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¿En nombre de qué Dios seguimos condenando?

Domingo, 7 de abril de 2019
F713D2C2-CD60-4215-A3A7-1AB96050B308Jn 8,1-11

La principal característica de las tres lecturas de hoy es que nos invitan a mirar hacia adelante. Isaías, desde la opresión del destierro, promete algo nuevo para su pueblo. Pablo quiere olvidarse de lo que queda atrás y sigue corriendo hacia la meta. Jesús abre a la adúltera un horizonte de futuro que los fariseos estaban dispuesto a cercenar. El encuentro con el verdadero Dios nos empuja siempre hacia lo nuevo. En nombre de Dios nunca podemos mirar hacia atrás. A Dios no le interesa para nada nuestro pasado. A mí debía interesarme, solo en cuanto me permite descubrir mis verdaderas posibilidades de futuro.

El texto que acabamos de leer, está en un contexto artificial. No se encuentra en ningún otro evangelista y, seguramente ha sido añadido al evangelio de Jn. No aparece en los textos griegos más antiguos y ninguno de los Santos Padres lo comenta. Está más de acuerdo con la manera de redactar de Lc; incluso aparece incorporado a este evangelio en algunos códices. Está garantizado que es un relato muy antiguo y su mensaje está muy de acuerdo con todos los evangelios, incluido el de Juan. Puede ser que la supresión y los cambios se deban a su mensaje de tolerancia, que se podía interpretar como laxitud o permisividad.

En el relato, se destaca de manera clara el “fariseísmo” de los letrados y fariseos, acusando a la mujer y creyéndose ellos puros. No aceptan las enseñanzas de Jesús, pero con ironía le llaman “Maestro”. El texto nos dice expresamente que le estaban tendiendo una trampa. En efecto, si Jesús consentía en apedrearla, perdería su fama de bondad e iría contra el poder civil, que desde el año treinta había retirado al Sanedrín la facultad de ejecutar a nadie. Si decía que no, se declaraba en contra de la Ley, que lo prescribía expresamente. Como tantas veces, los jefes religiosos están buscando la manera de justificar la condena de Jesús.

Si los pescaron “in fraganti”, ¿dónde estaba el hombre? (La Ley mandaba matar a ambos). Se consideraba adulterio la relación de un hombre con una mujer casada, no con una soltera. Se trataba de un pecado contra la propiedad, porque la mujer se consideraba propiedad del marido. Cuando el marido era infiel a su mujer con una soltera, su mujer no tenía ningún derecho a sentirse ofendida. Hoy seguimos midiendo con distinto rasero la infidelidad del hombre y de la mujer. Qué pocas veces se tiene esto en cuenta.

No se trata, pues, de un pecado sexual sino de un pecado contra la propiedad privada. Llevamos dos milenios tergiversando los textos con la mayor naturalidad. Decimos “palabra de Dios” pero no tenemos empacho alguno a la hora de distorsionarla. La Biblia apenas habla de la sexualidad, no era para ellos un problema, no estaban obsesionados con el tema. La obsesión enfermiza que nos ha inoculado la Iglesia no tiene nada que ver con el mensaje de la Biblia. Ni el AT ni el NT hacen hincapié en un tema que nos ha traumatizado a todos.

Aparentemente Jesús está dispuesto a que se cumpla la Ley, pero pone una simple condición: que tire la primera piedra el que no tenga pecado. El tirar la primera piedra era obligación o “privilegio” del testigo. De ese modo se quería implicar de una manera rotunda en la ejecución y evitar que se acusara a la ligera a personas inocentes. Tirar la primera piedra era responsabilizarse de la ejecución. Nos está diciendo que todos aquellos hombres acusaban, pero nadie quería hacerse responsable de la muerte de la mujer.

En contra de lo que nos repetirán hasta la saciedad durante estos días, Jesús perdona a la mujer antes de que se lo pida; no exige ninguna condición. No es el arrepentimiento ni la penitencia lo que consigue el perdón. Por el contrario, es el descubrimiento del amor incondicional lo que debe llevar a la adúltera al cambio de vida. Tenemos aquí otro gran tema para la reflexión. El “perdón” por parte de Dios es lo primero. Cambiar de perspectiva será la consecuencia de haber tomado conciencia de que Dios es Amor y está en mí.

Es incomprensible e inaceptable que después de veinte siglos, siga habiendo cristianos que se identifiquen con la postura de los fariseos. Sigue habiendo “buenos cristianos” que ponen el cumplimiento de la “Ley” por encima de las personas. La base y fundamento del mensaje de Jesús es precisamente que, para el Dios de Jesús, el valor primero es la persona de carne y hueso, no la institución ni la “Ley”. El PADRE estará siempre con los brazos abiertos para el hermano menor y para el mayor. El Padre no puede dejar de considerar hijo a nadie.

La cercanía, que manifestó Jesús hacia los pecadores, no podía ser comprendida por los jefes religiosos de su tiempo porque se habían hecho un Dios a su medida, justiciero y distante. Para ellos, el cumplimiento de la Ley era el valor supremo. La persona estaba sometida al imperio de la Ley. Por eso no tienen ningún reparo en sacrificar a la mujer en nombre de ese Dios inmisericorde. Jesús nos dice que la persona es el valor supremo y no puede ser utilizada como medio para conseguir nada. Todo tiene que estar al servicio del individuo.

Ni siquiera debemos estar mirando a lo negativo que ha habido en nosotros. El pecado es siempre cosa del pasado. No habría pecado ni arrepentimiento si no tuviéramos conciencia de que podemos hacer las cosas mejor. Con demasiada frecuencia la religión nos invita a revolver en nuestra propia mierda sin hacernos ver la posibilida­d de lo nuevo, que sigue estando ahí, a pesar de nuestros fallos. Dios es plenitud y nos está siempre atrayendo hacia Él. Esa plenitud, hacia la que tendemos, siempre estará más allá pero siempre alcanzable.

En la relación con el Dios de Jesús tampoco tiene cabida el miedo. El miedo es la consecuencia de la inseguridad. Cuando buscamos seguridades, tenemos asegurado el miedo. Miedo a no conseguir lo que deseamos, o miedo a perder lo que tenemos. Una y otra vez, Jesús repite en el evangelio: “no tengáis miedo”. El miedo paraliza nuestra vida espiritual, metiéndonos en un callejón sin salida. El descubrimiento del verdadero Dios tiene que ser siempre liberador. La mejor prueba de que nos relacionamos con un ídolo, creado por nosotros y no con el verdadero Dios, es que nuestra religiosidad produce miedos.

El evangelio nos descubre la posibilidad que tiene el ser humano de enfocar su vida de una manera distinta. La “buena noticia” consiste en que el amor de Dios es incondicional, no depende de nada ni de nadie. Dios no es un ser que ama sino el amor. Su esencia es amor y no puede dejar de amar sin destruirse. Nosotros seguimos empeñados en mantener la línea divisoria entre el bueno y el malo. Lo que hace Jesús es destruir esa línea divisoria. ¿Quién es el bueno y quién es el malo? ¿Puedo yo dar respuesta a esta pregunta? ¿Quién puede sentirse capacitado para acusar a otro? El fariseísmo sigue arraigado en nosotros.

Recordemos el evangelio del domingo pasado. La adúltera ha desplegado el hermano menor y se cree digna de condena. Los fariseos actúan desde el hermano mayor y se creen con derecho a condenar. Jesús está ya identificado con el Padre y unifica los tres. Tanto el menor como el mayor tienen que ser superados. Una vez más descubrimos que el menor está dispuesto a cambiar con más facilidad que el mayor. Seguimos empeñados en echar la culpa al otro, y en consecuencia, siempre será el otro el que tiene que cambiar.

Meditación

Quien condena no habla en nombre de Dios.
Si uno te ayuda a descubrir tus fallos,
te está ayudando a encontrar el camino de tu plenitud.
Si alguien te convence de que eres una mierda,
te está metiendo por un callejón sin salida.
Sea cual sea tu situación, siempre hay una salida.

Fray Marcos

 Fuente Fe Adulta

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