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“Hágase tu voluntad”, por Gema Juan, OCD

Domingo, 24 de mayo de 2015
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17465825759_b1d87c84cc_mDe su blog Juntos Andemos:

Unos años antes de empezar su vida entre las carmelitas descalzas de Colonia, Edith Stein reflexionaba acerca de la voluntad de Dios y preguntaba: «¿Cómo podemos pronunciar ese “hágase tu voluntad” si no tenemos ninguna certeza de lo que la voluntad de Dios exige de nosotros?».

Edith buscaba, aunque ya había experimentado que Dios va por delante dando luz. Decía que el Espíritu del Señor «se deja encontrar, cuando lo buscamos. Sí, Él espera no solamente a que lo busquemos, Él está continuamente en nuestra búsqueda y nos viene al encuentro».

Así como Pablo escribía a la comunidad de Corinto que, bajo la fuerza del Espíritu es posible reconocer que Jesús es Señor, Edith apuntaba que al acoger este Espíritu, se puede descubrir la voluntad de Dios y vivirla. Y recordaba cómo escuchar al Espíritu: «Ah, si solo aprendiéramos a escuchar vivamente, con el espíritu y el corazón en vez de con sentidos muertos, entonces experimentaríamos que la Palabra de Dios es vida y que con ella entra en nosotros la fuerza de Cristo».

Si en Corinto había problemas, el mundo que rodeaba a Edith vivía una crisis importante. Sin embargo, los dos hacen la experiencia del Espíritu, los dos descubren la fuerza que nace cuando es Él quien da vida a la propia vida. Aquel Espíritu del que Pablo decía que es un Espíritu de «energía, amor y buen juicio», no un espíritu cobarde, es el que movía también a Edith. Y con razón sentía que su trabajo implicaba «la gran tarea de liberar energías positivas».

Edith estaba convencida de que el Espíritu que había prometido Jesús, para guiar a los creyentes y llevarlos a la verdad plena, inspira el interior de quien quiere descubrir los caminos de Dios. Decía: «Cuando se sabe prestar atención a lo que en el silencio del corazón habla el Espíritu de Dios, y se decide, no solo a escuchar, sino a cumplir la Palabra», entonces se puede responder a la llamada de Dios y «colaborar en la obra de la Redención de Cristo».

«Escuchar vivamente» era lo que creía Edith que hay que hacer para comprender la voluntad de Dios. Ella formulaba de un modo muy sencillo qué es la voluntad de Dios. Decía que Él «vino al mundo para salvarnos, para unirnos con Él y para unirnos entre nosotros, y para hacer nuestra voluntad semejante a la suya».

Cuando Pablo explica a los corintios que el Espíritu se manifiesta en cada quien para el bien común, está hablando de cuál es la voluntad de Dios. Y cuando pide a los hermanos de Galacia que caminen según el Espíritu, está diciéndoles que comprendan la voluntad de Dios, que es una voluntad de amor y comunión.

«Rompamos filas y ayudémonos mutuamente» –pedía Edith– para vivir la fe, para ser testigos, para buscar el bien común y caminar según el Espíritu. Para poder decir «hágase».

Edith sabía que no hay certezas en el camino de la fe, que siempre es una apuesta del «todo por el todo». Había entendido que quien ama de verdad, guarda los mandamientos de Jesús y cumple la voluntad de Dios. Y sentía ya lo que su madre Teresa de Jesús apuntaba: que «aun en esta vida da Dios ciento por uno».

Por eso, cuando hable de vivir la voluntad de Dios, dirá que «quien cada día y de corazón dice “Señor, hágase tu voluntad”, puede confiar plenamente en que no actuará en contra de la voluntad de Dios, aun cuando no tenga una certeza subjetiva».

También por eso, creía que cuando se toma en serio la Palabra, cuando se da a los demás con la propia vida, entonces es cuando la palabra humana es cauce de la vida que Dios quiere repartir continuamente, es cauce del Espíritu de vida. Por eso Edith decía:

«Si aprendiéramos a hablar vivamente: a no distribuir la gran y santa Palabra como monedas manoseadas, sino con todo su sentido, impregnado de frescura de un espíritu despierto y de un corazón incandescente –entonces experimentaríamos que en nuestras palabras vive la fuerza del Espíritu, que encienden vida, irrumpen en otros corazones y los atraviesan todos hasta el cielo, y reparten gracia y consuelo».

«Nadie puede decir: Jesús es Señor, si no está movido por el Espíritu Santo», decía Pablo. Nadie puede decir: «Hágase tu voluntad» –dirá Edith- si no es movido por ese mismo Espíritu.

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“La fuente (II)”, por Gema Juan OCD

Lunes, 2 de marzo de 2015
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16288610732_07cfdb37de_mLeído en su blog Juntos Andemos:

A medio camino entre los Padres de la Iglesia y Edith Stein, se encuentran Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, y también ellos bebieron de la fuente inagotable divina, experimentaron a Dios como el manantial de donde todo procede y se sumergieron en él para dar vida.

Ante el misterio de Dios, la fuente madre que no solo da la vida sino que también acoge y recoge en sí a todos los seres humanos, Teresa se conmueve y exclama: «¡Oh Vida, que la dais todos! No me neguéis a mí esta agua dulcísima que prometéis a los que la quieren. Yo la quiero, Señor, y la pido, y vengo a Vos».

Tiene conciencia de que los seres humanos están íntimamente unidos en el camino de la vida y que un mismo fin de amor y plenitud aguarda a todos; por eso, escribía a sus hermanas: «Queramos que no, todos caminamos para esta fuente, aunque de diferentes maneras». El realismo teresiano apunta siempre a la esperanza.

A Teresa, el agua le sirve para explicar el camino de la vida, de la amistad con Dios, de la oración: se trata de hacer florecer el propio huerto y para ello hay que recorrer un camino. Es como ir del pozo a la fuente, aprender a regar y a dejarse empapar. Hay que aceptar el esfuerzo de buscar el agua, para terminar por descubrir que estaba ahí, antes de que todo comenzara, esperando para inundarlo todo.

Se le ocurren cuatro formas de regar el huerto. Es un modo simbólico de hablar. Lo que le interesa es ayudar a entender que merece la pena buscar la fuente. Para eso, hay que echar a andar, escarbar, desbrozar, hasta que Dios pueda «hartar todo este huerto de agua», porque la tierra puede recibirla.

Así es como Teresa empieza a hablar de los «siervos del amor». Esos servidores del amor son los que siguen «por este camino de oración al que tanto nos amó», a Jesús. Son buscadores, que terminarán por descubrir lo que Él mismo decía de su agua: que se convierte dentro «en un manantial que brota dando vida eterna».

«De los que comienzan a tener oración podemos decir son los que sacan el agua del pozo, que es muy a su trabajo», mientras que en «el segundo modo de sacar el agua», la cercanía de Dios se hace palpable, su presencia va transformando la vida y una alegría profunda empieza a abrirse paso.

Hay más. Llega un momento en que ya no parece que se busca el agua, sino que Otro se ocupa de que la tierra la tenga. Teresa dirá que Dios se convierte en el hortelano, que Él es el que trabaja para que crezca la amistad. Y dirá que «como es tal el hortelano, en fin criador del agua, dala sin medida». Dios es la fuente, el «criador del agua» y solo desea derramarse sobre la tierra de sus amigos.

Así, hasta llegar al centro, donde Él mismo se encuentra. Por eso, cuando hable de la cuarta forma de regar dirá que «se goza un bien, adonde junto se encierran todos los bienes». El agua desborda benéficamente, llueve desde lo profundo y se empieza a descubrir la infinita fuente de vida en la que Dios sumerge a quien le busca, el manantial que brota dentro.

Teresa tiene un conocimiento muy profundo de lo humano. Ha tocado sus límites y se ha visto en frustrantes recaídas, sintiendo cómo perdía el agua. Y ha visto que por no preparar la tierra para recibir el agua, algunos preciosos huertos se vuelven estériles. Pero también ha comprobado que de muchas maneras se puede avanzar y por eso cuenta su experiencia:

«Para lo que he tanto contado esto es… para que se vea la misericordia de Dios y… para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración… y cómo si en ella persevera, por pecados y tentaciones y caídas… tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación».

Por un lado, todo es cosa de Dios que «como es tan bueno, no nos fuerza, antes da de muchas maneras a beber a los que le quieren seguir, para que ninguno vaya desconsolado ni muera de sed». Por otro lado, la grandeza de la fuente se revela en que de ella «salen arroyos, unos grandes y otros pequeños, y algunas veces charquitos para niños, que aquello les basta, y más, sería espantarlos ver mucha agua».

Dios no atropella, no impone su amor ni obliga a la amistad. Cuando su presencia desbordante anega, es porque la tierra está preparada para recibir. Y, en todo caso, sea cual sea la etapa de la vida y de la relación con Dios, el agua siempre está disponible porque «sin tasa es su misericordia» y da una seguridad para caminar en medio de las incertidumbres de la vida y de los vaivenes a que está sometida.

Teresa ha experimentado la sobreabundancia que mana de las fuentes de Dios, sabe que con esa agua se puede atravesar cualquier desierto y superar los obstáculos de la vida, por eso escribe: «¡Oh fuentes vivas de las llagas de mi Dios, cómo manaréis siempre con gran abundancia para nuestro mantenimiento y qué seguro irá por los peligros de esta miserable vida el que procurare sustentarse de este divino licor».

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“La fuente (I)”, por Gema Juan, OCD

Domingo, 1 de marzo de 2015
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16287566941_f726464947_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Desde antiguo, Dios ha sido presentido como una fuente infinita. El salmista oraba diciendo: «En ti está la fuente de la vida», y los Padres de la Iglesia hablaban de Dios Padre como «el ojo de la fuente». Dios, como el hontanar del misterio del mundo y de la vida. Como la sobreabundancia y el movimiento incesante, que quiere difundirse.

Muchos místicos han tenido querencia especial por este símbolo, que evoca el fluir de la Gracia, de la fuerza que empuja siempre hacia delante. Habrá remansos, pero lo propio de la fuente es manar incesantemente, regar y dar vida.

Desde la mística cristiana ha sido así. Posiblemente, porque es una mística de participación y correspondencia. Porque ir a la fuente, beber, sumergirse en las aguas de la Vida, significa sumarse al torrente en movimiento, ser parte en el fecundar las tierras próximas e impedir que se estanque el agua.

Edith Stein, que había sentido la necesidad de «acudir a las fuentes de la vida de la gracia», apuntará una llamada, casi imperiosa, desde el manantial: «Llevar a las tinieblas del tiempo la luz de la eternidad, sacar de las ruinas lo que está destinado a durar, y construir el nuevo Templo, y hacer que todos los lamentos callen».

En un texto fuerte, que resulta sumamente actual –Tiempos difíciles y formación– en el que se hacía eco de los abusos y peligros que estaban padeciendo las instituciones formativas en Alemania, Edith recalcará que «si creemos encontrar la fuerza en nosotros mismos solamente, nuestra riqueza interior puede agotarse rápidamente». Por eso es imprescindible acudir a la Fuente.

Los tiempos difíciles no han terminado. Los abusos y los peligros siguen existiendo, de manera importante por lo que se refiere a la formación y cultura desde las instituciones, pero también en otros muchos ámbitos. Edith tenía una visión realista, comprendía que en «muchas de las situaciones que percibimos como abusos, no podemos cambiar nada»; sucede así entonces como ahora. Pero, añadía: «No necesitamos desesperarnos, porque tenemos a disposición una cantidad inagotable de fuentes de vida espiritual»; fuentes que manan de la Fuente.

Desde la fe, es posible dar una respuesta cabal a las dificultades y comprometerse frente a los abusos de cualquier tipo. Así lo creía Edith, que decidió unir las herramientas de la pedagogía y la fe para ayudar, eficazmente, a la formación profunda de las personas. Veía que era un camino excelente para «liberar energías positivas».

Es posible trabajar por esa formación desde múltiples ámbitos, porque lo esencial –como la misma Edith explicaba– es abrir el espíritu y los corazones de los demás para que puedan recibir la riqueza que existe. El mundo tiene unas riquezas que nadie puede robar y es necesario dar «no solo lo que tenemos, sino lo que somos».

Ella siempre da un paso más. Era consciente de que los seres humanos «grandes o pequeños, necesitan algo más que bienes objetivos, necesitan calor y bondad humana». Necesitan humanidad auténtica y ahí el cristianismo tiene un reto y una inmensa posibilidad. Tiene también una misión, un deber de amor, porque Jesucristo hizo de lo humano el camino para vivir en Dios.

«Trazar nuevos caminos y animar a los hombres que han perdido el ánimo y han dejado que la amargura se les impusiese» —esa es la tarea, insistirá Edith. Infundir valentía y confianza, mostrarles que es posible recorrer el camino. Una misión que, en ocasiones, supera las fuerzas y depara fracasos.

Es imprescindible ir a la Fuente. En aquel hontanar se encuentra la fuerza del Espíritu, que da la sabiduría y el Cristo vivo, razón de la misión. Allí se descubre la comunión mayor y se hace la experiencia a la que invita Edith: «Si supiéramos con un saber vivo que nuestra ofrenda tiene un poder redentor en unión con la ofrenda del Salvador: entonces no podríamos desmoronarnos bajo el sufrimiento que aumentase sobre nosotros».

Con esa pasión, con esa autenticidad, con esa humanidad se puede realizar «el máximo trabajo formativo, las más eficaz de las ayudas: conducir hasta las fuentes de la vida de la Gracia».

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Edith Stein, cristiana judía, asesinada por “cristianos” (E. Castellano)

Sábado, 9 de agosto de 2014
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Saint_Edith_SteinCelebramos hoy la festividad  de Santa Edith Stein, mártir en Auschwitz, por lo que es un momento adecuado (No olvidemos Israel/Paestina, Irak, África…) para leer este buen artículo que hemos leído en el  blog de Xabier Pikaza:

Hoy recuerdan los amigos de la libertad y el pensamiento, judíos y cristianos, a Santa Edith Stein, Patrona de Europa, que profesó como carmelita cristiana en el convento de Colonia (Alemania), sin dejar de ser judía, siendo asesinada como judía por los nazis, en el campo de Auschwitz el 9 de de Agosto de 1942.

Es una fe las grandes figuras intelectuales, judías y cristianas, del siglo XX, una mujer que supo descubrir por Jesús, su Cristo, el camino que conduce a la Séptima Morada, siguiendo las huellas de Teresa de Jesús, su hermana, también judía de origen.

Pedí hace unos años a Emilia Castellano, pensadora y terapeuta, gran amiga, que trazara su semblanza para “nuestro” Diccionario de Pensadores cristianos. Ésta fue su colaboración, que hoy presento gozoso en el día de Edith (¿Ester?), en un momento en que el dolor judío y cristiano sigue encendiendo grandes alarmas, especialmente en el Cercano Oriente (Irak, Gaza).

La asesinaron unos poderes “cristianos” porque, a pesar de haberse hecho cristiana y de vivir como monja contemplativa, seguía siendo judía. En ella se encarna la gran paradoja del auténtico Israel, a quien sus hijos cristianos han perseguido por siglos… queriendo matar a su madre.

Muchos cristianos hemos considerado mala madrastra a nuestra buena madre judía. No hemos reconocido lo que somos. Humanamente hablando tenemos poco remedio… Alguien ha dicho que nos llamamos cristianos para así poder negar mejor a nuestro Cristo judío.

Por eso, en un tiempo como éste, es bueno recordar a Santa Edith, nueva Ester “invertida”, y con ella a los seis millones de santos judíos asesinados por cristianos.

Edith, querida, ruega por nosotros, judíos y cristianos (sin olvidarte de los musulmanes… ni de Irak, ni de Gaza…). También aquí en España juzgaron y mataron antaño los de la Santa Inquisición a muchos cristianos judíos como tú..

Gracias, Emilia, todo lo que sigue es tuyo. La imagen inicial de Edith aparece repetida en el Diccionario de Pensadores Cristianos, para el que me hiciste el honor de escribir esta entrada.

STEIN, EDITH (TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ) (1881-1942)(Emilia Castellano).

10380909_804692689549717_4336269902471815840_nReligiosa y filósofa católica, de origen judío. Nació en Breslau (hoy capital de Silesia en Polonia) el 12 de octubre de 1891. Cuando tiene dos años, muere su padre. En plena adolescencia toma la primera decisión importante y trascendental de su vida: dejar la escuela y el judaísmo porque, según nos cuenta, no encontraba en ellas sentido para la vida. Fue después filósofa y escritora espiritual. Para una mejor comprensión de su obra, podemos dividirla en (1) Escritos autobiográficos y cartas. (2) Escritos fenomenológicos. (3) Escritos de filosofía cristiana. (4) Escritos antropológicos y pedagógicos. (5) Escritos Espirituales.

Con 20 años ingresa en la Universidad de Breslau y estudia Historia y Germanística. Dos años después la encontramos en la Universidad de Gotinga donde había llegado atraída por la Fenomenología, una corriente filosófica que emergía en aquel momento y que enseñaba Husserl. Allí publica su tesis con el título Sobre el problema de la Empatía. Poco después escribirá Causalidad Sentiente e Individuo y Comunidad persiguiendo la idea de encontrar asiento para la nueva psicología que florece en Europa. A este periodo temprano pertenece también Una investigación sobre el Estado, con la que culmina la elaboración de una Antropología Fenomenológica, cuya pretensión es alcanzar a hablar del hombre y de la comunidad.

Siguiendo un orden cronológico, podemos citar las siguientes obras: Introducción a la Filosofía. Obra interesante y original, donde a través de un diálogo con (→ Kant) y Husserl establece la diferencia entre naturaleza y subjetividad mostrando conocimientos profundos de física, biología y filosofía. En la segunda parte de la obra formula algunas de sus ideas antropológicas a través del estudio de la libertad, la conciencia y la reflexión, como características del hombre. Finalmente esta obra se convertirá en el preámbulo de otra posterior La estructura de la persona humana, siendo el fruto de un curso impartido en el Instituto de Pedagogía Científica de Münster (1932-33).

En 1921 lee el Libro de la Vida de (→ Teresa de Jesús) y definitivamente orienta su vida hacia el cristianismo. En 1922 se bautiza y confirma. A partir de ese momento su pensamiento filosófico se abre a un conocimiento nuevo. Estudia las obras de (→ Tomás de Aquino) y (→ Duns Escoto). Apoyándose en la base de sus propias obras filosóficas de antropología escribe Potencia y Acto, obra de metafísica y ontología a través de la cual dialoga con el pensamiento de sus amigas fenomenólogas Gehrda Walter y Hedwing Conrad-Martius. Poco después escribirá Ser Finito y Ser Eterno, su gran obra, en la que desarrolla una metafísica inspirada en la filosofía de Santo Tomás y en la fenomenología de Husserl, convirtiéndose así en una de las tomistas más originales de la historia de la Filosofía. Mérito suyo es haber logrado generar en el ámbito de la antropología filosófica un pensamiento original, que no obstante sigue inédito y no suficientemente reconocido y estudiado. En 1932 dicta unas conferencias sobre La mujer y la Pedagogía. Seguidamente ingresa en el Carmelo Descalzo de Breslau con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz.

Tras la llegada de los nazis al poder se traslada al Carmelo de Colonia, y posteriormente (1938) al Carmelo de Echt en Holanda donde escribirá su última obra: La Ciencia de la Cruz, en un acto de obediencia a sus superiores. Es su obra más personal y autobiográfica. El 2 de agosto de 1942 es arrestada por la Gestapo. El primer destino: el Campo de concentración de Amersfoort, desde donde será trasladada el 9 de agosto a Auschwitz-Birkenau. Marcada con el número 44.074, muere como judía y mártir de la fe cristiana a los 51 años de edad en la cámara de gas del campo de concentración. Es canonizada el 11 de octubre de 1998 en la Plaza de san Pedro y declarada co-patrona de Europa el 13 de diciembre del año siguiente en el Sínodo de Europa.

1. El ángulo abierto de un triángulo cerrado.

Edith1938bEncontrarse con Edith Stein, es hallarse ante un pensamiento profundo y una antropología humanizada y humanizadora. La suya es una vida apasionada, ahíta de conocimiento y abierta a todo; una vida “al servicio de la Humanidad”, en palabras suyas. Sobre la base de una personalidad recia, independiente, voluntariosa y sincera hasta la transparencia, vemos evolucionar y transformarse a esta mujer singular cuyo mayor logro será, como en tantos santos del Carmelo Descalzo, haber conseguido encarnar su pensamiento filosófico, religioso y místico en la propia vida.

Edith Stein forma junto a (→ Simone Weil) y Hannah Arendt una especie de triángulo donde, de forma virtual, podríamos encerrar para su estudio y comprensión, gran parte del pensamiento del siglo XX en el corazón de Europa. Ciertamente no contienen todas las perspectivas de ese periodo, pero sí algunas muy representativas. Hablamos de un siglo que nos ha dejado parte de su complejidad en este triángulo de mujeres, grandes pensadoras, judías las tres, pero con recorridos vitales muy diferentes.

Los ojos de Hannah Arendt sondean el futuro histórico a través de la longitud de onda de la contingencia de los hechos humanos, hasta descubrir que la política no puede conseguir que la gente sea mejor, aunque es posible llegar a crear un espacio para la libertad, si las circunstancias acompañan, pero siempre dentro de unos límites estrechos. Como su pueblo judío, ella misma se convertirá en nómada, dentro de una sociedad en la que no termina de encontrar su nicho.

El pensamiento de Simone Weil conduce a reconocer el valor de la gracia en las condiciones intramundanas, en sus extremos de necesidad. El pensamiento de Weil, exige la no resistencia al orden de esa necesidad, llamada por ella “recreación”. De igual manera que Dios se decreó a sí mismo para que los seres tuvieran existencia, el alma debe renunciar a sí, exigiéndose el consentimiento del reino de la necesidad en el orden material mientras se es libre en el orden del espíritu. En este sentido, Simone Weil pide que el ser deseante viva en conformidad con la voluntad de Dios, entendida como acogimiento de todo lo que sucede bajo su permisión. Aceptando sus operaciones necesarias, alcanzara la perfección.

Esta forma de “mística” se convierte en un sublime afrontamiento del deseo de infinito, aunque sin lucha contra ese ángel que exige en la vida la acción, la duda y, sobre todo, el no poder cuadrar filosófica y teológicamente el paso oculto de Dios y nuestros propios pasos. De alguna manera, estamos condenados a no poder determinar con seguridad los pasos de Dios en la creación, sólo a intuirlos. Así, ella misma (Simone Weil) y su vida.

Frente a la robustez del pensamiento analítico de Arendt, en el que casi todo se centra en el análisis y la referencia a lo político, y en contraste con la “kénosis intelectual” de (→ Simone Weil) que conduce casi irremediablemente a la auto aniquilación como medio para compartir el sufrimiento de sus compatriotas franceses, Edith Stein es el camino hacia la apertura de la existencia que conduce a un final de elección y perdón.

Quizás pase por ahí la línea que curva definitivamente ese triángulo de pensamiento filosófico, teológico, existencial y político, para hacerlo más abarcador, acogiendo en sí la compleja realidad que caracteriza el siglo XX y que no es otra que la tecnociencia. Es esta apertura existencial de la vida de Edith la que conseguiría convertir en círculo, ese hipotético triángulo que hemos construido con el pensamiento de estas tres grandes mujeres, y que no obstante, como tantos otros, se muestra limitado para superar nuestros problemas de relación y comunicación humana. Leer más…

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“Creer (III)”, por Gema Juan, OCD.

Miércoles, 14 de mayo de 2014
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14027474442_cb475e0120_mLeído en su blog Juntos Andemos:

El breve recorrido hecho apunta continuamente a la fe como encuentro y a la certidumbre de que «no estamos huecos en lo interior», sino habitados. El ser humano es más de lo que aparenta, como recuerda la misma Teresa: «Veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces».

Habitados por un Dios inmenso que, a la vez, está muy cerca. A Teresa le preocupa que se presente a Dios como un ser lejano e inalcanzable, porque impide encontrarse con Él: «viene todo el daño de no entender con verdad que está cerca, sino imaginarle lejos». Y anima a «no extrañarse de [tener] tan buen huésped», porque la grandeza de Dios está en que no se le «pueden agotar sus misericordias».

Como tantos creyentes, Teresa de Jesús ha vivido de fe y a través de la confianza se ha unido a Dios. Del mismo modo que ella, son muchos los que desde todos los márgenes, han buscado al verse asaltados por una presencia, al intuirla o, sencillamente, al desearla.

Algunos desde muy lejos, como Simone Weil, que decía: «en toda mi vida, jamás, en ningún momento, he buscado a Dios». Sin embargo, tendrá una experiencia de una intensidad estremecedora. Siente que Cristo se hace presente y la toma. Y dirá que era «una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano».

Pascal hablará de «una invasión» que le conmueve la vida, para expresar cómo Dios se le había acercado. Y, al igual que sucede a Simone y Teresa, una certeza inamovible se instala en su vida. Cuando Dios irrumpe, cuando se hace presente y caen las barreras interiores que impiden el encuentro, no queda rastro de duda —«queda una certidumbre grandísima», dirá Teresa.

Edith Stein, en cambio, refleja una experiencia serena y silenciosa, pero que contiene un impulso íntimo y una «certeza embriagadora», como ella misma dice. Hablará de un «hecho real, no sentimiento», de los testigos que la han despertado, de poner la vida entera «en contacto con Dios» y de «estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables».

Descubre la presencia viva: «Percibo nueva vida en mí… Esta corriente vivificadora proviene de una actividad y una energía que no son las mías, pero que se realizan en mí». Y una aventura que envuelve la vida entera: «Es un mundo infinito que se abre como algo absolutamente nuevo, si uno comienza, en lugar de vivir hacia fuera, hacia adentro».

A Manuel García Morente, que se había llegado a sentir roto en medio del mundo, resentido y perdido de sí, el Dios inmenso, desdeñado por su lejanía e insultante omnipotencia, se le presenta como real, de carne y hueso, tan cercano que no pudo esquivarlo: «Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí». En adelante, una «convicción inquebrantable» acompañará a Manuel: «era Él». Era Dios.

Son solo unos pocos testigos, entre la muchedumbre de los que se ha encontrado con Dios, de quienes se han dado cuenta de que «es muy buen vecino». Han dejado atrás las dudas, porque la experiencia íntima que han vivido tiene efectos que se prolongan en el tiempo. Esa vivencia no quita las vacilaciones que acompañan la vida, ni otras soledades, pero regala una certeza única: «sabemos que siempre nos entiende Dios y está con nosotros. En esto no hay que dudar».

Creer es una decisión profundamente personal que se puede tomar de modos muy diversos. Desde la periferia de las religiones, tal vez sin confesar un Dios personal, pasando por encuentros arrebatadores o pacíficos, hasta decisiones como la de Teresa de Lisieux que, desde el seno mismo del cristianismo, elige creer en medio de la duda más dolorosa y radical.

Teresa explica que Dios «da de muchas maneras a beber», según es cada persona. Y que «hay muchos caminos en este camino del espíritu», para que cada ser humano pueda llegar a encontrarse con Dios. Tiene «tantas maneras y modos» de comunicarse, que no hay obstáculo que sea insalvable para «quien es la misma Sabiduría».

Y añadirá que, como quiera que se dé la experiencia, cualquiera que sea la manera en que Dios se comunica, ese contacto deja un rastro inequívoco: «Queda el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase».

«Servirle más» es conectar el impulso íntimo del que habla Edith con el «inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que esta debe cambiar… y se abra paso la justicia». Horkheimer definía de esta manera la religión «en el buen sentido». Así se puede definir la experiencia espiritual en el buen sentido y la mística, cuando lo es en verdad. La fe, en definitiva, cuando es auténtica y personal.

Los testigos que hablan de su encuentro con Dios son los mejores sherpas en el camino de la fe. Unos como destellos y otros como faros, todos dando luz y esperanza para no andar ciegos. Ellos, como Moisés, han visto la «espalda» de Dios: han experimentado su misericordia y su lealtad hecha carne, compañera de vida. Y, viendo, han creído.

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“Creer (I)”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 5 de mayo de 2014
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13851118375_ba328b1ee9_mDe su blog Juntos Andemos:

El autor de la primera carta de Pedro escribió: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado». Desde los orígenes cristianos, el amor y la alegría son dos señales de la fe. Una fe que se remonta a tiempos anteriores y se proyecta a todos los futuros, porque la fe no tiene edad.

Agar, Tomás, Teresa de Jesús, Pascal, Edith Stein, García Morente, Simone Weil… Tantos creyentes diversos aparecen unidos por una experiencia profunda, marcada con esas dos señales. Vivida de diferentes maneras, en tiempos distintos, en culturas lejanas las unas de las otras, todos ellos firman una experiencia única, íntima e intransferible que, a la vez, les ha llevado a la salida más profunda de sí mismos: la certeza de la presencia del Viviente.

Todo parece indicar que no hay ninguna situación vital que impida o bloquee la posibilidad de descubrir a Dios. Ni ser un huido o expulsado, ni tener un pasado turbulento o un presente ambiguo. Tampoco el escepticismo, la ocupación o el sexo, ni la pertenencia a un estrato social u otro. Nada resulta para Dios una traba, salvo el rechazo expreso a la luz. Porque, como dice Teresa, «Él no ha de forzar nuestra voluntad» pero «da siempre oportunidad, si queremos».

Al comienzo de la historia de la fe, una mujer hace una conmovedora confesión: «¡He visto al que me ve!». Son las palabras de Agar, la esclava de Sara, mujer de Abraham. Agar, ni siempre inocente ni merecedora de repudio, fue primero una fugitiva y después una expulsada, pero Dios se hizo presente en su penuria y ella le reconoció como Aquel «que vive y me ve».

Del Génesis al evangelio de Juan, los siglos corren y la experiencia de fe se repite. Con el apóstol Tomás, por ejemplo, que puede ser figura de los ausentes, los que llegan tarde o no están en el momento clave; imagen de quienes han perdido la oportunidad.

Es, también, un recordatorio del Dios que busca a los desencaminados y desorientados, a los que no han podido llegar, cualquiera que sea la causa. Porque para Él, todos están invitados. «Mirad que convida el Señor a todos»… y «si no nos queremos hacer bobos y cegar el entendimiento, no hay que dudar». Así lo dirá Teresa.

Tomás no deseaba cegarse, todo lo contrario. De él, decía Julián Marías, que podría muy bien ser el patrón de los filósofos, porque su actitud intelectual es irreprochable: «Pide la evidencia, y cuando la halla, la acoge con total entusiasmo y adhesión». Y su entrañable profesión de fe, ¡Señor mío y Dios mío!, ha sostenido la oración de muchos creyentes.

Tomás vio de golpe. En un instante, la presencia de Jesús se iluminó para él. A veces es así: un instante abre los ojos; «pasa en un momento» –dice Teresa–. Otras, es un largo despertar, «se entiende despacio… cuando anda el tiempo, por los efectos». Pero al fin, se puede ver y reconocer que es Jesús mismo «el que da vida… y anima para vivir por Él».

No cabe esperar que Dios se muestre a todos del mismo modo o por un mismo camino y, menos aún, que la vida se defina de la misma manera. Aunque una larga tradición viva confirma que cuando hay un encuentro auténtico con Dios, se dan señales inequívocas.

Teresa dirá: «El temor de Dios también anda muy al descubierto, como el amor; no va disimulado aun en lo exterior». Ante el misterio, el corazón se inclina y adora –de eso habla el temor de Dios–, y el amor pide salir hacia todo lo que rodea. Como sucedió a los discípulos al reconocer a Jesús: con su Espíritu, salieron a compartir la Buena Noticia.

Volviendo a los amigos de Tomás, es fácil ver qué próximos estaban a él. De Juan, dice el evangelio, que «vio y creyó». Los apóstoles, que estaban asustados y encerrados, «al verle, se llenaron de alegría» y, solo entonces, reconocieron a Jesús vivo. Y, según Marcos, cuando María Magdalena dijo que Jesús «vivía y que le había visto, se negaron a creer».

Tomás no fue muy diferente de todos ellos, en verdad. Tampoco aquellos discípulos «entristecidos, torpes y cerrados», que no vieron hasta que Jesús les iluminó el corazón. Teresa dirá de ella misma que «hasta que el Señor la dio la luz», su alma estaba ciega.

La paz es el saludo con el que Jesús resucitado se acerca a Tomás. Antes de abrir los ojos de su corazón, le da la confianza necesaria y la seguridad interior. También la paz acompaña la visión del Resucitado relatada en el Apocalipsis: «No temas… yo soy el que vive».

Es la experiencia de Agar en el desierto de Berseba, donde el Compasivo «le abrió los ojos» para salvarse, y le dijo: «No temas». Y será la de Teresa en su encuentro con el Cristo vivo: «No hayas miedo, hija, que Yo soy y no te desampararé; no temas». Una y otra vez será a través de la paz y la confianza como ella verá al que le mira: «Mira mis llagas. No estás sin mí».

Con muchos otros creyentes a lo largo de la historia, Teresa ha podido decir: ¡Señor mío y Dios mío! ¿Cómo vieron? ¿Qué les sucedió? Es posible entender con todos ellos la última bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto», y acercarse al misterio para «ver», de una manera que «no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero».

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“Extraños familiares “, por Gema Juan OCD.

Jueves, 20 de febrero de 2014
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12052519854_e393a1a6e1_zDe su blog Juntos Andemos:

«Para los cristianos –decía Edith Stein– no existen los “extraños”. Nuestro “Prójimo” es todo aquel que en cada momento está delante de nosotros y nos necesita». Y añadía que no hay excepciones, ni por ausencia de lazos, ni por gustos, ni por dignidades. Porque «el amor de Cristo no conoce fronteras, no se acaba nunca y no se echa atrás frente a la fealdad y suciedad».

Bajo sus palabras se encuentra el único mandamiento de Cristo: amar a Dios con todo el ser y al prójimo como a uno mismo.

Wessely, un antiguo poeta hebreo, traducía el mandamiento del amor al prójimo diciendo: «Ama a tu prójimo, él es como tú». Es decir, los seres humanos, en cuanto seres humanos, son iguales entre sí, y ahí radica la posibilidad de la obligación de amar al prójimo. —Así lo recoge Hermann Cohen, hablando de este mandamiento*.

A día de hoy, en este mundo tan desajustadamente globalizado y desde una sociedad –similar en esto a la de Edith–en la que el acceso a la miseria se ha convertido en una especie de puerta giratoria, es importante reconsiderar que no existen los extraños. Que no hay motivo para dejar a nadie fuera, para echarle del suelo compartido. Que hay sitio para todos.

Sin necesidad de contraponer cristianismo y mundo increyente, como hacía el escritor H. Böll, puede ser bueno recordar sus ideas, refiriéndose al mundo que pueden crear los cristianos: un mundo en el que hay lugar para quienes no tienen lugar, los mutilados, los enfermos, los ancianos y los débiles. Y en el que hay algo más que lugar: hay amor para aquellos que resultan inútiles. Un mundo donde nadie es extraño.

Comprender que el prójimo «es como tú» –otro como yo– lleva la intuición de que en el descubrimiento del prójimo, la humanidad se va haciendo consciente de sí misma. Porque, como también decía Edith, el ser humano aislado no es; pertenece a su estructura profunda el ser en un mundo común, en una vida compartida.

Desde aquí se entienden mejor sus palabras: «El individuo… tiene que llegar a hacerse. Este hacerse dura plenamente toda su existencia… individuo y comunidad no son algo acabado, están siempre haciéndose, en vía de desarrollo».

Parece claro que, para «llegar a hacerse» persona, es de capital importancia el reconocimiento del otro. De todo otro. Y la resistencia a aceptar al diferente o inesperado no hace otra cosa que ralentizar el proceso de desarrollo de las personas y las sociedades.

Decidir que no hay extraños, tomar en serio el significado de que el prójimo es un igual y no un intruso, abre a una universalidad real y ensancha los límites naturales de la acogida. Reconocer que los otros forman parte de uno mismo, los convierte en familiares, no porque se produzca una intimidad imposible, sino porque se les acepta como lo que son: parte del propio ser.

Son ideas radicales, como la medida que propone Edith: «Si Dios es Amor y vive en cada uno de nosotros, no puede ser de otra manera, sino que nos amemos los hermanos. Por eso precisamente es nuestro prójimo la medida de nuestro amor a Dios». Pero, más radical es la propuesta de Dios que se hace carne, de tal modo que para Él nadie es ajeno y nadie queda fuera de su ámbito.

La radicalidad amorosa de Dios hace posible «medirse» de esta manera. Por ello, sin ingenuidad y contando con las herramientas que presta el conocimiento social, Edith propone una «toma de posición» que puede influir realmente en la marcha de la vida del mundo y en la forma que adoptan las sociedades, marcadas por las continuas elecciones de los individuos.

El egoísmo personal o institucional tiende a dejar fuera a muchos, a impedir entrar a otros y a anular a no pocos. Pero hay alternativa, se puede elegir ir creando un mundo sin extraños y arriesgarse a creer que el prójimo «es como tú», determinarse a no poner barreras en ningún contexto.

Edith dirá: «El amor hace del que ama una fuerza estimulante que alimenta su fuerza más de lo que se desgasta amando, y el odio consume todavía más la fuerza del que odia. El amor es la toma de posición que con mayor fuerza nutre a la vida comunitaria».

Una posición que se puede tomar con fe y sin ella. Porque la fe cristiana confiesa que Dios es justo y bueno, pero también que «todo el que practica la justicia ha nacido de Él». Sin más etiquetas.

Es posible vivir reconociendo al prójimo como ese extraño familiar, y tomar la posición del amor, de modo que la comunidad humana, a través de gestos, acciones, grupos, leyes… haga todo lo necesario para que nadie quede fuera. Y todo ello es buscar a Dios, seguir a Jesús y vivir en el Espíritu. Es comprender que, por lo general, el Dios que llega, «el esposo esperado es el prójimo inesperado»*.

* Hermann Cohen, El prójimo. Ed. Anthropos, 12; XVII

 

Imagen de Los Diversículos del Hermano Cortés (José Luis).

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