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Domingo de Ramos 2021. Jerusalén, ciudad de la Pascua cristiana

Domingo, 28 de marzo de 2021

DD44C464-07F7-47B0-A841-56713FC90D17Del blog de Xabier Pikaza:

Celebramos mañana (28.3) el comienzo de la Pascua, con la entrada de Jesús en Jerusalén. Pero aquí no trataré del asna prestada, ni del canto de Hosanna, ni de los ramos, sino de la ciudad como tal, de su origen, de sus rasgos principales, y de la importancia que ella tuvo en el mensaje, vida y muerte de Jesús.

Jesús empezó su pascua entrando en Jerusalén. También nosotros debemos empezar la nuestra entrando en la ciudad, volviendo al principio, dejando nuestra seguridad engañosa y arriesgándonos a empezar desde el vacío de todo lo anterior, hacia la plenitud de la confianza en aquello que viene.

¿Cómo debemos sentirnos? ¿Qué hacer? ¿Qué significa hoy para nosotros, en el conjunto de la iglesia, volver con Jesús a Jerusalén? ¿Que perdemos al hacerlo, qué ganamos, con quién vamos?

Todas éstas preguntas quedan abiertas para los lectores, si llegan al final de lo que digo y quieren plantearlas a partir de mi propuesta sobre el sentido de Jerusalén y nuestra entrada en ella.

Buen día de Ramos a todos. ¡Nos vemos en Jerusalén, no el año que viene, sino éste! Todos los días y años son buenos para empezar desde Jerusalén.

1. Jerusalén en el Judaísmo(1)

 Al principio no formaba parte de la tierra y religión de las tribus federadas de israelitas libres, que se oponían a las “duras” ciudades cananeas, donde dominaban reyes, sacerdotes y soldados, por encima del pueblo. Una vieja historia bíblica concibe las ciudades como herencia de Caín, el homicida (Gen 4, 17). Es más, las perversiones del mundo se condensan en Babel, ciudad y torre soberbia, que divide y enfrenta a los humanos (cf. Gen 11, 1-9).

CB9C5B3A-69F8-4504-B581-6D0A74D524EAPero más tarde, a partir del Rey David (siglo X a. C.), los israelitas empezaron a conquistar las ciudades cananeas, y entre ellas Jerusalén (Sión), fortaleza jebusea, con un templo dedicado al Dios Elyón, que recibía culto de pan y vino (cf. Gen 14, 18-24)

David, rey muy humano y político, la convirtió en ciudad y corte de su dinastía, y ella apareció como morada del Rey divino, que no vive ya en la estepa, como recordaban las viejas tradiciones del Éxodo (cf. también Hab 3, 3), sino que se ha vuelto “ciudadano”, como saben los salmos reales (cf. Sal 2; 48).

Desde entonces, y de un modo especial tras el exilio y el dominio persa (desde el siglo V a. C.), Jerusalén se ha vuelto centro y lugar de referencia para el judaísmo.Más que un conjunto de muros y casas, la ciudad es signo de elección divina, centro del mundo, morada del gran Dios. La colina de Sión, su núcleo inicial y simbólico, se ha vuelto corazón de Israel y del conjunto de la humanidad. Así aparece como Hija-Sión (Novia-amiga de Dios) y llega a convertirse en símbolo de la creación, garantía de elección divina, signo y promesa de bienaventuranza.

Ciudad de Dios, experiencia y teología básica. Jerusalén fue ciudad fuerte de los jebuseos y permaneció fuera de dominio de las tribus de Israel, hasta que fue conquistada  David (en torno al 1000 a. C.). Algunos años más tarde, Salomón construyó en su colina sagrada (era de trigo, Sión) un templo israelita, que sigue conservado sus grandes rasgos simbólicos, aunque recreados desde una perspectiva israelita.

(a) Sión-Jerusalén es el Monte de Dios, como aparece en textos de la profecía clásica (Is 24,12-15; Ez 28,12-16) en una perspectiva cúltica cercana al paganismo ambiental. En línea semejante se sitúan los pasajes más antiguos sobre el Dios que habita (o se desvela) en el Sinaí (cf. Dt 33,16; 38, 2; Sal 68,9; Hab 3,3-4).

(b) Es la Casa de Dios. Suele hablarse de varios espacios sagrados: Dios tiene un templo sobre el cielo, en su altura trascendente; pero, al mismo tiempo, se supone que él habita de un modo especial en el santuario de la tierra; también se dice que mora en una ciudad sagrada, vinculada a la montaña o centro de la tierra.

(c) Bajo Sión nace el Río primigenio de la vida, que suele presentarse como torrente que brota del subsuelo del templo: allí se juntan las aguas superiores (espacio fundante de Dios) y las inferiores (que fecundan esta tierra).

En esa línea, el templo, con su ciudad y montaña, con sus aguas de vida y su liturgia, puede tomarse como lugar de la victoria de Dios sobre las fuerzas malas del cosmos y la historia (cf. Sal 46; 76; 92-93 etc.). Así lo canta un salmo:

«Grande es Yahvé y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra; el monte de Sión, altura del cielo (=Safón), ciudad del Gran Rey. Entre sus baluartes Dios se ha demostrado como alcázar (=Roca).

Pues mira: los reyes se aliaron, para atacar juntos, pero al verla así quedaron aterrados, huyeron despavoridos. Allí les agarrón un temblor y dolores como de parto, como viento oriental que destroza las naves de Tarsis…

Rodead a Sión y recorredla, contando sus torreones, fijaos en sus defensas, observad sus baluartes, para que podáis decir a la próxima generación. Éste es Dios, nuestro Dios eterno, nuestro guía para siempre» (cf. Sal 48, 1-15).

      El salmo supone que en Sión hay un templo, construido por los hombres. Pero el verdadero santuario es la ciudad entera, concebida al mismo tiempo como centro del mundo (tierras y naciones la rodean) y altura suprema, vértice del cielo (Safon, monte del norte de Siria en que habitan, conforme a los mitos de Ugarit, Fenicia y Palestina, los dioses y diosas).

Por eso, siguiendo la costumbre del entorno pagano, los fieles que cantan este salmo identifican su monte/ciudad/santuario con la montaña original del cosmos. De esa manera, la colina de Sión (monte del templo) viene a presentarse como centro del mundo, omphalos sagrado, altura de Dios, lugar donde los cielos se unen con la tierra.

Esa misma Roca-Templo se concibe después como ciudad; no habita Dios en la altura desierta de una cumbre nevada (el Safón geográfico de Siria), ni en la roca del sur donde se engendran las tormentas (Sinaí). El Dios de la montaña se ha hecho ciudadano: es Gran Rey (soberano del cosmos) siendo, al mismo tiempo, Rey concreto de Sión y protector de sus habitantes. Ciertamente, la ciudad del templo tiene defensas militares o baluartes; pero su defensa principal, su roca firme o alcázar inexpugnable es el mismo Yahvé que, sin dejar su altura o cielo, ha puesto su lugar de habitación real sobre la tierra: Sión es su trono, Jerusalén su ciudad; los que en ella habitan son sus cortesanos; los restantes hombres y países han de someterse ante Sión.

         Lógicamente, el señor de Jerusalén aparece como melek rab, Rey Grande de la ciudad sagrada, contra el que quieren elevarse los melakin o reyes de este mundo, conforme a un tema que repiten muchos salmos (cf Sal 46,7; 76, 4). Los pueblos del mundo tienen envidia de Sión, por eso quieren destruirla enteramente.

Pero Dios se revela allí y muestra su fuerza, de manera que los poderes de la tierra serán sacudidos y acabarán siendo destruidos, porque Dios mismo defiende a su ciudad con un pavor sagrado.No empuña las armas militares; tampoco necesita que luchen sus amigos, los que habitan sobre el monte y templo. Vence Dios sin armas: suscitando el miedo en los contrarios, como el viento del oriente (desierto) que destroza sobre el mar las grandes naves. Pues bien, significativamente, pasado un tiempo, algunos profetas presentarán a Sión como fuente de paz: reyes y pueblos vendrán a la ciudad para descubrir la ley de Dios y recibir su luz, en gesto de armonía abierta a los confines de la tierra (cf. Is 2,2-5).

           La ciudad aparece en esa lína como sacramento de Dios. Para los devotos de Yahvé, Jerusalén es teofanía: toda su estructura exterior, el santuario en la “montaña” (colina) y los mismos baluartes o murallas son signo de Dios. Por eso se dice que es ciudad de Yahvé Sebaot, del Dios de los ejércitos que ha puesto en ella su morada.Todo el orden de la tierra pende así de esa ciudad, que es la expresión del poder y paz de Dios, siendo garantía de firmeza para el universo. Lógicamente, como ciudad sagrada (el templo es clave y cabeza de su gobierno), Jerusalén es lugar de justicia donde se administra el derecho y se resuelven los litigios sociales (en tema que expande Is 2, 2-6).

No pueden separarse los planos: todo es sacral en Sión y todo es a la vez profano. Signo de Dios es la ciudad, como expresión de una misericordia (hesed) que puede convertirse en principio de meditación para sus fieles. Todo en ella es justicia (tsedek); todo es sentencia (mispat) en las ciudades de su entorno (Judea). Quizá podamos hablar de una teocracia de la ciudad/templo concebida como estructura fundante de vida social y religiosa.

La base de la administración civil y el signo de la presencia de Dios sobre la tierra es una ciudad/santuario. Éste es un modelo social que ha triunfado en culturas muy diversas (desde el helenismo al mundo maya); posiblemente existía ese esquema sagrado antes que Jerusalén se integrara dentro del contexto religioso del yahvismo. Es el modelo que, de alguna forma, volvió a triunfar tras el exilio, bajo persas y helenistas.

Ciudad de los judíos. Jerusalén fue por siglos la capital de la monarquía judía, ciudad sagrada para sus habitantes y para los moradores del entorno, pero no para el conjunto de Israel (las tribus del norte, vinculadas al reino de Samaría no tomaron a Jerusalén como morada de Dios). Paradójicamente, sólo tras la caída del reino ella se fue convirtiendo en ciudad sagrada para los israelitas (con la excepción de los → samaritanos, que aún siguen existiendo, aunque en pequeño número).

La monarquía acabó tras la conquista babilonia y el exilio (a partir del 587 a. C.) y desde entonces los judíos debieron mantener y recrear su identidad sin rey ni instituciones estatales. En ese contexto, ellos han sacralizado de un modo intenso su ciudad central (Jerusalén) y su templo. De esa manera, el judaísmo (y después, poco a poco, el conjunto de Israel) vino a convertirse en comunidad cúltica, en torno al templo de Jerusalén, que había sido ya importante en tiempos anteriores (como santuario real de los sucesores de David), pero que sólo tras la reconstrucción del templo, en torno al 515 a. C. pudo volverse principio de identidad y referencia para todo el pueblo.

Durante la monarquía habían existido más lugares de culto (más ciudades sagradas) y el templo “central” de Jerusalén se hallaba bajo el dominio del rey, como santuario del Estado (más que del pueblo en su conjunto). Sólo tras la reconstrucción de la comunidad judía en forma de comunidad de culto, bajo supervisión del imperio persa, Jerusalén y su templo volvieron centro espiritual y social para el conjunto del judaísmo.

            Los judíos formaron así un pueblo especial, vinculados por una misma ley sagrada ( Torah) y por una ciudad simbólica, entendida como lugar de la presencia de Dios (Jerusalén). La misma monarquía mundial (=sistema persa) exigió y sancionó la importancia de esa ciudad, como centro del Qahal Yahvé, de la Comunidad sagrada, reunida ahora en torno al templo, como antes se había reunido ante el Sinaí, para recibir la Ley de Dios (cf. Ex 19-40 y Neh 6-13).

Lógicamente, el Sumo Sacerdote adquiere autoridad legal (social) especialmente sobre los que vivían dentro de la provincia persa de Judea, que es una especie de hinterland o entorno sacral del santuario. Había en el imperio persa (y luego en los reinos helenistas y en el imperio romano) varias ciudades-santuario, con autonomía social y legal, pero sólo Jerusalén logró vincular de forma duradera a sus creyentes, permaneciendo como ciudad sagrada a través de lo siglos.

            La ciudad de Jerusalén ha sufrido muchos asedios y cambios, pero ha seguido siendo  el centro espiritual y simbólico del Judaísmo. Por su purificación lucharon los , “reconquistado” la ciudad el año 164 a. C. Por la nueva conquista e independencia de Jerusalén lucharon los rebeldes judíos de la primera guerra, que terminó básicamente con la conquista romana de Jerusalén y la destrucción del templo (año 70 d. C.). Por la libertad de Jerusalén lucharon nuevamente los rebeldes, en tiempo de Adriano, pero las tropas romanas volvieron a conquistar Jerusalén (año 134 d. C.).

Desde entonces hasta la conquista musulmana (año 638) Jerusalén fue una ciudad prohibida por ley para los judíos; estuvo primero en manos de paganos y se llenó de templos, luego de cristianos y se llenó de iglesias (sobre todo a partir de la “invención” de la Santa Cruz y de la construcción de la basílica del Santo Sepulcro: año 327 d. C.). Fue éste el tiempo de la redacción de los documentos normativos del judaísmo rabínico (tiempo de la Misná y del Talmud), forjado por hombres que miraban hacia Jerusalén, pero sin poder entrar en ella. Desde Galilea o Babilonia, los judíos recrearon su identidad en torno a una Jerusalén simbólica y lejana, por la que siguen añorando todavía.

Tras la conquista musulmana, los judíos pudieron volver y volvieron a Jerusalén, pero sin poder político en ella, viviendo como huéspedes, y así han seguido, desde el año 638 hasta el 1948, año de la constitución del Estado de Israel. En ese momento, los judíos ocuparon sólo la parte occidental de la ciudad, la nueva Jerusalén, pues la antigua quedaba en manos de la administración jordana (musulmana).

Tras la Guerra de los Seis Días (año 1967), el Estado de Israel conquistó la totalidad de la ciudad de Jerusalén, que de hecho sigue bajo su administración, aunque dividida en zonas separadas (de judíos, musulmanes y cristianos). El futuro judío, musulmán, cristiano y/o universal de la ciudad de Jerusalén constituye uno de los retos más importantes de la actualidad.

Jerusalén y el cristianismo

Jesús, la subida a Jerusalén.Jesús sube a Jerusalén anunciando la llegada del Reino de Dios que, lógicamente, debe manifestarse allí, pero de una forma distinta: con un templo sin culto sacrificial, abierto para todas las naciones, con un nuevo orden humano abierto al Reino de Dios.

1F158D16-A335-4B72-85DE-216B01005679Jesús, Hijo de David, tenía que subir a la ciudad de su antepasado David, no para conquistarla militarmente y reinar desde ella sobre el mundo, como había hecho David, sino para instaurar allí otro Reino, fundado precisamente en los pobres y expulsados de los reinos de la tierra. El evangelio de Mateo ha entendido bien esta dinámica, al afirmar que los ciegos y cojos son los portadores de la promesa real de la ciudad (cf. Mt 21, 14; quizá en contraposición a 2 Sam 5, 6-8); ellos rodearon a Jesús en Jerusalén, que así podrá entenderse como centro de la nueva humanidad mesiánica, capital del Reino de los expulsados de la vieja historia humana (como ha sabido Ap 20).

Así subió Jesús para iniciar el Reino de Dios, pero Pilato, delegado del emperador de Roma, le condenó a muerte, rechazando su proyecto (ser Rey de los judíos), precisamente ante las puertas de la ciudad (que debía ser “capital” de su reino). Su entrada en la ciudad había tenido un elemento mesiánico-político: vino rodeado de un grupo de amigos; pero, después, ellos parecen haberle abandonado, pues Pilato mandó matarle sólo a él, ante la ciudad, rechazando su pretensión escatológica.

  Jerusalén había tenido un carácter sacerdotal. Allí estaba eltemploconstruido precisamente por el “hijo de David” (Salomón), de tal forma que la ciudad se tomaba como lugar de presencia de Dios. Por eso es normal que Jesús haya allí para encontrar al Dios en cuyo nombre ha proclamado el Reino. Eso significa que, al menos en un sentido, que Jesús ha aceptado el reto de Jerusalén con sus pretensiones teocráticas, pero las ha entendido de un modo distinto, siendo rechazado por los sacerdotes.

(a) Jerusalén era ciudad del Gran Rey (cf. Mt 5, 35), en cuyo nombre actuaban los sacerdotes en el templo. Pues bien, Jesús ha subido allí, como verdadero y último representante del Dios-Rey de Jerusalén, es decir, como pretendiente mesiánico, por lo que tendrá que enfrentarse con los funcionarios sagrados del templo (como indica los pasajes donde se habla de la purificación del templo: Mc 11, 15-19 par).

(b) Jerusalén es la ciudad de los sacerdotes, ante quienes presenta Jesús su mensaje. Pero no lo hará como representante de un sacerdocio más puro, en la línea de los esenios de Qumrán, o más legítimo, como los conquistadores del 67 d. C., sino desde una perspectiva no-sacerdotal, es decir, como portador “laico” de la venida del Reino (como enviado del Dios Padre, rey mesiánico). Por eso su gesto de “purificación” del templo no será un signo sacral (para instaurar un sacerdocio mejor), sino mesiánico: el templo pierde su función antigua y se convierte en casa de oración para todas las naciones.

Jerusalén era la ciudad del fin del muno, el lugar donde debía tener lugar la manifestación final de Dios. Por eso, Jesús sube y llama allí a su Padre, a fin de que instaure su Reino, en la línea del mensaje que había iniciado en Galilea. Viene porque espera en Dios y espera también, probablemente, que Dios haga que los muertos retornen a la vida, de manera que empiece así el tiempo de la resurrección final, en el entorno de Jerusalén, donde la tradición situaba el Valle de Josafat o del juicio (cf Joel 3, 2.12), como indican las tumbas que habían empezado a construir algunos judíos piadosos y ricos. En ese contexto se sitúa el famoso texto de la resurrección de los muertos, que empieza a realizarse precisamente en este mundo, conforme a Mt 27, 52-53, texto que Mateo presenta como signo de la pascua de Jesús. Estos son algunos rasgos que definen el carácter escatológico de la ciudad.

Era la ciudad de la promesa, lugar donde debían venir en procesión todos de los pueblos.La tradición profética había anunciado desde antiguo una “subida” de los pueblos, que vendrían a Jerusalén, para iniciar un camino de paz y adorar a Dios en el templo, que estaría abierto para todos los pueblos (cf. Is 2, 2-4; 60, 1-12). Posiblemente, el templo en cuanto tal había perdido ya para Jesús su función sacrificial (propia de los sacerdotes), de manera que no aparecía a sus ojos como lugar de sacrificios de animales y de un culto especial de los judíos. Pero toda la ciudad podía interpretarse de algún modo como templo, lugar donde se cumple la esperanza de los pueblos (cf. Mt 8, 11: “vendrán de Oriente y Occidente…”).

Ciudad de paz. La tradición israelita define a Jerusalén como promesa de paz y plenitud futura, tras la gran batalla en la que Dios derrotará a los enemigos (de su pueblo). La manifestación de Dios en Jerusalén forma parte de la doctrina común del judaísmo del tiempo de Jesús (partiendo de Is 2, 24). Pues bien, conforme a Lc 19, 42, Jesús sube a Jerusalén para anunciar precisamente esa paz, ofreciendo allí una garantía de reconciliación final. En ese contexto, en principio, debemos afirmar que él no ha buscado un Reino para fuera de este mundo, en línea platónica o puramente intimista, sino que ha querido iniciarlo aquí, precisamente a partir de Jerusalén, como culminación del camino profético de Israel.

Jerusalén: lucha final, tumba vacía. Ap 16, 16 afirma que la lucha decisiva del fin de los tiempos tendrá lugar en Armaguedón, que parece aludir a Meguido, ciudad de frontera, entre la costa y Galilea, donde Josías había sido derrotado y había muerto (2 Rey 23, 29). Pero la mayor parte de la apocalíptica sitúa la batalla final en el entorno de Jerusalén, como supondrán, algunos años después de Jesús, Teudas y un profeta egipcio (Hech 5, 36; cf. Sal 48, 1-5). Conforme a esa visión, todos los pueblos combatirían contra Jerusalén, pero Dios la defendería, de manera que la misma ciudad vendrá a presentarse como expresión de su victoria final. Pero Jesús murió en Jerusalén y no pasó nada: le enterraron, sin que sucediera cosa extraordinaria alguna (cf. Lc 24, 21).

La misma subida de Jesús a Jerusalén había sido un signo mesiánico, de tipo político y religioso: entró como rey, aclamado por los galileos que le acompañaban (cf. Mc 11, 1-10 par), entró como iniciador de un culto distinto al de los sacerdotes, purificando de esa forma el templo (cf. Mc 11, 11-30); entró anunciando a sus discípulos el Reino de Dios, en el que beberían la próxima copa de vino (Mc 14, 25). Subió para esperar la respuesta de Dios, pero fue ajusticiado, sin que nadie le defendiera en un plano externo. Desde entonces, para los cristianos, Jerusalén es la ciudad de la muerte de Jesús, es decir, de su “martyrion”, vinculado a un tipo de fracaso de todas las esperanzas anteriores.

Pero, al mismo tiempo, Jerusalén empezó a ser la ciudad de la experiencia pascual, vinculada a una tumba vacía. Ciertamente, el surgimiento de la Iglesia cristiana está vinculado a varios grupos de discípulos de Jesús, que viven quizá en lugares diversos (Galilea y Jerusalén). Pero, como Pablo ha puesto de relieve (1 Cor 15, 3-9), todos esos grupos tienen algo en común: sus fundadores han visto a Jesús resucitado, transformando y recreando de esa forma todo el mensaje y camino anterior del evangelio. Pues bien, entre esos grupos cristianos ocupan un lugar central los de Jerusalén, centrados primero en torno a Pedro y luego en torno a Santiago, el hermano del Señor (como aparece en Hech 1-15). Ellos, los cristianos de Jerusalén, se quedaron allí porque tenían la certeza de que el mismo Jesús que había sido ajusticiado y que había muerto en Jerusalén volvería allí mismo, para iniciar el Reino en la misma ciudad santa. Para aquellos cristianos primeros, Jerusalén era no sólo la ciudad de la muerte de Jesús, sino también la ciudad de su parusí

Apertura universal. Jerusalén deja de ser centro de la Iglesia. Muy pronto, algunos grupos cristianos de tendencia “helenista” (cf. Hech 6) desligaron la esperanza de Jesús de la ciudad de Jerusalén. Ciertamente, Jesús había muerto allí. Pero en la vieja ciudad de las promesas sólo queda una tumba vacía: el camino de Jesús debe retomarse desde Galilea, saliendo para ello de Jerusalén (cf. Mc 16; Mt 18). Por eso, aunque siga siendo importante como lugar de memoria y como sede de la primera comunidad, la Iglesia ya no está vinculada a Jerusalén, sino a todas las naciones, como afirman de manera consecuente las grandes tradiciones del Nuevo Testamento, empezando por Pablo.

Ciertamente, según Hechos, Pablo vuelve a Jerusalén para mantener el contacto con los orígenes de la Iglesia, pero lo hace para ir desde allí a Roma y a todos los confines de la tierra (cf. Hech 21-28). Ésta fue y ha sido la actitud general de los cristianos, tal como ha sido ratificada por el Evangelio de Juan, allí donde Jesús responde a la samaritana: «(Ella le dijo) Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén está el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo:

Créeme, mujer, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación procede de los judíos. Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca a tales que le adoren» (Jn 4, 20-23).

Éste Jesús de Juan se sitúa en la tradición “ortodoxa” de Jerusalén, como ciudad del conocimiento y las promesas, como garantía de pasado. Pero ahora, desde Jesús, esa ciudad ha perdido su importancia. Ya no hay más ciudades sagradas, todas son iguales ante el Cristo del Espíritu y la Verdad.

Jerusalén “cristiana”. Jerusalén debía haber perdido su importancia y así fue, en algún sentido, de manera que, tras la paz de Constantino, las iglesias se encontraron extendidas por todo el mundo entonces conocido, de manera que sus centros más importantes fueron las grandes capitales del imperio: Roma, Alejandría, Antioquía y Constantinopla. Por otra parte, tras la segunda guerra judía, el emperador Adriano había prohibido a los judíos vivir en Jerusalén (año 134 d. C.), de manera que la ciudad se había vuelto una polis pagana, en la que fueron ganando terreno los grupos de origen pagano. Pues bien, muy pronto, especialmente a causa del celo de Santa Helena, madre de Constantino, con la “Invención” de la Santa Cruz y la Construcción de una basílica cristiana en lugar del Calvario (años 326/327 d. C.), los cristianos tomaron la supremacía religiosa en Jerusalén y la convirtieron en Ciudad Santa.

            De esa manera, durante más de tres siglos, hasta la conquista musulmana (638 d. C.) y aún después, Jerusalén fue la Ciudad Cristiana por excelencia, llena de Iglesias que recordaban los acontecimientos de la historia de la pasión y de la pascua de Jesús, rodeada de monasterios en los que se celebraba su memoria. Fueron los años de máxima gloria cristiana de la ciudad, convertida en una especie de gran santuario, donde todo hablaba de Cristo a los naturales y a los peregrinos.

Así lo recoge un texto de la Peregrinación de Egeria, dama de la nobleza romana, procedente de España que, entre los años 381/384 visitó Jerusalén para tomar parte en el culto de la Iglesia:

«Los ocho días pascuales se hacen como los hacemos también entre nosotros… Todo está muy adornado y ordenado durante esos ocho días, como en la Epifanía, tanto en la iglesia Mayor, como en la Anástasis, y en la Cruz, o en Eleona, lo mismo en Belén y en Lazario o en cualquier otro sitio, porque son las fiestas pascuales Ese primer domingo se va a la iglesia Mayor, esto es, al Martyrium; así como en las ferias segunda y tercera. Una vez celebrada la misa en el Martyrium, se va, como siempre, a la Anástasis, cantando himnos. La feria cuarta se trasladan a Eleona, la quinta a la Anástasis, la sexta a Sion, el sábado ante la Cruz y el domingo de la octava, nuevamente en la iglesia Mayor del Martyrium. Durante esos ocho días pascuales, a diario, después del almuerzo, el obispo acompañado por todo el clero y todos los niños recién bautizados y por todos cuantos quieren suben a Eleona. Se cantan himnos, se dicen oraciones tanto en la iglesia de Eleona, donde está la gruta en la que el Señor enseñaba a sus discípulos, como en Imbomon, que es el lugar desde donde el Señor subió a los cielos. Acabadas las lecturas de los salmos y hecha la oración, se baja desde allí a la Anástasis, cantando himnos, a eso de la hora de vísperas. Esto durante los ocho días. El domingo de la Pascua, después de la misa de la noche, que es en la Anástasis, todo el pueblo acompaña al obispo hasta Sión con himnos. Llegados a Sión, se entonan los himnos propios del día y del lugar, se hace oración, y se lee el pasaje evangélico (cf. Jn. 20, 19-25), en que se relata cómo el Señor aquel día y en aquel lugar, donde ahora está la iglesia de Sión, entró a ver a sus discípulos, estando cerradas las puertas» (Peregrinatio Egeriae, cap 39)

El Martyrium es la Basílica de la Santa Cruz (lugar de la Crucifixión), la Anástasis es la basílica del lugar de la Resurrección, la Eleona era una basílica del Monte de los Olivos, donde según la tradición Jesús enseñaba a orar a sus discípulos, y el Imbomon el lugar de la Ascensión. El Lazario (lugar de la casa de Lázaro) se hallaba al otro lado del Monte de los Olivos. Finalmente, Sión era, según la tradición, el lugar de la Última Cena y de Pentecostés… Todo Jerusalén era un santuario para los cristianos. Pero no había lugar para judíos en ella. Como memoria de la derrota permanente y de la superación de Israel, los cristianos siguieron dejando en ruinas la explanada del Templo Judío, como memoria eterna de una historia ya acabada.

Historia posterior.De la Jerusalén cruzada a la actualidad. Las cosas cambiaron de un modo radical a partir de la primera mitad del siglo VII. Los persas conquistan Jerusalén y destruyen gran parte de sus monumentos (año 614 d. C.), aniquilando para siempre su esplendor “cristiano”. Los bizantinos consiguen reconquistarla el año 629, pero de un modo efímero, pues los musulmanes la conquistaron de manera duradera a los pocos años (el 638), introduciéndose lentamente en ella, aunque una parte considerable de la población siguió siendo cristiana, por lo menos hasta el tiempo de la cruzadas (siglo XII d C.).

Hasta entonces las relaciones entre cristianos y musulmanes habían sido básicamente pacíficas, pero tras las conquistas de los turcos selyúcidas, convertidos al Islam (tras el año 1071 de. C.), la situación se volvió más dura para los cristianos, que encontraron grandes dificultades para acudir como peregrinos a los “santos lugares”. Por ese motivo, con el fin de “liberar” la ciudad y la tierra de Jesús de manos musulmanas, el Papa y muchos príncipes cristianos proclamaron las cruzadas. La más significativa culminó con la conquista de Jerusalén (1099), que permaneció durante casi un siglo en manos de los príncipes cristianos (hasta el año 1187).

Como dirá años más tarde (año 1235) Teobaldo de Campaña y Navarra, rey y poeta cruzado, los cristianos “deben tomar la cruz de ultramar”, para “realizar la venganza del gran Señor y para liberar de esa manera su tierra y su patria”. Ese espíritu de cruzada, dirigido a conquistar Jerusalén, hizo que el cristianismo viniera a presentarse como religión militante.

En esa perspectiva, la tierra de Jesús (Jerusalén) se vuelve centro del cosmos, tierra mística, donde los cristianos tienen que luchar contra los poderes del mal (representados por los musulmanes). Los cruzados quisieron poseer Jerusalén, para convertirla en centro espiritual y político del mundo. Pero su conquista fue efímera y la ciudad de la muerte de Jesús pasó a hallarse de nuevo en manos musulmanas, hasta el día de hoy (o, por lo menos, hasta el año 1948, con el establecimiento del Estado de Israel). Los cristianos pudieron descubrir de nuevo lo que ya habían sabido: que ni Jerusalén ni Garizim son lugares sagrados de Dios, porque al Dios de Jesús se le adora en cualquier lugar del mundo, en Espíritu y verdad.

(Diccionario 3 religiones, págs. 575-562)

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