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“La aprobación del matrimonio igualitario nos sirve como ejemplo de lucha colectiva”

Martes, 21 de julio de 2020

cristinafernandezefe--647x251“La ley vino reparar una injusticia: vínculos de amor y familia no heterosexuales que el entramado jurídico hacía de cuenta que no existían”

Por Ernesto Meccia (Pausa Periódico Digital)

Este 15 de julio se cumplieron 10 años de la sanción de la ley del matrimonio igualitario en Argentina. De una forma estentórea, los activismos sexuales pusieron a la sociedad a discutir sobre ciertos soportes de la vida social que estaban naturalizados y pusieron bajo la luz del sol amores hasta entonces silenciados. Existe una visión negativa del hecho de vivir en la civilización de la imagen, cuyo principal imperativo es la “extimidad”, es decir, el de mostrar la vida íntima. Por supuesto que el diagnóstico es cierto. Pero solo en parte. También habría que decir que, en un sentido muy importante, aquello que no se ve (porque no se lo muestra) en gran medida no existe, y que la gente se anima a mostrar cuando logra redefinir lo privado como un asunto público que, en tanto que tal, merece la atención social y política.

Así comenzaron muchos procesos reivindicativos de las llamadas “minorías”: primero realizando redefiniciones hacia adentro y luego llegando a la arena pública. Esas redefiniciones se logran cuando quienes viven situaciones de opresión logran construir un “marco de injusticia” dentro del cual puedan verse, primero, a ellxs mismxs y que, luego, pueda ver la sociedad en su conjunto.

El lema de la campaña nacional “Los mismos derechos con los mismos nombres” refleja bien la injusticia que vino a reparar la ley: vínculos de amor y vínculos familiares no heterosexuales que tenían que moverse en un mundo cuyo entramado jurídico hacía de cuenta que no existían. Los principales interesadxs –casi todxs por motivaciones religiosas- en que el velo de la ignorancia siguiera activo sufrieron un duro revés; tuvieron que enfrentarse como nunca antes a una sociedad de sensibilidad ampliada y de alta capacidad organizativa.

Es claro que corresponde escribir un artículo con tono de triunfo. Sin embargo, considero que el momento que atravesamos nos pide presentar matices y pensar en asuntos pendientes.

A lxs sociólogxs nos gusta hablar de lo latente y lo manifiesto. Muchos fenómenos sociales existen a pesar de que no se los vea. Otras veces se los ve, pero poco. Y otras veces vuelven a aparecer con fuerza. Por supuesto, todos estos estados de la sociedad tienen estrecha vinculación con las distintas coyunturas políticas. Si pensamos en lxs actorxs políticos que fueron derrotadxs con la sanción de la ley podremos convenir en que, después de un momento de relativo silencio, sacaron de nuevo la cabeza a la superficie e hicieron mucho daño –por ejemplo- durante la discusión parlamentaria de la ley del aborto, en 2018. También, en que últimamente cobraron especial significación al instalar a la “ideología de género” como una amenaza, de la cual derivan el lamentable ilocutivo “con mis hijos no te metas”. Y si llevamos el almanaque hacia atrás los podremos ver presionar en contra de las leyes de uniones civiles y, si vamos más atrás aún, activando contra la ley de divorcio.

Entonces, es interesante observar que, con distintos ropajes, existe un enunciador anti-derechos, o sea, una figura discursiva que representa a un ser que se construye a lo largo del tiempo a través de distintos “actos de comunicación”. El enunciador es tal porque comunica desde una posición; en nuestro caso, que siempre dice “no”: es “anti-derechos”. En realidad, la posición es un ideal, es un conjunto de conceptos conservadores del orden social que conviene distinguirlo de lxs locutorxs, que son las personas de carne y hueso que llevan en la punta de la lengua esa posición y la actualizan con argumentos más o menos distintos pero que siempre tienen un parecido de familia (nuevamente: son “anti”, siempre “anti”, “anti” todo lo que signifique ampliación democrática).

Uno de los núcleos duros de los argumentos de lxs anti-derechos fue y es su pánico por lo que denominan las “minorías”, a las que adjudican la función de inyectarle a la sociedad ideas ajenas y foráneas, para cuya puesta en práctica no está preparada ni debería estarlo. Recuerdo y me pregunto: ¿qué argumentos esgrimieron las religiones conservadoras en el debate sobre el matrimonio igualitario? Podemos presentar dos: primero, pensar que deben anteponerse los “deberes” de la religión a los “derechos” de la sociedad; segundo, sostener que gays y lesbianas tienen “derechos” pero que esos derechos no deben generarle ningún deber “especial” al Estado.

El primer argumento se sostenía en la falacia de pensar que lxs legisladorxs debían bloquear los reclamos de “derechos” porque ello era un “deber” para quienes practicaban su religión. Los deberes de lxs religiosos antes que los derechos democráticos… ¡fuerte! A su vez, esta falacia descansaba en la presuposición de que todos quienes practicaban esa religión pensaban igual que ellxs. Sin embargo, los debates en torno al matrimonio lograron mostrar otra cosa: que este reclamo fisuró doctrinas y propició nuevas interpretaciones y otras formas pastorales de relacionarse con la sociedad. Se hablaba de diversidad sexual como si de la misma emanaran doctrina y prescripciones cuando, en realidad, se estaba debatiendo una ley que no obligaba a nada a nadie, que no le quitaba nada a nadie, y que solamente le daba derechos a quienes no los tenían y querían ejercerlos.

El segundo argumento decía así: la legislación no podía seguir todos los vaivenes del humor social, en especial, cuando son provocados por las minorías. Para la estabilidad social hay que priorizar, pensaban. No se puede legislar sobre todo lo existente sino sólo sobre aquello que tiene “interés público” y que tiende al “bien común”, sólo aquí residiría la función del Derecho. Al contrario, si el Estado prestaba el oído a los reclamos y los positivizaba, ningún entramado jurídico aguantaría. Por aquellos años leímos y escuchamos: “el Estado no está para proteger afectos sino instituciones”, “un deseo no es un Derecho”, “legislar sólo sobre lo importante”, “el Derecho no es un regulador de todos los hechos”, “la insignificancia cuantitativa potencial de uniones homosexuales no justifica cambiar el régimen para toda la sociedad”. Así, el Estado y el derecho valdrían como los guardianes de un orden natural inquebrantable. Pero habría que decir que siempre existieron personas no-heterosexuales, es decir, que ellxs también formarían parte de ese orden. ¿Por qué entonces tanta negativa?

Cuando pensamos en los debates que se han dado en los últimos años sobre género, sexualidad, derechos y políticas públicas varias de estas ideas reaparecieron y sus representantes encuentran eco en un contexto regional que parece haber recobrado ciertas capacidades de habla reaccionaria.

Entonces, la movida por la aprobación del matrimonio igualitario nos podría servir como un ejemplo de lucha y organización colectiva o, más sencillamente, como una caja de herramientas para volver a hacer frente a quienes hacen de la postergación de los derechos de lxs demás la satisfacción del deber cumplido.

Vía AmbienteG

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