Comentarios desactivados en “Lo posible y lo imposible“, por José Arregi
De su blog Umbrales de Luz:
“Es lo que hay”, decimos, rubricando no sabemos si la lucidez realista o la dejación derrotista. Es lo que hay, y no es posible nada más. Es lo que hay, y es imposible ponerse en pie, esperar, respirar, confiar, crear: ser y hacer ser más.
¿Qué es posible, qué es imposible? Para José Ángel Valente (1929-2000), poeta y ensayista místico alejado de todo dogma, iniciado en el misterio de la realidad por inspiración de la pensadora de las profundidades María Zambrano, lo imposible es “el infinito despliegue del horizonte de lo posible”. Y se pregunta: “No sería lo imposible la metáfora de un posible que infinitamente nos rebasa?” (Cf. “La memoria del fuego”).
Y cita a Edmond Jabés (1912-1991), su alma gemela, poeta francés de origen egipcio, místico y ateo, testigo del Infinito vacante: “Estamos vinculados por lo imposible”. Vinculados, traduce Valente, “por la absoluta infinitud de lo posible”.
La realidad es abierta, infinitamente abierta. Y en una realidad infinitamente abierta, ¿quién puede decir “lo posible llega hasta aquí, ya no es posible seguir”? La posibilidad no tiene fin. Siempre está abierta a una nueva posibilidad. Lo imposible no es sino la infinitud de la posibilidad inscrita en el vacío o en el corazón de la realidad. Somos parte de esa realidad con su horizonte infinito de posibilidad(es).
Edmond Jabés, una y otra vez citado por Valente, escribe en Le Parcours (El Recorrido): “Hay en todo lo posible un imposible que lo burla. Ese imposible, sin embargo, no es lo imposible. Es solamente el fracaso de lo posible. Siempre más allá está lo imposible”. Y añade: “Ese imposible es Dios”.
Imposible: ahí tienes otro nombre de Dios o de lo Divino. Imposible, es decir, Infinitud de lo posible. Por eso dijo Jesús de Nazaret, místico de la fe en lo Imposible y profeta de la acción posible: “Nada es imposible para el que cree”. Pero no nos confundamos: “creer” no significa profesar dogmas y creencias, sino acoger el aliento necesario para levantar la mirada y dar un paso posible hacia el horizonte infinito.
Comentarios desactivados en “María Zambrano y el sentido de lo sagrado”, por José María Aguirre Oraa
“No se trata de abjurar de la razón, se trata de activar una razón más incluyente”
María Zambrano es una filósofa de gran relieve cuyas reflexiones han ganado progresivamente un espacio importante. Mujer cristiana y de izquierdas, nunca abandonó estas posiciones a lo largo de su vida.
El triunfo de la sublevación militar dirigida por Franco la condenó al exilio, por lo que no volvió a España hasta comienzo de los años ochenta.
Su pensamiento ha ido ganando con los años una importante audiencia y un reconocimiento intelectual destacado
| José María Aguirre Oraa Profesor de Filosofía jubilado. Universidad de La Rioja
María Zambrano es una filósofa de gran relieve cuyas reflexiones han ganado progresivamente un espacio importante. Mujer cristiana y de izquierdas, nunca abandonó estas posiciones a lo largo de su vida. El triunfo de la sublevación militar dirigida por Franco la condenó al exilio, por lo que no volvió a España hasta comienzo de los años ochenta. Su pensamiento ha ido ganando con los años una importante audiencia y un reconocimiento intelectual destacado.
Ella ha reflexionado con cierta amplitud y en varios textos destacados sobre la realidad de lo sagrado y sobre el importante papel que lo sagrado juega en la construcción de la vida y de la cultura de las personas. Y lo ha hecho de una manera original, como original es su perspectiva filosófica. En este sentido la consideración sobre lo sagrado constituye uno de los ejes fundamentales de su pensamiento por cuanto inspira claramente de manera constitutiva su proyecto filosófico antropológico y ontológico. Se podría decir que esta reflexión sobre lo sagrado subyace a sus consideraciones más metafísicas y las fundamenta.
María Zambrano identifica lo sagrado con la forma primigenia y primaria como la realidad se presenta al hombre antes de cualquier diferenciación ontológica, como el ámbito indiferenciado que encierra en sí todas las posibles realidades: «…la realidad no es atributo ni cualidad que les conviene a unas cosas sí y a otras no: es algo anterior a las cosas, es una irradiación de la vida que emana de un fondo de misterio; es la realidad oculta, escondida: corresponde, en suma, a lo que hoy llamamos “sagrado”». Se trataría de una realidad primaria que enlaza con la perspectiva desarrollada por Anaximandro con su idea del «apeiron», una realidad a partir de la cual todo germina.
Todo su propósito va a consistir en comprender cómo es y se constituye la experiencia humana de lo sagrado, en desvelar hasta qué punto la persona humana está conformada por su trato con la realidad primera y primigenia. Las características de esta realidad, antes de poder ser pensada, son las mismas características que definen y constituyen lo sagrado: lo oculto, lo ininteligible, lo inaccesible, lo otro, lo temible…
«La realidad agobia y no se sabe su nombre […]. Lo primero que se precisa para la aparición de un espacio libre, dentro del cual el hombre no tropiece con algo, es concretar la realidad en la forma de ir identificando; de ir descubriendo en ella entidades, unidades cualitativas. Es el discernimiento primero, muy anterior al lógico, a la especificación de la realidad en géneros y especies, y que la prepara. No hay “cosas”, ni seres todavía en esta situación; solamente quedarían visibles después de que los dioses han aparecido y tienen nombre y figura».
La razón tiene necesidad de encontrar una situación previa de resistencia a la realidad para lograr abrirse un espacio propio mediante la identificación y concreción de entidades separadas y con cualidades propias. La propia e íntima necesidad de construir un mundo que le salve del caos conduce inevitablemente a la invención de los dioses, a la apertura del ámbito de lo divino, inteligible y tranquilizador porque así la razón puede entrar en trato con ellos. Además, y esto es fundamental, hay una lógica ontológica porque la aparición de los dioses supone también, para Zambrano, la posibilidad de la pregunta, de la pregunta inicial por la propia vida humana, es decir la pregunta por su ser.
Esta pregunta por la afirmación (humana) de sí mismo abre la posibilidad de entrar en diálogo con los dioses. Con ello se despierta la actitud de preguntar y aparece la conciencia, que incluye, como su reverso ineludible, la pérdida de la inocencia primera. Nos hallamos ante la pregunta decisiva sobre su ser y de esta forma en su respuesta la persona humana espera encontrar la conformación de su destino. Los dioses significan, para Zambrano, el fin del «delirio de persecución», la construcción de un espacio y un tiempo humanos.
“La nada asemeja ser la sombra de un todo que no accede a ser discernido, el vacío de un lleno tan compacto que es su equivalente, la negativa muda informulada a toda revelación. Es lo sagrado “puro” sin indicio alguno de que permitirá ser develado”
A lo largo de la historia Zambrano subraya que se han dado múltiples formas de trato con los dioses que han ido constituyendo diversas configuraciones culturales. Pero, también el hombre ha experimentado la necesidad de negar lo divino, una negación que surge del deseo profundo de emancipación. Como consecuencia de esto, lo divino se vuelve a ocultar y, de nuevo, la situación se ve abocada a encontrarse rodeada de una realidad primaria y primigenia que se presenta como la nada. La nada sólo se nos entrega en las entrañas, se nos da en su sentir, porque en realidad la nada no puede ser pensada, no puede ser idea, es «lo otro», la alteridad más abismal del ser.
Dios y la nada son las dos caras de una misma realidad, la realidad del ser y su negación, su anverso y su reverso. La nada es lo irreductible que encuentra la libertad humana cuando pretende ser absoluta. Y precisamente en la nada reaparece el fondo sagrado desde el que la persona ha ido despertando de su sueño inicial. «Es lo sagrado que reaparece en su máxima resistencia. Lo sagrado con todos sus caracteres: hermético, ambiguo, activo, incoercible. Y, como todo lo que resiste al hombre, parece esconder una promesa. […] La nada asemeja ser la sombra de un todo que no accede a ser discernido, el vacío de un lleno tan compacto que es su equivalente, la negativa muda informulada a toda revelación. Es lo sagrado “puro” sin indicio alguno de que permitirá ser develado»
Sin embargo, convendría recordar que la nada, como lo sagrado, es también germen y sus entrañas contienen la matriz de todo sentido, pues de ella emergen nuevos dioses y nuevas entidades. Desde la nada el ser humano puede despertar, conquistar su espacio y su tiempo y recuperar su ser originario. «Dios ha muerto», dijo Nietzsche. Con ello se ha hundido otra vez su semilla, ahora en las entrañas humanas, en nuestro propio infierno. Cuando se abisma el ser, la realidad luminosa y viva, no caemos en la nada, sino en el laberinto infernal de nuestras entrañas de las que no podemos desprendernos, ya que, si sucediera esto, se puede aniquilar todo en la existencia humana: la conciencia, el pensamiento y toda idea sustentada en él. Incluso el alma misma, ese espacio mediador viviente, puede abismarse también hasta dar la ilusión de un aniquilamiento total.
«Todo lo que es luz o acoge la luz, puede caer en las tinieblas. Mas las tinieblas mismas quedan; es la nada, la igualdad en la negación, quien nos acoge como una madre que nos hará nacer de nuevo. Una oscuridad que palpita y de donde inexorablemente hay que nacer nos acoge, unas tinieblas que nos dan de nuevo a luz. Dios, su semilla, sufre con nosotros y en nosotros este viaje infernal, este descenso a los infiernos de la posibilidad inagotable; este devorarse, amor vuelto contra sí. Dios puede morir, podemos matarlo…, más sólo en nosotros, haciéndolo descender a nuestro infierno, a esas entrañas donde el amor germina, donde toda destrucción se vuelve ansia de creación. Donde el amor padece la necesidad de engendrar y toda la sustancia aniquilada se convierte en semilla. Nuestro infierno creador. Si Dios creó de la nada, el hombre solo crea desde su infierno nuestra vida indestructible»
En esta relación con lo insondable la persona consigue conquistar los dioses y las configuraciones de estos. Y los diferentes modos de entender el diálogo con los dioses representan el germen seminal de las distintas culturas que se han ido creando sin cesar en los distintos pueblos y tiempos. Las culturas constituyen las respuestas que el ser humano se ha dado a la pregunta inicial y representan la resolución de su problema y de su enigma fundamentales: cómo entender la propia vida y cómo encontrar su lugar en el universo.
Cada cultura ha existido constituyéndose sobre dos fundamentos: primeramente, se trata de encontrar el rostro de sus dioses y en segundo lugar hay que haberse resistido a ellos, es decir, haber conquistado su ser frente a lo heterogéneo, frente a lo otro, el ámbito de lo divino. La alteridad es lo que hace posible la separación, la diferenciación. Sin esta alteridad, sin esta separación el ser humano no hubiera podido saber de sí, conquistarse a sí mismo. Sabe de sí gracias a su trato con los dioses, pues, al crearlos, se ha conquistado a sí mismo.
La mayor conquista humana ha consistido en percibir los dioses por revelación y en expresar su realidad primigenia y mistérica mediante la poesía o mediante el pensamiento. En esta tarea constante e inagotable para la existencia humana se engendran las culturas. La construcción de los espacios y tiempos humanos se lleva a cabo en relación con los divinos. Las liturgias y los rituales estructuran la articulación de los ámbitos humanos y divinos: se trata de espacios y tiempos en los que la persona entra en relación con lo sagrado y de espacios y tiempos propios de su vida. Esta relación tiñe la vida personal y colectiva de los pueblos, porque en ella se encuentra el sentido que inspira su memoria y su quehacer.
De esta forma se puede indicar que María Zambrano entiende que la religiosidad se encuentra en la raíz del nacimiento de las culturas y en la configuración social que éstas adquieren. Mari Jose Clavo lo señala de manera muy acertada: «El trato con los dioses, los sentimientos y expectativas que le acompañan, el sentido del mundo y de la vida, el entendimiento de la condición humana frente al poder de la divinidad, se ha ido expresando en la poesía a través de las narraciones mito-poéticas, los rituales y liturgias, los cantos sagrados. Para nuestra autora la poesía, expresión primordial de la religiosidad, es de donde nace la filosofía, ambas, filosofía y poesía tienen su origen en la necesidad humana».
La reflexión de María Zambrano subraya que todas las divinidades tienen su historia y unas van dejando paso a otras debido a la constante creatividad cultural humana. La cultura occidental y la modernidad han configurado el imperio de la razón, que se ha desarrollado sobre el postulado de su autosuficiencia y de su autonomía y que se ha logrado mediante la emancipación de toda instancia superior a ella, mediante la negación de los dioses. Esta cultura ha considerado real únicamente lo racional, configurando así su mundo cultural y social, pero excluyendo de la realidad todos los aspectos irracionales que conforman la vida espiritual del hombre.
El espacio sagrado ha sido anulado incluso como espacio original y ha sido calificado por la modernidad como lo vacío, como la nada. Sin embargo, según María Zambrano esta nada es el resultado de un devenir histórico, es un acontecimiento concreto. En consecuencia, no nos encontramos ante una tesis sobre la historia de la humanidad o una perspectiva ontológica definitoria, sino que estamos situados ante un devenir histórico concreto. Esto no afecta en sí a la presencia de lo sagrado, sino que más bien ahora lo sagrado asume el rostro de la nada, se diviniza la nada, se diviniza la ausencia de la divinidad y se presenta lo puramente sagrado. Se ocultan los dioses, pero no el fondo indefinido de lo sagrado.
A lo largo de la historia ha habido tiempos en que la divinidad ha sido negada. Esta negación ha obedecido en ocasiones a la desesperación humana por la inactividad de los dioses, por su indiferencia ante la vida del hombre que transcurre en su indigencia sin expectativas. Otras veces esto se debe al impulso humano de volver a sus límites, de encontrarse consigo mismo en soledad sin necesidad de una divinidad. La ausencia de Dios se manifiesta de dos formas distintas. Por una parte, hay un ateísmo racional, que niega a Dios entendiéndolo como una entidad problemática que no pasa los criterios requeridos por la argumentación racional para demostrar su existencia. Por otra parte, existe otro ateísmo que consiste en la angustia, en el sentimiento de orfandad y soledad que deja en el hombre la impronta indeleble del vacío de la divinidad.
El racionalismo moderno ha privilegiado como reales los aspectos objetivables de la existencia humana, es decir aquellos que pueden convertirse y analizarse como objetos. El resto de las realidades pierde consistencia y significatividad, pero eso no significa que ese resto no se encuentre en la existencia humana, pues la vida resiste a la razón y la persona humana se encuentra ineludiblemente con sus angustias, sus sueños, sus delirios, sus zonas oscuras que anhela comprender.
Y curiosamente en el análisis de Zambrano la actividad fundante del yo racional no ha permitido vivir al ser humano de modo más seguro, siendo más dueño de su vida y de su historia, sino que, por el contrario, se encuentra ahora escindido y angustiado ante la nada contemporánea. Lo divino ha quedado eliminado como tal, borrado bajo el nombre familiar y conocido de Dios. Lo divino aparece múltiple, irreductible, hecho «ídolo» en la historia, pues la historia parece devorarnos con la misma insaciable e indiferente avidez de los ídolos más remotos. La persona humana está siendo reducida, allanada en su condición a simple número, degradado bajo la categoría de la cantidad.
“Con este propósito propone una perspectiva filosófica nueva, que, en lugar de negar y excluir, se enfrente a la nada, recorra la nada y la acepte como algo que se encuentra en la interioridad del hombre. Es necesario recuperar lo irracional, recuperar lo sagrado en la vida que ahora se encuentra en la experiencia de la nada”
A María Zambrano le preocupa cómo salir de esa situación de desintegración de la realidad en que se encuentra el ser humano en estos momentos. Con este propósito propone una perspectiva filosófica nueva, que, en lugar de negar y excluir, se enfrente a la nada, recorra la nada y la acepte como algo que se encuentra en la interioridad del hombre. Es necesario recuperar lo irracional, recuperar lo sagrado en la vida que ahora se encuentra en la experiencia de la nada. «Existir es resistir, ser “frente a”, enfrentarse. El hombre ha existido cuando, frente a sus dioses, ha ofrecido una resistencia. Job es el más antiguo “existente” de nuestra tradición occidental. Porque frente al Dios que dice: “SOY el que ES”, resistió en la forma más humana, más claramente humana de resistencia; llamándole a razones. ¿Se atreve el hombre de hoy a pedir razones a la historia? Aunque ella sea su ídolo, el hacerlo lleva consigo pedirse razones a sí mismo. Confesarse, hacer memoria para liberarse»
La deificación que arrastra la limitación humana, la impotencia de ser Dios, propia de nuestra cultura moderna, provoca que lo divino se configure como ídolo insaciable, a través del cual el hombre, sin darse cuenta, devora su propia vida, destruye él mismo su existencia. Su propia impotencia de ser Dios es la que se le presenta y representa, lo que hace que venga a caer así en un juego «diabólico» de fatalidades, de las que en su obstinación no encuentra salida.
«Y liberarse humanamente es reducirse, ganar espacio, el “espacio vital”, lleno por la inflación de su propio ser. […] Reducir lo humano llevará consigo, inexorablemente, dejar sitio a lo divino, en esa forma en que se hace posible que lo divino se insinúe y aparezca como presencia y aun como ausencia que nos devora. […] Reducirse, entrar en razón, es también recobrarse. Y puesto que ha caído bajo la historia hecha ídolo, quizás haya de recobrarse adentrándose sin temor en ella, como el criminal vencido suele hacer volviendo al lugar de su crimen; como el hombre que ha perdido la felicidad hace también, si encuentra el valor: volver la vista atrás, revivir su pasado a ver si sorprende el instante en que se rompió su dicha»
A María Zambrano le preocupa cómo salir de esa situación de desintegración de la realidad en que se encuentra el ser humano en estos momentos. Por ello, propone una perspectiva filosófica que, en lugar de negar y excluir, se enfrente a la nada, recorra la nada y la acepte como algo que se encuentra en la interioridad del hombre. Es necesario recuperar lo irracional, recuperar lo sagrado en la vida que ahora se encuentra en la experiencia de la nada. «Su filosofía de la crisis se fundamenta en la necesidad de analizar la nada teniendo en cuenta tanto la resistencia que esta opone como la que debemos oponerle. Recordemos su postulado: los hombres han existido cuando han mostrado su resistencia a los dioses.
La resistencia contemporánea implica, fundamentalmente, el abandono del racionalismo, la recuperación de la memoria, de sentires y palabras originarios, y la humanización de la historia. La unidad entre razón, poética y religiosidad se da en los límites de lo profano, lo divino y lo sagrado». Aquí encontramos un nuevo camino, un sendero en el bosque que hay que recorrer sabiendo de su dificultad, pero también esperando encontrar espacios de vida y de luz que puedan iluminarnos y confortarnos. No se trata de abjurar de la razón, se trata de activar una razón más incluyente, que vaya más allá de una razón objetivante y empirista, una razón amplia. La defensa de lo humano en toda su amplitud y radicalidad se encuentra en la reactivación de esta perspectiva. A esto nos llama María Zambrano.
1 ZAMBRANO, M., El hombre y lo divino, en Obras Completas III, Barcelona,
Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2011, 114.
2 IBID., p. 112
3 IBID., p. 217-218.
4 IBID., p. 194.
5 CLAVO M. J. «El pensamiento de María Zambrano (1904-1991)» Se trata de un artículo
inédito de un libro colectivo en preparación AGUIRRE ORAA J. M. (Ed) Historia de la
filosofía española. Siglos XIX, XX y XXI
6 ZAMBRANO, M., Op. cit., p. 108
7 IBID., p. 108-109
8 LIZAOLA J., «Las categorías de lo sagrado y lo divino en María Zambrano», en Aurora
Papeles del «Seminario de Maria Zambrano», nº 18, 2017, p. 95.
Comentarios desactivados en “El hecho religioso en María Zambrano”, por José Ignacio González Faus
De su blog Miradas Cristianas:
AVISO: este artículo es largo y denso. Apareció hace cosa de un mes en la revista catalana de teología y en la Revista latinoamericana de EL Salvador… Pero me ha parecido que una autora tan buena como ella merece quedarse no solo en papeles sino también en la nube. Si un lector se cansa puede mirar solo los subtítulos
| José Ignacio González Faus
El libro de esta gran autora, El hombre y lo divino, puede ser una de las puertas de acceso al hecho religioso en nuestra sociedad secular. El libro tiene, a mi modo de ver, páginas de gran valor antropológico. Pero quizá una de sus primeras frases: “una cultura depende de la calidad de sus dioses” (p. 27) llevó sin querer a la autora a un estudio prolijo y hoy poco interesante de los dioses griegos, precisamente desde su aprecio a la cultura helena. Aunque se pueda justificar así la aparición de la tragedia por la insuficiencia de esos dioses griegos [1], no sé si esa prolijidad por un tema secundario, ha hecho olvidar otras páginas bien valiosas que quisiera recuperar y recorrer en este comentario. Por otro lado, ella misma reconoce en el prólogo a la segunda edición (1973) que ese es el título que mejor convendría a toda su obra.
La sistematización en capítulos de estas reflexiones es mía y no del libro de Zambrano.
I.- AUTOTRASCENDENCIA DEL SER HUMANO
Zambrano parece intuir que hay una cierta dimensión de lo real que hoy llamaríamos mistérica y ella prefiere llamar divina, y otra compleja dimensión del ser humano que parece corresponderse (o relacionarse) de algún modo con esa de lo real. De ahí le brota la pregunta:
¿Por qué ha habido siempre dioses, de diverso tipo ciertamente pero, al fin, dioses?… Y la respuesta le parece clara: Todo atestigua que la vida humana ha sentido siempre estar ante algo, bajo algo más bien…: la presencia inexorable de una estancia superior a nuestra vida que encubre la realidad y que no nos es visible (31).
La formulación me parece bien precisa en su intencionada vaguedad: “algo” que no nos es accesible, pero que nos hace sentirnos como bajo una presencia que es ineludible y que, además, parece encubrir la realidad. ¿Por qué si no, esa tendencia a hablar del hado, el destino, “la suerte”? Eso la lleva a matizar que:
Los dioses han sido, pueden haber sido, inventados, pero no la matriz de donde han surgido un día, no ese fondo último de la realidad que ha sido pensado después como ens realissimum (32). Y más adelante aún reforzará esa afirmación: la estancia de lo sagrado, de donde salen las formas llamadas dioses, no se manifiesta un día u otro; es consustancial con la vida humana (235).
Esa matriz o fondo último le revela al hombre algo que parece elemental pero es decisivo: su no divinidad. Es inevitable recordar al Zaratustra de Nietzsche clamando “si hubiera Dios ¿cómo podría soportar el no serlo yo?”, cuando leemos que: es su propia impotencia de ser Dios la que se le presenta y representa, objetivada bajo un nombre que designa tan solo la realidad que él no puede eludir (24). Y no puede eludirla porque eso es el hombre con su carga, con la carga de padecer su propia trascendencia (387).
¡Qué bien dicho eso de padecer la propia trascendencia! Ineludible e inaccesible. Pero esa impotencia le revela al hombre una complicada dialéctica de su propio ser: por un lado, ante lo divino (el hombre) queda inerme (24). Por otro lado: el hombre -ser escondido- anhela salir de sí y lo teme… Y de aquello de que no puede escapar, espera (32).
Inerme y esperante. Esa última reacción doble (de esperar cuando no se puede escapar, y de anhelar y temer trascender), me parece una buena fenomenología de lo hondo de la primera religiosidad humana. Donde Lucrecio había escrito “timor fecit deos”, Zambrano parece ir un poco más allá: no es el simple temor a amenazas exteriores sino el profundo y secreto temor del hombre a sí mismo. Por eso puede concluir que: la aparición de un dios representa el final de un largo período de oscuridad y padecimientos (34). Y cree además posible universalizar esta conclusión: en el mundo oriental, donde quiera que volvamos la vista, vemos al hombre vuelto a lo divino: en India, Irán, Caldea y Egipto, la vida del hombre sobre la tierra aspiraba a ser copia del cielo (98-99).
Esta descripción que acabo de resumir con los dos vocablos “inerme y esperante”, me parece tan exacta que no resulta difícil reencontrarla encarnada en dos características de nuestra cultura hodierna. Una más moderna y otra más postmoderna:
a.- Por un lado, la experiencia de la subjetividad. Ser sujeto significa algo así como ser el centro y dueño de todo (la realidad se convierte en un “objeto” para mí). Pero resulta que ese presunto sujeto no tiene nada de único: son miles de millones los que pretenden ser únicos: inermes ante lo inviable de la propia subjetividad.
b.- Por otro lado, nuestra dura experiencia actual con la pandemia de la covid, puede ser descrita con esa expresión de “esperar cuando no se puede escapar” y de “temor a trascenderse”. El ser humano se debate así entre su fragilidad y su poder, sin lograr avenirse bien con esas dos cualidades. ¿Cómo no íbamos a esperar entonces?
Algunas consecuencias:
Esta antropología radical permite después una cierta fenomenología del existente humano. Los rasgos que más destaca Zambrano me parecen ser:
La pregunta.- “Me había convertido en una gran pregunta para mí mismo”, reconoció Agustín de Hipona en su “Confesiones”. Y uno recuerda esa frase cuando lee:
La aparición de los dioses significa la posibilidad de la pregunta, de una pregunta ciertamente no filosófica todavía, pero sin la cual la filosofía no podría haberse formulado… La aparición de lo más humano del hombre: el preguntar… La angustiada pregunta sobre la propia vida humana (35). La soledad primera que da origen al pensamiento es la soledad del hombre que se da cuenta de la imparidad de su destino y de su “ser”: de que nadie hay que pueda responder a lo que precisa saber (299).
Y Zambrano parece adivinar que esa pregunta lleva a la clásica distinción entre algo sagrado y algo profano, como dos dimensiones que, a la vez, luchan, pero se buscan y se necesitan.
La distinción sagrado-profano: Lo sagrado y lo profano son las dos especies de realidad: una es la incierta, contradictoria, múltiple realidad inmediata con la cual la vida humana tiene que habérselas; el lugar de su lucha y de su dominio. El orbe sagrado es donde se decidirá esta lucha (42-43).
Y esa doble especie de realidad acuña la dimensión “trágica” de la existencia humana, que parece ser también condición de su libertad: los dioses griegos crearon, en mayor proporción que ningunos otros, el espacio de la soledad humana. Dejaron al hombre libre por dejarlo desamparado. El Olimpo con su esplendor, prepara la soledad humana (59)…
¡Qué bien dicha la última frase! Pero no se trata solo de los dioses griegos. Como ya insinué, ellos son solo un ejemplo de la tragedia que es vivir humanamente (251). De hecho, más adelante hablará nuestra autora de (una) destrucción que se alimenta de sí, como si fuese la liberación de una oculta fuente de energía y que remeda así a la pureza activa y creadora, su contrario. Tal es la ambivalencia de lo sagrado (279). Y tal es también la ambivalencia constante del ser humano: todo un sueño, emancipación del subterráneo temor de tenerlo todo, de la avidez que siempre teme perder su presa (392).
En conclusión, Zambrano describe al hombre como un ser “remitido”, sin que pueda apresar suficientemente el termino de esa referencia. Pero esa referencia constitutiva permite comprender la aparición de “lo divino”. E introduce otro discutible (e imprescindible) elemento de la intuición de lo divino: el sacrificio.
El sacrificio: Zambrano sostiene que el hecho de que los dioses aparezcan estuvo ligado siempre con la acción del sacrificio (41).Es dios, o hace oficio de Dios, aquello a que se sacrifica (303). El sacrificio deja de ser un acto de culto (gratuito por tanto) para convertirse en una manera de “comprarse a Dios”. [2] Quizá valga la pena evocar ahora tantas prácticas pseudocatólicas que intentaban sustituir la confianza, por una seguridad mecánica que garantizaba la salvación eterna: primeros viernes, primeros sábados, tres avemarías…
Y Zambrano descubrirá una secreta presencia del sacrificio en nuestra sociedad que se proclama no religiosa: si antaño, por la falta de sentido de la historia, el “sacrificio” parecía orientarse a lo más inmediato o a recuperar supuestos paraísos perdidos, hoy no desaparece como sacrificio pero puede ofrecerse más al futuro: en el pasado perdido y el futuro a crear, resplandece la sed y el ansia de una vida divina sin dejar de ser humana, una vida divina que el hombre parece haber tenido siempre como modelo previo (308).
Por eso, explicará nuestra autora: no hay sacrificio que el hombre de hoy deje de ofrecer al futuro. No hay sacrificio que, hundiendo tal vez sus raíces en otros motivos, no quede justificado, legitimado en nombre del futuro (304). El futuro, dios desconocido, se comporta como una deidad que exige implacablemente y sin saciarse que le sea entregado el fruto que va a madurar, el grano logrado, ese instante de calma, la paz de una hora (304).
De ahí a la poesía y a la filosofía.- La autora recurre aquí al vocablo griego apeirôn (75)[3] que puede dar lugar a la poesía: Convertir el delirio en razón, sin abolirlo, es el logro de la poesía (355). Pero un logro otra vez insuficiente, quepronto fue sustituido por la filosofía: porque filosófico es el preguntar y poético el hallazgo (73). El apeirôn es así sustituido por el uno de Parménides, segunda revelación alcanzada por la filosofía (75)…
Y nuestra autora parece sugerir que:
Con la pregunta filosófica el hombre se ha decidido a asumir su puesto en el mundo frente a los dioses, que antes de que se llegara a ese instante habían sido sus inspiradores: inspiradores de lo mismo que les había de superar (62). Y les había de superarporque: Nada hay que separe más a los hombres… que la diferencia nacida del dios a quien se sirve(82), comentará agudamente Zambrano.
Se trata ahora de descubrir al final el ser que hace ser (79). Pero tampoco acaba todo con la filosofía.
II.- “ILUSTRACIÓN”: NECESARIA E INSUFICIENTE
Con la filosofía, Aristóteles realizó una verdadera revolución, similar a la que supuso la llamada “Ilustración” en nuestro s. XVIII: pensarlo todo por sí mismo, humanamente, sin “inspiración” ni servidumbre a los dioses, sin compromiso de “salvar el alma”, sin más compromiso que el de llevar la pretensión del conocimiento a su plenitud (95)…
Esa revolución no fue fácil. Pero fue fecunda porque parece que: la suerte de la razón del vencido es convertirse en semilla que germina en la tierra del vencedor. La semilla, toda semilla ¿no está vencida cuando es enterrada? Y cuando revive de entre los muertos, donde se la arrojó, es porque se ha vencido enteramente a si misma (90).
Efectivamente,la razón aristotélica parece sufrir el mismo proceso descrito en la parábola jesuánica del grano de trigo, y esto ayuda a comprender el mérito que tuvo en su época la admiración y la opción de Tomás de Aquino por Aristóteles. Mérito que tampoco podrá ser perenne (como parecía pensar una parte de la teología escolástica sucesora de Tomás) porque Zambrano sabe también que la razón solo triunfa (como acaba de decir) cuando se ha vencido enteramente a sí misma (90). La razón que no se ha vencido a sí misma degenera en esos racionalismos que solemos desautorizar como “escolásticas”.
En cualquier caso, fue Aristóteles quien ganó en esta lucha (122). Y extrañamente, ese nuevo saber, la filosofía, llegó a descubrir, a “develar” la idea de Dios -y tuvo su mártir en Sócrates- (96). Tanto que: después, dioses, lo que se dice dioses, no podía haberlos. Solo el dios de Plotino será “más dios” que el de Aristóteles (122).
Pero esa victoria no es, no puede ser, definitiva. Porque, como ya se ha insinuado antes, las formas de lo divino se sienten en la ausencia y a lo más se entrevén (128). La misma razón es consciente de esto, y sabe que el darles forma permanente en una materia es para retenerlas en algo que, por fuerza, las encubre a la vez (128).
Incluso, ya antes de abordar el tema de Dios, la experiencia humana es que la visión perfecta jamás se logra y cuando vemos algo plenamente es algo cuya presencia no es plena… Y cuando la mirada encuentra al fin algo que responde a su demanda de ver enteramente, y a la necesidad de una pura y total presencia, es fugitivo y solamente dado en insinuación, en presentimiento (128).
Fugitivo y solo presentido. Así son los objetos de las pretendidas plenitudes humanas: por un lado afán de apresar pero, por el otro, temor de verse apresado por aquello que se escapa siempre. Y de estos dos ámbitos, temor de ser visto, ansia de ver, que definen la condición humana, es el temor quien primero proporciona el ámbito para el dios de la visión y de la inteligencia (129).
Dando ahora un paso más, estos dos ámbitos le permiten a Zambrano una primera comparación entre los dioses griegos y el Dios de Israel que ella formula así:
El hombre en Grecia no podía entrar en sí mismo; llevado por el afán de visión se exteriorizaba, se buscaba fuera de sí y creía solo encontrarse cuando, al fin, podía verse en el mundo inteligible, como una idea transparente al fin a la mirada (130).
En cambio: es el Dios de Israel quien hizo sentir en grado máximo al hombre el temor de ser visto, el afán de esconderse (129). Pero también: es Él quien, a través de Cristo, hace salir al hombre de sí, ofreciendo a la visión divina lo más oscuro y recóndito, el centro de su ser (130).
Sobre lo del Dios de Israel, recordemos la confesión de Sartre en “Los caminos de la libertad”, como razón de su ateísmo: Dios era como “un ojo que le mira”: una mirada incómoda de la que no podía escapar. Había quemado sin querer una alfombra y, cuando trataba de ocultar el desaguisado, se sintió mirado y censurado por Dios. Una mirada que nunca fue vivida por Sartre como la mirada cariñosa de unos padres que esperan que su niño hará bien las cosas y, por eso, es una mirada estimulante. Siempre fue vivida como la mirada de policía controlador. Si como expresa en Huis clos, la mirada al otro siempre es un juicio ¿qué será cuando esa sea la mirada de Dios a nosotros? [4]
En cualquier caso, ante esa humana dialéctica no resuelta del mirar y el ser mirado, poseer y ser poseído, tiene que concluir Zambrano que: la soledad humana sigue desamparada en la luz cuando no ha podido deshacer la resistencia, el ansia infinita contenida en toda vida…. Algo en la condición humana se resiste a esta luz del pensamiento, algo pasivamente resiste a esa actualidad de la inteligencia (131).
“Soledad desamparada”: recordemos que el Dios de Aristóteles no puede tener amigos ni amar, porque esto le haría dependiente del objeto amado. Parece entonces lógica la conclusión de nuestra autora: El dios de Aristóteles atraía hacia si todas las cosas “como el objeto de la voluntad y del deseo mueve sin ser movido por ellos”, mueve sin ser movido. Y bajo él, la esperanza más inconfesable de todas las que mueven el corazón del hombre quedaba sin respuesta: la esperanza entre todas, de ser visto, ser amado, mover a dios. El “Motor inmóvil” no respondía, ni siquiera podía permitir al hombre expresar esa su esperanza última y su primer anhelo oculto en la oscuridad de su corazón (132). De ahí también la insuficiencia de la filosofía por necesaria e imprescindible que sea: El dios de la filosofía no es quién sino qué (396).
No sé si Zambrano se consideraba o no cristiana. A veces habla con tanto respeto que uno tiende a pensar que sí. Pero, en este caso, su cristianismo quedaría demasiado inmerso en aquel pobre catolicismo hispano de los años cuarenta. Digo esto porque las dos citas anteriores parecen estar reclamando una referencia a la enseñanza de la primera carta de Juan con su canto a Dios como “Luz y Amor” a la vez: al amor que nos mira y la luz que nos permite ver. Tanto que la misma autora concluye con esta especie de lamento: Y aún todavía el amor, ese movimiento el más esencial de todos los que padece la vida humana… no será amor enteramente si eso que se mueve no logra al fin mover. Si es que no hay un Dios que sea movido por el hombre (132-33).
Pero ese Dios que, pese a su diafanidad total, llega a “ser movido por el hombre” es precisamente el que anuncia alborozada la primera carta de Juan, como “la gran palabra de la vida” (cf. 1 Jn, 1,2). Es pues lógico que el lector se quede esperando alguna referencia de este tipo. De hecho, Zambrano, aunque parece concluir aquí que eso sería la definición primaria y más amplia de lo divino: lo irreductible a lo humano (136), añade no obstante en otro momento: la intimidad era el don que trajo el cristianismo al abrir en el interior del hombre una perspectiva infinita (241).
Pero esa será una referencia posterior. Si nos atenemos a lo expuesto hasta aquí, parece que eso puede llevar, lógicamente, a las reflexiones siguientes de nuestra autora que intentaré exponer ahora en un tercer capítulo: un dios así tiene que morir. De hecho, hoy son muchos los teólogos que han intentado mostrar que la llamada “muerte de Dios” es un fenómeno que afecta propiamente a la idea general de Dios, no al Dios cristiano [5].
III.- MUERTE DE DIOS
Al ateísmo satisfecho de nuestra era, Zambrano parece decirle estas dos cosas: negar a Dios no significa que no exista; solo significa un cambio de nuestra relación con Él. Por tanto, lo que el hombre, moderno proclama es simplemente que de Dios ha perdido la idea, o que la rechaza. Nada más (385).
En primer lugar, pues: No se libra el hombre de ciertas “cosas” cuando han desaparecido, menos aún cuando es él mismo quien ha logrado hacerlas desaparecer… Así eso que se oculta en la palabra casi impronunciable hoy: Dios.
Comentarios desactivados en Los retiros de los “místicos” contemporáneos
Para muchos comienzan las vacaciones… Un bello artículo para que nos acompañe, para meditar, para respirar…
Seleccionamos a tres figuras que podrían considerarse “místicos contemporáneos” para viajar a través de los rincones que eligieron como retiro, desde los que desarrollaron sus mejores obras
Cuantas más dificultades atravesaba (económicas o vitales, como la muerte de su primera mujer), C. Monet más intensificaba su producción al aire libre
M. Zambrano y su hermana encontraron una casa recóndita en La Pièce, en la que vivir prácticamente en aislamiento, rodeada de un bosque
Después de ser expulsado de la docencia en Harvard, Ram Dass viajaría a la India persiguiendo ideas de libertad, de heterodoxia y de espiritualidad
| Lucía López Alonso
Ha llegado el verano y es cosa de casi todos buscar un destino liberador para escapar de la ciudad y acercarse a la naturaleza. Ella, por otra parte, siempre ha sido inspiración para aquellos que han decidido simplificar la vida y aproximarse a su esencia a través de la práctica espiritual, el pensamiento filosófico o el arte. Hemos seleccionado a tres figuras que podrían considerarse “místicos contemporáneos” para viajar a través de los rincones que eligieron como retiro, desde los que desarrollaron sus mejores obras.
Un pintor del fin de siglo: Monet en Giverny
Monet entre sus ‘ninfeas’
A finales del siglo XIX, el movimiento impresionista y, para muchos, la modernidad artística surgieron a partir de un cuadro del francés Claude Monet. No era ningún señorito, sino el hijo de un tendero, dispuesto a sobrevivir bajo la Torre Eiffel vendiendo caricaturas con tal de aprender a pintar lo que veía. En una época de grandes academias, Monet acabó abandonando la educación formal para dedicar más tiempo al caballete en medio de la naturaleza, en los bosques de Fontainebleau. Y cuantas más dificultades atravesaba (económicas o vitales, como la muerte de su primera mujer), más intensificaba su producción al aire libre. Como si observar y representar lo que le rodeaba de alguna manera le sanara.
En 1892, escribe en una carta, desde Ruan, a la que se había convertido en su segunda esposa: “me he podido instalar en un apartamento vacío frente a la catedral”. De ese interés por el despojamiento para trabajar concentrado, nacería su serie de las catedrales, una de las más geniales de Monet. Siguiendo esta pauta, al año siguiente (mientras por ejemplo Gaudí, otro “místico contemporáneo”, empezaba la Sagrada Familia en Barcelona) Monet se mudó a una casa en Giverny y compró un terreno contiguo, para construir lo que llamaría el “jardín del agua”.
En vez de permanecer en París, la capital de las galerías de arte, los museos y los cafés, Monet se trasladó a Giverny como Matisse trabajó en Vence: cuando los años ya les habían dado reconocimiento, pero también apego a la sencillez. Recién instalado en la localidad de Normandía que hoy es universal por sus nenúfares, Monet confesó en su correspondencia: “No he tenido más remedio que hacerme construir a la orilla (···) un cobertizo para proteger mis barcos y guardar mis telas (···) y luego la jardinería, que me ha absorbido un poco recogiendo algunas flores para pintar los días malos”. Así pasaba la jornada y le recuerdan las fotografías: solo como un ermitaño barbudo, con el maletín de sus pinceles y paleta recorriendo el río durante días, dedicándose a perseguir la luz y prometiendo a su familia y amigos volver “con palmeras, olivos”. En otra carta, el pintor le desvela a su esposa que, mientras está fuera de casa, estos trabajos le dan plenitud: “me meto en la cama y, en éxtasis, pienso en Giverny, mirando de reojo a mis telas colgadas de las paredes”.
Los últimos veinte años de su vida los dedicó a Giverny, sin prácticamente moverse (salvo un viaje a Madrid en 1904, a ver los Velázquez). A Giverny y los efectos del agua en su jardín; a sus “ninfeas”. Esas inmensas telas que no se expusieron (en la Orangerie) hasta después de la muerte de Monet, que en vida nunca quiso separarse de ellas.
Una filósofa del siglo XX: Zambrano en La Pièce
Zambrano en La Pièce
Nacida en Vélez Málaga, María Zambrano pidió ser enterrada tan cerca de naranjos y limoneros como había nacido. La pensadora española hoy yace allí, en Vélez, en el cementerio de su pueblo, pese a que su vida estuvo marcada por la guerra (civil) y el doloroso exilio (republicano), con su consiguiente nostalgia del lugar de uno.
Tras su adolescencia en Segovia, Zambrano siempre recordaría la proclamación de la Segunda República en la Puerta del Sol de Madrid, de la que fue testigo junto a su padre. “¡Que viva la República!”, contaba que gritaban los obreros. “Que muera… ¡No! ¡Que no muera nadie!”, atajaba la pensadora, que destacaría por su pacifismo en el activismo político tanto como por las connotaciones místicas de sus escritos, de las tesis que defendía, como la conocida “Razón poética”.
Participando en las Misiones Pedagógicas conoció, entre otros, al que sería su marido, un historiador chileno. A la filósofa malagueña y a él el estallido de la Guerra Civil les sorprendió en La Habana, pero no tardaron en volver a la Península, porque la guerra estaba perdida. Para alinearse con los intelectuales que, como ella, sabían que el fascismo es lo contrario a la libertad.
Con amigos a un lado y al otro del océano (de Luis Cernuda a José Lezama Lima), Zambrano marchó al exilio americano (México, Cuba, Puerto Rico…) pese a cruzar la frontera francesa con su madre y su hermana Araceli. Ésta última no se recuperaría de la pérdida de su marido y su madre, lo que llevó a María a dejar el Caribe y no separarse de su hermana. Reconstruyeron su vida en Roma, entre tertulias, la oficialización del divorcio de María y sus visitas en Florencia a otro trasterrado, el pintor Ramón Gaya.
En 1964, las Zambrano tuvieron que abandonar Italia junto a sus trece gatos y se instalaron en La Pièce, pequeña localidad francesa, junto a la frontera con Suiza. Encontraron una casa recóndita, en la que vivir prácticamente en aislamiento, rodeada de un bosque por donde la filósofa realizaba largas caminatas. Los paseos de La Pièce la enseñaron a crear “claros” en la conciencia: allí escribió sus magníficas obras El hombre y lo divino y, por supuesto, Claros del bosque.
‘Claros del bosque’ es un compendio de reflexiones de la pensadora ante la presencia de la naturaleza
Este libro, dedicado a su hermana Araceli, que murió en esta casita de La Pièce, es un compendio de reflexiones de la pensadora ante la presencia de la naturaleza. Influida por los presocráticos, Jung o el sufismo, Zambrano emparenta con la tradición mística por acercar pensamiento racional y mítico. En La Pièce encontró su palabra; experimentó “el despertar privilegiado”: “que ella, la vida, no tiene partes, sino lugares y rostros”. Aceptó que se muere igual que se nace y, aun exiliada, sin blanca, envejeciendo y sin su hermana, escribió en Claros del bosque sobre “esa paz que proviene de sentirse al descubierto y en sí mismo, sin ir a enfrentarse con nada y sin andar con la existencia a cuestas”.
Sin rencores, María Zambrano descansa enterrada entre sus “dos Aracelis” (madre y hermana), su naranjo y su limonero y un elocuente epitafio, tomado de El Cantar de los Cantares.
Un maestro espiritual en el siglo XXI: Ram Dass en Maui
Disponible en Netflix, un documental de Derek Peck, Ram Dass: Going Home, se acerca al trabajo espiritual de Baba Ram Dass, un “místico contemporáneo” nacido en una familia judía de Boston que actualmente tiene 88 años. “Mi vida ha sido un baile entre el poder y el amor”, cuenta quien descubrió la plenitud, el éxtasis, a través del otro éxtasis: comiendo setas alucinógenas. Y es que, siendo profesor de Psicología en la universidad de Harvard, Ram Dass empezó a experimentar los efectos de las drogas psicodélicas en las personas. Corrían los años 60 y por ejemplo Kerouac, Burroughs y Ginsberg tomaban opiáceos al mismo tiempo que leían a Thoreau (leían su elogio de la autosubsistencia y la cabaña). Después de ser expulsado de la docencia en Harvard, Ram Dass, como alguno de ellos, viajaría a la India persiguiendo ideas de libertad, de heterodoxia y de espiritualidad. Pero lo que el profesor hizo no fue una simple escapada, sino que en India conoció al gurú Reem Karoli Baba y, admirándole, se convirtió al hinduismo.
La isla de Maui se ha convertido en el escenario del “acabamiento” de alguien que dedicó su vida a deshacerse de las normas, los nombres, las preocupaciones… y centrarse en el alma y en el momento
Casi medio siglo después de la publicación de su célebre libro Be Here Now, Ram Dass vive retirado en Maui, Hawai. El documental se titula Yendo a casa porque en él el anciano maestro espiritual reconoce estar cerca de la muerte y reflexiona sobre el amor y la conciencia. “Eso es lo que Dios es para mí”. La isla de Maui se ha convertido en el escenario del “acabamiento” de alguien que dedicó su vida a deshacerse de las normas, los nombres, las preocupaciones… y centrarse en el alma y en el momento. Unas olas muy azules acompañan, como fondo, a la exuberancia del jardín tropical de Ram Dass. “Amo el océano. Pienso adónde va”, dice desde la ventana.
En silla de ruedas desde que sufrió una apoplejía con afasia, insiste en que la interioridad no tiene límites (“ni temporales ni espaciales”) y que, por tanto, su discapacidad no es impedimento para su felicidad. “Es difícil conducir. Jugar al golf. Tocar el cello. Pero estoy aquí” y, mirando a su entrevistador, se toca el pecho y lo señala.
Los planos se suceden con gran acierto: oraciones y el canto de Sita Ram frente al altar de su gurú dentro de su casa de Maui; una escultura del dios Hanuman en su jardín; y un plano precioso y definitivo de un reloj en el que, en lugar de un número, en cada punto del círculo por el que las agujas pasan, se lee NOW (AHORA).
En el paraíso de Maui Ram Dass encontró la tranquilidad que le ayudó a “verlo todo”. El contacto íntimo con el entorno. Y también encontró y aceptó el misterio de la muerte, que para él “es un regalo precioso para nuestra conciencia” al que no debemos tratar como al enemigo. “Nos pellizcamos la piel para saber que estamos vivos, que esto no es un sueño. Pero con la conciencia podemos ir más lejos que con la carne”, declara en el documental.
Con seguidores por todo el mundo, su historia es ejemplo de una mezcla de amor, compasión y meditación. Según sus palabras, amar algo es “convertirse en ese algo”. Y así termina el documental: con un plano cenital en el que se ve a Ram Dass en el agua, con ayuda de unos flotadores y de la gente que, desde la playa, se ha ido uniendo a nadar en torno a él. El gurú que confiesa estar preparado para morir porque sabe que somos “todos nosotros, uno. Una conciencia”. Y que, a través del paso del tiempo, “I’m going nowhere”.
El poeta “sigue quieto esperando la donación. Para ello se mantiene vacío, en disponibilidad, siempre. Su alma viene a parecer un amplio espacio abierto, desierto. Porque hay presencias que no pueden descender en lo que está poblado por otras.
No hay perdón sin misericordia, ni misericordia sin perdón y que me perdone Nietzsche, porque para él todo esto de la misericordia y el perdón, léase compasión, le suena a debilidad y a algo enfermizo, hasta el punto de que la muerte de Dios sobrevino por un exceso de compasión, ahogándose en ella. Sin embargo, Jesús de Nazaret hizo de la misericordia y el perdón la coordenada central de su programa ético-religioso. El “ojo por ojo” de la sociedad judía lo cambia radicalmente por la misericordia samaritana y por el que hay que perdonar hasta setenta veces siete (Mt. 18,21). No es el perdón una palabra al uso, escribe el papa Francisco, más bien, es una palabra que “en algunos momentos parece evaporarse… y es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más”.
Ante el inminente final del “Año de la misericordia” propuesto por el papa Francisco me atrevo a una reflexión de un tema un tanto espinoso y desacostumbrado ya sea individual, ya sea colectiva y socialmente. El “ojo por ojo” o el “homo hominis lupus” (el ser humano es un lobo para el ser humano) y la venganza está adherido en el ADN de la persona y desde esta perspectiva podemos decir con JP. Sartre que el “infierno son los otros”. Pero el imperativo ético tanto de la religiosidad como del ser antropológico de Jesús de Nazaret debe ser un factor imprescindible en nuestro día a día, en nuestra contingencia de un ser-ahí y de un ser-con de la ontología heideggeriana. Desde el punto de vista antropológico y personal es imprescindible convivir con la misericordia y el perdón, tanto el demandar perdón como el otorgarlo en situaciones de daños, sufrimientos o perjuicios que hacemos o recibimos. No es fácil esta experiencia, pues, como decía Ortega y Gasset atendiendo a la raíz de esta palabra en alemán, implica pensar con los pies, es decir, estar bien anclado en tierra, pues “el perdón es un acto propio de personas que han llegado a una auténtica madurez, pero… que tiene sus raíces en ciertas experiencias tempranas de la vida”, afirma el psicólogo suizo J. Paige, y además “la experiencia del perdón fortalece la convicción de que no estamos de más, de que podemos ser algo, de que no simplemente somos tolerados”.
Desde esta perspectiva de la madurez humana la capacidad de perdonar y de recibir perdón, ese hacerse cargo de la ofensa o el sufrimiento infligido o recibido, debe ampliarse a nuestro camino existencial, individual y social. Nuestro ámbito social y político está escaso de perdón, y por ende de reconciliación, pues con demasiada frecuencia se actúa desde un querer imponer la propia verdad (habría que recordar el verso machadiano: “¿Tu verdad? No, la verdad y ven conmigo a buscarla”) y hasta la propia justicia, y así del adversario político o grupal se pasa al enemigo en toda regla, al ojo por ojo, y aquí el perdón y la reconciliación se convierten en la enfermiza debilidad nietzscheana. La política española, al menos de ahora, está falta de alguna dosis de perdón y de reconciliación; la convivencia social necesita un buen tratamiento vitamínico a base de perdón. Otro tanto habría que señalar en instituciones eclesiales, donde la ausencia de misericordia y de perdón es manifiestamente llamativa al referirse, sobre todo, a homosexuales, lesbianas o a la ideología de género, que se ha comparado con el nazismo, el marxismo o el ISIS yihadista. En estos días el arzobispo de Oviedo, con motivo de la beatificación de cuatro “mártires asturianos” de la guerra civil, ha arremetido despiadadamente contra la ley de Memoria histórica, un intento legal de perdón y de reconciliación; hubiera sido más acorde con ese acto entonar un mea culpa, entre otras cosas, por las implicaciones de la jerarquía católica en el golpe de Estado del general Franco, que tanto sufrimiento causó a la sociedad española, y en el apoyo incondicional a la posterior dictadura franquista.
Habría que decir que el perdón es un factor muy saludable tanto en el ámbito personal como social. Suma más que resta. El perdón hace que se recomponga el hilo umbilical por cualquier desavenencia con el otro; no hay que olvidar que, conforme a la definición aristotélica, el ser humano es un ser relacional. Y es saludable y positivo por varias razones:
Genera diálogo, es decir, cuando la palabra va fluida del uno al otro y del otro al uno sin recovecos, como una “razón con entrañas” en expresión de María Zambrano, se allana fácilmente el terreno y se facilita el encuentro, la reconciliación. El diálogo potencia la cultura del corazón, que habla desde la igualdad, desde la simetría, y no desde el fanatismo del que está convencido sin fisuras de su verdad y de sus posiciones estancas. El perdón rompe con esa estructura de incomunicación.
Hace posible la reconciliación, una vez establecido el diálogo, que no es otra cosa que, según la etimología, volver a la asamblea, a la reunión, al encuentro con el otro. Al aceptar ese encuentro se establece una relación de projimidad, como señala P. Laín Entralgo, de reconocimiento mutuo entre el yo y el otro. El abrazo viene a ser la puesta en escena del perdón. Nelson Mandela se quejaba de que su gente le tachase de cobarde por tender la mano a sus verdugos, y llevó hasta el final su reconciliación sentando a su carcelero blanco en la tribuna de honor en su investidura como presidente de Sudáfrica.
Restablece o inicia la amistad, un valor muy estimable, hasta el punto de que “sin amigos nadie querría vivir, aun cuando tuviera todos los otros bienes”, escribe Aristóteles en Ética a Nicómaco. A partir del perdón se recupera la empatía perdida, si es alguien cercano; y si es lejano, se acortan las distancias, se hace prójimo a nuestra realidad histórica. Se comparte así un nuevo caminar juntos, donde yo me hago responsable del otro y el otro se responsabiliza de mí. La amistad hace posible la solidaridad humana ante el sufrimiento tan variado como injusto.
Refuerza la “Si Dios se detuviera en la justicia, escribe el papa Francisco en la Misericordiae vultus, dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla”. No es fácil para las víctimas, directas o indirectas, escoger entre justicia y perdón, o perdonar cuando uno no es la víctima directa. Es lo que plantea Dostoievski en Los hermanos Karamázov en el intenso diálogo entre los hermanos Iván y Aliosha. Iván no puede entender que el “sufrimiento de los niños” sea un factor necesario en la creación divina y que tengan que “contribuir con sus sufrimientos al logro de la armonía”. Por eso Iván remata su densa y larga exposición: “¡No quiero, en fin, que la madre abrace al verdugo que ha hecho despedazar a su hijo por los perros! ¡Que no se atreva a perdonarle! Si quiere, que perdone al torturador su infinito dolor de madre; pero no tiene ningún derecho a perdonar los sufrimientos de su hijo despedazado”. A mi modo de ver el perdón refuerza la justicia, porque el verdugo, aquí en un sentido amplio, al ser perdonado reconoce el sufrimiento causado y acepta plenamente que se haga justicia. A este respecto hay que resaltar el increíble testimonio de algunas víctimas directas o indirectas de ETA y de los GAL que han perdonado a sus verdugos y éstos se hacen cargo del dolor causado. Todo esto sin esperar, como en el diálogo de los hermanos Karamázov, a que “cuando cielo y tierra se unan en un solo grito”, la madre, el niño y el verdugo “que ha hecho despedazar a su hijo por los perros” proclamen los tres con lágrimas en los ojos: “Tienes razón, Señor”. En definitiva, “si Dios se detuviera en la justicia, dejaría de ser Dios”, otro tanto ocurriría en el ser humano, que dejaría de serlo, si no perdona. De nuevo Aristóteles viene en nuestra ayuda: “Cuando los seres humanos son amigos, ninguna necesidad hay de justicia; pero, incluso siendo justos, necesitan de la amistad, y parece que los justos son los más capaces de amistad”; amistad que tiene su manantial en el perdón.
Recompone y afianza la paz. Una paz que se hace trizas por la ofensa dada o recibida. El poeta bíblico nos dice que la “justicia y la paz se besan” (Sam 84,11); si la justicia se refuerza por el perdón, otro tanto ocurre con la paz, esa “brisa malva/de armonía/; un astro luminoso/ para la senda de la esperanza/; un pan compartido/ sin hambre/… una exigencia existencial/ de la finitud y de la contingencia/” (Palabras para este tiempo).Todo ello es posible porque el perdón genera diálogo y amistad y contribuye a que las relaciones humanas sean justas, igualitarias, el verdadero humus de la paz. Aliosha inquiere a su hermano Iván: “Me has preguntado hace un momento: ¿existe en todo el mundo un ser que pueda perdonar y tenga derecho a hacerlo? Pues bien, ese ser existe, y puede perdonarlo todo, puede perdonarlo todo a todos y por todo, porque Él mismo ha dado su sangre inocente por todos y por todo”. Jesús de Nazaret ha señalado el camino y ha dado ejemplo claro y meridiano y, por eso, hizo de la misericordia y el perdón la coordenada central de su programa ético-religioso, donde los que luchan por la paz, han sido misericordioso y han perdonado, son bienaventurados, dichosos, han encontrado la felicidad.
El perdón es, en definitiva, “una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza” (Misericordiae vultus).
Comentarios desactivados en Antonietta Potente: “Desde el exilio a la inclusión, desde la espera a la participación: … y nos quedaremos voluntariamente en el exilio”
Intervención de la teóloga y hermana dominica Antonietta Potente* en la Conferencia internacional “Los caminos del Amor”, para una pastoral con las personas homosexuales y transexuales (Roma, Italia, 3 de Octubre de 2014) , traducido del italiano por Carola y Carmen del grupo Ichthys (Espana)
Releamos la larga historia de exclusión; recojamos las narraciones individuales de quien ha atravesado con sus sueños los muros culturales y religiosos construidos por el imaginario colectivo sobre el género.
Hoy, sin embargo, participamos en un camino de rescate y dignidad, pero no obstante todo, continuaremos recorriendo los caminos del exilio, si esto significa parresía evangélica y vida según el Espíritu, en el ámbito político-social donde se juega nuestra fe.
Quisiera empezar dando algunos flashes que más que ser luces que brillen a nuestros ojos, quisiera fueran de verdad sonidos fuertes para nuestros oídos, o bien inquietudes apremiantes para nuestra reflexión y para nuestras conciencias.
De hecho, todas y todos sabemos que hay palabras que no solo emiten sonidos, sino que permiten la visión de algo totalmente nuevo; palabras que despiertan la vista y hechos que despiertan la audición.
Además, debiendo elegir un lenguajepara comunicar algo que de verdad me importa y llevo en el corazón, elijo el lenguaje místico-poético, el que cada uno conoce, porque no pertenece a los sabios, a los dogmáticos, a los letrados, sino al alma-animus y a la esencia de la naturaleza.
En caso que alguien lo encuentre difícil o piense que no sirva para nada, que no se vaya sino, ascéticamente, se quede y luego se tome un poco de tiempo para reflexionar. Él o ella, descubrirá que aquel lenguaje que a primera vista parece difícil, es en realidad familiar. Pero lo mismo hagan también los que piensan pillarlo todo al vuelo: permanezcan en silencio.
Puerta de entrada
Empiezo entonces e intento hacer brillar y resonar estos flashes. Estos sonidos y estas imágenes simbólicos, no los inventé yo sino que los tomé de una antigua tradición que forma también parte de la tradición cristiana y, pienso yo, no cristiana sino simplemente humana. Son extraídas del texto profético de la historia del profeta Ezequiel. El texto escrito al que hago referencia, sin leerlo todo es: Ez 12, 1-12. Sólo recojo algunos elementos de esta dulcísima y a la vez laboriosa composición místico-poética que relata la experiencia del profeta.
La palabra de Iahveh me fue dirigida en estos términos: hijo del hombre, tú vives en medio de una casa de rebeldes: tienen ojos para ver y no ven, oídos para oír y no oyen, porque son una casa de rebeldes…Ahora, pues, hijo del hombre, prepárate un equipaje de deportado y sal deportado en pleno día, ante sus propios ojos… Saldrás del lugar en que te encuentras hacia otro lugar, ante sus ojos. Acaso vean que son una casa de rebeldes. Arreglarás tu equipaje como un equipaje de deportado, de día, ante sus ojos. Y saldrás por la tarde, ante sus ojos, como salen los deportados.
Haz a vista de ellos un agujero en la pared, por donde saldrás. Ante sus ojos, cargarás con tu equipaje a la espalda y saldrás en la oscuridad; te cubrirás el rostro para no ver la tierra, porque yo he hecho de ti un símbolo para la casa de Israel.
Yo hice como se me había ordenado; preparé de día mi equipaje, como un equipaje de deportado, y por la tarde hice un agujero en la pared con la mano. Y salí en la oscuridad, cargando con el equipaje a mis espaldas, ante sus ojos.
Por la mañana la palabra de Iahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo del hombre, ¿no te ha preguntado la casa de Israel, esta casa de rebeldes: «Qué es lo que haces»? …Diles: Yo soy un símbolo para vosotros… Ahora intentaré retraducir lo que significa para mí esta narración, pero dejemos por un instante, allí, estas palabras o flashes.
A lo largo de toda la historia, parece que haya un movimiento como el del mar que podemos observar cuando estamos en la orilla. Un movimiento de ir y venir; la historia de hecho está llena de intentos, de búsqueda, de proyectos realizados y de otros que no.
Creo que en este momento histórico sean muchas las personas que quisieran decir que sus historias han pasado de la exclusión a la inclusión; otras que quisieran contarnos cómo lo consiguieron, cuántos mártires han tenido en estos recorridos; cuántos hijos e hijas desaparecidos, cuántas casas abandonadas, cuántos desiertos atravesados. Asimismo cuántas “ocupaciones” de plazas; cuántas marchas, cuántos cortes de calles, huelgas de hambre, etc. etc.
Esos procesos parecerían concluidos hoy en día, sin embargo no lo están, porqué todavía hay olas que traspasan la orilla, como si tuvieran que recordarnos que todavía hay que “atreverse”.
La exclusión es de hecho como una sombra que amenaza la posibilidad de una vida juntos; junto con otras y otros, junto con sus propios pueblos y con pueblos distintos; junto con el ambiente; junto con nosotros mismos, con nuestra conciencia y responsabilidad, dos aspectos no vendibles, porque no chantajeables.
Aún son demasiadas las personas, los grupos humanos, las realidades sociales, que continúan padeciendo procesos de exclusión, y es que la exclusión genera cada vez más ausentes: millones y millones de mujeres y de hombres excluidos, es como si no existieran más, aunque todos los días veamos sus rostros en los periódicos, en el mundo virtual de internet y en los monótonos telediarios. La exclusión sólo genera ausencia. Leer más…
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