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Nacional-Catolicismo: Represión homosexual durante el Franquismo

Jueves, 4 de mayo de 2023

f.elconfidencial.com_original_9ff_47e_6fa_9ff47e6fa9dd642b14384cdcaf64afdbPor Zoraida Jaime González

octubre 20, 2021

La conceptualización del homosexual como estigma y sujeto peligroso se aborda en las primeras décadas del siglo XX de la mano de importantes criminólogos, médicos y psiquiatras, que investigaban con métodos científicos el origen de esa “inversión sexual” y sus causas, y con ellas trataban de hallar una solución, fundamentalmente médica, para extirpar al responsable. Existían estudios criminológicos, como el de Constantino Bernaldo de Quirós, que vinculaba de forma explícita la prostitución y la homosexualidad a la peligrosidad social.

La figura más importante fue el médico y científico Gregorio Marañón, quien en su obra La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales de la especie humana, publicada en 1929, escribió que no era cuestionable que los hombres y las mujeres homosexuales siguieran su instinto sexual de la misma manera que lo hacían los heterosexuales. Además, defendía que el aparato legal no debería de ocuparse de la homosexualidad, en primer lugar, porque se les eximía de culpabilidad a los homosexuales y, en segundo lugar, porque la desviación del instinto no debía de castigarse, sino ser tratada como asunto médico, ya que por esa desviación era diagnosticada como enfermedad (Mora Gaspar, 2019: 41).

Se constata que, en el marco de la República, sobre todo en los círculos intelectuales de la izquierda política, existió una progresiva tolerancia frente a la homosexualidad, que no llegó a garantizar la total normalización de las relaciones homoafectivas, pero sí colaboró a la visibilización del fenómeno coadyuvada particularmente por las vanguardias artísticas y la estética sexualmente ambigua del modernismo (Terradillos Basoco, 2020: 91).

Sin embargo, el ambiente de cierta tolerancia y libertad que se respiraba en los años de la Segunda República tuvo su fin tras la sublevación  o el “Alzamiento” del 18 de julio, que dio lugar a una sanguinaria contienda fratricida que duró desde 1936 hasta 1939 con la victoria del bando franquista en todo el territorio y abriendo paso a una de las etapas más oscuras de nuestra Historia reciente.

Franco-palio_2055704484_12003768_667x375La figura que, a partir de entonces, gobernó de manera autoritaria durante cuatro décadas fue Francisco Franco. La dictadura contó desde el primer momento con el máximo apoyo consensuado entre los tres pilares básicos que sustentaron el régimen durante toda su existencia. Una alianza articulada básicamente entre el Ejército, la Falange y la Iglesia Católica. Dicha tríada ofrece fidelidad a Franco y a sus políticas de antidemocracia y conservadurismo.

El estilo agresivo de la Falange y la moral tradicional de la Iglesia Católica se unieron para dar forma al esquema político-ideológico de la dictadura designado como “nacionalcatolicismo”. Así, los eclesiásticos, junto con las fuerzas armadas, obtienen el monopolio del poder, sobre todo en el ámbito educativo, utilizado como un instrumento crucial para “recatolizar” España. Así, toda la legislación laica sobre educación de la Segunda República fue revertida y sustituida por una legislación ultracatólica. La religión católica no sólo se hizo dueña de la enseñanza, sino que lo inundó absolutamente todo: las costumbres, la administración e incluso optaron a puestos políticos.

Entre los principales argumentos más extendidos por la moral religiosa se encontraba la idea de la familia tradicional como unidad esencial de la sociedad española. Una familia compuesta por un matrimonio patriarcal e indisoluble en la cual el hombre es el trabajador que sustenta a la familia, y la mujer se convierte en una herramienta de control del varón obligada a mantenerse en casa como una esclava al cuidado del marido y de los hijos. En este sentido, se desarrolla una política pronatalista orientada a la reproducción de familias y a la creación de súbditos para el régimen, que heredarán los principios ideológicos de la dictadura.

Debido a esta política pronatalista, determinadas medidas emprendidas por la II República tales como la aprobación del aborto y el divorcio fueron derogadas. En su lugar, se establecieron disposiciones legales para la defensa de la familia numerosa con la aprobación de un subsidio, cuya cuantía aumentaba en función del número de hijos nacidos dentro del matrimonio (Jurado Marín, 2014: 60-61). Por tanto, era inconcebible que los homosexuales tuviesen la oportunidad de formar una familia.

Como hemos comentado anteriormente, las mujeres españolas debían de asumir el papel de buenas amas de casa, esposas y madres. Para ello, no faltaron organizaciones y medios propagandísticos destinados al adoctrinamiento y a la educación de la mujer en los valores tradicionales, como lo fueron las Guías de la buena esposa, difundidas a partir de 1953. También tuvo un gran protagonismo la Sección Femenina.

Se creó también en 1941 el Patronato de Protección a la Mujer para regenerar a las mujeres descarriadas: delincuentes, mendigas, escapadas de casa, madres solteras, etc, quienes eran recluidas en centros dependientes del Patronato. Pero en el otro extremo, la dictadura castigaba brutalmente a estas mujeres “rojas”, que se convertían en objeto de escarnio público cuando eran paseadas en ropa interior con la cabeza rapada, y que eran encarceladas en la multitud de cárceles para mujeres donde fueron torturadas, obligadas a beber aceite de ricino lo cual causaba una gran molestia en el estómago, acosadas sexualmente, humilladas e incluso fusiladas.

7F1DC41D-EF00-438C-8EE3-CAC26328F45DFotograma de la película propagandística Rojo y negro (1942) en la que un soldado de uniforme porta la bandera falangista. Imagen: CEPICSA.

Esta cruda realidad se construyó sobre la base del machismo orgánico, una estructura ideológica y misógina que ensalzaba la virilidad y la masculinidad que no sólo se encontraba en los discursos políticos, sino que se difundió a través de la propaganda oficial en todas las esferas públicas. Por tanto, esta estructura que degradaba el status de las mujeres y de la feminidad puso en el punto de mira a aquellos varones que tenían un aspecto y una conducta afeminada, con especial atención al invertido, que se convertía en enemigo interno. Así, los hombres tenían que evitar amaneramientos y modular la voz haciendo predominar los tonos graves.

Cautelas similares se observaban respecto a los códigos de vestimenta, que obligaban a los hombres a llevar chaqueta y corbata, pudiendo ser multados si no vestían como un verdadero varón. Como hemos podido observar, el binarismo de género se convirtió en un elemento muy útil y explotable por la peroración franquista, que se construyó a partir de opuestos absolutos (Mora Gaspar, 2019: 40).

Estudios científicos y construcción ideológica acerca del homosexual

Debemos recordar la connivencia establecida entre la Iglesia Católica y la dictadura, a cuya comunión se unieron los psiquiatras y las instituciones jurídicas adheridas a la causa nacional. Cada una de estas instituciones colaboraron entre ellas en la fabricación de una ideología que sirvió al franquismo para justificar sus actos represivos y perpetuar su dominio. Los psiquiatras y psicólogos que se entregaron al sistema franquista realizaron una serie de estudios sobre la homosexualidad que contribuyó al argumento legitimante de la eliminación del enemigo político como personaje incompatible con el nuevo orden, por lo que no dudaron en etiquetar al homosexual de enfermo en unas ocasiones y de psicópata en otras (Terradillos Basoco, 2020: 71-74). Así, estos profesionales crearon conceptos y criterios sin un verdadero fundamento científico, los cuales se incrustaron en las normas de costumbre e inspiraron las leyes posteriores, las cuales calificaban y delimitaban las “anormalidades” de ciertas conductas.

7270CD35-2EC9-4C2F-AE08-8CDC8DB97059El psicópata Antonio Vallejo-Nájera

El principal psiquiatra del régimen que construyó este entramado ideológico fue Antonio Vallejo-Nájera, quien nada más estallar la Guerra civil se adhirió al bando franquista, y posteriormente se convirtió en el psiquiatra oficial del régimen. En la primera de sus obras más importantes, Higiene de la raza. La asexualización de los psicópatas (1934), ya desdeñaba de la siguiente manera: “aterra el estudio de estos casos monstruosos, infanticidas, violadores, homosexuales y pervertidos de todas las categorías, de manera que pierde poco la sociedad en privar del derecho a la paternidad a tales desechos de presidio” (Ramírez Pérez, 2018: 143).

Fue más allá en 1944 cuando publicó Psicología de los sexos, donde advirtió de los peligros patológicos de apartarse de los roles de género establecidos. Defendía que el destino biológico del género era uno e inmutable, que estaba ligado de manera esencial al sexo asignado al nacer, por lo que todo aquel que se salía de esa categoría de identidad, sería una desviación peligrosa que haría caer a los hombres y a las mujeres en el terreno de la perversión e inversión de los instintos. En tesis como estas, el psiquiatra dispuso claramente que los homosexuales quedaban definidos por su condición personal: la perversión, lo cual les convierte en sujetos peligrosos que deben ser castigados por la ley y no por la medicina (Terradillos Basoco: 69-70).

Su predecesor en dichas investigaciones fue el Catedrático de Medicina Legal y de Psiquiatría de la Universidad de Zaragoza, Valentín Pérez Argilés, quien en 1959 publicó un Discurso sobre la homosexualidad, en un contexto de alarmante expansión homosexual. Argilés defendía también que la homosexualidad era una enfermedad, y además contagiosa, por lo que realizó innumerables estudios morfológicos, endocrinológicos y genéticos para poder aplicar la terapia más adecuada a una temprana edad.

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La noción de contagio renació de la mano de este famoso médico, por lo que su análisis convertía al homosexual en un sujeto muy peligroso que podía contaminar al resto de la sociedad, por lo que llegó a considerarse como un asunto de salud pública que debía ser resuelto por la jurisprudencia. Argilés defiende que hay que ayudar a los homosexuales a salir de su situación ignominiosa a través de la abstinencia, y para ello, se debe reprimir toda propaganda homosexual que pudiese llegar al país (Mora Gaspar: 43).

El Magistrado-Juez de los Tribunales de Vagos y Maleantes de Cataluña y Baleares, Antonio Sabater Tomás, dedicó buena parte de su carrera a explorar las causas de la peligrosidad homosexual y las posibilidades de mejora y refinamiento de sus condenas, lo cual expuso en su obra Gamberros, homosexuales, vagos y maleantes, publicado en 1962. Para él, el homosexual era aquella persona que no podía controlar sus instintos más profundos y ni siquiera quería domesticarlos, equiparándolo a un animal salvaje, ya que ese dominio de los impulsos era distintivo del ser humano.

Por tanto, Sabater Tomás propuso la idea de recrudecer la legislación preventiva contra la homosexualidad para que garantice la total separación de los homosexuales no sólo de la sociedad, sino del resto de presos, debido a la consideración del carácter contaminante de la homosexualidad, lo cual será aplicado en la ley de 1970. Luis Vivas Marzal, presidente de la Audiencia Provincial de Valencia, pronunció el discurso donde exponía que concordaba con Sabater Tomás en que la ley existente de Vagos y Maleantes quedó obsoleta, con lo que una nueva ley debía actuar con firmeza (2019: 43-44).

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Montaje fotográfico realizado en la Central de Observación de la Dirección de Prisiones, donde se estudiaba y calisificaba a los reclusos. Imagen: Tusquets.

El inicio de la represión de las disidencias sexuales

Desde 1939 hasta 1954, no existió aún una ley que persiguiese específicamente a los homosexuales, pero el régimen sí que se valió de otras leyes y otros medios para castigar a aquellos que fuesen sospechosos. En 1944, se llevó a cabo la reforma del Código Penal de 1932, en la cual su artículo 431 no hacía alusión a la homosexualidad, pero incurrían penas para aquellos que cometiesen delitos de escándalo público, por lo que los actos homosexuales se consideraron delitos cuando salían del ámbito privado y tenían repercusión social. Por tanto, bastaba una delación de un vecino o conocido para que un homosexual fuera procesado, aunque realmente se hubiera realizado en privado, pero hubiese sido conocido de manera directa o indirecta. Por tanto, la legislación no castigó conductas específicas, sino que defendió a la sociedad contra comportamientos individuales considerados peligrosos (Ramírez Pérez, 2018: 136).

Otro instrumento que aprovecharon las autoridades franquistas para castigar a los homosexuales fue la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, que, aunque la ley no establecía aún la homosexualidad como delito, fue a comienzos de los cuarenta cuando los jueces comenzaron a utilizarla para reprimir lo que se denominó en la época las “desviaciones sexuales”, ya que su texto, como hemos comentado con anterioridad, establecía medidas de control, seguridad y prevención contra aquellos sectores marginales que practicaban actividades moralmente reprobables (Jurado Marín, 2014: 64-66).

Con estos mecanismos de represión, a mucha gente no le quedó más remedio que huir para rehacer su vida fuera de la nueva España, pero esa diáspora a veces condujo a la muerte. En algunos barcos que zarpaban de puertos gallegos con destino a Argentina, huyeron muchos homosexuales para emprender una nueva vida, una posibilidad que corría de boca en boca. Por desgracia, en un número no determinado de casos, esa esperanza de libertad terminaba en el fondo del Atlántico. Una vez embarcados, habiendo sido engañados por grupos mafiosos, son despojados de su ropa, documentación y dinero, y eran arrojados por la borda en alta mar (Olmeda, 2004: 37). Quienes sobrevivieron optaron por desplazarse a lugares menos intolerantes y muchos emigrantes hallaron un entorno menos represivo en París, Bruselas, Ámsterdam o Londres.

La dictadura minó la floreciente comunidad homosexual española, localizada sobre todo en círculos literarios y artísticos. La purga le costó la vida a Federico García Lorca, siendo fusilado en el verano de 1936 por su creciente visibilidad como homosexual; otro gran poeta como Luis Cernuda se vio obligado a tomar el exilio; los escritores Álvaro Retana y Antonio de Hoyos pasaron temporadas en prisión; o el violento caso del cantante sevillano Miguel de Molina, quien además de recibir incesantes palizas y ser encarcelado, le prohibieron actuar en innumerables provincias y fueron rechazados sus trabajos cinematográficos, por lo que optó por abandonar el país en 1942 para poder sobrevivir (2004: 43-44).

En este clima de discriminación por parte de la sociedad, muchos homosexuales se ven abocados a mantener una doble vida. Algunos recurrieron al matrimonio de conveniencia como una eficaz cobertura social mientras que mantenían relaciones sexuales en pensiones y hoteles no demasiado seguros; otros optaron por tomar los hábitos, lo cual no sólo le permitía la alimentación diaria, sino también el traslado a la familia de algunos beneficios derivados de las prebendas del clero. Además, en una sociedad autovigilada impuesta por el franquismo, era muy peligroso mirar más de la cuenta a un hombre o responder a una mirada masculina, por lo que los homosexuales tenían que reprimirse en público porque los jefes de calle a menudo contaban con delatores que estaban al acecho de cualquier actitud sospechosa. Esta estrategia permitía a los delatores ganar favores, dinero o alimentos en tiempos de extrema penuria (2004: 60-62).

La represión hacia los homosexuales estuvo condicionada por la clase social. Durante la dictadura, a los homosexuales ricos les protegía su patrimonio y su sistema de relaciones sociales, mientras que los homosexuales pobres no contaban con esa red de protección por lo que sus espacios de libertad eran menores. Generalmente, los homosexuales de cierta categoría social podían permitirse la infraestructura necesaria y el silencio de los proveedores para llevar a cabo sus prácticas. Por lo que la represión sólo afectó a los “invertidos” de las clases populares, sobre todo si estaban ligados a la vagancia, la delincuencia o la prostitución, mientras que los homosexuales de las clases acomodadas que podían demostrar un trabajo y unos ingresos honestos no fueron condenados (Huard, 2016: 150).

En la década de los cincuenta, España salía de su infortunado aislamiento y comenzaba a integrarse en el orden mundial de posguerra estableciendo relaciones con Estados Unidos y sus países aliados, lo cual contribuyó a que llegasen emigrantes, sobre todo norteamericanos, a las grandes ciudades, y con ello un desarrollo de la sociedad de consumo, así como el proselitismo llevado a cabo por homosexuales extranjeros entre jóvenes muchachos y la llegada de una nueva cultura aperturista. Debido a estas transformaciones, se produce un incremento de la homosexualidad en la España franquista, por lo que comienza a gestarse un sentimiento de alarma en la clase dirigente y en determinadas instancias judiciales.

Como resultado, a mediados de los cincuenta se decide el endurecimiento de la legislación represiva. El 15 de julio de 1954 fue reformada la Ley de Vagos y Maleantes de 1933 introduciendo al homosexual como sujeto peligroso. El texto dice así: “a los homosexuales, rufianes y proxenetas, a los mendigos profesionales y a los que vivan de la mendicidad ajena, exploten menores de edad, enfermos mentales o lisiados, se les aplicarán las siguientes medidas: internado en un establecimiento de trabajo o Colonia Agrícola. Los homosexuales sometidos a esta medida de seguridad deberán ser internados en Instituciones especiales y, en todo caso, con absoluta separación de los demás; prohibición de residir en determinado lugar y obligación de declarar su domicilio; y sumisión a la vigilancia de los delegados.”

El internamiento se realizaba en dichos establecimientos especiales durante un tiempo de seis meses a tres años, al suponerse de una rehabilitación lenta. Pero, al no definirse las características específicas que debían reunir los centros de reeducación, numerosos homosexuales condenados entre 1954 y 1970, cumplieron las medidas de seguridad en establecimientos penitenciarios comunes. En los centros penitenciarios funcionaba un riguroso sistema de aislamiento y se procedía a su rehabilitación a través de trabajos forzosos. Sin embargo, lo más frecuente era que los jóvenes con escasa experiencia e identidad sexual saliesen reafirmados en su homosexualidad, tras haber entablado relaciones con otros reclusos. De hecho, a veces la cárcel servía para trabar amistades entre homosexuales que, cuando salían, se juntaban para vivir en pequeño grupo para protegerse, sin ocultar su desviación en su vida cotidiana.

Teóricamente a esta norma quedaban sujetos los mayores de 18 años, pero en la práctica los menores acabaron encarcelados al igual que los adultos. La ley se aplicaba a los elementos más visibles y vulnerables del mundo homosexual. La mayoría de ellos eran sorprendidos en urinarios y en otros espacios públicos donde las fuerzas del orden tenían todo a su favor para tender trampas o efectuar redadas. Paseos por parques a horas poco habituales, los contactos durante las sesiones de cine o la asistencia a locales identificados como lugares de reunión de “invertidos”, eran pretextos más que suficientes para que cualquiera fuese detenido. A veces simplemente la forma de andar o expresarse bastaba para encerrar a un individuo en el calabozo de una comisaría (Olmeda, 2004: 100-102).

En enero de 1954 se inaugura la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía, en Fuerteventura, donde eran recibidos los primeros internos homosexuales en 1954 encarcelados por la Ley de Vagos y Maleantes. Uno de ellos fue Juan Curbelo, quien ingresó en la Colonia de Tefía con 16 años, donde por rebelde, las palizas fueron diarias hasta apurar el máximo en aquel lugar.

Durante tres años tuvo que soportar una rutina infernal: antes del desayuno instrucción y doctrina patriótica, después partían a picar piedra para la construcción o a cavar zanjas bajo la mirada de los guardias, siempre con la garrota en la mano. Para el almuerzo comían un pan pasado de tres días y fideos con carne, dormían un rato de siesta y de nuevo salían a picar bajo un sol ardiente hasta el final de la tarde. Antes de cenar guisantes con batata, recibían lecciones de historia sagrada y el rezo del rosario. El único día de la semana que tenían para ducharse era el sábado, disponiendo de un tiempo récord controlado por un guardián, que cuando avisaba debían abandonar el recinto so pena de ser castigados. Utilizaban un miserable pozo de donde sacaban agua para lavarse.

El médico sólo se acercaba una vez por semana y el único lujo ocasional era algún cigarrillo comprado con el dinero que enviaban los familiares, y un paseo el domingo al pueblo a oír misa por la mañana, y por la tarde tenían tiempo libre. La condena de cárcel de Juan Curbelo terminó finalmente en 1958. No así la de destierro, que se prolongó otro más, aunque él lo burlaba (Arnalte, 2003:73-77). Esta era la rutina que tuvieron que soportar miles de homosexuales capturados en varias de las cárceles donde fueron encerrados durante un tiempo únicamente por su condición de homosexual.

Transformaciones en la sociedad española y sus consecuencias

Al parecer, la Ley de Vagos y Maleantes no sirvió para contener las inmoralidades que se encontraban en las calles porque en los primeros años de la década de los sesenta se percibió cierta alarma ante la creciente “ola de homosexualismo”. Ello se debe a que los valores morales de la sociedad española están en un proceso de metamorfosis en comparación con las décadas anteriores.

En ese cambio influye los cambios económicos auspiciados por el desarrollismo que prioriza la industrialización, lo cual ocasionó el sonado éxodo rural. El aumento de la población urbana propicia que los homosexuales sean capaces de dinamizar sus redes de socialización. El anonimato de la ciudad les permite una mayor posibilidad de establecer lugares de encuentro y desarrollar una subcultura homosexual, que también proviene de la influencia del exterior a raíz de las revoluciones juveniles de los sesenta que provocan unos importantes cambios en la moral sexual y cultural que van parejo a la liberación de la mujer y la visibilidad del homosexual. Esta llegada de nuevos valores es a causa de la turistificación del país y a una clara apertura de los medios de comunicación, cuyos elementos facilitan el cambio ideológico que erosiona progresivamente la influencia moral de la iglesia (Ramírez Pérez, 2018: 152-153).

Como consecuencia, el 4 de agosto de 1970 fue aprobada la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, en sustitución de la de Vagos y Maleantes, con la finalidad de defender a la sociedad de ciertas conductas que presentaban un riesgo para la comunidad. En el cuerpo jurídico de la nueva Ley vemos como ésta trata de controlar la nueva cultura que se difunde por el país y categoriza a ciertas personas de “peligrosos” por sus actos, ya no por su condición personal, al menos en el caso de la homosexualidad, ya que aparece que son peligrosos los que realicen “actos de homosexualidad”.

Para su rehabilitación, especialmente “a los que realicen actos de homosexualidad y a las que habitualmente ejerzan la prostitución” se les somete a las siguientes medidas de seguridad: el “internamiento en un establecimiento de reeducación por tiempo no inferior a cuatro meses ni superior a tres años, la prohibición de residir en el lugar o territorio que se designe o de visitar ciertos lugares o establecimientos públicos con un límite máximo de hasta cinco años, y la sumisión a la vigilancia de los delegados”. Además del internamiento en un centro adecuado, el juez podría aplicar el internamiento en un establecimiento de preservación hasta su curación o hasta que cese el estado de peligrosidad social, o la sumisión obligatoria a tratamiento ambulatorio en los centros médicos correspondientes hasta la curación (Arnalte, 2003: 153).

Para que a un sujeto se le aplicasen las medidas se seguridad y rehabilitación previstas, no bastaba con que presentase una orientación desviada. Era necesario que fuese declarado peligroso, con dos requisitos: que hubiese realizado probadamente actos homosexuales, y que el tribunal formulase un juicio de apreciación de peligrosidad. Es decir, que además de la realización de un acto determinado de naturaleza homosexual, es la circunstancia de haber efectuado con anterioridad otros actos análogos. La habitualidad es la característica que calificaba el grado de peligrosidad de un individuo (Torres González, 1978: 150).

A partir de uno de los fines de la Ley expuestos en la misma (sic) “Exigir y facilitar, dentro de los procedimientos regidos por esta Ley, la adquisición de un conocimiento de la personalidad biopsicopatológica del presunto peligroso”, se creó el Departamento de Homosexuales de la Central de Observación, ubicado en el Centro de Detención de Hombres de Carabanchel. El objetivo de este departamento fue el de estudiar científicamente la construcción, temperamento, actitudes y condicionamiento social de los reclusos homosexuales. Esta tarea fue llevada a cabo en 1970 por tres médicos de diferente especialidad, quienes estudiaban a cada individuo por separado, para después hacer una puesta en común y llegar a unas conclusiones.

Dicho estudio se realizaba con la misión de asesorar cual era el mejor destino final del delincuente dentro de la red de Instituciones Penitenciarias del Estado, y de proponer los tratamientos psiquiátricos y sociales adecuados para cada recluso. Así que estos tres médicos eran los encargados de dictaminar si un interno homosexual era activo, pasivo o mixto, y en este último supuesto, si su mixtura era de predominio activo o pasivo, a fin de que se le destinara a una u otra prisión. Obviamente, esa medida de separación fue inútil por varias razones: una de ellas es porque los condenados se declaraban activos o pasivos en función de la proximidad del centro a su lugar de residencia, y, porque la idea de los médicos de separar a los homosexuales por su actividad o pasividad con la finalidad de que no tuviesen relaciones de ningún tipo con otros reclusos no funcionó (Arnalte, 2003: 104-109).

Los centros de rehabilitación se especializaron o bien creando nuevas cárceles, o bien ampliando los de la anterior legislación. Mediante el decreto de enero de 1968, se establecía una clasificación de las cárceles, respondiendo a criterios de concentración de medios y especialización.

Por un lado, se encontraban los centros de detención o preventivos, y por otro, los de corrección o cumplimiento de las medidas de seguridad; dentro de éstos, están los de carácter hospitalario asistencial como las cárceles de Huelva, Badajoz, León, Geriátrico de Almería, etc. Pero, las dos cárceles paradigmáticas de esta época por donde pasaron más reclusos fueron la de Huelva, donde eran destinados los etiquetados como pasivos por el Departamento de Homosexuales, y la de Badajoz, donde iban los activos (Olmeda, 2004: 182).

En 1968, la cárcel de Huelva se convirtió en un centro especializado en acoger a los “pervertidos sexuales”. A aquellos presos que estaban más adaptados a la vida de la prisión se les toleraban ciertas pautas de comportamiento más personalizadas, como por ejemplo tener cortinas en las celdas, maquillarse o llevar ropa escogida por ellos, sobre todo lencería femenina. Al respirarse un ambiente menos conflictivo que en otros centros penitenciarios, las normas se relajaban. La contradicción era que el sistema pretendía curar estos comportamientos, calificados de desviados y peligrosos para la sociedad, por lo que los funcionarios tenían órdenes de retirar ese tipo de adornos, y sin embargo los fomentaban a cambio de la paz en las cárceles.

Al ser la capacidad de los centros específicos insuficiente, muchos condenados ingresaban en las superpobladas prisiones comunes, probablemente los escenarios menos indicados para cumplir el objetivo de su reeducación. En estas cárceles, el mundo sexual fue muy diverso encontrando a heterosexuales, homosexuales activos u homosexuales pasivos como tal o heterosexuales que adoptan temporalmente un papel homosexual de carácter pasivo, éstos adquieren esta actitud como forma de adaptación a las circunstancias de la prisión. Se implican pasivamente porque se ven coaccionados, y porque si venden sus favores obtienen ventajas diversas como bienes, seguridad personal, alimentos y bebida, etc.

Arturo Arnalte estudia un documento muy interesante, que son las “Normas para los establecimientos de pervertidos sexuales”, publicadas en la Revista de Estudios Penitenciarios en 1969, donde se especifica que a este tipo de centros han de ser destinados aquellos que puedan considerarse homosexuales habituales con numerosas experiencias que consolidan la desviación, y someterlos a las terapias que a continuación se describen. Las “Normas” señalan que la psicoterapia consiste fundamentalmente en un encontrarse el terapeuta (funcionario de la cárcel) con el paciente (preso).

Una psicoterapia que podía ser individual o grupal, y dentro de la primera categoría, podía ser de apoyo o profunda. La de apoyo se basaba en entrevistas de la situación del paciente y su personalidad que, al hablar de sus problemas, se libera de la ansiedad, de la inseguridad y del supuesto sentimiento de culpa, pues el psicoterapeuta debe tranquilizarlo en una atmósfera comprensiva con argumentos de los que esté convencido.

La profunda consistía en “crear grupos de internos y promover entre ellos espíritu de unión, pensamientos, ideas y moral comunes”. Estas terapias de apoyo contrastan con las vidas de las cárceles de Franco reguladas con un régimen muy duro donde cualquier infracción era castigada como falta grave cuya penalización podía llevar al recluso a una celda de castigo aislado durante veinte días. Por otro lado, otro método de tratamiento era la terapia ocupacional, es decir, el sometimiento de trabajos forzosos hasta la extenuación.

Trabajos que consistían en optar entre hacer cajas para transportar el pescado, trenzar sogas para barcos o fabricar parqué. El trabajo se remuneraba muy poco, pero a los homosexuales no les sirvió como redención de pena, sino más bien como una muestra de su buena disposición y actitud para salir cuanto antes de la cárcel. Otro tipo de ayuda al preso era la ludoterapia, que por normativa debía consistir en gimnasia, carreras, balonmano, baloncesto, fútbol y ejercicios violentos. Por último, se encuentra la loboterapia a través de la cual los homosexuales se encargaban de la cocina, el lavado, el fregado y la decoración, además de la jardinería y la horticultura.

En otro orden de cosas, en estas décadas de los sesenta y setenta, de acuerdo con la rehabilitación que exigía la nueva Ley, varios psiquiatras y médicos desarrollaron y pusieron en práctica una serie de terapias más agresivas con el objetivo de curar la homosexualidad. Estas terapias, llamadas aversivas, trataban de despertar en el homosexual repulsión hacia su propio sexo, al tiempo que tenían la misión de hacer ver atractivo el sexo opuesto. Las terapias aversivas fueron fundamentalmente de dos tipos: eméticas y eléctricas.

Las primeras obligaban a ingerir sustancias (apomorfina o emetina) que provocaban el vómito al paciente, mientras éste era expuesto a estímulos homosexuales, como revistas pornográficas, etc. Una variante de esta terapia era la olfativa, la cual exponía al paciente a olores fétidos mientras contemplaban imágenes de hombres que exponían sus genitales. La aversión eléctrica, a la cual fue sometido Jordi Griset en 1968, consistía en un rosario de corrientes eléctricas de potencia creciente, que agarrotaba todo su cuerpo cada vez que aparecía la imagen de un hombre semidesnudo, en cambio las fotos de mujeres no iban acompañadas de descargas eléctricas (Arnalte, 2003: 84-87).

Otros psicólogos descubrieron nuevas terapias aversivas, como la de la vergüenza. En 1976, dos pioneros investigadores desarrollaron una técnica consistente en humillar públicamente a los sujetos para curarlos. Para ello, se invitaba a pacientes exhibicionistas a avergonzarse de sus hechos ante un público numeroso que se burlaba de ellos. Más radical fue la curación por lobotomía, una intervención quirúrgica para modificar el cerebro.

Al menos dos médicos españoles aplicaron esta técnica según el historiador Pablo Fuentes. Uno de ellos fue el doctor Moniz, quien en los sesenta afirmó que había quemado partes del cerebro de homosexuales para curarlos en la cárcel de Carabanchel, de la que era jefe médico. Otro fue el ya conocido Juan José López Ibor, quien señaló en un Congreso de Medicina en 1973 que su último paciente, después de la intervención quirúrgica en el lóbulo inferior derecho, no se mostraba ligeramente atraído por mujeres (2003: 101-102).

La muerte de Franco en 1975 no supuso el final de la persecución hacia los homosexuales y ni siquiera el desmantelamiento del marco jurídico represivo hacia los mismos. Hasta 1979 no fue eliminada la mención a la homosexualidad en la Ley de Peligrosidad Social. Entonces, la homosexualidad dejó de ser oficialmente un delito.

La invisibilidad de las lesbianas

La situación de las lesbianas durante el franquismo es un ámbito del cual aún sabemos poco, pero sí sabemos que las mujeres que deseaban y se enamoraban de otras mujeres vivieron en la más absoluta represión de su sexualidad, condenadas a un silencio y clandestinidad total.

Estaban sumidas en una situación que carecía de inteligibilidad, sin saber si eran las únicas quienes tenían esas vivencias, carentes de redes, términos y referencias. Sin embargo, esta represión hacia la mujer, y peor aún hacia la mujer lesbiana, no fue la misma a la que fueron sometidos los varones homosexuales porque dentro de las amistades femeninas existía una gran libertad, ya que las mujeres se les permitía ir de la mano por la calle, agarrarse de la cintura en público, besarse, y dormir en la misma cama. Como explica una mujer que vivió sus escarceos amorosos en los cuarenta y cincuenta, “la relación de pareja oculta que establecían dos mujeres que socialmente eran amigas no llamaban la atención. La sociedad las consideraba como mujeres solas que se apoyaban mutuamente” (2003: 210).

Tal vez la represión judicial hacia homosexuales varones no cayó tan severamente sobre las lesbianas, salvo algunos casos. Sin embargo, sabemos gracias a la obra Primeras caricias: 50 mujeres cuentan su primera experiencia con otra mujer de la activista Beatriz Gimeno que, varias mujeres lesbianas durante los cincuenta y sesenta fueron internadas en los manicomios españoles, donde se les sometían a electrochoques, llevadas allí por presión de médicos y familiares para intentar llevar una “vida normal”. Las mujeres no iban a la cárcel, sino al manicomio (2003: 214).

Aunque las lesbianas tuvieron que desarrollar sus vivencias en la clandestinidad, sí que se afirmaba en varias obras del periodo franquista que la homosexualidad femenina era tan frecuente como la masculina, pero los criminalistas todavía no habían prestado suficiente atención a su estudio. Sin embargo, Sabater Tomás sí que expresaba en innumerables ocasiones su preocupación por la existencia del lesbianismo como expresa aquí: “esta pasión lesbiana debe ser objeto de especial preocupación, tanto porque se viene notando un notorio aumento de la misma, como porque no pocas veces ha conducido a la comisión de delitos sobre las buenas costumbres, la propiedad y la vida” (Platero Méndez, 2009: 26) dicho esto a finales de los sesenta quiere decir que asistimos a un lento despertar de la mujer española, que empieza a acudir más a la universidad y al mercado laboral, y se atreve a liberar y mostrar paulatinamente sus deseos sexuales. La alarma que causaban las relaciones entre mujeres es patente en este párrafo de Sabater “las relaciones femeninas residen en lo afectivo; por ello su erotismo es más violento que el de los varones; sus relaciones son más duraderas e intensas, lo que da lugar con cierta frecuencia, a que mujeres casadas y con prole abandonen el hogar” (Arnalte, 2003: 216). Mientras los hombres mantienen relaciones fugaces en sesiones de cine, parques, baños públicos, etc., las mujeres se lanzan a la aventura con pasión hasta el punto de dejar plantados a su marido e hijos, no cumpliendo no sólo con sus propias responsabilidades como mujeres en el seno de la familia, sino desvinculando de las responsabilidades familiares a otras mujeres.

Por otro lado, sí fueron visibles y castigadas, como fue el caso de María Helena en 1968, las lesbianas que tenían cierta afición por el travestismo o mujeres masculinas que se apropiaban del aspecto y actitudes propias de los varones como masculinizar el nombre, imitar un tono de voz más profunda, utilizar zapatos de hombre, etc. A María Helena le impusieron un internamiento de entre 127 días a un año, dos años de prohibición de residencia en Barcelona y dos años de vigilancia, según lo estipulado por la Ley de Vagos y Maleantes (Platero Méndez, 2009: 30). Se trata de uno de los pocos casos de represión sobre las lesbianas que he conseguido recopilar en este estudio, además de el de una mujer que pasó 4 meses en la prisión de Alcázar de San Juan (Ciudad Real) en 1974 (Ramírez Pérez, 2018: 150), y otra mujer anónima encarcelada en 1978 que menciona Arturo Arnalte en su obra.

En conclusión, podemos ver que la represión hacia los homosexuales durante la dictadura franquista y la Transición es una realidad incuestionable porque conocemos los datos que demuestran una represión sin precedentes y porque durante la Transición los homosexuales salieron a las calles para pedir la derogación de la LPRS, un trato justo entre iguales, una merecida visibilización plena y una normalización de las relaciones entre personas del mismo sexo. Unas peticiones que, por desgracia, continúan estando a la orden del día por falta de las mismas, por lo que aún queda un largo camino que recorrer hacia la completa liberalización del homosexual.

Bibliografía

  • Arnalte, Arturo. (2003). Redada de violetas. La represión de los homosexuales durante el franquismo. Madrid: La esfera de los libros.
  • Olmeda, Fernando. (2004). El látigo y la pluma. Homosexuales en la España de Franco. Madrid: Grupo Anaya.
  • Torres González, Francisco. (1978). Los marginados en España (Gitanos, homosexuales, toxicómanos, enfermos mentales). Madrid: Editorial Fundamentos.
  • Huard, Geoffroy. (2016). “Los homosexuales en Barcelona bajo el franquismo. Prostitución, clase social y visibilidad entre 1956 y 1980”. Franquisme & Transició. Revista d´Història i de Cultura, 4, 127-151.
  • Mora Gaspar, Víctor. (2019) “Ciencia, política y sexo. La homosexualidad durante el franquismo según sus textos”. Universidad Autónoma de Madrid, La manzana de la discordia, 14, 37-49.
  • Platero Méndez, Raquel. (2009). “Lesboerotismo y la masculinidad de las mujeres en la España franquista”. Bagoas, Estudos gays. Gênero e Sexualidades, 3, 15-38.
  • Ramírez Pérez, Víctor M. (2018). “Franquismo y disidencia sexual. La visión del Ministerio Fiscal de la época”. Revista de Ciencias Sociales, 77, 132-176.
  • Ramos Arteaga, José Antonio. (2018). “Los armarios del primer franquismo: el diario del poeta Juan Bernier”. Revista Atlántida, 9, 129-155.
  • Terradillos Basoco, Juan María. (2020) “Homofobia y ley penal: la homosexualidad como paradigma de peligrosidad social en el Derecho penal español (1933-1995)”. Revista de Estudios Jurídicos y Criminólogos. Universidad de Cádiz. 63-102.

Fuente Archivo Historia.com

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