viene a anunciar una salvación de todas las opresiones. Pero esa salvación no depende de Dios ni de un intermediario sino de cada uno de nosotros. Su salvación no va contra nadie, sino a favor de todos. Ahora bien, no debemos ser ingenuos, lo que es buena noticia para los oprimidos, es mala noticia para los opresores. De ahí que, en tiempo de Jesús, y en todos los tiempos, los que gozan de privilegios se opongan a esa práctica liberadora. Si no estamos dispuestos a liberar al oprimido, somos opresores.
Tenemos que comprender que el opresor no hace mal porque daña al oprimido, sino que hace mal porque se hace daño a sí mismo. El que explota a otro le priva de unos bienes que pueden ser vitales, pero lo grave es que él mismo se está deteriorando como ser humano. El daño que hace le afecta al otro en lo accidental. El daño que se hace a sí mismo le afecta en lo esencial. El que muere por mi culpa puede morir repleto de humanidad; pero yo, al causar su muerte, me hundo en la más absoluta miseria.
¿Hemos caído en la cuenta de que lo único que puede garantizar mi religiosidad es el servicio a los demás? ¿Nos hemos parado a pensar que sin amor no soy nada? Ahora bien, el único amor del que podemos hablar es el amor a los demás. Sin éste, el amor que creemos tener a Dios, es una falacia. La única pregunta a la que debo contestar es esta. ¿Amo sin exclusión? Sin amor, nuestra vida cristiana se convertirá en un absurdo.
Meditación
Ignoramos lo que realmente somos.
Tú eres, como Jesús, ungido.
Estás capacitado para la tarea que debes realizar.
Cuando despliegues tu verdadera salvación,
estarás en condiciones de ayudar a otros a encontrarla.
Los de cerca (*) se alegrarán de saber que esta fiesta se llama en oriente “el encuentro” (Hypapante) en griego. En occidente tomó el nombre de la purificación de María o “la candelaria” porque la ceremonia más vistosa de este día era la procesión de las candelas. En la nueva liturgia se llama “la presentación del Señor”. En esta fiesta se retoma el simbolismo de Epifanía y se recuerda a Jesús como luz de todos los pueblos.
Para comprender los textos debemos recordar que la familia de Jesús procedía de Judea. Nos da pie para sospechar esto los nombres de sus miembros y los numerosos indicios que encontramos en todos los evangelios. Se trasladarían desde Judea en alguna repoblación que se llevó a cabo en Galilea después de las deportaciones.
Que Jesús como primogénito debía ser rescatado y maría como recién parida tenía que purificarse no es noticia; todo judío tenía que cumplir la Ley. Lo único que intenta decirnos es que eran auténticos judíos. Los galileos, por estar lejos, escapaban al control de los oficiales y eran mucho menos estrictos en el cumplimiento de las normas. Seguramente por esa razón insiste el texto en que eran cumplidores de las leyes.
Aunque es muy probable que María y Jesús fueran al templo a los cuarenta días de nacer, no podemos estar seguros de lo que pasó. Parece que, según la Ley, ni Jesús ni María tenían obligación de subir al templo para cumplirla. El relato es teología que intenta presentarnos a Jesús integrado en el pueblo judío. Todo son símbolos, incluidos los dos personajes que aparecen como próximos al templo y esperando la salvación.
En la ley de Moisés estaba prescrito que todo primogénito debía dedicarse al servicio de Dios en el templo. Cuando ese servicio se reservó a la tribu de Leví, los primogénitos debían ser rescatados de la obligación de servir al Señor, pagando 5 siclos de plata. Las ofrendas eran exigidas para la purificación de la madre. Lucas nos advierte que José y María tuvieron que conformarse con la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas.
Es inverosímil que un anciano y una profetisa descubrieran en un niño, completamente normal, al salvador esperado por Israel. Pero es interesante lo que Lucas señala: que dos ancianos del pueblo se hubieran pasado la vida esperando y con los ojos bien abiertos para descubrir el menor atisbo de que se acercaba la liberación para el pueblo. No me extraña que Lucas muestre a María y José pasmados ante lo que oían del niño.
Pero la extrañeza carece de lógica, si tomamos por cierto lo que nos había dicho en el capítulo anterior. María tenía que haber dicho a Simeón. Ya lo sabía, yo misma he dado consentimiento para que en mi seno se encarnara el Hijo de Dios. Además, los ángeles y los pastores les habían dicho quién era aquel niño. Una prueba más de que en los relatos de la infancia no tenemos que buscar lógica narrativa, sino impulso teológico.
Simeón va al templo movido por el Espíritu. No solo toda la vida de Jesús la presenta como consecuencia de la actuación del Espíritu, todo lo que sucede a su alrededor está
dirigido por el mismo “Ruah” de Dios que estaba llevando adelante la liberación de su pueblo. La voluntad de Dios se va manifestando y cumpliendo paso a paso. Todo lo que sucede en torno a Jesús tendrá como última consecuencia la iluminación del mundo.
Ana aparece más pegada al AT. Identificada con el Templo que era la columna vertebral de toda la espiritualidad judía. Toda su vida al servicio de la institución que mantenía viva la esperanza de una definitiva liberación. Es muy curioso que proclame la grandeza del niño que va a desbaratar esa misma institución y a proponer algo completamente nuevo, para una relación con Dios absolutamente distinta.
Debemos resaltar que los números que se refieren a la edad de Ana son simbólicos. Se casaban a los 14 (dos veces 7). Siete de casada. 84 (12×7) de viuda. El 12 número de las tribus de Israel y el siete, el número más repetido en la Biblia como signo de plenitud. Fijaros que 14+7+84=105. Esa edad era impensable en aquella época.
¿Qué puede significar para nosotros hoy esta fiesta? Me acuerdo cuando se celebraba con gran solemnidad. Era una de las grandes fiestas del año litúrgico. Hoy tenemos que esperar la carambola de que caiga en domingo para poder hacerle algún caso. Vamos a intentar aprovechar esta oportunidad para acercarnos al Jesús que fue tan niño como todos nosotros y vivió la pertenencia al pueblo judío con toda normalidad.
El final del relato es más realista: El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría. Como todos los niños nació como un proyecto y tiene que desarrollándose. Se ha olvidado de todas las maravillas que nos había contado sobre él. Debemos convencernos de que fue un niño completamente normal, que, como todos los niños, tuvo que partir de cero y depender de los demás, para ir completando su personalidad.
En el relato del niño perdido, es más concreto: “Y Jesús iba creciendo en estatura en conocimiento y en gracia ante Dios y los hombres”. Lucas lo tiene claro: Es un niño normal que tiene que recorrer una trayectoria humana exactamente igual que cualquier otro niño. No es esto lo que hemos oído. El haberle divinizado desde antes de nacer, nos ha separado de su humanidad y nos ha despistado en lo que podía tener de ejemplo.
Que Jesús haya desarrollado su infancia en contacto con una religiosidad judía es muy importante a la hora de valorar su trayectoria. Si no hubiera vivido dentro de la fe judía, nunca hubiera llegado a la experiencia que tuvo de Dios. Lo que Jesús nos enseñó no lo sacó de la chistera como si fuera un prestidigitador. Fue su trayectoria religiosa lo que le llevó a la experiencia de Dios que luego se transformó en mensaje.
Todo lo que Jesús nos contó sobre Dios, lo vivió antes como hombre que va alcanzando una plenitud humana. Su propuesta fue precisamente que nosotros teníamos que alcanzar esa misma plenitud. Su objetivo y el nuestro es el mismo: desplegar todo lo que hay de posibilidad humanizadora en cada uno de nosotros. Esa posibilidad de crecer hasta el infinito está disponible gracias a lo que Dios es en cada uno de nosotros.
Con mucha frecuencia la misma religión nos propone unos logros intermedios como meta y nos despista de lo que tenía que ser el punto de llegada de toda trayectoria espiritual, que es lo verdaderamente humano. Todo lo que nos dice la religión, que no sea esta meta, debemos considerarlo como medio para alcanzar ese fin.
(*) Nota de la edición: Cada semana la comunidad de Parquelagos, “los de cerca”, se reúnen para comentar el evangelio y a esa reunión le llaman “El encuentro”.
«lo llevaron a un barranco del monte sobre el que estaba edificada la ciudad»
Tenemos tendencia a pensar que la vida pública de Jesús tuvo dos etapas muy distintas; la primera gloriosa en Galilea con multitudes que le seguían entusiasmadas, y la segunda dramática en Jerusalén, donde fue sometido a pasión y muerte.
Pero ésta es una percepción errónea, o al menos incompleta, porque la predicación de Jesús estuvo siempre marcada por la incomprensión y el rechazo. Ni sus discípulos más cercanos le entendían, y aunque le seguían fascinados, tuvo que morir para que le entendiesen y creyesen en él. En esta situación, no es difícil imaginar que en muchos momentos Jesús se habría sentido frustrado y fracasado.
¿Pero, por qué no le entendían?…
Pues porque eso era lo natural. Su misión era proclamar a Abbá –el Padre que nos engendra por amor y nos perdona siempre y sin condiciones–, y precisamente en el origen de la misión estaba también el origen del problema; porque Abbá tenía poco que ver con el Dios que proclamaban los doctores y los santos de Israel.
Ambos habían rechazado su mensaje desde el principio y se habían posicionado inequívocamente en su contra. Y no les faltaba razón. Habían consagrado su vida al Dios de Abraham, al Dios de Moisés, en definitiva, al Dios de la Tradición, y aquella nueva doctrina era para ellos la mayor de las imposturas. No les cabía duda de que aquel nazareno que la pregonaba era un farsante; y además un farsante peligroso, porque si triunfaba, ellos —junto a los sacerdotes— serían los más perjudicados.
Pero, aparte de escribas y fariseos, para cualquier israelita la conversión a Abbá suponía abandonar al Dios de sus padres, renunciar a la tradición y lanzarse al vacío; y éste era un plato demasiado fuerte para el que no estaban preparados. Por eso, todo cuanto le oían decir lo amoldaban a la horma de sus tradiciones, y todo acababa interpretándose en clave política. Les entusiasmaba lo de Jesús, pero no podían aceptar que aquello pudiese entrar en conflicto con sus creencias milenarias.
Como decía Ruiz de Galarreta: «Los judíos están dispuestos a aceptar que “Jesús es el Mesías”, pero Jesús les invita a otra aceptación: aceptar que “el Mesías es él”, y no lo que esperaban, sino otra cosa muy distinta…»
La consecuencia fue que sufrió un permanente acoso, que en Nazaret trataron de despeñarlo, que los fariseos le acusaron de blasfemo y de actuar en nombre de Belcebú, que sus familiares se lo quisieron llevar porque pensaban que está loco y que una buena parte de sus seguidores le abandonaron de golpe cuando quisieron proclamarle rey y él se negó.
Cuando subió a Jerusalén por la Pascua, ocurrió que los levitas lo prendieron, los sacerdotes del sanedrín lo condenaron a muerte y los romanos lo crucificaron. Ciertamente no fue un camino de rosas, pero tuvo el coraje de mantener su compromiso hasta el final.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer un artículo de José E. Galarreta sobre un tema similar, pinche aquí
El 2 de febrero viene cargado de muchas celebraciones. En España y en varios países de Latinoamérica se celebra la Candelaria en honor a María, 40 días después de haber dado a luz. La Vida Consagrada celebra su día, desde que en 1997 Juan Pablo II lo instituyó “para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor”. Y celebramos la Presentación del Señor en el templo, que en Oriente se conoce como “Fiesta del Encuentro”, porque Jesús “encuentra” el templo y sus sacerdotes, pero también a Simeón y Ana, figuras del pueblo de Dios que hoy nos invitan a cultivar determinadas actitudes.
Yo no lo he llegado a vivir nunca, pero al poner “el Belén” en casa en tiempo de Navidad, en alguna ocasión una de mis hermanas mayores de comunidad me ha recordado que “antes” no se quitaba hasta el día 2 de febrero. “Era cuando terminaba la Navidad…”, me decía.
Me gusta esa tradición popular que se mantuvo hasta no hace tanto tiempo y me asombra la sabiduría sencilla para hacer asociaciones más allá de lo establecido… porque, realmente, la fiesta de la Presentación puede vincularse a todo lo que hemos celebrado en el tiempo de Navidad.
Entonces conmemorábamos el nacimiento de Jesús y hoy celebramos los 40 días (ya sabemos lo simbólico de este número) desde esa fecha. Es pues, en primer lugar, un recordatorio del acontecimiento que cambió la historia: el misterio de la Encarnación, del Dios que se hace ser humano, que acoge absolutamente nuestra humanidad y pasa “como uno de tantos” (cf. Flp 2,7) por el mundo revelándonos que es Dios-con-nosotros. Siempre. En toda circunstancia. Hasta el final. Su fuerza divina se hace debilidad humana para acoger nuestra fragilidad y posibilitarnos la Vida.
En segundo lugar, resuena también la Epifanía, la revelación de este Dios-con-nosotros a todos los pueblos, la manifestación de que la Salvación ofrecida por Dios es universal, para todos. Jesús es presentado ese día 6 de enero como la Luz del mundo y hoy vuelve a repetírsenos en boca de Simeón: “Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.
Y, por último, terminamos la Navidad con el Bautismo, en el que se revela el misterio Trinitario al encontrar al Padre y al Espíritu junto a Jesús en un nuevo momento de presentación, esta vez al pueblo sencillo que busca cómo vivir desde Dios y por ello escucha a Juan el Bautista. También en el texto que nos acompaña se hace presente el Espíritu, que moviliza a Simeón y le hace hablar para certificar quién es Jesús, como lo hace el Padre en el momento de ser bautizado.
Toda la simbología del texto está cuidada. Lucas se ha preocupado de desarrollar una historia teológicamente muy completa: el lugar (el Templo de Jerusalén, centro neurálgico del judaísmo), el acento en el cumplimiento de la Ley a través de la ofrenda (para mostrar cómo Jesús queda inserto en su pueblo), el contenido de esa ofrenda (para resaltar la sencillez de la familia de Nazaret, en línea con el humilde nacimiento de Jesús) y la presencia de Simeón y Ana.
Vamos a detenernos en estos personajes, que aparecen únicamente en esta ocasión en el Evangelio y que son paradigmas de paciencia y constancia, de esperanza y oración. También su presencia nos recuerda a la Navidad. En ella veíamos cómo ángeles, pastores o sabios reconocían en ese niño pequeño al Mesías esperado, al Salvador. Hoy son dos ancianos del pueblo quienes lo hacen. Personas que se han pasado la vida esperando, como centinelas, con la mirada puesta en el horizonte, atisbando cada signo de Presencia de Dios, interpretando las esperadas señales de liberación (cf. Is 25,6-10) sin decaer a pesar del paso del tiempo.
A través de ellos, nosotros somos invitados a vivir con unas determinadas actitudes para poder reconocer también al Mesías encarnado en nuestra realidad. Simeón, nos dice Lucas, era “justo y piadoso” que es como decir que era “hombre de Dios”, que había buscado siempre hacer su voluntad y vivir conforme a sus deseos. El Espíritu Santo “estaba con él”… como está con cada uno de nosotros. Simeón le ha sabido escuchar, ha confiado en su palabra y está dispuesto a ponerse en movimiento, en camino, ante ella.
Ana, a quien, a través de todos los datos que se nos ofrecen de ella, podemos reconocerla como representante del pueblo judío (descendiente de Aser, hijo de Jacob, y por tanto, de una de las doce tribus de Israel), “no se apartaba del templo, dando culto al Señor día y noche con ayunos y oraciones”. Era, pues, también “mujer de Dios”, que, tras quedarse viuda muy joven, había entregado la vida a su servicio. Ella se convierte, haciendo honor a su rol de profetisa, en vocera de Dios, dando a conocer a todos quién es ese niño.
También nosotros somos invitados a reconocer a Jesús, frágil y pequeño, en medio de nuestra realidad cotidiana y así poder decir: “mis ojos han visto a tu Salvador”. Quizás, para ello, necesitemos abrir bien los ojos y los oídos, y escuchar, como Simeón, la voz de la Ruah discerniendo los signos de su presencia. O quizás nos toque desempolvar nuestras gargantas y superar ciertos miedos para, como Ana, ser capaces de hablar de Él y que muchos otros tengan también la oportunidad de conocerlo.
María, que en el texto escucha la profecía de Simeón sobre el dolor que le conllevará el camino de entrega de su hijo y que se convierte en representante de la comunidad creyente, nos ayudará y acompañará en ello.
Comentario al evangelio del domingo 2 febrero 2025
Lc 4, 21-30
Lo que irrita a los paisanos de Jesús es la referencia de este a extranjeros -la viuda de Sarepta, el sirio Naamán- que, según la interpretación bíblica de la época, habrían sido “preferidos” de Dios, por encima de los propios necesitados de Israel.
Por más que estemos habituados a ello, no deja de sorprender el modo como revive el espíritu de tribu o de clan, que lleva a idealizar lo propio, en todos los sentidos, mientras se demoniza lo foráneo. La verdad es lo que afirma el propio clan y sus propios derechos deben primar siempre sobre todos los demás. Tras estos posicionamientos, introyectados desde la infancia, no es difícil percibir el miedo ancestral ante la amenaza ajena y, en último término, la inseguridad que explica tanto comportamiento excluyente, condenatorio y xenófobo.
No se niega la necesidad de proteger la propia seguridad. Lo que se cuestiona es que el miedo se erija en criterio último de comportamiento, a la vez que se expande la idea absurda de que la propia seguridad excluye necesariamente la presencia del otro diferente, en una actitud que parece denotar una inseguridad psicológica no resuelta. Es sabido que, para quien vive en la inseguridad y en el miedo, todo lo diferente es percibido como amenaza.
Sin entrar en medidas concretas que sería necesario implementar, lo que parece evidente es que toda actitud xenófoba, de cualquier modo que se la quiera presentar o incluso justificar, nace de un rígida y errónea consciencia de separatividad, que hace ver a los otros como radicalmente “extraños” (extranjeros) para uno mismo. Y que tal actitud solo puede revertirse en la medida en que los humanos, más allá de miedos e inseguridad que habremos de atender, podamos crecer en la consciencia de unidad. En latín hay dos formas de referirse al otro: como “alius” (de ahí, “alienígena”: amenaza) o como “alter” (de ahí, “alteridad”: riqueza). Solo anclados en la consciencia de unidad, será posible ver al otro no como amenaza (“alius”), sino como riqueza (“alter”).
01.- Fiesta del encuentro. Un canto a la debilidad humana
En la tradición eclesial oriental (iglesias ortodoxas) esta fiesta de la Presentación es llamada del “Encuentro”. Jesús es presentado al Señor y se encuentra con Dios siguiendo la tradición de su pueblo.
El relato de la presentación de Jesús en el templo es un canto a la debilidad humana.
Se trata de un encuentro amable y humilde: una pobre familia: la de Jesús, un niño, dos ancianos: Simeón y Ana…
Simeón da gracias a Dios porque sus ojos han visto la salvación…
Ana también da gracias a Dios por aquel niño…
Los “grandes” del Templo no están presentes, ni los sacerdotes, ni saduceos, fariseos, etc. (Se irán haciendo presentes hasta la crucifixión).
San Lucas nos presenta a Jesús ante o con el aval de los dirigentes religiosos, sino ante dos personas ancianas, Simeón y Ana, prototipo de la “fe de los sencillos”.
La fe sencilla de Simeón y Ana representan a todo hombre y mujer de cualquier tiempo y lugar que tienen un corazón abierto para encontrarse con Dios y para propiciar acogida a los hermanos.
02.-Encontrarse con Dios en la vida
En los años conciliares (Vaticano II) se desarrolló una hermosa teología del encuentro con Dios. JesuCristo es el sacramento del encuentro del hombre con Dios. La Iglesia es el “lugar” del encuentro con Cristo.
Ser cristiano es encontrarse amablemente con Dios en la vida.
El encuentro con Dios acontece no con grandes alharacas, hierofanías, concentraciones, manifestaciones, sino que –seguramente- se da en el silencio y la quietud de la vida: a veces en la ancianidad como Simeón y Ana, quizás en la enfermedad en la debilidad, en los momentos de tomar decisiones…
El encuentro con Dios es luz y salvación. Mis ojos han visto la salvación luz… La luz se hace en nuestra existencia en el encuentro con Dios.
03.- Propiciar encuentros
La fiesta de la Presentación, el cristianismo es como una llamada a propiciar también encuentros entre las personas, los pueblos, las culturas. (Toda cultura puede ser reflejo de la Palabra, de Cristo).
Mariann Edgard Budde (obispa episcopaliana) respondía a Trump con toda razón que la grandeza y la “edad de oro” de un país no son ni lo más importante de la vida y mucho menos se logran a costa del desprecio de la dignidad de tantos seres humanos emigrantes y pueblos.
La patria, ninguna patria está por encima de una sola persona.
04.-Luz para alumbrar a las naciones.
La Presentación es también una fiesta llena de luz. El anciano Simeón dice de Jesús que es luz para alumbrar a las naciones.
Podríamos pensar con afecto que la Presentación de Jesús, su humanidad, lo humano de Jesús, se encuentra con el misterio de Dios, si bien Jesús, poco a poco, habrá de ir adentrándose y ganando intimidad con Dios Padre, para que en Él, en JesuCristo se exprese el misterio de Dios. Jesús iba creciendo en sabiduría y en gracia…
05.- hora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz…
Una vez que el anciano Simeón ve y acoge a JesuCristo, prorrumpe en ese canto lleno de nostalgia: Ahora Señor, Según tu promesa, puedes dejar ir a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto al Salvador.
Desde el encuentro y acogida de Cristo en nuestra vida, vemos la luz y el horizonte de nuestra vida y de nuestra muerte.
El anciano Simeón y muchos de nosotros -también ancianos- podemos descansar en la salvación del Señor, esperamos y confiamos en el Señor. La ancianidad es una buena atalaya desde la que podemos observar la vida. Hemos visto mucho, hemos vivido mucho. El consuelo del tiempo vivido y por vivir es que hemos visto al salvador, luz de la humanidad…
La gracia y amistad de Dios permanecían en Jesús.
Que esa luz y esa gracia permanezcan también y alienten nuestra existencia.
Comentario al evangelio de la Fiesta de la Presentación del Señor 02-02-2025
Jesús es la luz para iluminar a las gentes pero es una luz que no está libre de contradicciones.
La profetisa Ana hablaba del niño a los que esperaban la salvación. Las mujeres tienen toda la capacidad y, de hecho, la realizan, de hablar de Dios, de predicar, de enseñar, de comunicar la buena noticia del reino, aunque canónicamente continúen existiendo restricciones para ello, por el hecho de ser mujeres
La iglesia hoy también celebra la fiesta de la Virgen de la Candelaria y desde 1997, instituida por Juan Pablo II, la Jornada Mundial de la vida consagrada para pedir por esta vocación específica
Hoy más que nunca, se necesita pedir para la vida consagrada la capacidad de renovarse “a fondo”, no simplemente cambiando estructuras organizativas sino pidiéndole al espíritu audacia y creatividad para dar testimonio de un seguimiento “significativo” en estos tiempos actuales
Y, cuando llegó el día de su purificación, de acuerdo con la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor; además ofrecieron el sacrificio que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Conducido, por el mismo Espíritu, se dirigió al templo.
Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
– Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar que tu sirviente muera en paz porque mis ojos han visto a tu salvación, que has dispuesto ante todos los pueblos como luz para iluminar a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel.
El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, la madre:
– Mira, este niño está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se manifestarán claramente los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón.
Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, casada en su juventud había vivido con su marido siete años, desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos esperaban la liberación de Jerusalén.
Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.
(Lucas 2, 22-40)
El texto de hoy nos presenta a los padres de Jesús cumpliendo con los ritos religiosos de su tiempo al llevar al niño Jesús al templo para el rito de purificación. En realidad, no era obligación hacerlo, sin embargo, Lucas nos presenta el relato, buscando tal vez, mostrar la encarnación de Jesús en su cultura con todas las consecuencias. Pero lo interesante del relato es que no nos transmite el rito en sí, ni la presencia de los sacerdotes -autoridades oficiales del Templo., sino lo que pasa con dos personajes, un varón y una mujer -como acostumbra presentar el evangelista Lucas muchas veces en su evangelio-, los dos hablando sobre el Niño, inaugurando así el nuevo momento que significa la presencia de Jesús para la humanidad.
El primer personaje es Simeón al cual lo describe Lucas como un hombre honrado y piadoso que espera la liberación de Israel y es guiado por el Espíritu Santo. Simeón está encarnando esos tiempos nuevos del Espíritu que llegan con Jesús. Se convierte en un actor protagonista que no solo toma al Niño en sus brazos, sino que lo bendice afirmando que con Él ha llegado la salvación esperada. Por eso dice que Jesús es “Luz para iluminar a las gentes y gloria del pueblo de Israel”. Las palabras que luego le dirige a María dan la idea del camino de contradicción que supone creer en Jesús, interpelando a los suyos, develando la verdad del corazón humano donde en lugar de misericordia y compasión -como lo proclamará Jesús- habita el cumplimiento legalista y externo. Finaliza diciéndole a María que una espada le atravesará su corazón, palabras que hay que entender bien para no asimilarlas a la capacidad de aguante y sufrimiento de las mujeres -lo que ha llevado a tanto silencio y sacrificio por parte ellas, favoreciendo así una violencia resignada frente a la realidad que viven. Por el contrario, son palabras dirigidas a todo el discipulado, del que María, como hemos dicho otras veces, es la primera discípula, porque el seguimiento de Jesús implica enfrentar las fuerzas del anti reino y eso supone valentía y coraje para transformarlas.
El segundo personaje es la profetisa Ana quien no habla directamente a los padres de Jesús y Lucas la describe con rasgos que, siendo muy valiosos, -oración y ayuno- pueden prestarse a favorecer esa actitud callada y entregada de las mujeres, como lo dijimos antes. Pero lo interesante es fijarnos en la segunda parte donde dice que hablaba del niño a los que esperaban la salvación. Por eso se le considera profetisa y este rasgo conviene destacarlo más. Las mujeres tienen toda la capacidad y, de hecho, la realizan, de hablar de Dios, de predicar, de enseñar, de comunicar la buena noticia del reino, aunque canónicamente continúen existiendo restricciones para ello, por el hecho de ser mujeres.
El texto termina refiriéndose al crecimiento natural de Jesús, explicitando la sabiduría que va fortaleciéndose al vivir en la presencia de Dios.
Por esa proclamación de Jesús como luz de las gentes, la iglesia celebra también la fiesta de la Virgen de la Candelaria y desde 1997, instituida por Juan Pablo II, la Jornada Mundial de la vida consagrada para pedir por esta vocación específica. Hoy más que nunca, se necesita pedir para la vida consagrada la capacidad de renovarse “a fondo”, no simplemente cambiando estructuras organizativas sino pidiéndole al espíritu audacia y creatividad para dar testimonio de un seguimiento “significativo” en estos tiempos actuales.
(Foto tomada de: https://www.morninglightint.com/elementor-5946/)
De su blog Beste aldera joan zen Jesus / Jesús se fue a la otra orilla:
Comentario a la lectura evangélica (Lucas 2, 22-40) de la Misa del IV Domingo del Tiempo Ordinario –
2 febrero 2025 -. Presentación del Señor.
Iluminados
Antiguamente, en este día se bendecían las velas que servían para iluminar nuestras iglesias cuando aún no existía la iluminación eléctrica. Y este día, también hoy, representa un momento importante para las personas consagradas que renuevan su adhesión total a Cristo, la donación de sí mismas al Padre, gesto recordado por la presentación de Jesús en el templo.
Y el valor de esta celebración ha quedado tan grabado en la memoria de la liturgia que este año, al caer en domingo, acaba sustituyéndola.
Es una fiesta que recuerda la Navidad que acaba de terminar, una fiesta con sabor sagrado que huele a incienso: con la imaginación volvemos a ver las altas columnas que sostenían el pórtico de Salomón y los amplios patios pavimentados que conducían a la zona más sagrada del Templo de Jerusalén.
María y José, un joven matrimonio de Galilea asustado, ocho días después del nacimiento de su primogénito, cumplieron el precepto de la Ley de la circuncisión, signo fuerte en la carne que testimonia la pertenencia del Pueblo de Israel al Dios revelado a Moisés.
Un signo que consagra toda vida al Dios que la dio.
Hermosa historia.
Obedientes
Me fascina este gesto de María y José, gesto de obediencia a la tradición, de respeto a las Leyes de Israel. Ellos saben bien que ese niño es mucho más que un primogénito para ser consagrado, saben y acaban de experimentar el misterio infinito que lo habita.
Podrían pensar que es superior a las Leyes, que no tiene necesidad de ellas porque tienen en sus brazos a aquel que dio la Ley y que, misteriosamente, decidió hacerse hombre. En cambio, no, van al Templo como cualquier otra pareja, realizan ese gesto sin hacerse demasiadas preguntas.
Es conmovedor imaginar al matrimonio de Nazaret paseando tímidamente por los amplios espacios del Templo reconstruido, entre el ir y venir de la gente atareada, las oraciones dichas en voz alta, el olor acre del incienso mezclado con carne quemada…
Están allí para realizar un gesto de obediencia según la Ley mosaica: una ofrenda que hay que hacer para redimir al primogénito, un rito que nos recuerda que la vida pertenece a Dios y que hay que reconocerlo como don de ella.
Jesús obedece la Ley, Dios se somete a las tradiciones de los hombres. En obediencia quiere cambiar las reglas, siguiendo la tradición quiere devolver vitalidad y sentido a los gestos de su pueblo.
Donado
Jesús es ofrecido al Padre, es entregado inmediatamente y ese gesto se repetirá infinitas veces en su vida luminosa. Jesús es y sigue siendo un don, se hace don al Padre que lo da como don a la humanidad.
Y en esta lógica del don, hoy deseamos con fuerza hacer de nuestra pequeña vida una ofrenda a Dios. La hemos recibido de Él, queremos dársela: que lo que somos sea útil a la realización del Reino. Que nos ayude a hacer de cada gesto, de cada día, un acto consciente de amor hacia Dios y su plan de salvación…
El mismo Jesús se comportará de la misma manera, sin rechazar las prescripciones rituales, sin ponerse por encima de la tradición religiosa de su pueblo, sin ser anarquista sino viviendo las normas de la Torá con autenticidad y verdad.
El gesto de ir al Templo nos anima a vivir nuestra fe por los caminos seguros de la tradición, recorriendo la experiencia que coaguló la experiencia de los discípulos en torno a momentos muy específicos, celebrando la presencia del Señor en la vida también a través de signos muy concretos, como los sacramentos.
Con demasiada frecuencia, quienes intentan vivir su fe con mayor intensidad y verdad se sienten “mejor” que quienes la viven sin mucho involucramiento. La tentación, sin embargo, es construir una fe que mira desde arriba y menosprecia las devociones, las tradiciones y los caminos habituales hacia la santidad.
No debemos ignorarlos ni evitarlos, sugieren María y José, sino llenarlos de verdad.
Transfigurados
El viejo Simeón ve al recién nacido y comprende.
En la espléndida oración que Lucas nos refiere, ve en aquel niño la luz que ilumina a todo hombre, la luz de las naciones.
En realidad, Jesús no emana luz, no tiene ninguna característica que lo distinga de cualquier otro niño. Ningún milagro, ningún discurso alentador, ningún gesto milagroso: sólo un niño durmiendo felizmente en los brazos de su madre.
La luz está en el corazón de Simeón. En su mirada.
Así es la fe: también nosotros estamos llamados a ver con los ojos del corazón, a comprender que todo está iluminado. ¡Y cuánta luz necesitamos hoy! De una clave interpretativa que nos ayude a ver más allá, por encima y por dentro de la evidencia desalentadora de una sociedad replegada sobre sí misma.
En los primeros tiempos del cristianismo, los seguidores del Nazareno eran llamados, entre otras cosas, “iluminados”.
¡Y sólo Dios sabe cuánta luz necesita este mundo! Traemos luz porque estamos iluminados, como las velas que bendecimos hoy.
Simeón
Jesús es llevado al Templo para ser circuncidado: es signo de obediencia a la Ley por parte de sus padres que no se sienten diferentes ni mejores, sino pertenecientes a un pueblo rico en tradiciones religiosas que quieren respetar. En el momento de la ofrenda del primogénito a Dios, María y José se encuentran con el anciano y desanimado Simeón.
Simeón es el símbolo de la fidelidad del Pueblo de Israel que espera con confianza la llegada del Mesías. Lleva toda su vida subiendo al Templo esperando ver al Mesías. Lucas nos hace comprender su interioridad su cansancio, que es el cansancio de tantas personas que encontramos cada día.
Simeón es el símbolo de la profunda angustia de todo hombre, porque la vida es deseo insatisfecho, la vida es camino, la vida es espera.
Esperando la luz, la salvación, algún sentido que pueda desenredar la maraña de nuestras preocupaciones y de nuestros “por qué”.
Es bella la oración intensa de Simeón que finalmente ve lo esperado: ahora está pleno, satisfecho, ahora ha comprendido, ahora puede marchar, ahora todo vuelve.
Unos pocos minutos son suficientes para dar sentido y luz a una vida de sufrimiento… Unos pocos minutos para dar luz a una vida de espera…
Que el Señor nos conceda, en el transcurso de nuestra vida, al menos unos pocos minutos… que concedió a Simeón.
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