Creer

Lunes, 29 de agosto de 2016

camino_leonfelipeTomás Maza Ruiz
Madrid

ECLESALIA, 15/07/16.- En los primeros siglos de la iglesia cristiana las creencias se fueron imponiendo progresivamente sobre la praxis, culminando en los concilios encuménicos de los siglos IV y V: Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). No fue este el plan de vida de las primeras comunidades cristianas. Para las comunidades apostólicas lo principal era el seguimiento de Jesús. Antes de llamarse cristianas (nombre despectivo que llamaban los paganos a los seguidores de Jesús, llamado el Cristo) el nombre que aplicaban a lo que después se llamó el cristianismo era “El camino”.

Se trataba de seguir a Jesús, no literalmente sino como el Espíritu les inspiraba. Para ello se reunían en comunidades pequeñas de hermanos sin superiores ni inferiores: “No llaméis a nadie padre, porque uno sólo es vuestro Padre, el del cielo. No llaméis a nadie maestro porque sólo uno es vuestro Maestro, el Cristo” les había dicho Jesús. En estas comunidades que hoy llamaríamos “democráticas” en el más alto sentido de la palabra, los discípulos escuchaban los recuerdos de los apóstoles y compartían sus bienes con los necesitados. Su creencia básica era que Jesús había sido el envíado de Dios para manifestarles que Dios es Amor y que debían de vivir como Jesús vivió, amando a todos y en especial a los pobres y a los desvalidos.

No quiero rechazar las definiciones conciliares, aunque los desarrollos de estos concilios y sus decretos no fueron todo lo ejemplares como se los ha descrito en la historia eclesiástica oficial. Estas definiciones son un reflejo del espíritu y la mentalidad de la época inmersa en la filosofía griega y muy lejos del imaginario judío de Jesús y los primeros discípulos. Toda organización social de un grupo humano, como lo era la Iglesia de estos primeros siglos, necesita una creencias, un cuerpo doctrinal. un cuerpo jurídico y una jerarquía que defina doctrinas y juzgue los comportamientos de sus adeptos; por eso no hemos de condenar la forma en que se constituyó la Iglesia en estos siglos.

El problema es que Jesús no trató de fundar una iglesia, sino una comunidad carismática e itinerante que transmitiera a todas las gentes, sea cuales fueran sus creencias y su religión, su mensaje de amor y libertad y su buena noticia de que Dios no era un dios justiciero y cruel sino un Padre (o una Madre) que quería a todos sus hijos por igual justos y pecadores.

Tal como está configurada la Iglesia, estos dogmas hay que respetarlos, pero también relativizarlos. Están formulados según criterios, ideas y convicciones que actualmente carecen de sentido e inmersos en culturas completamente distintas a las del mundo de hoy. Tampoco los dogmas tienen todos la misma importancia; no es lo mismo los que están inspirados en el Evangelio que los que derivan de leyendas, tradiciones o mitos aceptados en la antigüedad pero carentes de sentido hoy (Adán y Eva, el Paraíso terrenal, el pecado original y su transmisión de generación en generación entre otros).

En consecuencia hemos de anteponer en nuestra vida cristiana nuestro deseo de que el amor, la justicia y la libertad reinen en toda la humanidad, a las creencias cristianas por importantes que éstas sean y redefinir estas creencias con arreglo a los avances de la ciencia y la cultura del mundo en que vivimos.

Esta reformulación de la doctrina no debemos esperarla de teólogos, papas, obispos o curas. Cada cristiano debe expresar lo que su inteligencia y el Espíritu le inspire y compartir sus ideas en una pequeña comunidad de iguales, porque como dice el poeta “para cada uno tiene un camino nuevo Dios”

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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