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“El celibato y el abuso sexual ante el próximo Sínodo (Reflexiones de un cristiano de a pie)”, por Miguel Sánchez Zambrano

Lunes, 4 de marzo de 2019

orthodox-calendar-2014-6Agradecemos a su autor el envío de este artículo:

Surgen por doquier sacerdotes implicados en abusos sexuales, incluidos miembros de la Jerarquía que bien los han cometido o los han silenciado.  Últimamente: el Arzobispo de Santiago de Chile, Ricardo Ezzati; de Washington, Theodore McCarrick; de Lyon, Philips Barbarin y el Cardenal australiano, miembro de la curia Vaticana, George Pell.

Cabe preguntarse si ayudaría a erradicar esta lacra el celibato opcional y la homosexualidad aceptada y asumida por la Iglesia, pudiendo sus ministros contraer libremente matrimonio y desarrollar plenamente su mundo afectivo-sexual. El amor a otra persona (hombre o mujer) no puede ser obstáculo para trabajar por el Reino, sino una autentica ayuda para el trabajo apostólico.

El celibato como Carisma

La Iglesia considera al celibato como don de Dios, carismático y gratuito. Dios puede llamar al sacerdocio y no hacerlo al celibato. Cuando un clérigo soporta con amargura la obligación de la abstinencia, queda patente la ausencia del carisma, aunque sienta verdadera vocación. Imponer lo que es un don gratuito de Dios, esta avocando a nefastas consecuencias.

Naturalmente el Celibato tiene características y valores extraordinarios, como Gracia concedida por Dios: la persona, se siente más libre, disponible y comprometida. Pero al ser contrario a la naturaleza humana, la soledad afectiva que conlleva, puede desembocar en el abuso sexual. La obligatoriedad no se contempla en la Iglesia de Pedro y Pablo. Aquel estaba casado (Mc.1, 3), igualmente Judas Tadeo. Felipe tuvo hijas (Hch.21, 9). Solo se conoce a Juan como Apóstol célibe. Jesús trata expresamente el tema cuando los discípulos le dicen que, según su doctrina respecto al divorcio: “no trae cuenta casarse” (Mt.9, 10). Jesús responde: “No todos pueden casarse, solo aquellos a quienes Dios se lo ha concedido”, excluyendo la exigencia del Celibato. Pablo consideraba al célibe ungido por la Gracia, obviando su obligatoriedad (1 Cor.7, 7), corroborándolo al manifestar “sobre el celibato no he recibo ningún mandato del Señor “(1Cor.7, 25).

El Concilio de Elvira (Granada, 320) prohíbe, por primera vez el acto conyugal, sin vetar el matrimonio. Se intentó en Nicea (325) sin lograrlo, al instar el Obispo Pafnucio “no imponer yugo tan pesado, pues el matrimonio es muy honroso, no afligiendo con prohibiciones agobiadoras, pues todos los hombres no pueden soportar la continencia”. El de Gangra (365) declara: “Nosotros admiramos la Virginidad y al mismo tiempo honramos la compañía santa del matrimonio”. El de Seleucia (497) autoriza contraer matrimonio, invalidándolo más tarde, por ley, el Concilio II de Letrán (1.138). El Arcipreste de Hita narra, en el Libro del Buen Amor, la tenaz resistencia de los clérigos a dicha ley. Los mismos reyes siguieron favoreciendo a los clérigos para hacer a sus hijos herederos legales: Fernando III el Santo impone duras penas contra quienes obstaculicen esos derechos. En igual sentido legislan las Cortes de Castilla. En 1.318 Juan XXII confirma la heredad de los hijos de los clérigos.

Es en Trento (1563) cuando el celibato se impone definitivamente, sin acatarse plenamente: El Sínodo de Osnabruk (1625) afirma que “numeroso clero goza de compañía femenina, manteniendo a sus hijos con el patrimonio de la Iglesia”.

El Vaticano I (1869) plantea el celibato opcional, sin aprobarlo. En 1970 el Concilio pastoral holandés lo aprobó por mayoría absoluta. Tomaron idéntica postura la Conferencia Episcopal norteamericana y la Comisión Internacional de Teólogos, ante el sínodo de 1971, solicitándolo nueve Conferencias Episcopales. Tampoco se logró. En los años 90 el obispo Buxarrais opinaba que “los obispos no deben temer al Papa y pedirle la ordenación del casado”. De nuevo se acallaron las voces.

Motivos del celibato obligatorio

Dos son las causas principales de algo que ni Jesús ni los Apóstoles impusieron y la Iglesia no plantea hasta 320 años después: La primera, la doctrina peyorativa del matrimonio, asumida por la Iglesia. Tras la legalización de Constantino, esta se encuentra en una sociedad marcada por el helenismo y la doctrina gnóstica, influyendo decisivamente en las costumbres cristianas. Esta doctrina entiende al espíritu encerrado en el cuerpo del que hay que liberarlo de todo lo malo de este, especialmente lo relacionado con el sexo, sentándose las bases para prohibir el matrimonio a los consagrados.

La segunda será de tipo económico: desde su legalización, la Iglesia acumula riquezas, donadas por el Emperador, rompiendo con la fidelidad a la filosofía de vida del Maestro. Ante el acumulo de bienes, el Emperador Justiniano prohíbe ordenar obispos con hijos “para que los bienes donados a la Iglesia, no los emplee el Obispo en provecho propio o de sus hijos” (Codex Just.1, 3,41), constatándose que el celibato obligatorio no se sustenta en ningún principio evangélico.

Graves riesgos

clericalismoEl amor, como don de Dios, es un elemento decisivo para el equilibrio psicológico. Ser célibe implica aceptar cierto vacío que nada puede suplir. Si ese “ayuno emocional” no se hace desde la libertad, la persona padecerá una especie de “hambre interior”, abocándose a otras salidas que mitiguen ese “ayuno”. Entre ellas, la relación intima (nunca exenta de afecto y ternura) se presenta disfrazada como solución a la infelicidad de la soledad afectiva, habitando dentro del disfraz el monstruo cruel del abuso al inocente.

Como consecuencia, desde una ingenuidad demasiado interesada, el consagrado ignora el límite entre lo afectivo y lo sexual. Así nacen unas expectativas, encantadoramente engañosas, facilitando los primeros pasos de acercamiento a la víctima, apareciendo las pseudo-justificaciones que anulan los deseos de luchar, originándose una enorme tensión interior, muy difícil de controlar. La vuelta atrás se hace tremendamente difícil, desabocando en el acto abusivo. Faltó honestidad y fortaleza para poner freno en ese primer momento y bloquear una relación afectiva, aparentemente inocua, que puede llevar el germen del abuso, que solo el adulto puede detectar.

Al comenzar una relación afectiva, el abusador en potencia puede creerse con fuerzas suficientes para no sucumbir a momentos delicados, apoyándose en su vocación, sin querer percatarse que tiene ante él una persona (el menor) frágil y vulnerable, en una posición extremadamente delicada, sin recursos personales para hacerle frente.

Esa es precisamente la esencia del abuso: David frente a Goliat, pero un David carente de piedra y onda, sin posibilidades de vencer.

Un daño irreparable

Ante el daño que sufren los menores bajo la tutela de religiosos y sacerdotes, la Iglesia que elogia la pureza sexual, no debería obviar (haciéndose cómplice de lo que puede venir) la turbiedad que puede albergar la pureza impuesta. Con los que manchan dicha pureza, Jesús lo tiene claro: “El que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una piedra de molino y le hunda en el mar” (Mt.18, 6, Mc.9, 42, Lc.9, 46).

Por si el drama de la pederastia fuera poco, está reapareciendo el fenómeno infravalorado de los abusos y violencia de miembros del clero hacia las religiosas. Francisco lo reconocía el pasado día 5, confirmándose la drástica caída de vocaciones femeninas. Demasiado drama para no hacer todo lo que sea necesario hacer.

 El Celibato opcional

La renuncia que el celibato lleva implícita, puede integrarse sintiendo que Dios es quien otorga dicha gracia, lo que no podrá percibirse desde la imposición obligatoria. Así, la renuncia a la más bella experiencia humana (la dimensión sexual del amor de Dios sentido entre dos), solo debería hacerse desde la libre aceptación de la virginidad como gracia que viene de Dios. Sin dicha gracia, el celibato impuesto expone al consagrado al drama del acto abusivo.

Según Santo Tomás las leyes positivas preservan los derechos instituidos por el Creador (Derecho Natural). Los Derechos dictados por los hombres son válidos si están en conformidad con aquellos. El celibato no pertenece al Derecho Natural. Sí lo hace el matrimonio. Pablo lo reconoce en las Cartas a Timoteo (Ti.3, 2-5) exponiendo las condiciones exigidas para ser Obispo, incluida la fidelidad en el matrimonio. Sin embargo, las recomendaciones para Obispos célibes no aparecen en la Escritura. Obispos y demás ministros tenían el derecho apostólico de casarse, conservándose hasta hoy en la Iglesia Oriental.

Al dirigirse a los grupos ascéticos de la Comunidad de Corintio, que deseaban permanecer célibes, Pablo responde que tal deseo no puede imponerse: “a todos les desearía que vivieran como yo (célibes), pero cada uno tiene el don que Dios le ha dado. Unos uno y otros otro” (1Cor.7 ,7).

Por último al imponer el Celibato, la Iglesia conculca el artículo 16 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “los hombres y mujeres tienen derecho, sin consideración de raza, nacionalidad o religión, a contraer matrimonio y fundar una familia”.

La oportunidad del Sínodo

celibatoSon inmensa mayoría los sacerdotes (heterosexuales y homosexuales) que mantienen relaciones célibes, vividas como un don de la gracia del carisma recibido. Quienes lo viven impuesto, sin dicha gracia, pueden llegar al abuso sexual, escandalizando a la sociedad, llevando a la Iglesia a una de las crisis más profundas de la historia.

El Vaticano II, aprobando la ordenación diaconal de casados, mantenimiento el matrimonio en pastores protestantes que optaran por la Iglesia Católica, abrió el camino al opcional. El Papa reconoció recientemente que “el celibato no es un dogma de fe, es una regla de vida que yo aprecio mucho y creo que es un don para la Iglesia. No siendo un dogma de fe, siempre tenemos la puerta abierta para cambiarlo”. Igualmente reconoció, respecto a los homosexuales, que “yo no soy quien para juzgarlos”.

Con estas premisas, si el próximo Sínodo desea erradicar el drama, habrá de abordar actuaciones preventivas realistas, con la perspectiva del siglo XXI. Sirvan dos como ejemplo, ciertamente rompedoras con las directrices actuales: La abolición del celibato obligatorio y la despenalización moral de la homosexualidad. Ambas disposiciones rebajarían la inaguantable tensión que sufren muchos consagrados, incidiendo en la desaparición de la pederastia.

Si los dirigentes eclesiales fueran conscientes que con los cambios necesarios, ayudarían enormemente a combatirla, no dudarían en activar las reformas necesarias.

Francisco tiene el coraje necesario para dar un vuelco a la situación y el Sínodo, con todos los Presidentes de las Conferencias Episcopales reunidos, se presenta como la gran oportunidad que, una vez más creo que han optado por perder. Algún día, la Iglesia debe mostrar su rostro Materno a quienes, no poseyendo la gracia del celibato, desean recibir la gracia sacramental matrimonial o, al menos, la gracia de la bendición conyugal.

Miguel Sánchez Zambrano

Psicoterapeuta de Familia y pareja  

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