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Cristo como intérprete de la Biblia: “Y les interpretó en todas las Escrituras lo referente a Él” (Lucas 24,27B)

Viernes, 22 de marzo de 2019

04-los-discipulos-de-emaus-1989-carbon-sanguinea-y-pastelDel blog de James Alison:

Conferencia para la Cátedra Kino 2007, dictada en el ITESO, Guadalajara, Jalisco el 13 de septiembre y en la UIA, México DF el 26 de septiembre de 2007.

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Hoy les propongo a Ustedes hacer dos cosas. La primera es leer un trecho de la Escritura en el sentido denso de “ofrecer una lectura” de ello. Y la segunda es, y si el tiempo lo permite, sacar algunas consecuencias del método de lectura que habré empleado para realizar esta lectura. Mi meta es ofrecer una aportación a algo que vislumbro como siendo de importancia para el futuro de nuestra vida católica: la recuperación de los hábitos necesarios para una lectura eclesial y eucarística de las Escrituras. Y esta recuperación pasa por la ampliación de nuestro sentido de la manera en la cual el Ungido de Dios, el “Χριστός”, nos proporciona una lectura cumplida, o plenificada, de los textos que hemos recibido.

Comenzaré con un trecho poco prometedor para esta materia: una de las parábolas, tal vez una de las dos o tres más conocidas, la que a veces conocemos como la del Hijo Pródigo. La razón porque digo que es poco prometedor para mi propuesta es que aparentemente es una parábola sin enseñanza cristológica – hay dos hermanos, uno dispendioso, y otro de bochornosa rectitud, un padre y unos siervos. No es obvio que cualquiera de estos caracteres sea una “figura Christi”. Sin embargo voy a proponerles una lectura cristológica.

Lo usual en materia de lecturas cristológicas es cuando un autor neotestamentario refiere tal o cual acontecimiento de la vida de Jesús a un texto de las Escrituras hebraicas. En algunos casos se trata clara y evidentemente de una comprensión posterior a los acontecimientos de la muerte y resurrección de Jesús. Por ejemplo, Pablo ve al Mesías ya presente en la roca que sigue a los israelitas en el desierto (1 Corintios 10, 1-4). En otras ocasiones se trata de un reconocimiento de que, a la luz de lo que ahora entienden los autores, perciben en un acontecimiento para el cual no estaban presentes aquello hacia lo cual estaba apuntando un profeta de otrora – por ejemplo cuando Mateo señala que el oráculo de Jeremías sobre el llanto de Raquel se cumplió cuando Herodes mató a los inocentes (Mateo 2 17; Jeremías 31,15). En otros casos sí hay cierta posibilidad de que se esté hablando de una comprensión que fue contemporánea con el acontecimiento, por lo menos de forma embrionaria – por ejemplo cuando Juan afirma que un testigo presencial asistió al traspaso del costado de Jesús en la cruz y que con esto se estaba cumpliendo lo que el profeta Zacarías quiso decir al profetizar “verán al que traspasaron” (Zacarías 12,10 leído en Juan 19,37). No hay razón a priori por la cual un conocedor de un famoso texto de Zacarías no pudiera haberlo aplicado al triste espectáculo de esta ejecución pública o bien inmediatamente o bien dentro del espacio de unos pocos días. Tal vez la plena densidad de lo que estaba haciendo al aplicar un texto tan cercano a la propia enseñanza de Jesús sobre su propio destino sólo se hizo patente poco a poco, pero esto no quita la posibilidad de la contemporaneidad de la aplicación.

Otra lectura cristológica de las Escrituras es cuando se percibe que el propio Jesús está deliberadamente haciendo algo para cumplir las Escrituras, como por ejemplo cuando realiza el gesto de la limpieza del Templo, anunciando así la llegada de ‘Aquel día’ anunciado por el mismo profeta Zacarías (Zacarías 14,21), y con ello la caducidad del propio Templo. O en forma más amplia, cuando se lee todo el recorrido que hace Jesús, en el evangelio de Lucas, desde la sinagoga de Nazaret a la crucifixión en Jerusalén como el acto deliberado de quien está cumpliendo la llegada del profeta prometido, el propio Melquisedec, el sacerdote ungido que irá a ofrecer el sacrificio definitivo para la redención de Israel, y se hace alusión, en pasaje tras pasaje del Evangelio, a los trechos y a las historias de la Escritura hebraica a cuyo cumplimiento se está señalando.

Una tercera forma de lectura cristológica es cuando se tiene la pretensión de desbrozar algo de la enseñanza del propio Jesús con respecto a sí mismo, no tan sólo a partir de los hechos que realiza, sino a partir de los textos que tenemos que reportan su enseñanza. O sea, de vislumbrar lo que en el camino de Emaús (Lucas 24, 13-35) viene propuesto como lo normativo para la lectura eclesial, pero de entenderlo en los relatos que tenemos del Jesús que enseña antes de su muerte. Y aquí estamos en un terreno a la vez muy, muy interesante, y muy difícil, pues nuestros textos no son, ni fingen ser, relatos casi cinematográficos de lo acontecido. Son algo mucho más rico y entretenido que esto. Antes que seguir con la descripción de lo que son “desde fuera” me gustaría invitarles ahora a participar conmigo en la búsqueda de lo que son “desde dentro” – o sea, de atrevernos a buscar aquel vislumbre, aquel atisbo de la enseñanza cristológica del Maestro, en medio del relato evangélico.

Escuchemos la parábola (Lucas 15, 11-32 – versión de la Biblia de Jerusalén):

[Jesús] dijo: “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.” Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. “Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.” Y, levantándose, partió hacia su padre. “Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.” Pero el padre dijo a sus siervos: “Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.” Y comenzaron la fiesta. Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: “Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.” El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: “Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!” “Pero él le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.”

Pues bien, un poco de contexto. Imaginen por favor que Ustedes están en una sinagoga en la Palestina del primer siglo o, tal vez mejor, en las afueras de una sinagoga, ya que en esta ocasión Jesús está enseñando a algunas personas que tendrían dificultad para entrar en una sinagoga. Imaginen también que Ustedes son fariseos o escribas, quitando de la imaginación todo el peso de las connotaciones modernas de estas palabras – o sea, no se consideran hipócritas, sino más bien gente observante, gente modesta y sobria, que tienen un entusiasmo religioso real, una devoción segura al camino del Torah, un buen conocimiento de todas los relatos y narraciones que se reciben como textos santos y una auténtica curiosidad por entender lo que estaría haciendo este Jesús que tal vez sea profeta.

Están acostumbrados a un ciclo de lecturas en la sinagoga. Desde hacía más de un siglo antes de Cristo se habían dividido los libros de Moisés en 150 trechos para que se leyese la Torah entera en un ciclo de tres años. Estaban divididos para conveniencia de las fiestas y se conocían los trechos como sedarim. También, posteriormente se había añadido la lectura de trechos de los Profetas, y estos trechos se conocían comohaftarot. De modo que para cada sábado había lecturas señaladas, y la persona que hacía la lectura y el comentario no los hacía al azar, sino que comentaba las lecturas señaladas. Infelizmente no tenemos mucha evidencia de la exacta distribución de las lecturas en tiempo de Jesús, de la misma manera que no tenemos exacto conocimiento de todos los libros que fueron considerados santos por los diversos grupos que componían el pueblo hebreo en la Palestina de la época. En ambos casos nuestro conocimiento más exacto comienza algo después de la época del testimonio apostólico. Pero sí sabemos que había tal ciclo de lecturas, y algunos elementos pueden vislumbrarse desde los textos del Nuevo Testamento.

Lo normal entonces para una enseñanza de la época sería tomar los textos que estaban señalados, y a partir de ellas construir algo para la edificación de los presentes. Y es esto que vemos hacer a Jesús con la parábola del Hijo Pródigo. Parece que estamos delante de una enseñanza que tiene su base en los textos para la fiesta de la dedicación del Templo, donde los textos señalados eran Génesis 46:28 – 47:31, y Ezequiel 37, 15-28. Ambos textos se refieren a la difícil relación fraterna entre dos tribus hermanas, Judá y José y a posibles medidas para superar sus diferencias y traerlas a que formen una sola grey en la celebración a Dios. Por lo menos estos fueron los textos para la fiesta en uno de los tres años del ciclo [1]. Se ha detectado también por debajo de los textos de este trecho central del Evangelio de Lucas un comentario sobre diversos pasajes del libro de Deuteronomio [2]. El trecho de la Torah en esta ocasión sería Deuteronomio 21, 15 – 23, que habla sobre la distribución de bienes entre un hijo mayor y un hijo menor, y luego del tratamiento apropiado para un hijo rebelde – o sea su lapidación, y termina con la aseveración de que aquel que cuelga de un árbol muere bajo la maldición de Dios. El trecho de los profetas sería tal vez Malaquías, o bien en su integridad (el libro no es largo) o bien ciertos trechos del mismo, ya que comienza con recordar a un hermano mayor, Esaú, a quien Dios no amó, y a un hermano menor, Jacob a quien Dios amó, y termina con la promesa de la vuelta del profeta Elías que va a reconciliar a padres con hijos, y a hijos con padres [3].

El contexto de la parábola lo conforman no tan sólo los textos para la fiesta, sino también la propia fiesta en sí: la de la Dedicación del Templo, la que ahora se llama Chanukah, o la fiesta de luces. Esta fiesta refiere en primer lugar a la nueva dedicación del Templo en 129 antes de Cristo, y en segundo lugar a la dedicación original del primer Templo realizado por Salomón en siglos remotos, y el saber algo de este contexto vitalicio nos permitirá adentrarnos un poquito más en lo que Jesús está haciendo al proferirnos esta parábola.

Además quisiera comentar el hecho de que se trate de una parábola. Olviden, por favor, la familiaridad con que pronunciamos esta palabra. Estamos acostumbrados a escuchar las parábolas de Jesús como si fueran enseñanzas sencillas y brillantes que Jesús sacó del aire para deleite de los sencillos y confusión de los letrados. Tan poco familiarizados estamos con el trasfondo hebraico del mundo de Jesús que pasamos casi inmediatamente a una lectura alegórica de la parábola, como si la versión final de la parábola fuese todo lo que había para ser entendido, y como si existiese una aplicación más o menos evidente de tipo alegórico. Por ejemplo, que el Padre es Dios, el hijo pródigo son los cristianos, o los judíos pecadores y arrepentidos, y por eso buenos; y el hijo mayor son los fariseos, o tal vez el viejo Israel, y por eso el malo de la historia.

Bueno, sugiero que originalmente no fue así. La parábola es un método de enseñanza mucho más interesante que esto. Es como echar un juguete en medio de un grupo de niños que al comienzo no entienden lo que es, ni para qué sirve, pues confunde sus expectativas, y todo parece estar al revés de lo esperado, de modo que poco a poco lo despedazan para luego comenzar a juntar las piezas nuevamente en la medida en que entienden cómo se monta el aparato y en el acto de armarlo, de montarlo, comienzan a entender qué es, y para qué sirve. Y esto es lo importante: con el método parabólico, si no hay primero un momento de confusión, de tener que despedazar el juguete, tampoco hay proceso de aprendizaje y descubrimiento.

Para mostrar un ejemplo de esto sacado de nuestra propia parábola: cuando está regresando el hijo pródigo a su casa, el padre lo ve desde una gran distancia, y corriendo, cae sobre su cuello y lo besa. Bueno, esto nos ha servido a todos como bello recuerdo de que Dios es un Padre que nos ama y que corre a nosotros antes de que siquiera lleguemos a él. Y nada en lo que voy a decir quiere dejar en la sombra este recuerdo. Sin embargo, si hubiéramos oído este relato en el contexto de la sinagoga, nuestra primera confusión habría sido porque en el libro del Génesis es José, el hijo y hermano menor, que sale de su palacio y va al encuentro de su padre, Jacob, que está llegando, junto con Judá, el hermano mayor, para recibirlo, ya desde cierta distancia. Y al hacerlo, José cae sobre el cuello de su padre y lo cubre de besos – la frase es la misma. O sea, el primer punto de referencia para el padre en la parábola no es Dios, sino José, el hermano menor, y es rumbo a. la tierra lejana que viajan el padre y el hermano mayor para el reencuentro festivo.

Es posible que haya aquí también un juego de palabras del cual Jesús habría sacado jugo – pues José va hasta Gosén para recibir a Jacob y Judá, y no habrá faltado quien notara que el nombre del hijo primogénito de Moisés era Guersón – hay suficiente semejanza entre los consonantes para permitir tales juegos. Guersón había nacido mientras Moisés, él también un hermano menor, estaba viviendo exilado de Egipto, en medio de Madianitas, de cuyos rebaños cuidaba. Se había casado con una hija de las Madianitas, y el nombre del hijo quiere decir “soy forastero en tierra extranjera”.

Pues bien, espero que esté comenzando a abrirse para Ustedes una serie de confusiones: el Padre puede ser igualmente José, o Dios, o hasta el Faraón en el relato de José, el que da su anillo a José y lo pone encima de todo lo suyo. El lugar donde se vivía podría ser igualmente Israel o Egipto. El hermano menor podría ser igualmente José, o Moisés, o Jacob (el hermano menor de Esaú), o incluso Abel (el hermano menor de Caín) o hasta el hijo menor en el texto de Deuteronomio 21 sobre las herencias, quien recibe solo una tercera parte de la herencia, ya que el mayor recibe dos terceras partes según la Ley; también podría ser el hijo rebelde a quien el Deuteronomio manda llevar fuera de la ciudad para matarlo, sea apedreándolo o bien colgándolo de un árbol.

De la misma manera el hermano mayor podría ser el del Deuteronomio que recibe dos partes de la herencia, como también podría ser Aarón el hermano mayor de Moisés, como Caín, como Ismael, como Esaú, como Judá. O sea que hay un amplio abanico de posibles ocupantes de los lugares en la parábola, y no hay que descartar el que todos estén allí, en caleidoscopio, ora apareciendo uno, ora otro, y en diferentes configuraciones el uno frente al otro.

En esta visión caleidoscópica, el hermano mayor que regresa del campo y se queja de que su padre ni le ha dado una cabra para festejar con sus amigos, podría ser Caín el agricultor regresando del campo donde había matado a Abel el pastor, para ver a José, que es Abel resucitado. Igualmente podría ser Esaú cuya primogenitura le había sido robada por Jacob por medio de un truco con la piel de una cabra, y el padre podría ser Isaac intentando ayudar a su hijo mayor a que supere su rabia y su envidia; o bien el hijo mayor podría representar a los hermanos mayores de José que, después de haber vendido a José, mataron una cabra para ensangrentar la túnica multicolorada, convenciendo así a su papá, Jacob, que José estaba muerto. Y por supuesto el refrán más importante de la historia de José, como el refrán de la parábola, es “mi hijo que había muerto, ha vuelto a vivir”.

Espero que estén comenzando a sospechar que la parábola antes de ser una historia hecha es más bien una colección de ganchos a partir de los cuales cuelgan muchísimas referencias, alusiones, líneas que un buen narrador podría seguir, y únicamente si nos damos cuenta de algo de la riqueza de aquellas alusiones, y de las diferentes maneras en las que se pueden combinar, es que tendremos algo del sentido de por qué quedan tan bien organizados dentro del esquema de la parábola que Jesús estaba lanzando ante sus oyentes.

Bueno, vamos a seguir el relato notando algunas curiosidades mientras avancemos. Primero, la distribución de bienes: al pedir su herencia el hermano menor recibe una tercera parte, que es lo que le correspondería a la muerte de su padre, ya que a su hermano mayor, según Deuteronomio 21, le corresponden dos terceras partes. Se da el caso de que aquella “tercera parte” vuelve a aparecer en el profeta Zacarías, a quien el Nuevo Testamento, y aparentemente el propio Jesús en su enseñanza, sigue muy de cerca. Pues aquella “tercera parte” es la que pertenece al pastor a quien se va a herir, y que se va a salvar, mientras las dos terceras partes perecerán. ¿Cómo sería si el que va relatando la parábola nos está alertando sobre lo extraño de que el buen pastor, el que va a cumplir las Escrituras, va a ser como un hijo menor, a quien su propia familia, siguiendo tanto al Deuteronomio como a Zacarías [4], trata como a un hijo rebelde, y lo llevan fuera de la ciudad para matarlo?

Interpretar el Deuteronomio a la luz de Zacarías no sería nada imposible para la mentalidad midrásica. Y recordemos que es justo aquí donde aparece en el Deuteronomio la famosa frase según la cual “aquel que cuelga sobre el madero está bajo la maldición de Dios” (Deuteronomio 21, 23) de la que San Pablo sacará tan importantes conclusiones (Gálatas 3, 13). Añadamos el marco referencial del relato de José, donde es el hermano menor quien fue echado y dejado para morir, pero que llega a ser aquél que perdona a sus hermanos y los recibe en la tierra de la plenitud, reconociendo que aquello fue siempre lo que Dios estaba planeando para ellos todos. Tal vez este marco referencial funcione aquí como la línea de fuerza que permite releer lo cruel del pasaje de Deuteronomio contra el sacrificio humano que al parecer ordena, y hace de ello una profecía de un perdón que sería realizado por un sacrificado hijo considerado rebelde y llevado a la muerte bajo la aparente maldición de Dios. En términos modernos, diríamos que es el texto del relato de José que ofrece la hermenéutica que permite releer los textos de Deuteronomio de forma aparentemente invertida. Y sobre la presencia de una capacidad para tal inversión en la parábola no cabe duda: está evidenciada por el cambio de papeles entre quien sale desde una distancia para recibir al otro, cayendo sobre el cuello y cubriéndolo de besos.

Regresemos a la parábola: el hijo menor sale con su herencia, y estando en tierra extranjera lo despilfarra. O sea, ya no merece nada más. Al sobrevenir al país un hambre extrema, el hijo se mete a trabajar para un extranjero, como Moisés para el Madianita. Hasta ganas de comer la comida de los cerdos tiene, un elemento espléndido de la historia, pues demuestra para un público hebreo el repugnante grado de sordidez en el cual había caído. Trae a la memoria también a los Macabeos, los héroes de la historia de la dedicación del Templo, que preferían morir antes de comer carne de puerco, que es lo que el rey griego les estaba conminando a que hicieran. Pero a nuestro hijo menor, no le faltaban deseos de comer aquello – y las palabras “ἐπιθύμει χορτασθηναι” “deseó satisfacerse” tal vez hagan eco a los Israelitas en el desierto cuyos deseos de regresar a Egipto y comer lo de allí llegaron a ser símbolo del deseo distorsionado (1 Corintios 10, 6).

Pero aquel hijo menor “entra en sí mismo” y aquí comenzamos a tener unas palabras muy interesantes – se da cuenta de que podría estar viviendo mejor en otra parte, en la casa de su Padre, aunque fuese como siervo. Y dice literalmente “subiendo, iré” o “levantando, iré” pero la palabra griega es la palabra “ἀναστὰς” y es también el término técnico de lo que acontecía para el sumo sacerdote al ser ordenado y preparado para la vida angélica: “resucitó” [5]. La idea era que el Sumo Sacerdote ya vivía una vida de “resurrección” angélica al comulgar con Dios en el Santuario y al representar a YHWH delante del pueblo. O sea, un elemento sacerdotal está entrando en la historia. El propio Salomón anuncia al comienzo de su dedicación del Templo que él ha subido, o ascendido a la morada de su padre (2 Crónicas 6,10). Cualquier duda sobre esto desaparece cuando escuchamos al hijo menor prepararse para su regreso a la casa de su Padre, pues utiliza una frase hecha que sería ampliamente conocida: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti”. Era una frase litúrgica para el rito de la Expiación el día de Yom Kippur [6], de la misma forma que nosotros tenemos en la misa la frase hecha “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante Ustedes hermanos que he pecado”. O sea, de repente el hijo menor es el Sumo Sacerdote que va a entrar en la casa de su Padre realizando el rito de expiación, un rito que fue inaugurado por Salomón al dedicar el Templo [7].

Esto nos lleva a nuevas consideraciones sobre la presencia de Moisés en nuestra historia. Pues Moisés es un hermano menor, vivía en tierra extranjera, comenzaba con el pueblo la vuelta a la tierra prometida, que también era la tierra de los padres. Pero después de la idolatría de los israelitas, o sea cuando se dejaron entorpecer por los deseos, Moisés ofreció hacer expiación para su pueblo (Éxodo 32, 30-34). Sin embargo Dios no se lo permitió, diciendo apenas que enviaría un ángel delante de él. No sería nada difícil que Jesús vinculara este ángel, una figura sacerdotal, al rey Salomón que sí consigue hacer un rito de expiación aceptada por Dios cuando el fuego consume sus ofrendas en el Templo, y al profeta que el propio Moisés prometió a los israelitas en el libro de Deuteronomio [8] justo antes de nuestro trecho sobre los hijos y la herencia. El vínculo se hace más espeso aún si el hijo menor ahora es no sólo el pastor a quien se va a herir, sino el sacerdote profeta que sí va a realizar la expiación definitiva, y rumbo al sacrificio será considerado como hijo rebelde a ser matado, y su sacrificio sería considerado una maldición de Dios. O sea, una parte de lo que está pasando en la parábola es la sugerencia de que “alguien más que Moisés está aquí, alguien más que Salomón” y una insinuación de la forma en que el profeta venidero dará cumplimiento de lo vivido y prometido por el propio Moisés, y prefigurado por Salomón. Por ende se conocerá que es verdadero profeta [9].

Bueno, el hijo “resucita” sacerdotalmente rumbo al santuario de su Padre. Este muestra su conmoción visceral – ὰσπλαγχνίσθη – la cual es muy especialmente una emoción de Dios, su “chesed”, corriendo hacia él y cayendo sobre su cuello y besándolo, tal y como José, otro hermano menor había hecho con su padre. Noten por favor que la dinámica del padre que perdona es la misma dinámica del hermano expulsado y dejado por muerto que perdona a sus hermanos: la paternidad divina se ejerce en una forma reconociblemente fraterna.

Ya en esto el sacerdote pronuncia las palabras de penitencia, pero el Padre ni le habla a él. De hecho, una vez que ha rezado su formula de penitencia, nuestro hermano menor desaparece totalmente como protagonista. No dice ni hace nada más. En verdad, es como si él, una vez vuelto sacrificio de expiación, y aceptado por el Padre, ya no tiene papel separado. El Padre habla más bien a los siervos. Y aquí tenemos otro juego de palabras, porque a los sacerdotes también se les llamaban “siervos”, pero al Sumo Sacerdote, sobre todo en época del rito de expiación cuando este hacía las veces del propio YHWH, se le llamaba “Hijo”. El Padre les manda a los siervos ponerle στολὴν τὴν πρὡτην lo cual igualmente puede ser una túnica muy fina, o bien la túnica sacerdotal con la cual los sacerdotes vestían el Sumo Sacerdote al salir del santuario para el sacrificio. Les manda ponerle un anillo en el dedo, de la misma forma que el Faraón había puesto su anillo en el dedo de José, señalando su papel de virrey, o sea aquel que ejercería la realeza (Génesis 41,42-44). Y les manda ponerle sandalias, pues antes Moisés había tenido que quitar sus sandalias delante de la Presencia, pero ahora, una vez la redención cumplida, el profeta que cumple lo iniciado por Moisés, aquél que sí puede entrar en la Presencia, puede colocar sus sandalias. O sea, ya se entroniza al Hijo como sacerdote, rey y profeta, todo junto.

Para simbolizar la fiesta y el regocijo se sacrifica el novillo cebado (y la palabra es θύσατε – la palabra para la matanza sacrificial) de la misma manera que Salomón mandó sacrificar miles de toros, y se comienza la fiesta. No sería de más reconocer que en el libro de Levítico (Levítico 8, 12-14), es el hermano menor, Moisés, que ordena Sumo Sacerdote a su hermano mayor Aarón. Lo unge con óleo, lo veste con túnica y lo ciñe con un cinturón. Y luego sacrifica el novillo como ofrenda para el pecado, siguiendo casi exactamente el mismo orden que encontramos en Lucas. De nuevo la figura paterna y la figura del hermano menor se hacen una sola cosa en el rito de la ordenación. Ahora el Padre habla de la misma manera que Jacob habla de José: que su hijo parecía muerto pero de hecho vive; pero se señala que también está festejando que el Hijo (el sumo sacerdote) ha resucitado – o sea, ha hecho su “ἀναστὰσις” y todo lo cumplido por la fiesta de la expiación ya se puede celebrar entre júbilo y alboroto.

Mientras tanto el hijo mayor está en el campo, pero al regresar y llegar cerca de la casa (y “τη οἰκία” siempre puede ser el Templo también), oye el sonido del canto y del baile, y llama a uno de los siervos para saber qué pasa. El siervo contesta con una palabra curiosa, pues no dice “tu hermano ha vuelto”. El verbo “volver” traería connotaciones de “penitencia”, ya que la palabra “shuv” en hebraico quiere decir “volver” o “arrepentirse”. Más bien dice “tu hermano ha venido” o “está presente” “y tu Padre ha sacrificado el novillo cebado al recuperarlo sano y salvo”. O sea, está dando razón de la alegría y la fiesta de Presencia que es lo máximamente realizado en la fiesta de la expiación.

Y con esto el hermano mayor entra en rabia – ὠργίσθη – y se niega a entrar. Y aquella ira no carece de interés, ya que en la gran fiesta de la Presencia que tiene lugar con la Expiación se entendía muy bien la presencia de la Ira – ὀργη -, atribuyéndola al propio Dios. Se entendía que en la persona compuesta del Sacerdote y el cordero, YHWH se estaba ofreciendo como expiación para proteger a sus fieles, pero que a los que no quedaban cubiertos de su sangre, la Ira les iba a caer encima. O sea, se entendía que la Ira irradiaba desde fuera del santuario para vengarse de los enemigos de Dios, y de esto había que protegerse. Pero aquí, y en absoluta coherencia con toda su enseñanza, Jesús invierte la expectativa, mostrando que la única ira que existe allí es puramente antropológica. En la fiesta de la Presencia, con todo y Víctima, Sacerdote, y Rey entronizado, no cabe nada de venganza. La única rabia que hay, y es poderosísima, es la de la envidia que lleva a un hermano a matar a otro.

Los conocedores de la historia de la dedicación del Templo recordarán en este momento que al realizar Salomón la ceremonia, bajó la gloria y la Presencia de manera tan fuerte que los sacerdotes, hijos de Aarón, y de un sacerdocio proveniente de fuentes más antiguas, no pudieron entrar en la casa del Señor (2 Crónicas 5, 14; y 7, 2). Recordarán Ustedes también cómo Moisés no pudo entrar en la tienda del tabernáculo cuando la Gloria estaba en él (Éxodo 40, 34-38). Pero aquí es el hermano mayor mismo que se está manteniendo fuera, por envidia de su hermano, tal y como Caín, y Esaú y los hermanos y el papá de José, todos los cuales tenían envidia. La envidia hace imposible percibir la Presencia, y mucho menos entrar en ella.

Ahora el propio Padre sale en persona a suplicar, sin atisbo alguno de violencia o venganza – no existe una Ira que sale del santuario. Más bien el Padre le habla como si fuera desde abajo, actuando él como humilde portavoz de la plenitud de aquella Presencia perdonadora y no vengativa. Claro, el Padre se ha dejado definir por aquella Presencia. Le ruega al hermano mayor que entre en la fiesta de la celebración de Presencia. El hermano mayor explica que él ha sido un siervo – de hecho sí, pues ha sido el siervo al sacerdocio, por medio del orden levítico – y que nunca ha dejado a un lado lo mandado por el Padre – y la frase en griego apunta a los mandamientos de la Ley “οὐδέποτε ἐντολήν σου παρηλθον”. O sea, parece que él está representando un obediente orden levítico. Recordemos que la ordenación de los levitas fue cuando Moisés les mandó matar a sus hermanos del pueblo de Israel que habían participado en la construcción del becerro de oro (Éxodo 32,26-30). El hermano mayor hasta dice que el Padre nunca le dio un cabrito para festejar con sus amigos. Esto es una referencia a la prohibición a los levitas de hacer las veces del sacerdocio en el sacrificio animal en el libro de Números (Números 18,1-23). Y naturalmente esto recordará, como ya mencioné, el hecho de que Caín, cuyo sacrificio no fue aceptable, practicaba la horticultura mientras que Abel era pastor y su sacrificio era aceptable. Recordará también las diversas ardides por medio de cabritos que salpican los relatos de la Escritura hebraica. Hasta podríamos imaginar en la voz del hermano mayor un tono de queja de que a diferencia de lo que pasó con Abrahán e Isaac, Dios no le ha proveído el cordero de sustituto (Génesis 22,18.13) que le permite aprender a no sacrificar a su hermano. En su envidia no consigue reconocer que el hermano que está presente es exactamente aquel cordero que YHWH ha proporcionado, proporcionándose a si mismo.

Luego el propio hermano mayor refiere a su hermano como “Ese hijo tuyo”, reconociendo en su envidia que aquel a quien ni se digna llamar “mi hermano” ha sido elevado al puesto de Hijo. Y critica al Padre, puesto que asevera que aquel hijo ha devorado su hacienda entre prostitutas, y sin embargo el Padre ha sacrificado el novillo cebado para él. La frase es interesantísima. En griego reza así: “ὁ υἱός σου ουτος ὁ καταφαγών σου τὸν βίον μετὰ πορνων”. Ahora si leemos esta frase en lenguaje sacerdotal, entonces aquel Hijo ha comido no la hacienda, sino la propia vida del Padre, de la misma manera que el sacerdote come la carne del cordero que es YHWH, una vez se haya ofrecido el sacrificio sobre el altar. Y el Sumo Sacerdote lo ha hecho entre gente idolatra. O sea, en su envidia, el levita no reconoce lo que él mismo está diciendo, pues el Sumo Sacerdote es precisamente aquel que come y distribuye la propia vida de Dios, siendo su Hijo, como perdón en medio de un pueblo dado a la fornicación, o a la idolatría, nociones que siempre son intercambiables en los textos proféticos. Y el hecho de que ahora el Hijo esté presente, cumplida su misión sacerdotal, lo simboliza muy justamente el sacrificio del novillo cebado en la fiesta de la Presencia. Entre una acusación de inmoralidad y un reconocimiento de la presencia sacerdotal están solo la ceguera, fruto de la envidia, y la ironía del buen narrador.

Por si fuera poco, el Padre que ha escuchado la amargura del hermano mayor se dirige a él como τέκνον – aquí tenemos una dificultad en castellano, puesto que sólo podemos traducirlo por “hijo”. De hecho, es un término tierno, pero no es el mismo término que “hijo”, lo cual es importante, desde que hemos visto que tanto el Padre como el hermano mayor reservan la palabra ‘υἱός’ para el hermano menor, con todo y su significado de sumo sacerdote. En inglés sería “child” en vez de “son” – tal vez ‘prole’, o hasta ‘mi niño’ – “tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Y aquí, por si acaso necesitáramos de mayores huellas, estamos de nuevo en plena referencia a los levitas, y nos encontramos hasta dentro del mismo trecho central de Deuteronomio que yace en el fondo plano de toda la parábola, pues dice el libro de Deuteronomio [10]:

Los sacerdotes levitas –o sea, toda la tribu de Leví– no tendrán parte ni herencia con los israelitas: ellos se alimentarán de las ofrendas destinadas a los sacrificios y de la herencia del Señor. Por lo tanto, esta tribu no poseerá una herencia en medio de sus hermanos: su herencia es el Señor, como él mismo se lo ha declarado.

Y estamos al final, como estábamos al comienzo, de frente a las palabras sobre la herencia. Pero ahora resulta que el hermano mayor también tiene como herencia al Señor, de por sí inagotable y por esto no deberá tener envidia de cómo el Señor distribuye lo suyo y lo trae a buen término. El que es más que Moisés, más que Salomón, hermanos menores ambos, ha llegado. La dedicación del nuevo Templo que es él mismo, más originario que el Templo de Salomón, ya se está realizando. En la parábola tenemos todos los elementos necesarios para una extraordinaria recapitulación de toda la historia de Israel desde Abel pasando por Moisés y Salomón y que apunta al sacrificio definitivo que superará todas las ambigüedades del régimen sacrificial anterior e insinúa que este sacrificio sí está por darse. Queda abierta la pregunta, o lanzado el desafío: el hermano mayor ¿superará la envidia que lo mantiene fuera de la casa, del Templo, del Paraíso? ¿Aceptará recibir su herencia a manos de su hermano resucitado? ¿Entrará a tomar parte del festejo de la Presencia?

***

Bien, al comienzo les dije que pretendía vislumbrar algo sobre cómo se realiza una lectura eclesial y eucarística de la escritura y prometí desarrollar algunas consecuencias de esto para Ustedes. Dado el tiempo, estas tesis no pueden ser sino muy someras. Sin embargo espero señalar tres direcciones más o menos sólidas para una futura consideración por parte suya.

La primera tesis es sobre el texto: el texto de las Escrituras –y estoy hablando del texto de la escritura hebraica, lo que a veces llamamos el Antiguo Testamento – no es, ni nunca ha sido “un libro” o un texto unitario. Siempre ha sido una serie de textos que se rozan el uno al otro en un proceso constante de mutua elucidación. Fue así antes de Jesús, en la época de Jesús, y en nuestra época. Es más, las Escrituras nunca fueron destinadas como versión final para un consumidor lector. Fueron destinadas como texto base para pública proclamación y comentario. O sea, ya desde el inicio la función litúrgica de explicar y narrar el por qué de las cosas, de los acontecimientos, de las historias y de las fiestas antecedía la producción de los textos. Los textos son como manuales para la predicación o exposición, con sus divergencias, sus referencias internas, sus alusiones, sus repeticiones, precisamente para permitir al que enseña a aprovecharse de los ganchos, de las bifurcaciones, para sacar más jugo de sus posibilidades, de los “¿cómo sería si…?” y así por delante. O sea que el “performance” es lo importante, porque es el “performance” que hace viva la historia y hace que se aplique al “hoy” que es siempre el momento de llamado de toda buena liturgia: “esto se cumple hoy…” (Lucas 4, 21), “hoy el Señor pone ante Ustedes esta decisión” (Deuteronomio 4,8; 11,26; 30,15).

La segunda tesis fluye de esto: si la responsabilidad para la vida que emana de los textos recae sobre el predicador ahora, hoy, entonces lo clave no es tanto lo que dice el texto, sino el punto de partida hermenéutico de aquél que lee. Y este punto de partida no puede ser sólo intelectual, sino de alguna manera auto-implicatorio. El que hace vivo el texto está tomando sobre si una muy grande responsabilidad y su veracidad se percibirá en su propia manera de quedarse involucrado con la historia que está exponiendo y su resultado a largo plazo. Ahora justo esto parece ser lo que tenemos en el Nuevo Testamento. Los evangelios todos apuntan a un predicador que interpretaba los textos ofreciendo un punto de partida hermenéutico muy particular e implicándose a sí mismo de una manera muy fuerte en su interpretación. Que esto haya resultado de difícil comprensión hasta después de su muerte no quita, sino más bien apunta, a la originalidad de la enseñanza del propio Jesús. Una enseñanza sobre una misteriosa función sacerdotal, – ungida y mesiánica especialmente en el sentido sacerdotal – que sólo pasó de promesa, conato o intuición a realidad y Presencia después de realizado el sacrificio.

Sin embargo no hay ninguna razón a priori para pensar que los indicios, sugerencias, desafíos e insinuaciones de un cumplimiento ungido de las Escrituras no puedan haberse originado en la enseñanza del propio Jesús. Tendríamos una persona que estaba tomando los textos recibidos a la vez con extrema seriedad, y con desconcertante libertad apuntando a un “hoy” que estaba irrumpiendo. Y tendríamos en los evangelistas a personas que ellos también estaban produciendo manuales para la predicación, con sus diferentes versiones y ángulos. Estos manuales serían justo lo necesario para ofrecer a los predicadores cristianos el recuerdo de lo que Jesús había dicho y hecho organizado por ganchos de tal manera que les ayudaría a relacionar lo dicho y hecho con el ciclo de lecciones en uso en la época, para ir exponiendo la manera en que Jesús el Ungido de Dios había cumplido las Escrituras, y el tipo de “hoy” que, gracias a él, se estaba inaugurando.

La tercera tesis fluye también de todo esto: el principal contexto para la lectura de las Escrituras es litúrgico y el espacio litúrgico es, por lo menos en la tradición judaica, católica y ortodoxa, el espacio de la Presencia. Se entiende que la Presencia de Dios está entronizada sobre las alabanzas de Israel. La presencia de Dios es eterna, no cambia, y a la luz de ella, todos nuestros diversos ‘presentes’ son contemporáneos. Aquella Presencia es lo que nos está abriendo Jesús con su predicación del Reino, con la promesa de su presencia entre nosotros, y en su propio papel de principio hermenéutico vivo, el que abre, y señala y es, él mismo, aquella Presencia. Esto nos posibilita volver contemporáneos todos los relatos del Antiguo Testamento, incluyendo hasta el mismo Deuteronomio. La lectura sincrónica se nos abre porque Jesús permite que la tensión interna entre aquellos textos quede descubierta cuando el papel de la víctima (en sentido sociológico, y en sentido litúrgico) y el papel del Sacerdote se juntan en su persona, dejando entreverse que aquella conjunción siempre estaba al punto de irrumpirse en medio del mundo de los textos; o sea que el hijo del hombre siempre estaba viniendo al mundo. Y que su venida siempre apunta hacia una enriquecida densidad en la Presencia. Una vez realizada su venida de forma histórica, la Presencia, siempre contemporánea, incluye la víctima sacrificada y perdonadora, que es a la vez el protagonista que interpreta los textos. Justamente con esta tensión entre interpretación y Presencia tenemos algo muy cercano a una propuesta para adentrarnos en la lectura eucarística de las Escrituras.

Muchísimas gracias por su tan generosa atención.

Notas

[1] según la conocida obra de A. Guilding The Fourth Gospel and Jewish Worship. (Oxford, 1960)

[2] C.F. Evans ‘Central Section of St Luke’s Gospel’ en Studies in the Gospel: Essays in memory of R.H.Lightfoot (Oxford 1957).

[3] Mi lectura de estos pasajes, y muchas de las intuiciones que desarrollo en esta conferencia, las debo a las obras de J.D.M.Derrett Law in the New Testament (London: DLT 1970) sobre todo el capítulo 5, y a su New Resolutions of Old Conundrums: a Fresh Insight into Luke’s Gospel. (Shipston-on-Stour: Drinkwater 1986) pp 105-107

[4] Zacarías 13,6 – las heridas le vienen de la casa de sus amigos

[5] véanse las obras de Margaret Barker, y especialmente The Great High Priest (London T&T Clark 2003)

[6] Véase J.D.M. Derrett New Resolutions of Old Conundrums: a Fresh Insight into Luke’s Gospel (Shipston-on-Stour: Drinkwater 1986) pp 105-107

[7] 2 Crónicas 6 y 7

[8] Deuteronomio 18, 15-22 comentado por Estéban en Hechos 7,37

[9] Deuteronomio – ibid.

[10] Deuteronomio 18, 1-2 cf también Números 3, 5-13


© James Alison, Londres, Guadalajara y México DF, agosto y septiembre de 2007.

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