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“Señor, tú sabes que te quiero”, por Carlos Osma

Miércoles, 17 de marzo de 2021
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fotoplayaDe su blog Homoprotestantes:

Si tuviéramos que elegir el personaje más queer del Evangelio de Juan muchos se decantarían por Lázaro, un joven inseparable de sus hermanas María y Marta que hizo una salida del sepulcro por todo lo alto después de que su íntimo amigo Jesús llorara ante su tumba. Otros lo harían por el ya entrado en años Nicodemo, que se acercó a Jesús de noche por miedo a que alguien pudiera descubrirlo, y fue incapaz de entender qué era lo que le atraía de Jesús, ni la invitación que este le hizo para que naciera de nuevo y se desprendiera del legalismo y la religiosidad que lo paralizaban y le impedían ver el reino de dios.

Pero a mi hoy, y esto reconozco que va a días, al leer la última conversación entre Jesús y Simón Pedro que encontramos en el capítulo 21, creo que este discípulo merece ser reconocido como el más queer de todos. Y la razón no tiene nada que ver con su expresión de género, ni con su identidad sexual, sino más bien con su convicción de que no encajaba en el estereotipo, en el molde de lo que es un verdadero discípulo. Y percibo que esa identidad queer la vivía con culpa, al igual que muchas cristianas y cristianos LGTBIQ, impidiéndole sentirse amado por Jesús.

Después de haber comido en la playa con el resto de discípulos, Jesús y Simón Pedro se quedaron solos y el maestro le preguntó: «¿me amas más que estos?». La respuesta del discípulo tenía un matiz que lo delataba: «tú sabes que te quiero». Jesús volvió a preguntarle por segunda vez: «¿me amas?», y Simón Pedro le repitió: «tú sabes que te quiero». La diferencia entre amar, que es lo que Jesús le preguntó, y querer, que es lo que Simón Pedro respondió, puede parecer baladí, pero considero que no lo es tanto, y en ese pequeño matiz, es donde creo que el discípulo explicitó que después de haber negado a Jesús tres veces antes de que lo crucificaran, él no sentía que encajara en la imagen del discípulo que podía responder tranquilamente que amaba a Jesús sin sentirse un poco hipócrita. Es verdad que podría haber mentido, pero aquella vez el sentimiento de culpa que arrastraba le obligó a reconocer que la palabra amor le quedaba grande, que no era digno de utilizarla, y por eso (quizás) prefirió responder con otra más pequeña.

En la playa, cerca de donde Jesús y Simón Pedro dialogaban sobre sus amores y sus quereres, se encontraba un discípulo que hubiera confesado a Jesús con rotundidad: «pues claro que te amo». Era el discípulo amado, el perfecto, el discípulo por excelencia, el valiente que no huyó y acompañó hasta la cruz a su maestro, el discípulo al que Jesús encomendó su propia madre, el primero que creyó en la resurrección, el que no dudó en ningún momento, el que no falló, el que siempre estuvo en el lugar adecuado en el momento exacto, el discípulo con una fe inquebrantable, el único que descansó su cabeza sobre el pecho de Jesús. Frente al discípulo amado, Simón Pedro se debió sentir acomplejado, incómodo, porque cualquier comparación con él lo dejaba en mal lugar. Él era mucho más humano y contradictorio, más cobarde y mentiroso. Supongo que, por eso, no se atrevió a responder a Jesús: «tú sabes que te amo».

Por mucho que se diga que todos somos pecadores, que no hay nadie perfecto, la realidad es que existe una imagen idealizada, como la del discípulo amado en el evangelio de Juan, sobre cómo es el discípulo que puede responder tranquilamente que ama a Jesús más que el resto de los mortales. Evidentemente nosotras no estamos incluidas en ese imaginario, claro, nuestra identidad es terrenal, humana, contradictoria y efímera, como la de Simón Pedro, somos demasiado queer para poder ser integradas en idealizaciones sin nombre, en proyecciones como la de los discípulos perfectos. Y por eso, nos sentimos toleradas, aceptadas, respetadas, queridas, pero no amadas. Para poder serlo, deberíamos ser distintas, mucho más heterosexuales, jóvenes, fundamentalistas, cisgénero, rubias, fieles, masculinas, espirituales, delgadas, musculosas, ricas, perfectas, sumisas… Deberíamos ser algo totalmente inalcanzable para  nosotras, deberíamos ser de mentira, puro humo, un holograma en 3D como los discípulos amados que nos rodean.

La verdad es que siempre nos queda mentir, afirmar que le amamos como se supone que deberíamos hacerlo, parecer humildes y respetables, tener cara de no haber roto nunca un plato, incrustarnos dentro de su holograma en 3D y dejar que esa imagen nos destroce la vida. Podemos convertirnos en personas reconocidas como piedras sobre las que su comunidad se sostiene, mientras nuestra vida se tambalea. O podemos, como Simón Pedro, agachar la cabeza y responder únicamente que le queremos, que somos queer, que no somos como sus discípulos amados, esos a los que todo el mundo alaba y no necesitan justificar que son cristianos.  Y estoy convencido, por mi experiencia, que si hacemos eso, nos encontraremos con un Jesús más humano y más próximo que se pone a nuestro nivel y se dirige a nuestras contradicciones e incongruencias, porque así somos todas, para preguntarnos por tercera y última vez: «¿me quieres?». Y al escuchar que, a  pesar de todo, está a nuestro lado, que sabe que tenemos mucho que avanzar, pero que no va a abandonarnos, quizás nos atrevamos a levantar la cabeza y mirarle a los ojos para decirle como Simón Pedro: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Si eso ocurre, si nos armamos de valor para hacerlo, descubriremos que el discípulo amado no es nuestra meta, que nuestra meta es Jesús. Y es entonces cuando entenderemos de verdad de qué se trata eso de ser cristianas, que más que imitar una imagen idealizada, lo que se nos pide es responder a la llamada de quien nos dice: «Sígueme».

Carlos Osma

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“Descansando sobre el pecho de Jesús”, por Carlos Osma

Lunes, 23 de noviembre de 2020
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pexels-joshua-mcknight-1149361De su blog Homoprotestantes:

“Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba reclinado en el pecho de Jesús”[1].

Pues sí, esta puede ser una de las frases que considero más bellas de la Biblia, y no porque rebose homoerotismo por todos lados, sino porque en ella observo amor cotidiano, ese que muchos tenemos cada día cuando después de una dura jornada de trabajo nos sentamos en el sofá y apoyamos la cabeza en el pecho de la persona que amamos. Es posible que para algunos este gesto no tenga importancia, que no quiera decir nada, pero para quienes de vez en cuando nos paramos a analizar nuestra cotidianidad, sabemos que en realidad son los más importantes.

A menudo este versículo pone nerviosos a los que se han erigido en defensores de la obligatoriedad de la heterosexualidad de Jesús y del resto de sus seguidoras. Por eso lanzan amenazas infernales a quienes se atrevan a insinuar que, cuando el resto de discípulos desaparecía, había sexo entre Jesús y su discípulo amado. Y nos da un poco de risa, porque cuando nosotras todavía no nos lo habíamos ni planteado, ellos ya habían visualizado las cien posturas imposibles que Jesús y su discípulo amado no podían realizar. Me quedo con las ganas de conocer ese Kamasutra prohibido, seguro que sería todo un bestseller de la literatura cristiana, mucho más ameno que aquellos insoportables libros de teología que tratan de repetir, sin ni siquiera pasar por la propia experiencia, lo que otras y otros ya han dicho antes. Como diría el Predicador: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”[2].

Mientras el discípulo amado descansaba en el pecho de su amado, Jesús anuncia que una de las personas que hay en la habitación le va a entregar. Agatha Christie no lo podría haber hecho mejor, la tensión y el miedo invaden la sala donde tiene lugar la cena, mientras por unos segundos el evangelista invita a los discípulos a convertirse en Miss Marple o en Sherlock Holmes para descubrir quién es el traidor. ¿Quién de todos los presentes entregará a la muerte a Jesús? ¿Seré yo maestro? ¿Serás tú Simón Pedro? ¿O será el discípulo amado? La desconfianza es el elemento más siniestro en esta escena. Saber que un discípulo con el que comparten el seguimiento de Jesús les traicionará, desestabiliza por completo la comunidad de seguidores del maestro. Frente al desconcierto y la desconfianza del resto, el discípulo amado reposa su cabeza en el pecho de Jesús.

Ya hemos dicho antes que la policía del pensamiento teológico verdadero al leer este texto dirige su dedo acusador hacia el discípulo amado. Es él quien supone la mayor amenaza para su evangelio de exclusión, y por tanto para ellos son las personas LGTBIQ las que quieren traicionar al maestro. “Eres tú”, nos dicen, “tú quieres acabar con el evangelio”. Ante esta fake news podemos responder manteniendo la confianza, sabiendo en quien hemos creído, teniendo esperanza, y acercándonos a Jesús para descansar. Pero a veces, en vez de hacer esto, acabamos imitándoles y preguntándonos también nosotras quienes son los traidores para los que el evangelio ya no es lo que era (o mejor dicho, lo que ellos querían que fuese). En nuestro caso suele ser una pregunta retórica, claro, porque no necesitamos señales divinas para saber quienes comparten con nosotros el pan y el vino, pero se venden por unas monedas de plata a los sacerdotes de la religiosidad oficial que quieren oprimirnos. Sin embargo, no deberíamos olvidar que no hemos sido llamados a ser detectives, ni inspectores de la vida y la fe de los demás, sino seguidores de Jesús que confían y descansan en su maestro. Discípulos y discípulas que ponen primero el oído, no en las palabras de los traidores del evangelio, sino en el corazón amoroso de Jesús.

El juego del Cluedo al que nos invita el evangelista es resuelto con rapidez por el propio Jesús, él mismo desenmascara al traidor, al discípulo Judas Iscariote. Y es que es el propio evangelio, la buena noticia de salvación, el que nos pone a cada uno en nuestro lugar. A quienes lo entienden como un escape room de la comunidad de iguales, los lleva a través de la oscuridad hasta el poder y la respetabilidad del Templo que quiere acabar con Jesús. Y a quienes lo perciben como un mensaje de fraternidad, amor y salvación, los lleva a descansar confiados sobre el pecho del maestro. Los cristianos LGTBIQ también tenemos que decidirnos muchas veces ante estas dos maneras de entender el evangelio: ponerlo a nuestro servicio para obtener reconocimiento, dinero y poder, o dejarnos interpelar por él para mostrar de forma desinhibida nuestro amor por quienes a nuestro alrededor corren el peligro de ser crucificados.

A menudo, cuando hemos de tomar esta decisión, la demoramos, la dejamos para otro momento, intentando posponerla hasta que no haya otro remedio. Sabemos que descansar en el pecho de Jesús tiene un precio, la experiencia nos lo recuerda siempre. Pero las palabras que Jesús le dirige a Judas Iscariote antes de que este se decidiera por la traición, creo que también las podría dirigir al resto de sus discípulos, a su discípulo amado, y como no, a nosotros y a nosotras: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”[3]. Los traidores no dudan, quienes se deciden por el evangelio del amor, tampoco deberían hacerlo.

Carlos Osma

NOTAS:

[1] Jn 13,23

[2] Ecl 1,2

[3] Jn 13,27

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Evangelio de Juan, iglesia fundada en el Discípulo Amado

Lunes, 10 de julio de 2017
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16730391_815494078627786_3326558179560114559_nDel blog de Xabier Pikaza:

Al principio no hubo una iglesia, sino varias, cada una con su autoridad fundacional (Santiago, Pedro, Pablo, Discípulo Amado). Pudo haber otras (entre ellas quizá una dirigida o animada por mujeres), pero no se conserva apenas su memoria.

Entre aquellas cuya memoria se mantiene, junto a la de Pablo (cuya memoria he recogido el 30.6.17, según la carta a los Efesios) y la de Pedro (cuya memoria he recogido también el 39.6.17, siguiendo el evangelio de Mateo), destaca la del Discípulo Amado, con el grupo de sus seguidores, amigos de Jesús.

El Discípulo amado fue, sin duda, un personaje histórico, a quien llamaron así (discípulo amado de Jesús, cf. Jn 21, 24), aunque él no quiso imponer su autoridad, sino la del Espíritu Santo, que Jesús había prometido y ofrecido (cf. Jn 14, 16; 15, 16; 16, 13).

Pues bien, hacia el final del siglo I dC, esos «amigos de Jesús», los creyentes de esta comunidad animada por el Discípulo Amado, corrieron el riesgo de perder su identidad, entre disputas internas y tensiones de tipo gnóstico (impulsadas por un espiritualismo que podría separarles del Jesús de la historia), y para evitarlo algunos de ellos (quizá una mayoría) se integraron en la Gran Iglesia, donde la memoria de Pedro, era garantía de fidelidad cristiana y unidad eclesial, pero sin olvidar ni negar la la autoridad fundadora del Discípulo Amado, que cumple así una función semejante a la de Pablo en Efesios y a la de Pedro en Mateo.

Discípulo amado, fundador y clave de su Iglesia

La comunidad del Discípulo amado mantenía también el recuerdo de otros discípulos de Jesús (Felipe, Tomás, Natanael, los Zebedeos…), y especialmente el de Pedro (cf. Jn 1, 40; 6, 68; 11, 6-9; 20, 1-17), como muestra Jn 21, un capítulo añadido quizá al final de la redacción del evangelio, para trazar las relaciones históricas e institucionales entre Pedro (Iglesia organizada y misionera) y el Discípulo amado (iglesia centrada en el amor mutuo de sus miembros).

Pues bien, este capítulo (Jn 21), escrito en forma de parábola, afirma que Pedro salió a pescar en la barca, con otros seis discípulos, como queriendo recordar que la misión fundadora de la iglesia, en su apertura a los pueblos, fue decisión y tarea de Pedro, que fue a pescar con otros seis (no de los Doce, ni con Pablo).

Pero al lado de Pedro, inseparable y necesaria, destaca la figura del Discípulo amado, como testigo de la verdad del evangelio y fundador de una Iglesia entendida en forma de comunión de «amigos» (Jn 15, 15).

En el centro de esa iglesia no está ya Pablo, ni Pedro, sino este Discípulo Amado que expresa la esencia del movimiento de Jesús. Ciertamente, este evangelio del Discípulo Amado reconoce la función de Pedro, que había sido ya anunciada en Jn 1, 42, cuando Jesús le decía: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que significa Pedro, quizá ya en el sentido de cimiento de la iglesia (como suponía Mt 16, 17-18).

Por eso, la comunidad del Discípulo Amado (que condensa su más honda experiencia en el Paráclito) debe dialogar con la iglesia institución, aceptando al fin (Jn 21) la autoridad y estructuras eclesiales representadas por Pedro (en una línea semejante a Mt 16, 16-19) .

Pero la autoridad y fundamento de esa Iglesia no es la de Pedro, sino la del Discípulo Amado, quien marca así la identidad del cristianismo. De esa forma aparecen unidos, Pedro y el Discípulo amado, como una especie de diarquía, autoridad doble. Mt 16, 16-19 y Lc 22, 31-32 habían entendido la función de Pedro como algo del pasado, que se había ya cumplido ya al principio de la iglesia. Pues bien, en contra de eso, el evangelio de Juan insiste en la permanencia de los signos del Discípulo Amado y de Pedro. Por eso, Jesús pide a Pedro que le ame intensamente, cuidando de esa forma a sus ovejas.

En esa línea, más que un individuo particular, cuya tarea no puede transmitirse a otros (misioneros, presbíteros u obispos, varones o mujeres), Pedro aparece aquí signo de todos aquellos que realizan tareas misioneras (de pesca) y pastorales (de cuidado) dentro de la iglesia, con la autoridad del amor que anima y cuida.

En ese contexto debemos añadir que el Discípulo amado debe aceptar el ministerio de Pedro.

Por su parte, Pedro ha de aceptar la autoridad del discípulo amado, que aparece al fin de Jn 21 como expresión suprema de la vida de la Iglesia: “Éste es el discípulo que da testimonio de todas estas cosas, aquel que las ha escrito y sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn 21, 24).

Con estas palabras ratifica el redactor final del evangelio la autoridad del Discípulo Amado, presentándole como garante de la vida de la Iglesia.

Ese autor de Juan sabe que existen otras cosas vinculadas con Jesús, que pueden escribirse en otros libros, como puede ser el de Mateo (Jn 21, 15), pero éstas, las que han sido fijadas por escrito en este libro (cf, Jn 20, 30-31) son las más importantes. El Discípulo Amado aparece, según eso, como el más hondo fundamento de la Iglesia, aunque Pedro tengo a su lado una función de pescar y apacentar a las ovejas. Eso significa que, a diferencia de la Iglesia de Mateo, la autoridad suprema de de la Iglesia en el evangelio de Juan no es Pedro, sino el Discípulo Amado:

‒ El evangelio de Mateo no separa ni distingue las dos autoridades (Pedro y Discípulo Amado), sino que sólo conoce una, que es la de Jesús, tal como ha sido interpretada de un modo universal por Pedro. Tampoco tiende a separar o distinguir dos iglesias, una interna y otra externa (la del Discípulo amado y la de Pedro), pues a su juicio la misma iglesia externa es la interior y viceversa. Así quiere establecer desde Antioquia, hacia el 85 d.C., un programa y camino de expansión universal del evangelio, como seguiré indicando.

‒ El evangelio de Juan, escrito en un momento posterior (hacia el año 100/110), probablemente en Éfeso, acepta la autoridad misionera y organizativa de Pedro, pero añade que hay una más honda: La del Discípulo Amado. Quizá pudiera hablarse en ese contexto de una diarquía (Pedro y el Discípulo Amado), pero la autoridad más alta en ella es la del Discípulo Amado, que transmite la revelación de Jesús: «Que todos sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17, 21), no en unidad de imposición, sino en conocimiento interior y comunión dialogal de amor. Esta visión nos ayudará a interpretar mejor el evangelio de Mateo.

Conclusión. En la Iglesia de Pedro, un fundador mayor que Pedro

Ciertamente, según el evangelio de Juan, Pedro ha sido el promotor de una misión universal cristiana. Pero, aunque él dirija la faena de la “pesca” (misión) de la iglesia, él no conoce aún a Jesús, no le distingue en la mañana, cuando vuelven con la red llena de peces, a diferencia del Discípulo amado que debe decírselo (Jn 21, 6-7). Eso significa que, para realizar su función, Pedro ha de hacerse como el Discípulo Amado, amando así a Jesús (cf. Jn 21, 15-17).

Recordemos en este contexto que, según la tradición bíblica, hay pastores bandidos y mercenarios, que dicen guardar el rebaño, pero lo dominan a su antojo, para su provecho (como puede verse desde Ez 34 hasta las Visiones o Sueños de 1 Henoc 83-90; cf. Jn 10, 10. 12-13). Pues bien, en contra de esos pastores bandidos, Jn 10, 7-13. ha presentando a Jesús como pastor-amigo de hombres con quienes comparte su existencia. En esa línea, Jesús quiere que Pedro se vuelva también amigo, como el discípulo amado. No es que él deba cumplir «por amor» una tarea que en sí no es amor, sino que toda su tarea consiste en animar en amor a los creyentes, en la línea del Discípulo.

Entre los comentarios, cf. J. Beutler, Comentario de Juan, Verbo Divino, Estella 2016.

Además de comentarios cf. R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado. Estudio de la eclesiología juánica, Sígueme, Salamanca 1987; A. Destro y M. Pesce, Cómo nació el cristianismo joánico: antropología y exégesis del Evangelio de Juan, Sal Terrae, Santander 2002; C. H. Dodd, La Tradición histórica en el cuarto Evangelio, Cristiandad, Madrid 1977; Interpretación del cuarto evangelio, Cristiandad, Madrid 1978; S. Vidal, Los escritos originales de la comunidad del Discípulo “amigo” de Jesús, Sígueme, Salamanca 1997; K. Wengst, Interpretación del evangelio de Juan, Sígueme, Salamanca 1988; K. Wengst, Interpretación del evangelio de Juan, Sígueme, Salamanca 1985.

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Pascua 5. Tu es Petrus. Pedro, experiencia y tarea de resurrección

Martes, 14 de abril de 2015
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PedroDel blog de Xabier Pikaza:

He presentado ya varias figuras de la Pascua: María Magdalena; María, la madre de Jesús; las mujeres de la tumba vacía; Tomás…

Ha sido necesario el ministerio de María Magdalena, como señalaba Jn 20, 11-18. Pues bien, tras ella han corrido, conforme al evangelio de Juan, Pedro y el Discípulo amado, que forman el gran “triunvirato” pascual de su evangelio: Un Hombre (Pedro), una Mujer (Madgalena), un Creyente sin Más (Discípulo amado).

Pero al lado de ese “triunvirato de Juan”, con una mujer esencial, la Iglesia ha destacado, a partir de Gal 1-2 y de Hech 15, otro triunvirato, formado por los tres grandes testigos de las tres líneas oficiales de la Iglesia antigua, tal como ha sido ratificada por el “Concilio de Jerusalén”: Santiago, hermano de Jesús (judeo-cristianos de Jerusalén), Pablo, apóstol de los gentiles, y Pedro, signo de la tradición de histórica de Jesús y de la unión de las Iglesia.

Hoy me detengo en Simón Pedro, a quien la tradición católica presenta como “fundador” de la Iglesia, edificada sobre la palabra del Jesús Pascual: Tu es Petrus, tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, como seguirá viendo quien lea. Buena pascua a todos, con Pedro, con Francisco Papa, con todas las iglesias que reconocen algún modo su magisterio pascual.

Un recuerdo antiguo

Probablemente, el recuerdo más antiguo de una visión pascual de Pedro está evocado en Mc 16, 7, un pasaje que ha sido transformado después en los lugares paralelos (Lc 24, 5-6 y Mt 28, 7). El mismo joven celeste de la pascua recoge esa palabra y encomienda a las mujeres:

Id, decid a sus discípulos y a Pedro:
El (Jesús) os precede a Galilea,
allí le veréis, como os dijo (Mc 16, 7).

Pedro IILas mujeres (y de un modo especial María Magdalena) reciben el encargo de preparar a Pedro, disponiéndole para la experiencia pascual del encuentro con Jesús. Antes era Jesús quien les había ido preparado… ahora deja como delegadas de su obra, como mensajeras de su pascua, a unas mujeres. Son ellas las que deben poner a punto a Pedro, haciéndole que recuerde la palabra de Jesús, que asuma y continúe su camino.

A partir de las mujeres, los discípulos sólo podrán ver a Jesús resucitado en Galilea; allí han de encontrarse de nuevo, impulsados por Jesús, Pedro y los otros apóstoles fugitivos, allí les saldrá al encuentro Jesús; allí tienen que ir las mujeres, dejando la tumba vacía, la ciudad de muerte que es Jerusalén. Deben reunirse todos en Galilea, para iniciar desde allí el camino pascual. Dentro de ese comienzo, Pedro garantiza la continuidad evangélica, la unidad del grupo, su vinculación con la historia de Jesús. La experiencia pascual no puede culminar sin Pedro; por eso tienen que buscarle las mujeres, ofreciéndole el encargo de Jesús. Pero no podemos olvidar que para ver a Jesús el mismo Pedro ha tenido que escuchar y acoger la palabra que le han dicho las mujeres.

((Originariamente se llamaba Simón Baryona, hijo de Juan, como recuerdan Mt. 16, 17, que conserva el apellido Baryona en arameo, y Jn 21, 15, que lo traduce al griego. Pero, en un momento determinado, para indicar y constituir su nueva función de fundamento dentro de la comunidad mesiánica, Jesús le llama Piedra o Roca. Esto es lo que significa su nuevo apodo, Cefas, conservado en arameo por san Pablo (1 Cor 1, 12; 3, 22; 9, 5; 15, 5; Gal 1, 18; 2, 9. 11. 14) y por Jn. 1, 42.

Las comunidades helenistas traducen al griego ese apodo de Simón y por eso los cristianos le llamamos desde entonces Petros (Petrus, Piedra, Pedro). Tan importante resulta ese apodo que al final se convierte en el verdadero nombre propio de Simón Baryona, el primero de los apóstoles del Cristo: Pedro.

La tradición evangélica supone que el mismo Jesús le ha impuesto ese nombre, constituyéndole Cefas (Petros), haciéndole así piedra de su nueva comunidad escatológica (cf. Mc 3, 13; Lc 6, 14; Mt 16, 18). La iglesia ha conservado y expandido ese nombre y cristianos seguimos llamando a Simón de esta manera (Cefas, Petros, Piedra, Pedro), para mantener firme su experiencia y transmitirla dentro de la iglesia. De esa forma, el mismo nombre de se ha venido a convertir en testimonio de experiencia pascual: siempre que llamamos a Simón El Piedra, estamos recordando que Jesús cimiento humano del edificio pascual de su iglesia))

Aparición. Huellas.

La experiencia pascual de Pedro resulta enigmática. Está en el fondo de todo el NT y sin embargo no se ha conservado ningún texto directo sobre ella, ninguna tradición donde se cuente de forma precisa cómo ha sido.

– La tradición más antigua conserva alusiones de esa aparición. Las fundamentales son 1 Cor 15, 5 y Lc 24, 34 (cf también Lc 22, 32). En esa misma línea de posibles alusiones debemos incluir la búsqueda inútil de Pedro cuando corre al sepulcro vacío con el discípulo amado (cf Lc 24, 12 y Jn 20, 1-10).

– No hay sin embargo ninguna escena pascual de tipo extenso donde se conserve o relate esa experiencia del encuentro de Jesús y Pedro. Es posible que en el fondo de pasajes como Mt 16, 13-20 hubiera un relato pascual, con Pedro como protagonista. Pero actualmente, la escena se incluye en contexto de historia de Jesús. Sólo un pasaje tardío y muy teologizado, como es Jn 21, presenta directamente Pedro “viendo” a Jesús en el lago y recibiendo el encargo de cuidar de sus ovejas; pero de ese texto tendremos que hablar más adelante (al ocuparnos de la pascua en Juan).

¿A qué se debe ese silencio? ¿Por qué no se transmite dentro del NT un hecho que ha sido fundamental para la historia posterior del cristianismo? Sea como fuere, debemos confesar que la experiencia pascual de Pedro se encuentra latente en el conjunto del NT. Así queremos presentarla en este momento de nuestro camino pascual. Todos los cristianos somos deudores de las mujeres, que son madres y amigas de la iglesia. Pues bien, debemos añadir que somos deudores de Pedro que, en otro sentido, también es el primero, como dice 1 Cor 15, 3-7: Cristo murió por nuestros pecados…, resucitó al tercer día… y se apareció a Cefas, después a los Doce…

En el comienzo de la iglesia oficial, tal como Pablo la concibe, se sitúa está aparición de Pedro concebida como fenómeno desencadenante, poniendo en marcha el resto de la vida de la iglesia. Están en el fondo las mujeres, pero todo nos permite suponer que ha sido Pedro el que ha reunido a los Doce (Once) iniciando con ellos el Gran Camino oficial de la iglesia. Por eso, su experiencia de pascua se presenta como fundamento de todas las restantes en la historia de la iglesia.

Lucas. Aparición de Pedro y nacimiento de la iglesia

Lucas sabe que están al fondo las mujeres (Lc 24, 1-12), pero apenas trata de ellas. Su historia pascual comienza con dos discípulos han ido de camino, dejando Jerusalén y abandonando así los ideales de la comunidad de Jesús, destrozada por la muerte del maestro. Pues bien, ellos han visto a Jesús como indicaremos al hablar del tema en Lucas (cf 24, 13-32).Vuelven a Jerusalén. Y así sigue la historia:

Y encontraron reunidos a los Once,
con sus compañeros que decían:
El Señor ha resucitado de verdad
y se ha aparecido a Simón
(Lc 24, 33-34).

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