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Las obras del Espíritu Santo 2. Corregir y perdonar

Miércoles, 18 de mayo de 2016

13006502_589978524512677_9210146826564605329_nDel blog de Xabier Pikaza:

Ayer presenté las dos primeras obras de misericordia espiritual, es decir, las dos primeras obras del Espíritu Santo (enseñar y aconsejar). Hoy presento las dos siguientes: Corregir y perdonar. Estas obras van en la línea de la cuarta estrofa del Himno al Espíritu Santo:

Riega la tierra en sequía.
Sana el corazón enfermo.
Lava las manchas.
Infunde calor de vida en el hielo.
Doma al espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

La novedad está en que esas obras no las realiza el Espíritu Santo desde fuera, como si fuera un poder externo, independiente de nosotros, sino a través de aquello que nosotros vamos impulsando, promoviendo, realizando, como testigos y portadores del Espíritu de Cristo. Somos nosotros los que podemos y debemos:

Regar la tierra en sequía, sanar el corazón enfermo,
domar el espíritu indómito, guiar al que tuerce el sendero…

Nosotros mismos somos portadores del Espíritu de Cristo, realizadores de su obras, que es nuestra siendo de él, del mismo Espíritu Divino de Pentecostés.

Éstas son pues las dos siguientes obras del Espíritu Santo: corregir y perdonar. Así lo indicaré a continuación. Sigo tomando el texto de mi libro Entrañable Dios, las Obras de Misericordia. Continúa la semana de Pentecostés, buen día.

CORREGIR AL QUE YERRA

Tras el consejo viene la denuncia y corrección, como supieron los profetas, y como ratifica Jesús cuando proclama: «Se ha cumplido el tiempo y llega el Reino de Dios, convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). La corrección se expresa así en forma de conversión: Jesús ha creído en la capacidad de cambio de los seres humanos, y por eso les corrige, a fin de que se conviertan, es decir, para que empiecen a pensar de otra manera (con meta-noein, pensar de un modo distinto, más alto).

Ese cambio de mente, para dejar el pasado y pensar/obrar de otra manera constituye un momento clave de la educación, promovida por el Espíritu Santo. En esa línea, como signo y anuncio del Reino, han de entenderse las correcciones que están en el fondo de las antítesis (Mt 5,21-48), en las que Jesús polemiza con escribas y fariseos, mostrándoles el riesgo en que se encuentran, pidiéndoles que cambien: «Habéis oído que se ha dicho, yo en cambio os digo…».

Es insuficiente no matar; hay que superar el odio. No basta el talión («ojo por ojo…»), hay que amar al enemigo, etc. En esa línea de corrección se sitúa su gesto final de «purificación» del templo (Mc 11,15-17 y par.), cuando descubrimos que no le ha bastado criticar y corregir de palabra, sino que lo ha hecho con un gesto intenso de protesta (cosa que ha motivado su condena a muerte). En ese aspecto quiero citar un rasgo de la corrección de Jesús, desde la parábola de la oveja extraviada (errante), que pierde su rumbo y debe ser rescatada del peligro por el pastor:

Oveja errante (Mt 18,12-14). A diferencia de lo que pasa en Lc 15,4-7, la oveja de la parábola de Mateo no está simplemente perdida (apolesasa), sino que va errante/planea (planêthê), se aleja del rebaño de las otras cien ovejas y de esa forma se extravía, de manera que el pastor ha de salir a buscarla. Esto significa que el educador cristiano no busca solo a la perdida (quizá sin causa propia), sino que deja todo para a encontrar a la que «planea» (va errante) por su ignorancia o culpa, como los astros caídos de la tradición apocalíptica del judaísmo tardío (libros de Henoc) y del primer cristianismo (Orígenes). Mateo supone así que Jesús busca a la errante, no para obligarla a volver, sino para corregir su rumbo y ofrecerle su perdón, si es que se deja.

Esta es una parábola eclesial, que no trata en principio de ovejas de otros grupos, sino de miembros de la comunidad que se han separado de ella (de su comunión) y andan vagando perdidas. Pues bien, la parábola asegura que Jesús los busca con pasión, alegrándose de recibirlos de nuevo en su grupo. Desde ese fondo se vinculan dos rasgos o elementos paradójicamente cercanos.

(a) Las ovejas son libres, de forma que pueden marcharse y errar (trazar sus caminos).

(b) Pero el pastor/educador las busca, no para castigarlas u obligarlas a volver, sino para ofrecerles espacio en su rebaño.

Corregir es buscar, es perdonar y amar. La tarea del pastor/educador empieza cuando busca a la oveja errante, mientras ella sigue perdida, sin pensar en convertirse. No es la oveja la que se empieza arrepintiendo y busca al pastor, como en la parábola del hijo pródigo que vuelve a casa, sino que es el mismo pastor el que va por los campos a buscarla (cf. Lc 15,11-32). A diferencia del padre que espera, el pastor de esta parábola (cf. también Lc 15,4-7) no se limita a esperar, sino que se arriesga y abandona la seguridad de las noventa y nueve ovejas fieles del rebaño para buscar a la errante, que ha querido perderse ella misma (o se pierde de hecho), y no hace nada por volver, aunque el texto parece suponer que al fin se deja ayudar, cuando el pastor la encuentra.

En este contexto, ‘corregir’ no es amonestar, ni condenar, sino buscar, procurando de todas las maneras el cambio no solo de la oveja errante, sino el resto de aquellas que quieren extraviarse o se pierden.

El evangelio de Juan ha reformulado esta parábola de la corrección añadiendo que el buen pastor (= educador) arriesga su vida por sus ovejas porque las conoce (= las ama), y porque también ellas le aman (cf. Jn 10,14-16), en un gesto de intimidad amorosa que define todo este evangelio. En esa línea puede hablar de un discípulo amado porque sabe que hay un maestro amante, conforme a la pedagogía helenista que establece relaciones de amor muy profundas entre maestro y discípulo (cf. Jn 13,21-26; 19,26-27: 20,1-10; 21,20-23).

Confesión, un tipo de corrección. Esta parábola del pastor nos sitúa ante un tipo de educador de calle, que sale en busca de la oveja extraviada, logrando convencerla a fin para que vuelva, integrándose en la escuela común de los noventa y nueve «hermanos» creyentes o en la vida de conjunto de la sociedad. A diferencia de eso, los confesores (corregidores oficiales) de la tradición posterior de la Iglesia (a partir del siglo X-XI y sobre todo desde el XIII) han venido a presentarse más como educadores establecidos, que no salen a buscar a las ovejas, pero las esperan y acogen en santuarios e iglesias desde donde esperan, acogen y corrigen a los que yerran y acuden a su sacramento.

Estos confesores sacramentales no han ido a buscar a las perdidas, pero las reciben si vienen, y las corrigen y perdonan, porque han recibido poder eclesial y/o social para ello. En ese contexto, la corrección más profunda de la Iglesia se ha realizado a través de la confesión, por la que el pecador reconoce el mal realizado y manifiesta un propósito de enmienda, iniciando así un proceso dialogal, que solo alcanza un resultado positivo si el mismo pecador reconoce su pecado y recibe el apoyo del buen maestro (confesor) y de la comunidad educativa, que le recibe de nuevo y le ofrece una oportunidad de transformación.

En el apartado anterior he tratado de la educación y corrección (resocialización) desde la perspectiva de la cárcel, que asume elementos de lo que ha sido y puede ser la práctica penitencial de la Iglesia, en un momento como este (año 2016) en que la confesión sacramental está en crisis, no porque haya perdido su sentido, sino porque quizá no ha logrado ajustarse a las nuevas circunstancias de la vida eclesial y de la sociedad. Para evocar mejor el tema podemos situarlo en un espacio más extenso, precisando otros sentidos de la corrección:

Hay una corrección externa o legal, que se entiende en forma de sanción educativa, y en esa línea se ha podido hablar de reformatorios, dirigidos con frecuencia por religiosos o religiosas, un tipo de cárceles de menores, con sus valores y riesgos. Ciertamente, en los últimos años se han cerrado gran parte de ellos (en España), pero sin resolver de esa manera el tema de los menores en riesgo de exclusión.

• Se han dado también escuelas correccionales
, que suelen ser variantes de los reformatorios, con el riesgo de aislamiento que implican, pues separan a los adolescentes de alto riesgo en vez de introducirlos mejor en la sociedad, y quizá también por la falta de implicación afectiva de los formadores (en la línea del buen pastor de la parábola que busca a la oveja descarriada), pues solo con amor puede corregirse a los carentes de amor.

En un sentido ya más orgánico, el Nuevo Testamento ha presentado la necesidad de una instancia (escuela) judicial, que se identifica con la misma comunidad reunida, que puede expulsar de ella a los que pecan, es decir, a los que voluntariamente, una vez y otra, han rechazado la corrección (es decir, la exigencia de vida común) de los hermanos (Mt 18,15-17).

En esa línea, la corrección cristiana ha de moverse entre la acogida con perdón incondicional (cf. 18,12-14) y la exigencia de expulsión medicinal de los que yerran/pecan (18, 15-17). Este pasaje supone que hay momentos en que la corrección no tiene resultado, de manera que los «pecadores» deben abandonar la comunidad.

Al plantear así el motivo de la corrección infructuosa, el evangelio de Mateo ofrece el recuerdo triste de una comunidad, que se siente derrotada, pues no logra convertir a los que yerran, teniendo que dejarlos fuera (cf. también Ap 22,15). Pero esa derrota o expulsión de los que no aceptan el perdón comunitario no implica un fracaso absoluto, ni puede acabar de una manera puramente represiva, pues el buen educador ha de estar dispuesto a salir una y otra vez en busca de las ovejas expulsadas.

Situada ante un tema como este, la comunidad educativa no puede matar ni castigar externamente a quienes no se dejan convertir, ni meterlos en la cárcel, como otros grupos, sino solo dejarles fuera del núcleo de la Iglesia, ofreciéndoles, al mismo tiempo y sin cesar, su ayuda, esperando y deseando perdonar una y otra vez, setenta veces siete, como sigue diciendo el texto, buscando formas nuevas y más eficaces de lograrlo (Mt 18,23-35).
Este problema y tarea de la corrección no puede plantearse solo en una línea intimista, sino de transformación social, con una enseñanza respetuosa, con tenacidad y paciencia, buscando primero el cambio de los maestros (de la misma escuela), para que también cambien los educandos, de manera que al fin puedan cambiarse.

Esta obra de corrección puede resulta ineficaz en un momento dado, como indica la historia de Jesús que quiso, pero no pudo convertir a los poderosos de Jerusalén, sino que fue rechazado por ellos, de forma que le mataron (Mc 14-15); pero ella sigue siendo principio y fundamento de toda conversión y vida eclesial, en unos tiempos que exigen nuevas formas de comunicación eclesial.

PERDONAR LAS INJURIAS

La corrección desemboca de forma normal en el perdón, conforme al orden de estas obras de misericordia, aunque estrictamente hablando, según el Evangelio, debería haberse invertido el orden, poniendo primero el perdón (que es incondicional, anterior al cambio humano), para hablar después de la conversión. Sea como fuere, en sí misma, tal como está aquí formulada, esta obra de misericordia no trata del perdón de las deudas, en la línea del año sabático judío (cf. Dt 15; Lev 25) y del Padrenuestro cristiano (cf. Mt 6,12), sino del perdón de las injurias personales, pero ella supone que, con el perdón, podemos transformar no solo la propia vida, sino la vida de los ofensores, elevando de esa forma todo el proceso educativo.

Esta educación por el perdón se encuentra en el centro del Sermón de la Montaña, y se vincula al mandato básico de «no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados» (Lc 6,37-38). La frase principal es no juzguéis (cf. Mt 7,1-4), pero ella ha sido comentada y ampliada por las dos frases siguientes (no condenéis, perdonad), formuladas quizá por el mismo evangelista, a partir de las dos últimas antítesis de Mt 5,38-48: no oponerse al mal con otro mal, amar al enemigo.
Estas frases tienen sin duda un sentido teológico (es decir, el sujeto de ellas es Dios), como indica la segunda parte de cada una: «y no seréis juzgados, no seréis condenados…», que estrictamente hablando deben traducirse así: y Dios no os juzgará, Dios os perdonará….

Pues bien, en su contexto bíblico, estas acciones han de interpretarse no solo en el sentido personal, sino también en el social (= no juzguéis y los hombres no os juzgarán; no condenéis y no os condenarán…), de tal forma que trazan la más honda enseñanza cristiana: «Por vuestra acción enseñaréis a los demás a no juzgar ni condenar…». El evangelio de Mateo las ha entendido y ampliado con tres ejemplos fuertes:

Si alguien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra;
al que quiera pleitear para quitarte la túnica; dale también la capa;
a quien te haga caminar una milla, acompáñale dos (Mt 5,39-41).

No se trata, pues, de aguantar pasivamente, sino de perdonar de forma activa, para que así cambien (se conviertan) los mismos ofensores. Quien perdona no es cobarde, un ser pasivo, incapaz de enfrentarse al agresor, sino al contrario, un buen educador, alguien que vence el mal con bien. Por eso, perdonar supone ofrecer amor a quien ofende, en actitud de radical educación cristiana, no porque todo dé lo mismo, sino para iniciar un camino de transformación personal (¡yo también he de cambiar!) y social (¡quiero que cambien los ofensores!):

Corregir y perdonar… Ambos gestos han de hallarse unidos, pues se necesitan y enriquecen mutuamente. Una corrección sin perdón podría ser pura revancha, un modo de insistir en la superioridad del «maestro», que así se coloca como juez sobre el agresor. Por el contrario, un perdón sin corrección terminaría vaciándose de contenido.

Aquel que perdona lo hace porque quiere ofrecer lo mejor de sí mismo, pero también para corregir, es decir, para que cambie no solo el agresor, sino también el agredido. El educador se implica así de un modo personal en la vida de aquellos a quienes educa, a diferencia de lo que puede suceder en otros tipos de terapia, en los que el profesional permanece por principio fuera, sin implicarse en el proceso interior del paciente.

Injurias y deudas. La formulación tradicional habla de perdonar las injurias, es decir, las ofensas personales que el cristiano (educador) ha recibido en el proceso de su acción escolar o su terapia. A diferencia de eso, la tradición bíblica del año sabático/jubilar y el Padrenuestro, insisten, de un modo más social y económico, en la exigencia de perdonar las deudas para así recuperar la gratuidad, vinculada a la comunión económica. Son dos cosas distintas, ambas importantes.

(a) El perdón de las deudas se sitúa en el nivel de las relaciones económicas y busca la comunicación de bienes, de manera que podría imponerse de algún modo por decreto, con un cambio de sistema político-social.

(b) El perdón de las ofensas se sitúa, en cambio, en un nivel de relaciones personales. En un sentido es menos que el perdón de las deudas (deja sin cambiar las diferencias sociales), pero en otro es más, pues hace que las persona puedan relacionarse en gratuidad (y puede y debe llevar después al perdón de las deudas).

Injurias y pecados. Son dos temas bien relacionados, aunque se distinguen.

(a) Las injurias son de tipo personal, y en ese caso solo el injuriado (aquí el maestro agredido o combatido) puede perdonarlas.

(b) En cambio, los pecados se entienden en sentido más amplio (no afectan solo al injuriado, sino a la misma comunidad o sociedad).

Las injurias puede y deben perdonarlas los mismos agraviados, como ha formulado el Evangelio (cf. Mc 11, 25). Por el contrario, los pecados en cuanto ofensas contra la comunidad entera han de ser perdonadas por la misma comunidad (como supone Mt 18,15-16), y en concreto por sus representantes, como se muestra en el Nuevo Testamento (cf. Lc 24,47; Jn 20,23). Este perdón, es decir, esta educación por el perdón, solo puede proclamarse y realizarse con eficacia allí donde existe una comunidad que perdona, y que de esa forma educa y transforma a los demás, con el compromiso de cambio compartido por unos y por otros. Eso significa que la educación por el perdón implica y exige una transformación de la misma comunidad.

Este es un tema complejo, como la misma iglesia lo ha ido mostrando en su praxis de concesión (celebración) del perdón, que se expresaba en el bautismo (renacimiento) y en la liturgia penitencial antigua, con períodos de separación de los penitentes y de nueva acogida en la Iglesia (en el día de Pascua), y en la celebración privada del perdón (confesión, con propósito de la enmienda y absolución del ministro).

Este es un tema que se sitúa en varios niveles, pero que resulta esencial para interpretar y realizar el proceso educativo, como espacio y tiempo de reconciliación. No se trata solo de que perdonen los maestros, siendo así ejemplo de reconciliación, sino de que aprendan a perdonarse los educandos entre sí, en gesto de comunión gratuita y creadora de vida.

Es un tema difícil, dentro de una escuela amenazada por escándalos duros, como la pederastia de algunos centros (incluso cristianos), un problema que debe superarse, yendo a su raíz (¡sin ocultarlo o taparlo, como se ha hecho con cierta frecuencia). En este campo siguen siendo normativas las palabras de Jesús, cuando condena a los que escandalizan a los «pequeños»: «¡Mejor hubiera sido que se ataran una piedra de molino y se echaran al mar!» (cf. Lc 17,2; Mt 18,6-11).

Los padres y familiares pueden escandalizar a los menores, pero pueden hacerlo de un modo semejante los maestros y formadores cristianos, convirtiendo aquello que debía ser educación en destrucción (no solo en casos de pederastia, aunque estos suelen ser lo más dolorosos), sino en otros de utilización y humillación de los adolescentes o niños. También pueden escandalizarse y destruirse unos a otros los mismos estudiantes y compañeros entre sí (especialmente en casos de acoso escolar…), convirtiendo la escuela en un tipo de infierno.

En este contexto es donde deben actuar con más decisión y autoridad los maestros, para que la educación no se convierta en manipulación o destrucción de niños. Por eso, el proceso educativo ha de ser no solo tiempo de perdón, sino de profunda corrección y cambio, como indicaba la obra de misericordia anterior (corregir al que yerra o peca).

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