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Magnanimidad divina y bienaventuranza eterna

Sábado, 16 de mayo de 2015

Hijo-Pródigo-J.-J.-TissotJosé Mª Rivas Conde. Madrid

ECLESALIA, 13/05/15.- Estoy persuadido de la imposibilidad de que en la vida eterna se den diversos grados de bienaventuranza, en razón de los méritos de cada uno.

Es persuasión que me fluye de la exhortación de Jesús a amar a los enemigos y a rezar por ellos, «para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos; por cuanto hace salir su sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos» (Mt 5,44-45).

Esta anticipación de la bondad de Dios a nuestros actos y su falta de adecuación proporcional a los méritos de cada uno, la presenta Jesús como propia y típica del Padre, quien, desde siempre y antes de recibir nada de ninguno de nosotros, es “Amor que mana copioso antecedentemente a nuestro comportamiento” (1Jn 4,10). ¡No puede dejar de serlo a la hora de acogernos en su mansión inmarcesible! ¡No puede estar entonces, ni nunca, atado a proporcionalidad ninguna! ¡Sería tanto como dejar de ser Él!

Dicha falta de adecuación de la bienaventuranza eterna a nuestros méritos o deméritos podemos verla afirmada en la parábola de los peones contratados a distintas horas de la jornada. Al menos implícitamente, si es que con ella no se refería Jesús directamente a esta cuestión, cosa ésta que dejo aquí completamente de lado.

Porque me basta con ver cómo las diversas opiniones que conozco al respecto, presuponen la convicción general de ser imperativa, por justicia o por equidad, la proporcionalidad entre lo recibido o concedido y lo merecido. Y ésta es la convicción que precisamente resulta anulada con dicha parábola. De lo contrario ésta quedaría al aire al desvanecerse su lógica y resultaría irreprochable y justificadísima la protesta de los que habían soportado en el campo el peso del día y del calor, cuando vieron cómo los que habían trabajado una sola hora recibían la misma retribución que ellos (Mt 20,1-16).

Hay quienes ven esta parábola como simple apólogo hiperbólico, para alentar a conversión con su consecuencia obvia: ¡nunca es tarde para volver a Dios! Pero no como escenificación catequética sobre su magnanimidad retributiva.

Por lo general apoyan su rechazo en la exigencia de justicia o equidad intachables en el Ser afirmado infinitamente perfecto. Mas al hacerlo contradicen la infinitud de la justicia divina, al ceñirla a los límites de la humana remunerativa o sancionadora, que cierto requiere de proporcionalidad en el ámbito de derechos fundados en principios generales; pero no en el de los asentados sobre convenios particulares. En éstos últimos lo exigido no es, en principio, la proporcionalidad, sino la fidelidad a lo convenido entre las partes.

Es sabido que ningún concepto puede aplicarse a Dios y a los hombres en idéntico sentido; sino sólo en análogo, en base a una similitud limitada y parcial.

En este caso, y simplificando en atención a la brevedad, se podría decir que el contenido común a las justicias divina y humana sería la incapacidad de transgredir el derecho de otro, sin que tal incapacidad suponga o afirme distinción ni diversificación alguna en el propio ser de Dios, como si la justicia fuera en Él virtud o perfección diferente de las demás. Las diversidades sólo están en nuestro conocer, incapaz de abarcar de una sola mirada la realidad íntegra y son propias de lo limitado; nunca de Dios, que afirmamos suma y síntesis unitaria y plena de todas las perfecciones y virtudes.

Desde la perspectiva del modo limitado de nuestro conocer, aprender y saber, esa incapacidad para violar el derecho de otro sería, en particular, como el basamento de la primera parte de la respuesta del patrón a uno de los peones contrariados: «Amigo, no te hago agravio. ¿No concertaste conmigo por un denario? Toma lo tuyo y vete». Sin embargo, el de la segunda lo es más bien la magnanimidad: «Y si quiero darle a este último lo mismo que a ti, ¿acaso no me está permitido hacer con lo mío lo que quiero?; ¿o es que tú ves con malos ojos que yo sea bueno?».

Bueno, por subir la retribución, incluso de los últimos, a un denario completo, que para los oyentes de la parábola era el jornal que permitía atender a las necesidades de vida del día. Bueno, por no privar de ese viático diario a ninguno de los peones, aunque sólo hubieran trabajado parte de la jornada y no les correspondiera recibirlo en razón del mérito.

La conclusión de la parábola deriva de lo que nosotros tenemos tipificado como jurídico: el derecho del patrón a ser tan generoso con los últimos jornaleros, como justo con los primeros. Su terminante formulación originaria parece modismo arameo expresivo de igualdad entre términos opuestos: «De suerte que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». Es decir: “estarán todos a igual nivel”. Al referirse aquí a lo retributivo, podríamos trasladarlo a nuestro desvaído: “De suerte que todos recibirán lo mismo”.

Todo lo anterior es aplicable en paralelo a la respuesta del padre a la queja y reproche que le hizo el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), por cómo había acogido a su hermano menor, a pesar de saber de su conducta extraviada. Sólo que en ésta parábola prevalece lo afectivo-emotivo sobre lo que llamamos jurídico. En contraposición a la justicia del «todo lo mío es tuyo», el alborozo del padre por haber recuperado el hijo: «Estando él muy lejos todavía, le vio su padre y se le enterneció el corazón, y corriendo hacia él se le echó al cuello y se le comía a besos».

Es el acontecimiento de «mi hijo estaba muerto y revivió, estaba perdido y fue hallado», lo que mueve al padre a recibirlo sobrepasando “lo debido”, “lo merecido”: «Rápido: sacad el mejor vestido y ponédselo, y una sortija en su mano, y calzado en los pies». Y es el amor lo que le lleva a recibirlo con gran gozo y festejo: «Traed el novillo cebado y hagamos fiesta».

Igualmente es el amor fraterno a lo que apela el padre para incitar al mayor a la superación del individualismo personalista de la recompensa proporcional; y a «holgarse y regocijarse» por el bien de su hermano. Era como gran noticia ardientemente deseada, pero inesperada: “¡Ha revivido tu hermano muerto! ¡Ha sido hallado tu hermanoextraviado! Y, en general, ¡es tu hermano el que ha resultado tan beneficiado como tú!

Consecuencia de todo lo anterior no es sólo que “todos recibiremos lo mismo”; sino además algo tal vez más sabroso para esta vida presente: quienes llegan al gozo interior pensando que recibirán su misma retribución eterna los operarios de hora más tardía que la suya, por más perversos, canallas y facinerosos que hayan sido antes, y por más que con sus injusticias hubieren roto nuestras vidas y desgarrado nuestro corazón, y los que lo deseen y recen por ello, cierto que atesoran en su entraña, aunque al mundo no le fascine, no lo capte, o incluso se mofe, la garantía más inconmovible de haber sido hechos hijos de Dios ya aquí (Mt 5,45). Tienen, como sólo Él tiene, la iniciativa en el amor que no es por correspondencia a favores recibidos (1Jn 3,7-10). Tienen la filiación divina proveniente de esta semejanza a Él, que seguro habilita para verle tal cual es y sin velo alguno (1Jn 3,2)

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