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Juan José Tamayo: La iglesia arde. Crisis del cristianismo hoy.

Viernes, 21 de julio de 2023
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IMG_9995Tomando como referencia el incendio de la catedral de Notre Dame de París la noche del 15 al 16 de abril de 2019, símbolo del catolicismo europeo, el historiador italiano y fundador de la Comunidad de Sant` Egidio, Andrea Riccardi, ha publicado el libro La Iglesia arde. La crisis del cristianismo hoy: entre la agonía y el resurgimiento (Arpa, Barcelona, 2022) [i], donde se pregunta por la crisis de la Iglesia católica, más aún, por el peligro de su desaparición no solo en Francia, “la hija mayor de la Iglesia”, sino en Europa y en el mundo entero. Se trata de un problema que afecta o debe afectar a las personas católicas, pero que preocupa también a personas e instituciones laicas interesadas por el patrimonio humano y cultural del cristianismo y cuya posible desaparición interpretan como una pérdida de humanidad para todos, independientemente de sus creencias o increencias religiosas.

Notre Dame en llamas evoca la actual crisis profunda del cristianismo, pero, mirándolo bien, cree Riccardi, evoca también una crisis de la sociedad entera. Aprecia influencias mutuas entre el declive de la Iglesia y el de Europa, entre la fragilidad política de Europa y la fragilidad religiosa de la Iglesia. Es un fenómeno que contrasta con la recuperación de Santa Sofía para el culto islámico por decisión del presidente Tayyipp Erdogan en un proceso de reislamización de Turquía que ciertamente no es un fenómeno a imitar en el cristianismo.

Riccardi constata en Francia un avance del tradicionalismo católico frente al retroceso del catolicismo institucional y del cristianismo de base. En 2018 dos terceras partes de las diócesis francesas no tenían seminaristas, mientras que en la Iglesia tradicionalista de Marcel Lefebvre hubo un crecimiento hasta representar el 20% de las vocaciones sacerdotales. A esto cabe añadir que el progresismo católico, muy activo en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado, ha perdido protagonismo eclesial en las décadas posteriores y ha tenido un bajo índice de transmisión a la generación posterior, hasta sufrir una pérdida casi total entre la juventud. Se habla con razón del ateísmo juvenil.

El teólogo alemán Jürgen Moltmann ya había advertido en la década de los 70 del siglo pasado sobre la crisis de relevancia del cristianismo que explicaba por la ceguera de este ante el mundo real, ceguera que tornaba a la iglesia cristiana y a la teología “cada vez más anticuadas” (p. 239), sin hacer pie en la historia, ni tener incidencia en ella y, por ello, fuera de la vida de las personas. También el teólogo y filósofo de la religión Paul Tillich se refirió por las mismas fechas a la irrelevancia del mensaje cristiano para la humanidad de hoy.

¿Significa esta crisis el final del catolicismo? No lo cree así Riccardi, que ve la realidad con perspectiva histórica crítica, pero con esperanza, ciertamente no ingenua y crédula, sino fundada. La crisis, asevera, es un estado normal para la Iglesia, cuyo destino no es triunfar, y menos aún controlar la sociedad (p. 249). Es una constante en la historia del cristianismo, desde sus orígenes. A este respecto el historiador italiano deconstruye las construcciones míticas de la “edad de oro” de la cristiandad, que suelen situarse en el pasado. La crisis constituye, más bien, una oportunidad para un renacimiento, para abrirse a un futuro creativo, alternativo a la cómoda instalación en el presente y a la estéril añoranza del pasado.

Para salir de la “cultura del declive” en que se encuentra el cristianismo, cree necesario “deshelar” las instituciones de la Iglesia, “dejar del lado la visión cupular y optar por una dimensión comunitaria”, plasmada en “un nuevo protagonismo de la mujer, no porque sea útil, sino porque construye con su ingenio, junto con los hombres, una realidad más amplia y acogedora” reconociendo “el acontecimiento espiritual” de la revolución feminista, renunciar a una Iglesia autorreferencial, fomentar la extroversión de la comunidad, salir a las periferias existenciales, hacer fermentar las iniciativas comunitarias y pasar de un cristianismo de masas a comunidades evangélicas, auténticas y extrovertidas, y entender la Iglesia como una minoría creativa, no selectiva, como la levadura en la masa de la afirmación evangélica.

Ante la disminución constante de la participación social y civil, que caracteriza hoy a la ciudadanía, y en el desierto de soledad en que se han convertido muchas periferias sin lazos de empatía, la Iglesia, con todos sus límites, puede favorecer la libertad creativa dentro del pluriverso actual, fomentar nuevos ministerios que practiquen la com-pasión con los pueblos, los colectivos humanos y las clases sociales más vulnerables, y  la hospitalidad con personas migrantes, refugiadas y desplazadas. Son precisamente estas personas quienes enriquecen las comunidades cristianas, al tornarlas más plurales cultural, social y religiosamente. Es a estos colectivos y personas a quienes hay que incorporar a nuestras comunidades cristianas

Para superar el declive, Riccardi toma como referencia al papa Francisco, cuya base es el Evangelio leído en clave franciscana y cuyo centro son las personas y los colectivos empobrecidos hasta conformar la Iglesia de los pobres, provocando así una verdadera revolución en el discurso y la práctica cristianos: los pobres como lugar teológico y existencial. En el nuevo paradigma de la Iglesia de los pobres deben entrar los colectivos históricamente excluidos y asumir el protagonismo que les corresponde, entre ellos, las mujeres y los LGTBI, conformando una comunidad plural que acoge la diversidad sexual y de género.

Coincide asimismo con Francisco en que un cristianismo evangélico no pierde su identidad fomentando la cultura del diálogo como estilo de vida y método para la resolución pacífica de los conflictos y estableciendo alianzas entre mundos, tradiciones culturales, espiritualidades, religiones y sujetos diferentes, sino que la enriquece. Como afirma Raimon Panikkar, “sin diálogo el ser humano se asfixia y las religiones se anquilosan”.

Juan José Tamayo

[i] La Iglesia arde. La crisis del cristianismo hoy: entre la agonía y el resurgimiento,

Traducción de David Salas Mezquita, Arpa, Barcelona, 2022. 280 páginas

Fuente Fe Adulta

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Javier Elzo: “Sueño con una papisa negra, casada con un blanco o un asiático, con tres críos correteando por los pasillos vaticanos”

Viernes, 3 de febrero de 2023
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55D41FDC-443B-4170-8E5D-B2B12F0A9E61La relación de la moral católica con el sexo y la sexualidad, sencillamente, es insostenible

“No vale hablar de participación de los laicos en la Iglesia cuando, como la mujer por ser mujer, no tiene capacidad de decisión”

“Durante mucho tiempo, la Iglesia ha desarrollado una concepción del poder masculino y clerical: debemos salir de esta trampa heredada del pasado”

“El proceso sinodal actualmente iniciado por el Papa Francisco a escala mundial debería permitir regenerar la vida de la Iglesia”

“Se impone, urgentemente, una seria y profunda renovación ministerial. Empezando por las dos más simples y sencillas: que las mujeres puedan acceder al sacerdocio, sacerdocio que no debe limitarse a las personas célibes”

En una entrevista al cotidiano “Le Monde” del pasado 7 de enero se pregunta Andrea Riccardi, uno de los principales fundadores de la comunidad de laicos católicos Sant´Egidio, “si estamos al fin de la Iglesia (católica) o ante el comienzo de una nueva manera de vivir el cristianismo”. Responde que la Iglesia y los católicos necesitan superar algunos déficits y actualizar el catolicismo al mundo global de nuestros días. Como ya lo han hecho el neo evangelismo y el neo pentecostalismo, pero sin caer en sus grandes déficits: una religión basada en la emoción y en el dinero.

Hace un año publicó un gran libro “La Iglesia arde: La crisis del cristianismo hoy: entre la agonía y el resurgimiento” (Arpa 2022) del que me serví y cité en varios de mis recientes trabajos. Utilizando como símil el incendio de Notre Dame de Paris se preguntaba, como lo hace en formulación similar en el señalado artículo de “Le Monde”, sobre el futuro de la Iglesia.

2E0534C4-4CA4-407E-8764-344F86EA561BHe de confesar que las preguntas de Riccardi son las que yo me formulo en las primeras líneas que llevo redactadas en vistas a un posible nuevo libro mío que no sé si lograré terminar. Como decía Cicerón en su estudio sobre la vejez, el cuerpo envejece antes que la mente, antes que el espíritu. O San Pablo, creo, que “el espíritu está presto, pero la carne es débil”

La Iglesia católica, pues de ella hablamos, tiene varios problemas que superar, pero, también, varias cosas buenas que ofrecer a la sociedad actual.

Entre los problemas a superar, señalo los siguientes: la situación de la mujer, como tal mujer, dentro la iglesia católica, donde tiene vetada la ordenación sacerdotal, y episcopal, a diferencia de otras iglesias cristianas. No puedo, ni quiero, olvidar mis experiencias en la catedral anglicana de St. Paul en Londres, o en la luterana del Recuerdo en Berlín, con sendas eucaristías dominicales presididas por una mujer, pastora de su Iglesia. Sueño con una papisa negra, casada con un blanco o un asiático, con tres críos correteando por los pasillos vaticanos.

El papel del laicado debe ser revisado. No vale hablar de participación de los laicos en la Iglesia cuando, como la mujer por ser mujer, no tiene capacidad de decisión, reservada, en su ámbito respectivo, a los “sagrados pastores”. Pero solamente se es responsable de lo que se ha decidido.

La escasez de vocaciones religiosas, en Europa occidental, es un indicador claro y evidente de que su función, su misión no es valorada por los católicos. Cabría pensar que su celibato es la causa mayor de tal situación, aunque hay estudios (yo mismo dirigí dos en mi etapa laboral) que nos muestran que, sin olvidar la realidad del celibato, sitúan en primer lugar de la escasez de vocaciones (insisto que en Europa Occidental), en su irrelevancia social, también entre los católicos, y en el hecho de que “hacerse cura” supone, de entrada, una opción para toda la vida. Como el matrimonio católico.

La relación de la moral católica con el sexo y la sexualidad, sencillamente, es insostenible. Recuerdo de mis años de estudiante en Lovaina, cómo el viejo profesor Janssens, nos dijo el primer día de clase que la moral sexual era una moral histórica, que se adaptaba a los tiempos. Sostener, con el gran papa que fue Pablo VI, que todo acto sexual debe estar abierto a la procreación o, al menos no cerrarlo, olvida algo fundamental, y es que el acto sexual tiene una componente de placer, que la Iglesia no solamente no ha sabido valorar, sino que lo ha visto con prevención, por decirlo muy suavemente.

En fin, la institución eclesial sigue siendo piramidal y masculina. Recuerdo vivamente que así la definíamos en Lovaina al final de los años 60 y comienzo de los setenta, nuestros profesores a la cabeza. Pues ahí seguimos, empantanados. Además, ha sido una iglesia donde privilegiamos la acción cultual a la cultural y social.

Durante mucho tiempo, la Iglesia ha desarrollado una concepción del poder masculino y clerical: debemos salir de esta trampa heredada del pasado. Hoy, los sacerdotes son poderosos – en la jerarquía de la Iglesia – y a menudo impotentes ante su comunidad. Envejecen y se sienten cada vez más marginados por la historia.

Debemos evolucionar hacia una nueva comunidad compartida de responsabilidades, en la que el sacerdote tenga su lugar tanto como los laicos, mujeres y hombres. El proceso sinodal actualmente iniciado por el Papa Francisco a escala mundial debería permitir regenerar la vida de la Iglesia en este sentido.

7757441A-FE59-4D4C-BCCA-08A477FAD450Pero la primera reforma que hay que hacer, apunta Riccardi, es la de la visión que tenemos de nuestra propia comunidad: debemos deshacernos de nuestro sentimiento de decadencia. Los cristianos no son solo un grupo de mujeres y hombres que van a orar en la iglesia. Son personas que aportan una forma diferente de vivir y de concebir la sociedad, por ejemplo, poniendo en el centro a los pobres. Ahora necesitamos buscar y encontrar un “imaginario alternativo. La Iglesia siempre ha sido un laboratorio de nuevas visiones y nuevas imaginaciones. Todavía puede serlo en nuestros días.

Vivimos hoy una inmensa pluralidad de experiencias. Para mi sorpresa, lo comprobé cuando redacté un texto tras la salida de Munilla de la diócesis de San Sebastián, en las respuestas que me dieron clérigos, religiosos y laicos de ambos sexos, al referirme a la vitalidad de no pocos grupos, en torno a las parroquias. Es también lo que apunta Riccardi, refiriéndose a la iglesia universal. Añade que él constata que la Iglesia católica aporta un equilibrio precioso entre la proximidad -cada parroquia es diferente, innovadora a su manera- y la universalidad -con una visión global, una tradición compartida, una continuidad a lo largo de la historia.

Yo creo que la actual penuria de sacerdotes obliga a dirigir en gran medida su labor pastoral a cubrir el mayor número de eucaristías durante los fines de semana. Lo que, además de extenuante, impide, si se es realista, a considerar cada parroquia como el centro de la vida religiosa. Se impone, urgentemente, una seria y profunda renovación ministerial. Empezando por las dos más simples y sencillas: que las mujeres puedan acceder al sacerdocio, sacerdocio que no debe limitarse a las personas célibes. Empezando en Europa Occidental, el continente donde más fácilmente se aceptarían estos dos cambios en el ministerio sacerdotal. Ya lo han hecho nuestros hermanos protestantes y no se ha hundido el cristianismo en sus tierras.

Sostengo también en este orden de cosas, desde hace más de dos décadas, que la ordenación sacerdotal y episcopal debiera ser temporal, aun con posibilidades de prolongación en el tiempo, mediante fórmulas que hay que estudiar, en un debate en el seno de la iglesia católica. Empezando por reintegrar en la vida pastoral a los sacerdotes, devenidos laicos, mientras mantengan, como lo es en muchos casos, su vocación sacerdotal. La situación actual, la veo como un desperdicio pastoral.

Andrea Riccardi insiste en el papel de la Iglesia en la búsqueda de la paz siendo esta unas notas centrales de la Comunidad de Sant’Egidio, que ha intervenido en muchos lugares del mundo ayudando a la resolución de conflictos. Lo que exige fomentar y ejercer la fraternidad universal, uno de los tesoros de religión cristiana. Es preciso reconocer cómo, a lo largo de la historia, las iglesias cristianas han transitado de las guerras de religión, felizmente superadas, aún con mucha sangre hermana derramada, a la búsqueda de la paz en la fraternidad y en la justicia.

Los abusos a menores conforman una lacra muy dura para la Iglesia católica. Me he ocupado estos últimos años de este lacerante tema, en artículos, conferencias y con un capítulo en un libro editado en EE.UU. Este un tema al que tendremos que hacer frente los próximos años, si no décadas. Aquí diré que podemos decir con seguridad científica, de entrada, dos cosas: la proporción de sacerdotes abusadores de menores podemos cifrarla entorno a un 3% de sacerdotes (son más, del orden del 4% o 5%, si nos referimos al personal que trabaja en la Iglesia, curas incluidos). También podemos afirmar que la mayoría de los abusos sexuales tuvieron lugar el siglo pasado. En este punto sugiero la hipótesis (que no tesis) del arraigo y justificación de la pederastia en ciertos ámbitos intelectuales de Europa occidental y EE.UU. Y como telón de fondo, el miedo a la mujer en una sociedad de hombres, como es el caso de la Iglesia católica en sus órganos de decisión.

No quiero no mentar el tema de la pobreza en la doctrina (y también en la práctica en núcleos de cristianos católicos). El papa Francisco insiste mucho en este punto. Ya lo hacía de arzobispo en Buenos Aires, asiduo en la “villas” de los descartados, por usar su lenguaje. Estaba trabajando este tema que abandoné cuando se hizo público la cuestión de los abusos en el clero, concretamente en Pensilvania. Confieso cierta incomodidad al abordar la riqueza en la Iglesia. De entrada, porque me cuestiona personalmente. He llegado a decir públicamente en alguna conferencia que me considero un burgués que pretende ser católico. Mi sueldo, y ahora mi pensión de jubilación, es la de un profesor catedrático de sociología. No me sobra el dinero, pero tampoco me ha faltado nunca. Según el Informe Foessa de 2022, con datos de 2021, el umbral de pobreza en el hogar era de 20.024 € anuales, lo que daba un riesgo de pobreza para el 21,7 % de la población española mayor de 18 años.

Yo he vivido con arreglo a mi sueldo, y he vivido bien. Claro que mi nivel de ingresos y los de mi hogar son bastante superiores a los del umbral de pobreza de Foessa. Pero, dicho todo esto, me cuesta aceptar que un cristiano deba ser necesariamente una persona pobre, a tenor de los criterios económicos de Foessa. Otra cosa es que todos debamos hacer lo necesario para ayudar a los más necesitados. Aunque afirmaciones como “la Iglesia debe ser pobre y para los pobres” me chirrían. Tanto que, hoy, lo dejo aquí. Exige profundización.

El 28 de enero de 2022 publiqué en Religión digital, un texto que titulé, “Retos o desafíos del catolicismo en la era secular y post-secular”. Subrayé estos aspectos que recogí de mis lecturas de Hans Joas, a los que volveré:

Superar una hegemonía intelectual de valores y de hipótesis cognitivas que hace cada vez más incomprensible el “ethos del amor”

La necesidad de superar una imagen de los humanos que critica, discute o rechaza la especificidad de la personalidad propia del ser humano. 

Superar una comprensión cada vez más individualista de la espiritualidad. 

Debatir y superar la pérdida de la idea de trascendencia en la cosmovisión dominante en la era secular, porque, sin esta idea, es imposible comprender el Hijo de Dios como mediador entre la inmanencia y la trascendencia

En fin, el futuro de la Iglesia católica y el de la fe cristiana, yo no lo veo tan negativo, tan negro, como a menudo se dice. Será una fe con dudas, pues solamente los fundamentalistas, religiosos, políticos o de lo que sea, tienen miedo a la duda, o la desprecian. Una iglesia de mujeres y hombres normales, con nuestras virtudes y defectos. No una iglesia de héroes ni de perfectos. Prefiero la tibieza del último de la clase a la soberbia del primero.

A la interrogante de qué puede hacer la fe por ti, prefiero la que se pregunta qué puedo hacer yo por ese que está necesitado, ahí, a tu lado, pues como dice San Juan, no digas que amas a Dios a quien no ves, – a Dios nadie ha visto, nunca jamás- si no amas a quien ves. “Deus caritas es”, que nos recordaba el papa Benedicto. ¿Qué más necesitamos saber?

Fuente Religión Digital

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El Vaticano reconoce que hubo una campaña para denigrar a monseñor Romero

Martes, 24 de marzo de 2015
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SALVADOREÑOS CONMEMORARÁN MAÑANA EL 32 ANIVERSARIO DEL ASESINATO DE ROMEROEste martes se cumplen 35 años de su martirio, en vísperas de su beatificación

Se le tildó de “desequilibrado”, “marxista” o “títere manipulado por la teología de la liberación”

Treinta y cinco años después del asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero, el Vaticano reconoció que hubo una campaña para denigrar al religioso centroamericano, cuya beatificación estuvo bloqueada en la época de Juan Pablo II y reivindicada en la nueva era de Francisco, que lo considera un modelo para América Latina.

Asesinado en San Salvador cuando oficiaba misa el 24 de marzo de 1980 por un francotirador contratado por la ultraderecha, monseñor Romero fue tildado tanto en los últimos años de su vida como después de muerto de ser un desequilibrado”, “un marxista”, un “títere manipulado por curas de la teología de la liberación que le escribían sus encendidos sermones” contra la oligarquía, las injusticias sociales y la represión en su país.

Acusaciones, denuncias y críticas lanzadas por diplomáticos, políticos, religiosos y hasta cardenales.

Intrigas y presiones que frenaron el proceso de canonización de monseñor Romero, quien será finalmente beatificado el próximo 23 de mayo en su ciudad, 19 años después de que el proceso fuera abierto oficialmente por el Vaticano en 1997.

El arzobispo italiano Vincenzo Paglia, actual presidente del Consejo Pontificio de la Familia y postulador de la causa de beatificación de monseñor Romero, reconoció en febrero pasado las numerosas trabas que el proceso sufrió.

De no haber sido por el papa latinoamericano Francisco Romero no hubiera sido beatificado, confesó.

Entre los enemigos de Romero dentro del Vaticano figuran dos influyentes cardenales, los colombianos Alfonso López Trujillo, ya fallecido y conocido por sus posiciones ultraconservadoras y Darío Castrillón Hoyos, jubilado, los cuales ocupaban en la década del 90 importantes cargos en la Curia Romana.

“López Trujillo temía que la beatificación de Romero se transformara en la canonización de la Teología de la Liberación”, recordó Andrea Riccardi, fundador de la comunidad de San Egidio, el movimiento católico que apoyó y financió la causa de Romero.

Los enemigos de la canonización del prelado centroamericano arremetieron aún antes de que la causa fuera abierta formalmente y lo criticaban por su cercanía al teólogo jesuita Jon Sobrino, censurado por años por el Vaticano como uno de los grandes exponentes de la Teología de la Liberación, quien sobrevivió a la matanza perpetrada en 1989 por militares salvadoreños contra seis compañeros jesuitas.

Los problemas doctrinales, el extenuante análisis de sus homilías, el temor de una instrumentalización ideológica por parte de la izquierda de su beatificación fueron algunos de los argumentos para obstruir la causa.

“Por 15 años la causa estuvo en un estado de parálisis burocrático”, explicaron fuentes religiosas, que acusan a la Congregación para la Doctrina de la Fe, liderada por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy en día el papa emérito Benedicto XVI, de frenar el proceso.

Juan Pablo II estaba convencido de que Romero era un mártir, no sé lo que pensaba Benedicto XVI. Creo que para él era más un asunto de oportunidad. Ninguno de los dos conocían la situación en la región como la conoce el papa Francisco”, comentó en Roma monseñor Jesús Delgado, su exsecretario personal.

Delgado acaba de lanzar en italiano un libro con las cartas inéditas de Romero entre 1977 y 1980 con el título “La iglesia no puede callar”.

Tras haber sido un obispo conservador muy cercano al poder, Romero asumió el arzobispado de San Salvador en febrero de 1977, pero su conversión y cercanía con la Teología de la Liberación comenzó 15 días después de su asunción horrorizado por la represión y la pobreza.

Si bien el papa polaco incluyó personalmente el nombre de Romero en la lista de los “testigos de fe” del siglo XX durante el Jubileo del año 2000 y rezó ante su tumba cuando visitó El Salvador, algunos no olvidan “la humillación” a la que lo sometió en vida cuando lo recibió tras muchas dificultades en 1979 en el Vaticano.

“Buscaba respaldo y terminó sintiéndose solo, decepcionado, frustrado, humillado”, escribió en un testimonio María López, quien conversó con Romero pocos días después de ese encuentro.

El anuncio pocos días después de su elección en marzo del 2013 de Jorge Mario Bergoglio de que quería “una Iglesia pobre y para los pobres“, desbloqueaba de hecho el proceso.

Francisco empleaba casi las mismas palabras que hace más de tres décadas monseñor Romero: “La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres”.

Cuando en agosto pasado Francisco reconoció que “no hay más impedimentos” para su beatificación, quería decir que se había encontrado el camino para elevarlo a los altares.

En efecto la beatificación, sin necesidad de probar un milagro tras ser proclamado un mártir por su fe, resulta coherente con su papado y respalda la lucha por la justicia social en América Latina.

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