Dibujo de Jesús Ferrero, Diario Montañés
El pasado 30 de octubre Aragón TV tuvo el acierto de iniciar una serie sobre “la transición en Aragón” con un primer capítulo dedicado a la transición en la Iglesia. Han pasado más de 40 años y aquella transición de la Iglesia no ha acabado, solamente se ha interrumpido durante dos papados poco renovadores. Pero actualmente parece reiniciarse. En algunos sectores del cristianismo se habla ya de la necesidad de un tercer concilio Vaticano II y una puesta al día de dimensiones muy sustanciales. No es solo el papa Francisco el que está recuperando este espíritu renovador con muchas resistencias y vacilaciones. También más allá de las grandes orientaciones del magisterio eclesial, las perplejidades y las intuiciones de muchas personas que todavía conservan una referencia a Jesús de Nazaret van por otro lado. Y no menos cristiano.
Las Iglesias se van quedando vacías y el cristianismo, no solo la Iglesia católica, va perdiendo presencia en la sociedad y en la cultura actual. Y no hay que buscar las razones tanto en la pérdida de valores, en el ateísmo, o en la competencia de una educación cívica que relega la religión al ámbito de lo privado. Se trata más bien, en la opinión de muchos de estos cristianos en la frontera, de que las tradicionales interpretaciones y formulaciones del evangelio se han quedado desfasadas en la cultura actual. El cristianismo tal como se explica hoy no acaba de responder a los retos de siempre: la necesidad de sentido ante el mal, la muerte y el sacrifico de las víctimas; el anhelo por recuperar el daño infligido o por trascender una existencia limitada; la búsqueda de un fundamento y de una certeza del bien.
Ante el reto de las migraciones, de la desigualdad, del nacionalismo, de la secularización creciente, del pluralismo ético y religioso, de la grandiosa y beneficiosa divulgación científica y ante la exigencia de una conciencia y actuación realmente democráticas, especialmente en la consideración de los derechos y del estatus de la mujer, se hace precisa una segunda y más profunda transición en la Iglesia. Una mutación que tiene que sumar la perspectiva liberadora y el clima posmoderno, secular, laico, de nuestra cultura. Ya no somos gente religiosa o revolucionaria. Ya no hay dioses realistas en los cielos o en la política.
Es verdad que muchos cristianos están respondiendo a estos retos a través de las organizaciones sociales, las instituciones, los partidos políticos o incluso de las mismas estructuras de la Iglesia: parroquias, Cáritas, colegios, etc. Sin embargo, sus presupuestos creyentes no han cambiado y atraen cada vez menos, envueltos en una sacralidad ostentosa que hoy podría ser más bien hondura de vida y “cualidad humana profunda” (M. Corbi). Y así, de la misma manera que en la transición democrática evolucionamos desde el nacional catolicismo al compromiso de liberación sociopolítica, a una mayor valoración de la vida y de este mundo y a una mejor interpretación del significado de Jesús de Nazaret, también ahora se pide al cristianismo una renovación o metamorfosis que contribuya más ajustadamente a la encrucijada de nuestro tiempo.
Se nos pide una vuelta a los valores evangélicos no tanto porque constituyan una identidad religiosa superior sino porque esa identidad no es sino la radicalidad en los valores universales que la comunidad humana va dialogando y concertando (J. Habermas). Valores tales como la solicitud recíproca, la custodia del planeta, la convicción democrática profunda, el ánimo para la vida y la apertura de significados en la cotidianidad.
La originalidad del cristianismo no es ser una religión de salvación centrada en el mito o Misterio de la muerte y Resurrección del Hijo de Dios sino la llamada a desbordar las actitudes de proximidad y compasión activa que constituyeron el proyecto original de Jesús antes de ser absorbido por las culturas judaizante y grecoromana de los primeros siglos. Actitudes que animaron la vida completa del Jesús que anduvo en el mar (M. Machado) hasta su muerte violenta. Animo que también se dio y se da en la entrega de tantos otros profetas y personas anónimas. El cristianismo es el movimiento del amor desbordante (P.Ricoeur, J.D. Causse) que se transforma en esperanza, aunque sea incierta. Nada pues de particularismo o exclusivismos, de superioridad, de posesión de la verdad última o de desdoblamientos sobrenaturales.
Estas son algunas de las líneas que señalan y fundamentan este cambio anunciado:
Una lectura no literal sino metafórica, de los textos llamados sagrados, tanto la Biblia como otros escritos y tradiciones religiosas, espirituales o humanísticas. Solo así es posible una conciliación con la ciencia, el pluralismo religioso y cultural y la cooperación con las instituciones y movimientos de carácter sociopolítico y liberador. Un lectura que orilla definitivamente el dogmatismo y se vuelca más que en la verdad, concepto hoy muy manipulado, en el significado de la vida y en la elevación de la moralidad o libertad. La Biblia más que razón o verdad tiene alma, impulso de vida y fraternidad. (“minimalismo bíblico”, véase J. M. Vigil y servicios Koinonía)
La complementariedad entre fe y ciencia basada principalmente en una nueva concepción del conocimiento humano. Una nueva epistemología que no deja de ser empírica pero se muestra más humilde; no habla tanto de verdad cuanto de modelos que poseen poder explicativo; que no da pie a una metafísica dogmática sino incierta (J. Montserrat), alejada de las afirmaciones fuertes y que encuentra su correlato conciliador en el abandono del concepto ingenuo de Revelación religiosa como verdad absoluta dictada por un Ser superior. La nueva epistemología se presenta ahora como un fundamento para el diálogo entre ciencia y fe (L. Sequeiros).
La construcción de una praxis supraética que no se centra tanto en el moralismo cuanto en la trascendencia del amor cívico y personal fundado en la autonomía de la buena y bella voluntad. El potencial simbólico de las creencias mueve hacia el compromiso, la curiosidad científica y la honestidad intelectual. Darlo todo a cambio de nada, por la ciencia, por los desfavorecidos, por el planeta, requiere una motivación muy especial; no es una propuesta de la prudencia moral, ni para la actuación ordinaria, mucho menos es una exigencia, o deber coactivo, propia de una religión que se tiene por verdadera o con derecho a obligar, sino una inclinación transcendente de la bella y buena razón que es el mejor regalo que hemos podido recibir no sabemos de quien o incluso de Dios. Somos hijos del amor, don.
La confluencia de las religiones y los humanismos (por ej “Islas encendidas”) que, en la acción liberadora, en la contribución a la justicia y al bienestar humano (P. Knitter), es una tarea a caballo de la política institucional, de la crítica antisistema y del cuidado de las personas. Se extiende desde el pequeño óvolo de la viuda hasta las más altas esferas de los organismos internacionales.
Los protagonistas del capítulo de TVA citado, ya mayores, y los que no salieron y son muchos más, no han perdido su referencia cristiana pero no pisan la iglesia, del mismo modo que en el origen del cristianismo la sinagoga cayo en desuso para ellos. Estas personas se desenvuelven en el lugar común de la responsabilidad democrática y de la ecología profunda. Los templos son las personas dolientes, los sacramentos los gestos naturales del cuidado y de la acción comunitaria, sus celebraciones no tienen nada de sacrificio pascual o consagración. La mujer es igual al hombre y no hay sacerdotes; la divinidad de Jesús, la Resurrección y otras grandes verdades de la fe son más bien símbolos del horizonte inmenso de dignidad que nutre a todo ser humano. No son hechos históricos o milagrosos (J. S. Spong, R. Lenaers, J. Hick, etc).
Estas personas participan de la misma incertidumbre e inseguridad que sus compañeros de viaje liberador. Viven de la confianza que les proporciona ese mar de buen querer, el de siete veces siete, que les llega de la memoria de tantos Jesús de Nazaret. Una perspectiva que los sitúa abiertos al diálogo, sin miedo a la pérdida de identidad y dispuestos a la autocrítica y la escucha permanente.
Algunos llaman a este cristianismo la “Internacional de la esperanza” o “de la justicia”, (Jon Sobrino) como nueva metáfora del Reino de Dios, símbolo prioritario del mensaje evangélico junto a la experiencia personal de un “no sé qué” místico, la figura de Padre o el océano inefable del amor.
Muy probablemente muchos digan que esto no es el cristianismo y vean aquí una reducción de los valores sobrenaturales. Pero hoy el cristianismo es plural y la sociedad no entiende la alquimia religiosa y el dominio de un etéreo mundo sobrenatural. Las imágenes y cultos sobrenaturales son una expresión superada de los componentes o existenciales de la condición humana. Lo sobrenatural es un existencial o cualidad universal inserta en la naturaleza humana, (K. Rahner, Luc Ferry, R. Kearney y otros) y no necesita añadidos. Su dios no está afuera, muerto por el ateísmo contemporáneo sino enterrado en el buen amor pujando por dar vida.
Santiago Villamayor
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