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Mt 7. Pascua 2018. Misión universal

Domingo, 1 de abril de 2018

n178p68Del blog de Xabier Pikaza:

Hemos celebrado esta noche (del 31 del 3 al 1 del 4), en una colina del Carmelo sobre el Tormes, en Cabrerizos-Salamanca, la Fiesta de Dios, que es la Pascua de Jesús, el “paso” de (por) la muerte a da vida.

Sólo por haber amado hasta el final, habiendo entregado su vida (que es vida de Dios), en amor y comunión, con todos los pobres y expulsados de la tierra,
Jesús ha “resucitado”, y vuelve a Galilea para reiniciar su camino, pero ahora a través de sus discípulos.Éste es el evangelio de la Pascua de Mateo, que se celebra en el Monte de Galila y se extiende a todo el mundo (por todas las naciones).

Ésta es la escena final del evangelio de Mateo, y en ella se condensa todo el camino anterior, y se abre al mundo entero, como presencia y promesa de vida, a través de las mujeres que le han visto y confesado al lado de su sepultura, y por medio de los discípulos que llegan corriendo para verle en Galilea.

Esta palabras de Pascua (Mt 28, 16-20) constituyen con las ya comentadas (del amor y el juicio: Mt 25, 31-46) la clave hermenéutica, el centro y final del evangelio de Jesús, que se hace así nuestro Evangelio.

Con estas palabra, de experiencia y envío, de don y compromiso, quiero felicitar a todos mis amigos (a todos los lectores de mi blog), diciéndoles: ¡Vamos al Monte de la Pascua de Jesús, retomemos su camino de pascua 2018!.

Ha resucitado el Señor, alegrémonos. Felicidad a Todos.

Mt 25, 31-46

18 Y Jesús, adelantándose, les habló diciendo: Se me ha dado toda autoridad en el cielo y sobre la tierra: 18 Yendo pues, haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo 20 enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado, y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del tiempo.

Hay en el Nuevo Testamento otros textos importantes de apariciones de Jesús (cf. Lc 24; Jn 20-21), y ellas han de interpretarse también desde la totalidad del mensaje en el que se encuentran integradas. Pero sólo el texto Mt 28, 16-20, leído desde la perspectiva abierta por 16, 13-19 y 25, 31-46, ofrece un programa total de evangelio, de manera que se pueda decir “sobre esta Roca edificaré mi Iglesia”

1. Se me ha dado (= Dios me ha dado…) toda autoridad tierra (28, 18b).

evangelio-de-mateoEsta palabra evoca una entronización solemne, retomando el motivo del Hijo del Hombre en Dan 7, 13. No describe la entronización en sí, pero transmite la palabra por la que Jesús la “cuenta” (proclama), presentándose como Señor de cielo y tierra, no para imponerse, como le había propuesto el Diablo de 4, 8, sino para crear la nueva humanidad, que se concretará en su Iglesia. Sólo ahora, culminada su Cruz, resucitado por Dios, Jesús puede presentarse como Señor universal, confiando a sus discípulos la extensión de su reinado en la tierra.
La palabra clave es se me ha dado (vedo,qh moi,, en pasivo divino: Dios me ha dado). Por eso, el principio de la revelación y de la novedad cristiana no es “Yo Soy” (como Yahvé) o “yo pienso, yo puedo, yo tengo” (como en la modernidad), sino “Dios me ha dado”. Jesús se presenta así como portador del don más alto. Lo tiene todo, pero no por sí mismo, sino por gracia. Ciertamente, él ha entregado su vida por Dios, se ha entregado hasta la muerte, pero no dice “lo he conseguido, he merecido…”, sino “Dios me ha dado”.

‒ El primado del tú, de aquel que me ofrece su vida. Por eso en el principio de la palabra pascual no está el “yo” (en gesto de auto-posesión), sino el “tú” de Dios, que le dado todo, y le ha hecho ser, en la línea de 11, 27, donde Jesús confesaba “todo me lo ha dado mi Padre”, pero con dos diferencias. (a) La confesión de 11, 27 podía parecer una palabra “eterna”, independiente de la historia; por el contrario, esta afirmación (se me ha dado: edothê: 28, 18) forma parte de un proceso histórico, centrado en la cruz y en la pascua, que nos sitúa por tanto, ante la historia de Dios en Jesús. (b) Al decir “se me ha dado”, está evocando sin duda al Padre, pero no lo dice, dejando así velado el nombre de Dios, en línea de respeto confesional. Al afirmar “todo”, él proclama la más honda confesión monoteísta. No quiere ocupar el lugar de Dios, ni disputarle su poder, sino que lo recibe y acoge agradecido.

‒ No recibe el simple ser (ousia), sino el poder para que otros sean (ekxousia) como autoridad suprema).
Sólo ahora, tras haber entregado su vida en manos de Dios, perdiéndola en un sentido (27, 46), él puede decir y dice “todo se me ha dado”, recibiendo en su vida el poder de cielo y tierra, la capacidad activa de expandirse (ex‒ousia), mostrándose así como ser que actúa y se despliega, no en gesto de dominio impositivo, sino de creación, de despliegue vital, a fin de que todos sean. De esa autoridad que Dios ha concedido a Jesús deriva todo lo que existe, la misma creación (cielo y tierra), pues él su mediador, un tema que ha sido destacado por los grandes testigos del Nuevo Testamento (de Jn 1, 1-18 a Hbr 1, 1-3, pasando por Col 1, 15-20). Pues bien, esta mediación universal de Jesús en cielo y tierra tiene un sentido histórico, es propia del Jesús crucificado.

2. Gran Mandato, misión universal (28, 19a).

Jesús ha recibido la autoridad de recrearlo todo, y así puede transmitir a sus discípulos su nuevo mandato mesiánico (equivalente al del principio, en Gen 1, 28: ¡creced, multiplicaos!), que consta de tres elementos:

‒ Yendo pues . Ésta es una palabra clave de la tradición de la Biblia, donde se utiliza con frecuencia, en el sentido de ir, marchar). El texto está en participio subordinado, para así poner más de relieve el imperativo siguiente (haced discípulos), pero estrictamente hablando puede tomarse también como imperativo: Id pues… Este mandato marca la novedad del evangelio. Pudiéramos pensar que los discípulos se habían recogido en la montaña de Galilea, para recuperar allí a Jesús, con el deseo de quedarse con él a solar por siempre (como en 17, 1-5). Pero Jesús les arranca una vez más de la montaña, profundizando su encuentro con él, y les envía, como seguirá diciendo este pasaje, que marca el principio de la gran marcha del evangelio, la tarea pascual de los discípulos. Da la impresión de que no han tenido tiempo de estar con Jesús, de descansar y de aprender con él, como supone Hch 1, diciendo que Jesús estuvo con ellos cuarenta días. Aquí basta un momento. Los discípulos “ven” a Jesús. Él se presenta y les envía. Eso es todo. Comienza el Éxodo final de la humanidad.

‒ Haced discípulos
(matheteusate). En esta palabra (matheteuô, en transitivo: haced discípulos) se condensa la historia y mensaje de Jesús. Ellos, los Once de la montaña son los discípulos (mathetai) de Jesús, y él les pide que hagan discípulos suyos a todos los hombres de la tierra, ofreciéndoles su mismo camino, y enseñándoles a vivir de un modo mesiánico. Los restantes títulos de humanidad pasan a segundo plano o pierden su sentido: No hay judíos ni gentiles, hombres ni mujeres, siervos ni libres (como diría Pablo en Gal 3, 28), pues todos pueden (y han de) ser “discípulos” de Jesús, unidos en su seguimiento.
Éste es el único principio, el valor central del evangelio, el punto de partida y sentido de la nueva humanidad: Aprender a ser como Jesús. Pues bien, ellos, los Once de la montaña han de iniciar la gran transformación, para que todos los hombres y mujeres sean discípulos de Jesús, que no les dice ya directamente que curen, ni que expulsen demonios, ni que impongan su poder, sino que enseñen a los hombres y mujeres a ser discípulos, seguidores suyos, compartiendo su camino pascual, en escucha y comunión abierta a todos.

A todos los pueblos (panta ta ethnê). No van a dominar reinos, como quería el Diablo de 4, 8, sino a crear una humanidad, sin diferencia entre judíos y gentiles. En ese contexto aparece esta palabra (todos los pueblos) en su sentido originario, como en Gen 1-11, antes de la llamada de Abraham (y como en Mt 25, 32). No hay por tanto un pueblo especial, pues todos son “especiales”, protagonistas de un mismo camino de humanidad mesiánica. Significativamente, Jesús no les dice que vayan a los hombres y mujeres por separado, sino a los pueblos, entendidos como unidades culturales, grupos vinculados por una lengua, una forma de ser, sin supremacía de unos sobre otros (ni de Grecia, ni de Roma, ni siquiera de Israel).

Este Jesús pascual nos sitúa por tanto ante la única humanidad, formada por el conjunto de los pueblos, que provienen de Adán-Eva (Gen 3-4) y más en concreto de la familia a Noé (Gen 9). El origen de la diversidad de pueblos (que forman la única humanidad, tras el diluvio) ha sido evocado de formas complementarias en Gen 10 (multiplicación pacífica) y Gen 11 (separación conflictiva). En esa línea, desde la llamada posterior de Abraham puede hablarse de una bendición de Dios abierta a la humanidad, formada por muchos pueblos, que pueden unirse y se unen en un camino de fe, en el seguimiento de Jesús (cf. Gen 12, 1-3, en sentido universal, conforme a la visión de Pablo en Gal y Rom).

Este pasaje recupera la totalidad de los pueblos, destinatarios del mensaje de Jesús a través de sus discípulos, sin que unos dominen sobre otros (como quiso Roma). Eso significa que ha de surgir una humanidad mesiánica universal (vinculada por el discipulado), a partir de “todos los pueblos”, es decir, de los diversos grupos de raza, lengua o cultura. Esos discípulos no se dirigen ya a los reinos, en cuanto estructuras de poder (pues el Diablo domina en todos ellos (pasai tas basileiais, en 4, 8; cf también 24, 7), sino a todos los pueblos (en cuanto estructuras de vida: panta ta ethnê), para implantar de esa manera el Reino de los Cielos (de Dios), la humanidad reconciliada, capaz de expresar la salvación, en la línea de 25, 31-46. En este envío a todos los pueblos, sin diferencia entre unos y otros culmina el evangelio de Mateo.

3. Iniciación cristiana, rito fundacional (bautizándoles: baptidsontes; 28, 19b).

Éste es el gesto del nuevo comienzo, el sacramento originario de la Iglesia, para hombres y mujeres de todos los pueblos, sustituyendo a la circuncisión, que era sólo para varones judíos, con su marca de separación. El mensaje va dirigido a los pueblos en conjunto, pero luego se concreta, por el bautismo, en cada uno de los hombres o mujeres. Cristianos no son ya los que nacen de otros cristianos (como son judíos los que nacen de judía), sino aquellos que, formando parte de cualquier pueblo, asumen voluntariamente el rito de integración (iniciación) en la comunidad universal de los discípulos de Jesús.

Este rito fundacional establece la estructura y vida de la iglesia, entendida en forma de comunión abierta, concretada en cada hombre y mujer que se introduce (es acogido) en el grupo de discípulos, a través de este signo esencial de nuevo nacimiento, que es el “bautismo” (no la circuncisión, ni unos ritos de comida, ni la pertenencia a un determinado pueblo, como Israel). Sin negar su origen (provienen de todos los pueblos), los seguidores de Jesús, vinculados por un mismo bautismo, forman la ekklesia o comunidad de convocados, edificada por Jesús sobre aquellos que asumen la confesión de Pedro (16, 16-19), aunque sean por su origen griego o judíos, árabes o romanos.

‒ Un mundo, dos mundos: el nuevo nacimiento cristiano.
Esta experiencia radical de vivir en dos mundos, de tener dos pertenencias, marca desde ahora la identidad de los cristianos, según el evangelio de Mateo, en la línea de lo que había proclamado Pablo, en un contexto también bautismal, en Gal 3, 28 (ya no hay judío y griego, hombre o mujer, esclavo o libres, todos sois uno en Cristo). Otros elemento, que habían marcado por siglos la identidad del judaísmo, pasan a segundo plano o quedan superados, lo mismo que el Templo de los Sacerdotes, y las normas especiales de los escribas y fariseos, con las costumbres particulares, que no pueden universalizarse. Estas palabras (bautizándoles…) definen la nueva identidad cristiana, que ha de surgir a través de la palabra de Jesús y el bautismo, capaz de crear un grupo intenso de hombres y mujeres, con una identidad distinta de las anteriores (pero sin negarla, pues cada creyente sigue siendo de su propio pueblo).

‒ Pueblos diversos, un mismo camino de Reino. Ciertamente, Mt 28, 16-20 no ha creado por sí sola esa identidad, pero ha contribuido decisivamente a ella, pues no hay en el cristianismo primitivo (ni siquiera en Pablo, a pesar de Gal 3, 28 y de Ef 2, 11‒3, 7) ningún otro pasaje que haya marcado y definido con más fuerza la nueva experiencia universal cristiana. Mt 28, 16-20 nos sitúa ante el principio del surgimiento de la Iglesia, que se expresa en una comunidad de bautizados, renacidos, que se han ido separando de la matriz judía, en medio de grandes dificultades y contiendas, como hemos visto a lo largo del evangelio, pero no para dejar de ser judíos, sino para serlo de un modo universal, partiendo de Jesús. Ahora y sólo ahora, tras el rechazo de los sacerdotes y ancianos de Jerusalén, que ha culminado en 28, 11-15, se puede hablar de la edificación de la Iglesia que Jesús había prometido a Pedro en 16, 18.

4. En el nombre (eis to onoma) del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (tou patros kai tou huiou kai tou hagiou pneumatos: 28, 19b).

Mateo ratifica el camino anterior del judaísmo, pues Jesús ha venido a cumplir la ley y los profetas: 5, 17, pero ya no funda la nueva identidad de sus seguidores en Yahvé entendido como Dios nacional, ni en su ley o templo particular, ni siquiera en la conversión para perdón de los pecados, como Juan Bautista (3, 11), sino en la nueva experiencia de Dios, formulada y expresada en el bautismo, en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo.

Como rito de purificación, el bautismo había recibido en Israel gran importancia en los últimos tiempos, antes de Jesús. Había bautismos de purificación, propios de los sacerdotes, bautismos de identificación sacral (sobre todo, en Qumrán), y bautismos penitenciales, vinculados en el contexto de Jesús con Juan Bautista, pero el de Jesús, en la Iglesia, será distinto. Parece que, tras haber sido bautizado por Juan (cf. 3 13-17), el mismo Jesús pudo empezar bautizando a otros, en la línea del Bautista, pero después dejó de bautizar (cf. Jn 3, 22-30; 4, 1-3), abandonando el lenguaje penitencial, para centrarse en el anuncio del Reino (Sermón de la Montaña: Mt 5-6) y en el signo de los “milagros”, es decir, en la transformación/curación de la gente que venía a su encuentro (cf. Mt 8-9), como ratifica 11, 2-4, precisamente en relación con Juan Bautista. Por eso, en el primer envío prepascual de 10, 5-15 no había referencia ninguna al bautismo como rito específico, sino a la curación y a la acogida, es decir, a la creación de vínculos comunitarios en las casas.

Tras la crucifixión de Jesús, la Iglesia reintrodujo el bautismo, vinculándolo a su muerte y resurrección, quizá en recuerdo de Juan, como signo penitencial de perdón de los pecados, pero, sobre todo, como experiencia de inserción en el camino y comunión del mismo Jesús. En esa línea se empezó impartiendo un bautismo en el nombre de Jesús, en referencia a su entrega hasta la muerte (Cf. 1 Cor 1, 13; 6, 3; Gal 3, 27; Hch 2, 36-8; 10, 48; 19, 5). Pues bien, muy pronto, la Iglesia alcanzó la certeza de que ese rito ratificaba la acción y presencia del Espíritu Santo (cf. Hch 19), de manera que podemos hablar de un bautismo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo.

‒ Un cita eclesial. En ese contexto, encuadra Mateo este mandato bautismal trinitario (utilizado en su iglesia), que ha sido y sigue siendo el texto litúrgico más importante del Nuevo Testamento (de la tradición cristiana). Es evidente que él recoge y transmite una experiencia litúrgica de su iglesia, que ya no bautiza simplemente en el nombre de Jesús, como las comunidades más antiguas, sino en el nombre triple del Padre, Hijo y Espíritu Santo, que han de entenderse desde la tradición cristiana y, de un modo especial, desde el desarrollo teológico-eclesial de Mateo, pues ese triple y único nombre recoge la marcha y despliegue de su evangelio, ofreciendo una norma hermenéutica para entenderlo y aplicarlo en la misión cristiana.

‒ Novedad trinitaria. Mateo, el más judío de los evangelistas, el más vinculado a la confesión del único Dios (cf. 22, 34-40), es quien se atreve a formular, como culmen de todo su evangelio, al final de su texto, esta palabra de bautismo, que parece ir en contra de un tipo de monoteísmo “excluyente”. Es claro que él sabe que Dios es Uno, y así ha defendido el Shema de Israel (22, 37), aunque no lo haya resaltado expresamente, como Mc 12, 29. Pero, al mismo tiempo, presenta a Dios como Padre, en el sentido radical del término, que ha de entenderse de un modo “relacional”, en referencia a los hombres (como hijos de Dios), y de una manera aún más estricta en relación al Hijo por excelencia, en el Espíritu (como ha destacado 11, 25-27).

Deben vincularse, según eso, dos pasajes fundamentales: (a) 11, 25-27, que traza la identidad dual, relacional, del Padre y del Hijo; (b) 28, 19, bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La unión “dual” de Dios Padre y Jesús Hijo define el evangelio, como he puesto de relieve al comentar el principio de este “mandato”: se me ha dado (edothê =Dios me ha dado, 20, 18). En esa misma línea, en 25, 31-46, Jesús, Juez final y Gran Rey, había dicho a los salvados “venid, benditos de mi Padre”, marcando así la referencia básica entre Hijo y Padre.

Este bautismo de Jesús (28, 19) no tiene un sentido de purificación, ni es un gesto penitencial, sino un “rito de paso” que marca la inmersión de los cristianos en el Dios del evangelio. No es para perdón de los pecados (como el de Juan: Mt 3, 6. 11), ni para entrada en la tierra prometida (paso del Jordán), sino un gesto de inmersión en el Espíritu Santo, que es Fuego de Dios (cf. 3, 11), de manera que se realiza en el Nombre (eis to onoma) de Aquel que marca y define la nueva condición de los seguidores de Jesús, que es una y triple (Padre, Hijo y Espíritu), desde el Jesús histórico y desde la novedad y tarea de la Iglesia, en la misión cristiana:

‒ Desde el Jesús histórico.
En el fondo sigue estando la experiencia-esperanza del bautismo en nombre del Dios de Israel, para perdón de los pecados y para entrada en la tierra prometida (en la línea de Juan Bautista). Pero después, desde la experiencia pascual, ha sido decisiva la vinculación de los bautizados con Jesús, en cuya muerte y resurrección se introducen y reviven (cf. Rom 6, 1-5), como muestran los textos que hablan de un bautismo en nombre del Señor Jesús (cf. Hch 2, 38; 8, 16; 10, 48; 19, 5). Pues bien, finalmente, cumplido el ciclo fundacional de cristianismo, tras la experiencia de ruptura con un tipo de judaísmo rabínico, que sigue insistiendo en la identidad de la Ley nacional, Mateo insistirá en la importancia del Espíritu Santo, ratificando así la fórmula ternaria del bautismo en el nombre del, Padre, del Hijo y del Espíritu santo.

‒ Novedad eclesial.
Al bautizar a los creyentes en el nombre del Padre, del Hijo (Jesús) y del Espíritu Santo, la Iglesia de Mateo asume una opción trascendental para la Iglesia posterior, que se separa ya definitivamente del judaísmo rabínico. Al presentar a Dios como Padre, la Iglesia de Mateo se ha sentido obligada a referirse a Jesús como Hijo, evidentemente sin olvidar que este Hijo es el mismo Jesús crucificado, el Hijo de Hombre de Mt 25, 31-46 (presente en los hambrientos y desnudos…). Finalmente, junto al Padre y al Hijo, la Iglesia ha sentido la necesidad de introducir al Espíritu Santo, creando una experiencia litúrgica que será decisiva para reinterpretar no sólo el evangelio de Mateo, sino todo el cristianismo.

‒ Tarea misionera
. Esta confesión en el Dios Padre, Hijo y Espíritu cimienta y sostiene la misión universal cristiana. Culminado el camino, en la montaña de la Pascua (28, 16-20), como enviado de Dios (¡se me ha dado todo autoridad…!), Jesús confía a sus discípulos el bautismo trinitario (Padre, Hijo y Espíritu Santo), dándoles el encargo de “crear” un pueblo marcada por ese Nombre. Ésta no ha sido una afirmación doctrinal separada de la vida creyente, sino una confesión de fe y un testimonio de vida, que brota de la misma historia humana de Dios en Cristo, por el Espíritu, que Mateo ha proclamado en su evangelio, y que la Iglesia ha interpretado de forma ternaria. Así podemos decir que “sobre esta roca”, que es la confesión de Pedro (16, 18), recreada y culminada por el Cristo pascual, edifica (está edificando) Jesús su Iglesia.

Ésta será desde ahora la fórmula de identificación bautismal y trinitaria de la Iglesia, aceptada muy pronto por Did 7, 1 (entre el 80/100 dC), en el mismo entorno de Siria, quizá con independencia de Mateo (bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu). Tanto si la Didajé la toma de Mateo o de una fuente distinta, esta fórmula trinitaria del bautismo ha venido a convertirse en signo básico de la identidad cristiana, la expresión más importante de la liturgia y vida de la Iglesia.

5. Compromiso de vida, el primado de la ortopraxia (28, 20a): “Enseñándoles a guadar (terein) todo lo que os he mandado”.

El evangelio aparece así como un código “moral”, como un camino de vida fundado en la buena nueva de Jesús, que es ahora la norma universal de la justicia, de la ley y los profetas (5, 17). No es un dogma para pensar, un sistema intelectual, un código de sacralidad, sino una propuesta que se debe guardar (realizar o cumplir, terein). La enseñanza de Jesús no va por tanto en una línea de fe y práctica sacramental, con doble línea de salvación y condena, como supone el final canónico de Mc 16, 16 (o` pisteu,saj kai. baptisqei.j swqh,setai( o` de. avpisth,saj katakriqh,setai; el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará), sino que ofrece sólo una línea positiva de invitación al cumplimiento, sin referencia al castigo, en una línea de acción (cumplir), no de una posible fe separada de la vida.

Este final positivo resulta básico para entender el evangelio, como he puesto de relieve en a 25, 31-46, diciendo que Mateo asume y desarrolla un esquema de pacto, con su desenlace de salvación y condena, aceptación y rechazo, desde la perspectiva de los pobres/oprimidos, en forma de compromiso moral, donde la orto-praxia (buena conducta) es anterior a un tipo de orto-doxia (buena doctrina, pero quizá separada de la vida). Pues bien, esta palabra final de envío y mandato sólo pone de relieve el aspecto positivo, la llamada a cumplir (guardar) el evangelio (moral) de Jesús, sin referencia a la condena, ni a una fe de conocimiento sin vida, como podía suponer Mc 16, 16 (asumiendo la crítica de Sant 2, 14-17 en contra de una fe sin obras).
Jesús no ha venido a enseñar “sabiduría”, aunque su evangelio contiene mucha sabiduría, sino a trazar una conducta, una forma de vida (cf. 1 Cor 1, 22: los judíos piden señales, los griegos sabiduría…). En esa línea, las señales que pide Jesús son la obras que él ha trazado en el Sermón de la Montaña (Mt 5-7) y ha condensado en 25, 31-46, (obras centradas en la ayuda a los necesitados) que son inseparables de su camino de cruz, en la línea de aquello que afirmaba Pablo: “pero los cristianos proclamamos a Jesús crucificado” (1 Cor 1, 23).

Jesús ha venido por tanto a proclamar e iniciar un camino de servicio mutuo (de ayuda a los pobres), un compromiso que 25, 31-46 presentaba en forma de pacto y amenaza judicial, con salvación y condena, pero que aquí se propone sólo de forma positiva (enseñándoles a cumplir lo que os mandado). Jesús ha venido, según eso, a ofrecer salvación a los que quieran aceptar su mensaje (el camino de su vida), que recoge, sin duda, la ley y los profetas de Israel (5, 17), desde una perspectiva de salvación universal. No se trata pues de juzgar a otros, ni de condenar a los que no crean (a diferencia del final canónico de Mc 16, 16), sino de ofrecer enseñanza y camino de salvación a todos.

6. Una promesa: “Y yo soy/estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del tiempo” (28, 20b).

Con estas palabras termina no sólo esta revelación pascual (Mt 28, 16-20), sino todo Mateo, entendido como evangelio de la nueva ley cristiana. Estas palabras llevan a su cumplimiento las de la anunciación (1, 18-25), que definían a Jesús como Emmanuel, Dios con nosotros (meqV h`mw/n o` qeo,j: 1, 23, con cita de Is 7, 14), retomadas aquí en línea de gran promesa pascual: yo soy/estoy con vosotros… (evgw. meqV u`mw/n eivmi). Con ellas culmina esta biografía mesiánica de Jesús.

Ésta es la definición fundamental del Dios cristiano, cuya “vida” y presencia humana ha relatado Mateo. Sólo en este momento Jesús puede decir y dice “yo” (evgw), de un modo enfático, como el “yo humano”, pascual de Dios. Ciertamente, él ha dicho también “yo”, de un modo enfático, en las antítesis: “pero yo os digo” (5, 22. 28. 32. 34.39.44), en la disputa sobre los exorcismos (12, 27-28) y en la aparición en la tempestad sobre el lago (14, 27), para presentarse al fin ante Dios en el Huerto de los Olivos y decirle “no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres…” (26, 39). Pero sólo ahora que Dios le ha dado (28, 18: me ha dado, Vedo,qh moi) todo poder en cielo y tierra, por haber culminado su obra, siendo así resucitado, Jesús puede afirmar con toda confianza y poder “yo”, como en el texto fundacional de 16, 18: “y yo te digo…” (kavgw. de,). Éste es el “y” (pero) final del Cristo, con el que termina el evangelio: “y he aquí que yo estoy con vosotros…” (kai. ivdou. evgw.).

‒Pacto de Dios con los hombres. Este yo de Jesús es un “yo-con-vosotros” , yo-pacto, no contra o sobre el mundo (yo puedo), ni un yo-razonante cartesiano (pienso, luego soy), ni un yo-conquistador (domino, luego eso existo), ni voluntad de poder, sino un yo-alianza, Dios con los hombres, en forma de pacto definitivo, que se abre a todos los pueblos (28, 19), hasta el final del tiempo (cf. 13, 39.40; 24, 3).

‒ Culminación del evangelio. Desde este final se entiende no sólo Mt 28, 16-20 (autoridad de Jesús, envío de sus discípulos, bautismo trinitario, cumplimiento de sus mandatos), sino el evangelio de Mateo y el surgimiento de la iglesia de Jesús, como lugar de experiencia mesiánica que brota de la raíz israelita, pero desbordando un tipo de judaísmo legal-nacional. Este evangelio aparece así como revelación total de Dios (que es Padre, Hijo y Espíritu Santo) y como plena revelación de los hombres que forman por Jesús (soy con vosotros) una unidad de pacto que se abre a todos los pueblos.

Así culmina en este pasaje (28, 18-20) la gran sinfonía del Jesús de Mateo, que se despliega en cuatro momentos.
(a) Ha recibido “toda autoridad” en cielo y tierra, siendo ya revelación total de Dios.
(b) Por eso envía a sus discípulos, diciendo que vayan a “todas las naciones” o pueblos, estableciendo como principio de salvación para todos los hombres, vinculados por el único Nombre de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. (c) Así pide y capacita a los suyos, para que cumplan todo lo que os he mandado, es decir, el evangelio en su plenitud, como culminación de la Ley y los profetas (5, 17-20).
(d) Finalmente, él les promete que estará con ellos “todos los días” , hasta la culminación del tiempo como había prometido a Pedro en 16, 18: “Yo edificaré mi Iglesia”. De esa forma ha cumplido Jesús su palabra, ha realizado su obra, subiendo con y por ellos a Jerusalén, para entregar allí su vida, a pesar de la protesta del mismo Pedro (16, 21-28).

La novedad del evangelio de Mateo no está sólo en que Jesús haya cumplido su camino, muriendo por (=a favor de)el Reino en Jerusalén, sino en que haya podido integrar en su proyecto a Pedro con los Once, a pesar de sus resistencias y caídas, reiniciando con ellos el camino universal del discipulado, gracias al testimonio de las mujeres de la cruz y de la pascua (cf. 27, 55-61; 28, 1-10).Ha quedado a un lado (se ha suicidado) Judas, uno de los Doce (27,3-10); han rechazado el camino, con mentira y buscando dinero, los sacerdotes-ancianos de Jerusalén, con soldados de Roma (27, 62-65: 28, 11-15); pero los Once de Jesús, en nombre de una multitud inmensa de seguidores, han retomado la confesión buena de Pedro (16, 13-19), y han cumplido (=están cumpliendo) la voluntad final de Jesús resucitado, extendiendo su mensaje salvador a todos los pueblos (26, 15-20).

Como escriba del Reino (13, 52), Mateo ha recogido en esta “sinfonía final” el sentido más hondo de su evangelio, los tesoros de la salvación, contra el riesgo de aquellos que a su juicio (desde la perspectiva judía o cristiana) aceptaban sólo algunos elementos, rechazando los otros. En esa línea, él entiende el judeo/cristianismo como una “conducta”, una forma de vida, una ley derivada de la elección de Dios y del pacto del Sinaí, codificado y condensando en el amor a Dios y al prójimo, donde se condensa “toda la ley y los profetas (22, 40).

Mateo acaba aquí. No puede ni quiere decir más, ni siquiera que Jesús “se ha ido” (ha ascendido al cielo) para enviar su Espíritu a los hombres, como en Lc 24 y Hch 1, porque no se ha ido, están con ellos, con los misioneros de su pascua, desde Galilea (28, 20), y con todos los que tienen hambre y sed sobre la tierra, sus hermanos más pequeños (25, 31-46). No puede ni quiere decir que los discípulos han ido por todas partes y han cumplido el mandato de Jesús, como afirma de un modo triunfalista el final canónico de Mc 16, 9-20. Aquí se detiene y nos deja, para que nos introduzcamos en la dinámica de su texto, abriendo así una historia de misión universal, de raíz judía y definición cristiana (mesiánica), indicando de esa que la verdad del evangelio no es un libro, sino una tarea de vida que ha comenzado con los Once mensajeros de Jesús, entre los que se encuentra Pedro, con su confesión fundadora, como Roca de la Iglesia (cf. 16, 17-19). Mateo no dice ni siquiera que los discípulos “han ido” a todos los pueblos, cumpliendo la tarea de Jesús, pues la respuesta deben darla ellos, en un camino que ahora (año 85 dC, o año 2017) que ahora empieza. Él sólo puede decir y dice con Jesús “y yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”.

Y de esta manera quiero terminar este comentario de Mateo, y lo hago de un modo que puede parecer abrupto, pero que responde a la misma dinámica del evangelio, que nos ofrece su conclusión y nos desvela su sentido en 28, 16-20. Por eso, en este momento, no hace falta volver atrás y retomar lo que Mateo ha venido diciendo en los 28 capítulos de su libro, porque este mismo final los ha recogido y articulado de forma eclesial y misionera, condensando, cumpliendo e impulsando desde el monte pascual y eclesial de Galilea todo el camino anterior de Jesús que, siendo camino de Israel (el judaísmo en estado puro) es el camino de la Iglesia.

Conclusión

Así termina este evangelio sin final, pero no para cerrarse y pasar a otra cosa, sino para iniciar una fantástica aventura, una historia abierta, de un modo personal, eclesial y cultural, con los Once de Jesús, desde nuestra Galilea (al año 85 dC o el 2017), a todos los pueblos de la tierra, hasta el fin de los tiempos. Esto es terminar para empezar, dejando el comentario (el mío o cualquier otro), para volver al texto, es decir, a la vida de la iglesia, que se ha identificado y se sigue identificando de manera intensa con Mateo, el Primer Evangelio canónico:

‒ Ahora, sabiendo algo más del texto, puede comenzar la lectura personal del evangelio: Que cada uno tome el libro de Mateo y lea por sí mismo, redescubriendo y recorriendo el camino de Jesús como su propio camino. Al decir “yo estoy con vosotros” (28, 20), Jesús dice no sólo “yo estoy contigo”, sino “yo soy tú mismo”, de manera que quiero recorrer en ti mi propio camino, de manera que tú mismo seas mi camino, mi evangelio vivo, sobre el mundo, en este tiempo nuevo, naciendo del Espíritu de Dios y dando así tu vida con y por los otros, en búsqueda de Reino.

‒ Ahora comienza en otro plano la historia eclesial de Mateo, como ha puesto de relieve este comentario. Mateo ha sido de algún modo el catalizador del Nuevo Testamento, el texto clave del despliegue de la Gran Iglesia; por eso, la lectura de su libro resulta inseparable de la historia de su influjo en la formación y expansión del cristianismo, partiendo de 16, 18: “sobre esta Roca edificaré mi Iglesia”. Esa Roca está vinculada con Pedro, pero no es sólo su persona, sino y sobre todo su confesión de fe, en un camino abierto a todos los pueblos. Leer a Mateo significa comprometerse a edificar con Jesús su iglesia, en este nuevo tiempo de convulsiones y promesas sociales, en medio de comunidades cristianas zarandeadas por la crisis (como Pedro en 14, 29).

‒ Finalmente, Mateo ha sido y sigue siendo un texto clave de la cultura cristiana de occidente, que no se entiende sin el Nuevo Testamento y, de un modo especial, sin este Mateo. Sin duda, Mateo es un libro de Iglesia, pero siéndolo es un libro de humanidad, el texto de una historia en la que todos los hombres pueden conocerse mejor a sí mismos y responder mejor a su tarea de ser creadores de paz, como indican las bienaventuranzas (cf. 5, 9), en un camino abierto a la utopía del Reino.

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