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13.1.19. Bautismo de Jesús, bautismo cristiano. Breve teología.

Domingo, 13 de enero de 2019

86C0FC36-F34A-48BB-91E4-E3818E03BA2EDel blog de Xabier Pikaza:

La primera fiesta tras la Navidad y Epifanía es la del Bautismo de Jesús. El evangelio dice así:

Lucas 3, 15-16. 21-22
Jesús se bautizó. Mientras oraba, se abrió el cielo…En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.”

En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.”

El bautismo es el primer sacramento cristiano, signo de nuevo nacimiento y de vinculación a la Iglesia. Ayer presenté el tema, al ocuparme de la Navidad y de la Resurrección de Jesús. Hoy lo competo desde la perspectiva del nacimiento de Jesús y de los nuevos cristianos en la Iglesia.

Sería importante tratar de la problemática actual del bautismo en la Iglesia, con las consecuencias que implica para la unidad y libertad de los cristianos (varones y mujeres), pero ése es un tema requiere mayor atención, por eso quiero dejarlo hoy a un lado.

Pero hay una cosa que no me resisto a decir: La iglesia actual ha tendido a olvidar la importancia del bautismo, insistiendo más en otros sacramentos “muy menores”, como son el de la Ordenación ministerial y el Matrimonio. Así nos va.

Otro día me ocuparé del tema. Hoy me limito a presentar un esquema general del bautismo de Jesús y de los cristianos, según la teología del Nuevo Testamento. Buen domingo a todos.

Introducción. Bautismos judíos

Los judíos del tiempo de Jesús destacaban el carácter lustral (purificador) y legal de los bautismos, que limpian y purifican las manchas de los sacerdotes y fieles, capacitándoles para realizar legalmente los ritos. De todas formas, el rito básico de la identidad israelita (para los varones) era la circuncisión y además el perdón oficial no se lograba con agua, sino con sacrificios, como dice Lev 17, 11: “Os he dado la sangre para expiar por vuestras vidas” (cf. Lev 17,11).

Según eso, la purificación legal se realiza con sangre de animales, pues ella es signo de vida, principio de expiación y alianza (cf. Ex 12, 13.23; 24, 3-8; Lev 14, 4-7; 16, 16-19), aunque, como he dicho, la misma Ley pedía lavatorios y bautismos, para que los sacerdotes se purificaran al empezar y terminar sus ritos (cf. 2 Cron 4, 2-6; Lev 16, 24-26) y para aquellos que habían contraído alguna mancha ritual, que les separaba de la comunidad, como los leprosos curados (Lev 14, 8-9; cf. 2 Rey 5, 14) y los que habían tenido relaciones sexuales, poluciones o menstruaciones… (cf. Lev 14, 16-24).

1. Bautismo judío, iniciación de Jesús.

Conforme a lo anterior, las casas de los judíos puros (y ricos) tenían piscinas purificatorias (miqvot), para “limpiarse”. Los esenios de Qumrán se bautizaban al menos una vez al día, para la comida ritual (cf. 1Q 5, 11-14). Había también hemero-bautistas, como Bano, que se purificaban así cada día (incluso varias veces), para estar limpios ante Dios, compartiendo la pureza del principio de la creación. En tiempo de Jesús había surgido además la figura y mensaje de Juan Bautista, que anunciaba e impartir un bautismo, para purificación de los pecados.

En un momento dado, Jesús fue a bautizarse, haciéndose discípulo de Juan.
Éste el primero de los grandes cambios que nosotros conocemos: Él abandoNó la familia, dejó el trabajo como tekton y se integró en una poderosa “escuela bautismal” (como he puesto de relieve en cap. 13). Abandonó así la cultura social del entorno, pensó que el orden socio‒sacral de este munco está acabando, y que todo termina con un juicio de Dios, que hará posible una nueva entrada de los verdaderos israelitas, que cruzarán el Jordán, como en tiempos de Josué (cf. Jos 1-6) y podrán vivir en la Tierra Prometida. En ese contexto se inscribe el bautismo de Jesús:

Y sucedió entonces que llegó Jesús, de Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio los cielos rasgados y al Espíritu descendiendo sobre él como paloma. Se oyó entonces una voz desde los cielos: Tú eres mi Hijo Querido, en ti me he complacido (Mc 1, 9-11).

Fue un gesto y momento de “estado naciente”, no un dato pasajero, sino un acontecimiento que marcó la historia de su vida, trazando una ruptura respecto a lo anterior y definiendo su nueva opción mesiánico‒profético al servicio del Reino, retomando, de forma distinta, no sólo la tradición apocalíptico‒mesiánica, sino su forma de entender (y “practicar”) la biblia israelita:

‒ El bautismo fue para Jesús un momento de iniciación y de promesa mesiánica, como ha destacado la tradición cristiana cuando afirma que vio los cielos abiertos y escuchó la voz de Dios Padre diciéndole ¡tú eres mi Hijo! y confiándole su tarea creadora y/o salvadora (¡ofreciéndole su Espíritu!). Ciertamente, esa escena (cf. Mc 1, 9-11 par.), ha sido recreada desde la vida posterior de la Iglesia, pero en su fondo puede y debe haber existido un núcleo fiable, que anticipa la acción posterior de Jesús, vinculada a la promesa del Hijo de David: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo” (2 Sam 7, 14), tal como ha sido proclamada por Sal 2, 7: “Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado”.

‒ Fue una experiencia de inversión, esto es, de cumplimiento profético y revelación mesiánica. En ella vino a expresarse un Dios que, conforme a la mejor tradición israelita, actúa a contrapelo de los hombres. Precisamente allí donde, llegando al fin de su mensaje apocalíptico, Juan le colocaba ante la meta de juicio y destrucción, experimentó y descubrió Jesús la verdad más alta de su misión, recuperando su vocación davídica, entendida como impulso y llamada mesiánica de Reino. Es como si aquello que Juan anunciaba se hubiera cumplido, de tal forma que allí donde todo ha terminado (ha llegado el juicio) puede comenzar de otra manera todo, en línea de vida y no de muerte.

‒ Esta experiencia profético-mesiánica marcó la nueva historia de Jesús. No queremos decir que las cosas sucedieran externamente como dice el texto, pero los hilos posteriores de su vida sólo pueden entenderse desde aquí, en una línea que lleva del antiguo Elías, profeta del juicio (como Juan), al nuevo Elías, mensajero de la brisa suave y del nuevo comienzo de Jesús (cf. cap. 5 y 16). Sólo en ese contexto, allí donde descubre que todo lo anterior se ha cumplido (ha muerto), puede iniciar Jesús su nueva trayectoria, desde la voz del Padre, que le dice “tú eres mi hijo”, y con la brisa del Espíritu (que le envía a realizar su obra).

‒Vocación filial de Reino. No ha sido un proceso racional en plano objetivo, algo que puede demostrarse por medio de argumentos, sino un tipo de “intuición” vital, que ha trasformado las coordenadas de su imaginación y de su voluntad, de su forma de estar en el mundo y de su decisión de transformarlo. En ese sentido decimos que se trata de una “vocación”, una llamada que Jesús ha “recibido” y acogido en lo más profundo de su ser, un estado naciente. No es imposible que, en este momento crucial, haya escuchado la voz de Dios que le llama Hijo y haya “sentido” la experiencia del Espíritu, haciéndole asumir su tarea davídica de Reino. Todo el transcurso posterior de su vida se entiende a partir de esta llamada.

En este campo resulta muy difícil trazar suposiciones de tipo psicológico, pero es evidente que, recibiendo el bautismo, Jesús se vinculaba con los “pecadores” de su pueblo, con su carga de trabajo y/o falta de trabajo, como tekton, artesano galileo (Mc 6,1‒5), en una sociedad que se desintegraba. Venía a bautizarse para asumir el camino de Juan, abandonando otros proyectos; venía quizá para decirle “adiós” al Dios de las promesas fracasadas, como Elías sobre el Horeb (cf. 1 Rey 19). Pero el Dios de su fe más profunda, vinculada a su tradición familiar mesiánica, el Dios de sus deseos creadores, salió a su encuentro en el agua y en brisa del Espíritu, para engendrarle radicalmente como Hijo y confiarle su propia tarea. Aquel fue el momento y lugar de su verdad, su verdadero nacimiento.

2. Palabras fundacionales.

Escuchó una voz que decía: ¡Tú eres mi Hijo Querido, en ti me he complacido! Diciendo eso, Dios se define como Padre (en su más honda verdad) y constituye a Jesús como Hijo, en gesto de nueva creación, de manera que podemos afirmar que desde entonces Jesús fue un renacido. Antes de toda acción humana está la voz del Padre que le instaura (engendra) como ¡Hijo! en palabra que retoma y trasciende las palabras de Gen 1. Entonces Dios creaba las cosas fuera de sí, ahora engendra por dentro: Reconoce a su Hijo, no le llama desde fuera, dice lo que brota de su entraña, diciéndose a sí mismo, instituyendo así la nueva identidad cristiana.

La primera voz del Cielo (de Dios) no ya Soy el que soy, Yahvé; (cf. Ex 3, 14 9), sino la afirmación engendradora del que sale de sí y suscita al otro, diciéndole ¡Tú eres! Un tipo de judaísmo ha partido del Yo Soy de Dios como misterio incognoscible. El evangelio en cambio parte de descubrimiento del Dios que es en sí mismo diciendo Tú Eres. No empieza asegurando su ser, sino dando ser al otro; no es un Yo en sí, sino un Yo para y con los hombres, dándose en amor, diciendo Tú eres mi Hijo.

Esta ha sido una palabra radicalmente histórica que Jesús ha escuchado en el Jordán, saliendo del agua, en un momento clave de su vida. Pero ella es, a la vez, una palabra divina originaria, pues introduce a los hombres en la entraña de Dios. De esa forma, en el mismo centro de nuestra vida emerge y se despliega por Jesús la historia fundante de Dios, que es haciendo que seamos. En el origen no hallamos un Yo-Soy de Dios, planeando por encima de las cosas, ni la voz del hombre, que suplica desde el fondo de su soledad (como en Job o en el Qohelet: cf. cap. 11) sino la Palabra que es Dios diciendo ¡Tú eres mi hijo querido! (jhjd, agapêtos).

Esa expresión (tú eres) refleja un tipo de experiencia religiosa más extensa que identifica a Dios como Bien y como como diffusivum sui, esto es, como expansivo. Pero en el caso de Jesús ella no expresa una verdad general, sino el acontecimiento y despliegue sorprendente del Dios que ama a su pueblo como esposo a la esposa, como padre al hijo, de persona a persona. En ese contexto, decir es hacer, proclamar el amor es engendrar. No estamos por tanto ante algo que siempre sucede, sino ante aquello que se acontece cuando Dios ama y envía (genera) a su Hijo en la historia de los hombres.

El Bautista vivía en un nivel de penitencia (conversión), inmerso en purificaciones (¡siempre el agua!), y su ritual más hondo estaba vinculado al deseo ineficaz (¡no soy siquiera digno!) de servir como criado que ata‒desata las sandalias de su amo (Mc 1, 7-8). Jesús ha superado ese nivel de servidumbre y penitencia, pues Dios le ha revelado su identidad diciéndole ¡Tú eres mi Hijo! Con la luz de esa revelación ha sabido mirar, viendo los cielos abiertos y el Espíritu como paloma descendiendo sobre él (Mc 1, 10). Éste es el principio y raíz del bautismo cristiano, nacimiento en (de) Dios en la historia humana.

3. Del bautismo de Jesús al bautismo cristiano.

Al mantener y recrear el bautismo, iniciado en la línea de Juan, pero definido por Jesús, la iglesia ha tomado una opción trascendental. No sabemos quién fue el primero en impartirlo, pudo ser Pedro (cf. Hech 3, 38). Tampoco sabemos si al principio entraban todos en el agua o bastaba el “bautismo en el Espíritu”, como renovación interior. Sea como fuere, el bautismo en agua se hizo pronto el signo clave de pertenencia cristiana, la primera institución o sacramento visible de los seguidores de Jesús, mostrando que la teología cristiana de la Biblia no es una pura experiencia interior, ni una transformación política de la sociedad, sino un renacimiento personal, impartido por la Iglesia como nueva creación (en cada bautizado se actualiza la misma experiencia de Jesús), en contexto de apertura universal, para todos los pueblos.

Conocemos las dificultades de la iglesia con la circuncisión (cf. Hech 15; Gal 1-2), pero nadie se opuso al bautismo, como afirmación social y escatológica, signo de la salvación ya realizada en Cristo. Al optar por el bautismo ofrecido a hombres de todos los pueblos, la Iglesia ha definido su vida y teología:

‒ Bautismo escatológico y pascual. Por un lado, el bautismo cristiano mantiene a los creyentes en continuidad con Juan y con el judaísmo. Pero, al mismo tiempo, expresa y expande la experiencia de la vida, muerte y pascua de Jesús, en cuyo nombre se bautizan sus seguidores, identificándose con él, ya en este mundo, sin esperar la llegada del Reino futuro, pues el Reino ha comenzado aquí, es la vida de Cristo en los creyentes, que asumen su bautismo.

‒ Signo de iniciación y demarcación. Quienes lo reciben nacen de nuevo, insertándose en la vida, muerte y resurrección de Jesús, como acción de Dios Padre en el Espíritu (cf. Rom 6). De esa forma se distinguen y definen, como indicará muy pronto la fórmula de la Trinidad (en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu: Mt 28, 16-20, cf. cap. 20), por la que los creyentes se introducen en el espacio total del Dios de Cristo.

‒ Fuente de universalidad, que supera la división de naciones, estados sociales y sexos, como sabe Gal 3, 28, retomando un pasaje clave de la liturgia bautismal que decía: “ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, macho ni hembra…”. La circuncisión discriminaba, como signo en la carne, a judíos de no judíos, a varones de mujeres… El bautismo es el mismo para varones y mujeres, libres y esclavo, judíos y gentiles, sacramento de nuevo nacimiento personal en la comunidad de los creyentes..

El bautismo enmarca y ratifica la institución cristiana, que es universal y concreta, en un plano de fe y vida, de forma que cada creyente (bautizado) es signo y presencia de Dios (Padre, del Hijo y del Espíritu Santo). Conserva el recuerdo del pecado (es para perdón: nuevo nacimiento), pero expresa y despliega ese nuevo nacimiento en amor e igualdad para todos, pues Dios se expresa en el Agua universal de Vida, pues en él nacemos y de su vida vivimos, iniciando su Reino en este mundo.

Entendido como expresión de unión con Jesús y de aceptación de su misterio, el bautismo ratifica y expresa la apertura universal del Dios de Jesús, por encima de otros ritos parciales, incluida la misma circuncisión judía (cf. Jn 3,1-21 y Gál 3,27- 28; 6, 15; 2 Cor 5,17; Rom 6, 1-14; Ef 4,29). Entendido así, no es una simple experiencia interior, en línea gnóstica; ni un compromiso social de imponer el Reino en la tierra (como en un posible pelagianismo político), sino un sacramento eclesial de transformación humana:

‒ El bautizado confiesa que ha muerto con Jesús (que se inserta/injerta en su entrega hasta la muerte como principio de reconciliación universal), y de esa forma supera un tipo de vida de lucha, de todos contra todo, propia de un mundo que camina hacia la muerte, recordando que en el fondo de la vida del hombre sigue habiendo una “concupiscencia” de ruptura y finitud, que ha de ser superada a través un cambio interno y comunitario, de una “meta-noia”, superando en esta misma tierra, una forma de vida dominada por la muerte (cf. Mc 1, 14-15). Quien no supere de esa forma su violencia de muerte no puede ser cristiano (cf. Mt 16,21-26 par).

‒ El bautizado no muere por castigo de un pecado (cf. Gen 2‒3), sino por renacimiento superior, por gracia de Dios en Cristo, naciendo en un plano más alto de fe y perdón, como vengo poniendo de relieve. En nombre de Cristo (o de la Trinidad: Mt 28, 16-20), tras inmersión en el agua en desnudez total, como recién nacido, sale el bautizado y se reviste de una nueva vestidura; de esa forma, renaciendo en la Iglesia de Jesús, el creyente supera su forma de existencia exterior, los signos de su vida «dividida» (como lucha entre varón-mujer, judío-griego, esclavo-libre), para ser nueva creatura en Cristo. El bautizado no nace por sí mismo, sino por gracia de Dios. Tampoco nace “sólo”, sino en una iglesia o comunidad que le acoge en Cristo, le educa y le acompaña.

En ese sentido, el NT entiende el camino bíblico anterior, desde el judaísmo, como una preparación para el bautismo, es decir, para el nacimiento de una humanidad nueva, que sigue estando en el mundo viejo, pero que lo desborda. En ese sentido decimos que el bautismo es el “sacramento” inicial (y en algún sentido total) de la Iglesia, constituida en forma de comunidad de renacidos, es decir, de renacimiento a la vida nueva de todos los hombres y los pueblos, como sabe Ef 4, 5‒7: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos, que está sobre (epi) todos y por medio (dia) de todos y en todos (cf. también Mt 28, 16‒20).

Según eso, los hombres se vinculan por fe, que se expresa y actúa en forma “bautismo”, que es sacramento y camino de iniciación personal y comunitaria, esto es, de nueva creación de los hombres, que no nacen ya sólo de la carne y sangre, en un plano biológico y/o nacional, sino de Dios (cf. Jn 1, 12‒13), pues la “Palabra de Dios se ha hecho carne” (Jn 1, 14), no sólo en Cristo, sino en todos aquellos que nacen y viven con él, en amor y compromiso de comunicación, como proclama Gál 3, 28. “ya no hay ya hombre ni mujer, esclavo ni libre, judío ni griego, pues todos son uno en Cristo”.

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