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Dom 3.4.16 “El día de Tomás: Tocar la llaga de Jesús, curar su carne herida”

Domingo, 3 de abril de 2016

imagesDel blog de Xabier Pikaza:

Este segundo domingo de Pascua (ciclo C) se celebra con el evangelio de Juan (Jn 20, 19-30), que tiene dos partes principales:

— Primera experiencia (20, 19-23): la comunidad reunida (sin Tomás) “ve” a Jesús que le ofrece su paz y le concede la gracia del Espíritu Santo, para perdonar. Éste es el signo supremo de pascua: El perdón de los pecados.

— Segunda experiencia (20, 24-29): la pascua es memoria y presencia de Jesús crucificado en los crucificados y expulsados de la historia. Sin meter la mano en la herida del Cristo, sin acompañar y ayudar a quienes siguen sufriendo con y como él no existe pascua cristiana.

Estos dos elementos, unidos e inseparable (perdón real, es decir, activo… y solidaridad con los que sufren) no puede hablarse de Jesús, no existe esperanza y comunión cristiana.

Sigue en el texto la primera conclusión del evangelio de Jesús (Jn 20, 30) de la que aquí no trataremos, pero que sirve para ratificar la importancia de los dos gestos anteriores, que definen el dogma de Jesús, sus dos novedades: El evangelio es perdón…y es “comunión” desde la carne, es decir, en solidaridad “carnal” (real) con los heridos de la historia real.

Este evangelio responde a los dos grandes problemas de la primera comunidad cristiana, que son nuestros dos grandes tesoros y problemas, tras dos mil años de historia:
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Somos cristianos si perdonamos, si ofrecemos el signo real del perdón, en concreto, no en teoría…, pero diciendo al mismo tiempo que hay situaciones de pecado imperdonable: no puede haber perdón mientras no cambiemos (no hay perdón para el tráfico de personas, para la negación de asilo, para las bombas de napaln).

No somos cristianos si no descubrimos a Cristo en la carne herida de los expulsados, oprimidos y sufrientes…No somos cristianos si no metemos la mano (si no ayudamos) en las heridas concretas de nuestra historia

El perdón cristiano, la visibilidad de Jesús… Estas siguen siendo nuestras tareas y retos: ¿Cómo expresar el perdón de Jesús, y decir que hay situaciones sin perdón, mientras no nos convirtamos? ¿Cómo tocar a Jesús en su historia concreta… en nuestro crucificados reales?.

Imagen 1: Caravaggio: Tomas “toca” la herida de Jesús
Imagen 2: Niño sirio de 11 años, herido por esquirlas de una bala anti-persona (shrapnel)


a. Primera experiencia. Los discípulos sin Tomás. El perdón de Jesús (Jn 20, 19-23)

Está reunida la comunidad de los amigos de Jesús, que le recuerdan y le aman, pero no creen todavía en su resurrección. Podemos suponer que en ella se ha integrado, ofreciendo su mensaje, María Magdalena, la primera creyente (cf. 20, 11-18); también parece estar el discípulo querido, que no ha visto Jesús pero cree, pues le basta la experiencia del sepulcro vacío (cf. 20, 8). Debe hallarse igualmente Pedro (del que también se ha ocupado el texto anterior (cf. Jn 20, 2-4). De los demás no se sabe nada. El texto les presenta como “hoy mathêtai”, los discípulos, en sentido extenso. Son toda la Iglesia reunida, que recuerda a Jesús, pero no acaba de creer y vive llena de miedo.

Estos discípulos están reunidos, en una casa cerrada, por medio a los “judíos”… es decir, por miedo a un mundo al que no queremos salir, tras veinte siglos (20, 19). Forman comunión, pues Jesús les ha convocado y por fidelidad a él están reunidos. Son iglesia en frágil, oración y dudas, son comunidad que necesita la presencia del Señor. En este contexto se inscribe la primera experiencia eclesial de la pascua que, lo mismo que en Lc 24, 23-48, se dirige a toda la iglesia y no sólo a los Doce, cosa que tendrá gran importancia:

A la tarde de aquel día primero de la semana, y estando cerradas las puertas del lugar donde estaban los discípulos, por el medio a los judíos, vino Jesús y se colocó en medio de ellos diciendo:

¡La paz con vosotros!

Y diciendo esto les mostró las manos y el costado.

Los discípulos se alegraron viendo al Señor. Y les dijo de nuevo:

¡La paz con vosotros! Como me ha enviado el Padre os envío también yo.

Y diciendo esto sopló y les dijo:

Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados; y a quienes se los retengáis les serán retenidos

(Jn 20, 19-23).

Los discípulos forman un grupo amenazado, miedoso, pero viene Jesús y les conforta con su palabra y su poder de perdonar. No son los Doce, como a veces se ha supuesto, de forma equivocada (para defender que sólo los Doce y sus sucesores obispos pueden perdonar y decir misa), sino la comunión de todos los creyentes.

Es toda la iglesia (formada por hombres y mujeres) la que está reunida y la que recibe la gracia de la experiencia pascual y la tarea de realizar la misión (envío y perdón) del Señor resucitado.

La Pascua se expresa como presencia y envío de Señor resucitado que se muestra a sus discípulos, haciéndoles testigos de su gracia, enviados de su reino. El signo primero y más fuerte de la pascua es esta “presencia” de Jesús en la comunidad de los creyentes reunidos por miedo a los que hace salir de su encierro, enviándolos al mundo como mensajeros de su perdón.

La Pascua es ante todo paz. Jesús saluda a sus discípulos dos veces, con la misma palabra: paz a vosotros (eirênê hymin: 20,19.21). Sobre un mundo atormentado por la guerra y la violencia, ofrece Cristo paz fundante, creadora. Sobre una comunidad encerrada por el miedo extiende el Cristo pascual la gracia de su vida hecha principio de misión universal.

La pascua es presencia gloriosa del crucificado. El Señor resucitado es el mismo Jesús que se entregó por los hombres. Como señal de identidad, como expresión de permanencia de su pasión salvadora, Jesús mostró a sus discípulos las manos y el costado (20, 20), en gesto que después va a recibir nuevo contenido ante el rechazo de Tomás (cf 20, 24-29).

Creer en la pascua es descubrir que el mismo Jesús crucificado (no un espíritu celeste) es el Señor glorioso. En contra de todo espiritualismo, no hay pascua sin “memoria de Jesús asesinado”, sin memoria de los asesinados…En el fondo está la misma experiencia teológica de Lc: ¡Era necesario que el Cristo muriera…! (Lc 24, 26.46).

La misma Pascua aparece así como Pentecostés. Jesús resucitado sopla sobre sus discípulos diciendo recibid el Espíritu Santo (20, 22), en gesto de nueva creación. El mismo Dios había soplado en el principio sobre el ser humano, haciéndole viviente (Gen 2, 7). Ahora sopla Jesús, como Señor pascual, para culminar la creación que en otro tiempo había comenzado.

Recordemos que Lucas 24 y Hech. 1 habían separado cuidadosamente los matices, poniendo primero la Pascua y después Pentecostés, Juan ha vinculado ambos momentos, uniéndonos en un único misterio: la misma aparición pascual se vuelve efusión del Espíritu de Dios (que es Espíritu del Cristo resucitado) sobre el conjunto de la iglesia.

La pascua se vuelve misión: ¡como el Padre me ha enviado así os envío yo! (20, 21). A lo largo de todo el evangelio, Juan ha presentado a Jesús como enviado de Dios: misión es toda su existencia. De ahora en adelante, los discípulos de Jesús en cuanto tales (no los Doce como grupo cerrado) son enviados de Jesús. Realizan una obra que es propia del Señor resucitado: expanden y despliegan su camino, realizan su misterio sobre el mundo.

El texto culmina en un signo de perdón: a quienes perdonéis los pecados… (20, 23).

El camino de Jesús se expresa en el perdón. Éste es el tema, ésta la tarea de la iglesia: en el mundo no hay perdón, los hombres se encuentran divididos, destruidos; carecen de medios para expresar el perdón, todo se hace por ley y por venganza, en una espiral de violencia y contra-violencias.

Pues bien, sobre ese desierto de pecado (falta de perdón), Juan ha interpretado la pascua como experiencia y tarea de perdón. Por eso presenta estas palabras en las que Jesús dice a todos sus discípulos (sin distinción de clérigos y no clérigos): “a quienes perdonéis…”. Éste es el perdón pascual de la Iglesia, el perdón de todos los cristianos, pues todos, varones y mujeres, aparecen aquí como mensajeros y testigos del Perdón de Jesús, de su Espíritu Santo.

¿Perdón y no perdón? A quienes les retengáis los pecados, les quedan retenidos…

Ciertamente, el texto divide a las personas de una forma que parece simétrica (a quienes perdonéis, a quienes retengáis…), de tal modo que alguno pudiera pensar que la iglesia es una institución neutral, que reparte perdón o no perdón de forma indiferente. Pues bien, en contra de eso, a la luz de todo el evangelio, debemos afirmar que la iglesia es sólo signo y fuente de perdón, de un perdón abierto a todos: ella misma viene a presentarse así como encarnación del perdón, por encima de todas las imposiciones, leyes y venganzas del mundo.

— Pero hay un momento (un límite) en que la Iglesia no puede perdonar…

Esa experiencia y misión de no-perdón resulta absolutamente esencial para entender el evangelio y se puede entender por lo menos de tres maneras:

a) Allí donde los hombres (y en concreto los cristianos) no se perdonan… no se puede extender y proclamar el perdón de Dios, conforme al Padrenuestro: ¡Perdona nuestras deudas/pecados como nosotros perdonamos…! Por eso, si no perdonamos, Dios no puede perdonar a través de nosotros. Somos testigos y mensajeros del perdón, de forma que si no lo expresamos y encarnamos el perdón de Dios queda vacío…

b) Hay pecados imperdonables, como ha dicho el Papa Francisco refiriéndose a la corrupción… La corrupción como tal no se puede perdonar; Dios perdona a los hombres (a todos), si se convierten, si nos convertimos…, pero no puede perdonar la corrupción en sí, la corrupción que mata, la corrupción que excluye. La corrupción no se puede perdonar ni “bautizar”, hay que excluirla, destruirla, igual que se destruye al Diablo (que es la primera corrupción de la obra de Dios).

c. La destrucción de la “carne” de Cristo es imperdonable… Se perdona a las personas, pero no se perdona el pecado, y en especial este pecado de la carne, que consiste en negar la carne herida de Dios, como veremos en la segunda parte de este evangelio.

Esta gracia y tarea del perdón es la que funda a la Iglesia y la presenta como “pueblo distinto”, entre todos los pueblos de la tierra. La iglesia es el pueblo de aquellos que perdonan, se perdonan entre sí y perdonan a los otros, a todos… rechazando siempre el pecado, y ante todo, el pecado de la carne, que consiste en no curar a los heridos.

La iglesia puede y quiere perdonar a los pecadores, pero no perdona los pecados, sino que quiere destruirlos (como se debe destruir al Diablo, que es el pecado).
De esa forma expresan el perdón de Dios y han de hacerlo con una responsabilidad inmensa: allí donde los hombres y mujeres no se perdonan no puede expresarse en el mundo (de manera visible) el perdón del Dios de Jesús, que es perdón de toda la comunidad. La iglesia entera, desde el don pascual de Cristo, es signo y principio de perdón sobre la tierra; si ella no expresa y expande este perdón, de manera fuerte, se corre el riesgo de que el mundo quede sin perdón, se encierra en su violencia sin fin.

b. Segunda experiencia: discípulos con Toma. Tocar a Jesús (Jn 20, 24-29).

Bastaban las señales anteriores: la paz de Cristo, el recuerdo de su entrega (manos y costado), el perdón en el Espíritu. Pero el texto sigue diciendo que faltaba Tomás, precisamente uno de los Doce. No es un cristiano normal el que ha dejado de participar en la asamblea; es uno de los antiguos compañeros de Jesús, de sus Doce seguidores. Los otros discípulos le dicen hemos visto al Señor (20, 25), pero él duda: pide un signo (si no veo en sus manos la huella de los clavos…) y Jesús se lo concede:

Y ocho días después, estaban de nuevo sus discípulos en casa y Tomás con ellos; llegó Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y dijo:
– ¡Paz a vosotros!

Luego dijo a Tomás:

– Trae tu dedo aquí y mira mis manos, trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo sino fiel!

Respondió Tomás y dijo:

¡Señor mío y Dios mío!

Y Jesús le dijo:

Porque has visto has creído. ¡Felices los que no han visto y han creído!
(20, 26-29).

En medio de la comunidad reunida, como signo supremo de falta de fe y de confesión creyente, ha destacado el Cuarto Evangelio la figura de Tomás, elaborando en torno a él esta bellísima escena pascual. Tomás es la expresión del ser humano al que le cuesta creer o cree sólo de un modo “espiritualista”, con una fe de tipo gnóstico (de pura experiencia interior, sin la visibilidad de un cuerpo muerto, sin la necesitad de seguir tocando la llagas de aquel que ha muerto por los demás, las llagas de todos los muertos).

Se trata de “tocar al Logos de Dios”, como sabe la primera carta de Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos sobre la Palabra de la Vida, y la Vida se ha manifestado y hemos visto y damos testimonio… Eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora” (1 Jn 1, 1-3).

Pues bien, esa vida de Dios se expresa en la carne herida de Jesús y de todos los que sufren en la historia, los expulsados, los crucificados, los negados del Mar Egeo o de cualquier otro lugar del mundo.

Esto es lo que “queremos todos”, queremos tocar a Dios. Posiblemente, Tomás le ha tocado de un modo puramente espiritual, en visión interior, de manera que no necesita contacto “real” con los otros creyentes, con la comunidad, con los diversos tipos de pobres. Posiblemente Tomás tiene una fe “gnóstica”, un tipo de espiritualismo de puras melodías interiores, mientras sigue sufriendo Cristo en la carne de los crucificados de la historia.

Pero la pascual no es pura melodía interior, un caminar a solas, en visiones y revelaciones intimistas… La fe pascual es compromiso con los hermanos (con los demás hombres y mujeres), compromiso con los que mueren… Se trata, pues, de tocar a Dios y de confesar su resurrección en la carne de la historia humana.

Ciertamente, los cristianos podemos y debemos afirmar que tocamos a Jesús resucitado con las manos de la fe, en un espacio nuevo de corporalidad mística. Pero no podemos tocarle sólo en un plano de “ideas”, de bellas experiencias interiores, sino en la realidad de la carne, de la vida concreta: tenemos que tocarle las llagas de los crucificados, en la vida concreta de los rechazados de la sociedad. Allí está Jesús, no como un fantasma, sino como un hombre que nos sale al encuentro como promesa de vida, en la vida de los negados y rechazados de este mundo.

En este fondo, nuestro pasaje recoge unos rasgos que aparecen también en Lc 24, 40, donde se decía que Jesús mostraba a sus discípulos pascuales las manos y el costado (igual que en Jn 20, 20). Allí se decía que hay que “comer con Jesús” (es decir, comer con los demás, compartir el pan: ¡ese es el signo de la Pascua!). En ese sentido más profundo, el Jesús pascual sigue estando en la comida de los hombres y está de un modo especial en sus sufrimientos, allí donde las llagas de los enfermos y oprimidos empiezan a mostrarse como signo y promesa de resurrección.

He dicho que Tomás podía ser el “discípulo gnóstico”, que sólo cree en visiones interiores, sin preocuparse del mundo externo, de la comunidad de los discípulos, de las llagas de los enfermos y oprimidos.

En ese sentido, Tomás podemos ser todos nosotros, los de una Iglesia de la fe interior, del bienestar propio de algunos, de las puertas cerradas, de las ceremonias sin “carne”, es decir, sin gesto de ayuda a los expulsados, crucificados y negados de nuestro entorno.

Pues bien, mirada desde aquí, esta escena de pascua puede entenderse como “escena de conversión”, que se sitúa y nos sitúa muy cerca de la experiencia de Pablo, cuando encuentra a Jesús resucitado en la vida y sufrimiento de aquellos a los que está persiguiendo: Éste es el Jesús que le muestra sus llagas y le dice: ¡Saulo, Saulo! ¿por qué me persigues? (cf. Hechos 9, 4).

Las llagas de Jesús, en su costado y en sus manos, son las llagas de un perseguido. Eso significa que el Jesús resucitado no es un “fantasma”, sino el mismo Jesús que ha sido crucificado. Si esto se olvida, se olvida la pascua.

Al hacer que Tomás toque “las llagas de Jesús” (que haga experiencia de su muerte), el Evangelio de Juan nos está mostrando su más alto mensaje: allí donde más elevada resulta la Palabra (la experiencia interior, la sublimidad de la mística), más fuerte tiene que se la experiencia de la corporalidad concreta, del dolor de los hombres.

Sin llagas de Jesús no hay Pascua. Sin corporalidad del Resucitado no existe cristianismo.

Ya sé que son muchos los que “sienten el escándalo” de este evangelio: ¿Pero es que Jesús resucitado tiene llagas externas? ¿es que se le puede tocar como se tocan las heridas sangrantes de un torturado, las manos hirvientes y frías de un moribundo? ¡Ciertamente, Jesús resucitado no tiene ya las llagas externas que tenía cuando le crucificaron! Pero sigue siendo el mismo crucificado.

Por eso es necesario “tocarle” allí donde él sufre en los que sufren. La fe pascual viene a expresarse de esa forma como experiencia mística (pero realísima) del sufrimiento y muerte del Mesías, que sigue muriendo en los crucificados y enfermos del mundo. Los mismos signos de muerte (clavos que han atado a Jesús de pies y manos al madero, lanza que ha cortado su costado) vienen a mostrarse ya como señal de vida, pero no para olvidarnos de ellos, sino para tenerlos siempre presentes en la vida de la comunidad, en la experiencia de amor activo que nos lleva a descubrir el camino pascual en todos los que sufren en el mundo.

Jesús ha respondido mostrando la herida: mete tu dedo aquí, mete tu mano… (Jn. 20, 27). Sólo así, en contacto de corporalidad a corporalidad, en encuentro con la Vida triunfante del Cristo en la carne herida de la historia humana, puede realizarse la experiencia de la pascua. Lo que importa de verdad no es el aspecto externo de la herida, la forma en que Jesús ofrece pecho y manos en nivel de carne antigua. Nueva es la experiencia de corporalidad trasformada: el cuerpo de muerte se ha vuelto principio de pascua.

El mismo viejo cuerpo del amor concreto y de la entrega, el cuerpo al que han matado (con heridas de lanza y clavos), se convierte así en un signo de resurrección, signo que sigue en la realidad de los hombres.. Frente a los riesgos de un falso espiritualismo gnóstico que quiere olvidarse de la carne, frente a todos los intentos de entender la pascua como puro cambio de conciencia (algo que sucede en el nivel interna de la transformación mental), el Evangelio de Juan ha querido poner de relieve la corporalidad mística y física (carnal, social) del Cristo de la pascua, que nos lleva a seguir encontrando a Jesús en las llagas de todos los hombres.

De esa forma ha combatido el evangelio de Juan la gran herejía de aquellos que afirmaban: Cristo no ha venido en carne, es sólo un mero espíritu (cf 1 Jn 4, 2-3). El evangelio supera también la herejía de aquellos que añaden: Cristo fue carne cuando estaba sobre el mundo, pero ahora, en su gloria pascual, es puro espíritu; ha dejado atrás las ataduras y miserias de su cuerpo. Pues bien, en contra de eso, nuestro texto ha querido resaltar la corporalidad de la resurrección y lo ha hecho de esta forma, destacando el valor concreto de las llagas de manos y costado, un sufrimiento que se expresa en el dolor de la historia humana.

La muerte de Jesús no ha sido un puro accidente del pasado, no es algo que se olvida, señal de pura imperfección y vida baja de la tierra. Por eso, el Señor resucitado sigue siendo aquel que lleva en sus manos y costado las heridas de su entrega, los signos de su amor crucificado en favor de los hombres. El Señor resucitado sigue siendo aquel que sufre en todos los que sufren sobre el mundo, como sabe y dice, en perspectiva convergente Mt 25, 31-46.

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