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Dios no tiene que justificarme ni condenarme.

Domingo, 27 de octubre de 2019

255695200_1a2a9e4439Lc 18,9-14

Por fin un día lo tenemos fácil. Hoy cualquiera podía hacer la homilía. Se entiende todo y a la primera, a pesar de que la elección de los personajes no es inocente, ni en este caso ni en la parábola del buen samaritano. En el primer caso, la alusión a un sacerdote y un levita nos advierte de una tensión entre las primeras comunidades y la jerarquía del templo. En la parábola que hoy leemos, se advierte la animadversión de los cristianos contra los fariseos, sobre todo después de la destrucción del templo cuando, al desaparecer el sacerdocio, se alzaron con el santo y la limosna y emprendieron una persecución sin cuartel contra los cristianos.

Esa postura no es exclusiva de los fariseos, ni mucho menos. Lucas, en la introducción a la parábola, lo deja muy claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. El caso es que un hombre se siente excelente y falla en su apreciación. Otro se siente pecador y también falla al considerar que Dios está lejos de él, por ello. Lo más normal de mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras.

Es una profunda lección la que debemos aprender de este relato. El mensaje se repite muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase que Mateo pone en boca de Jesús: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso Jesús? A los fariseos, los estrictamente cumplidores de toda la Ley, que hoy serían los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos.

Dios no está alejado de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios se debe a su amor incondicional y a pesar de sus fallos. En consecuencia el publicano está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se lo ha ganado a pulso. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica para con Dios. Si nos atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo hondo de mi ser lo posibilita.

Dios no me quiere porque soy bueno. Dios me quiere porque Él es amor. Si parto del razonamiento farisaico (y con frecuencia lo hacemos) resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un disparate. Este razonamiento parte de la visión ancestral que los seres humanos tenían de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente, que exige nuestro vasallaje para estar de nuestra parte. Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios.

Dios me está aportando lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, haciéndole presente en mi vida. Si no respondo adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle con toda el alma que siga amándome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a sacar una consecuencia simple. No tengo que ser bueno para que Dios esté de mi parte. Porque Él me quiere y no me falla como yo hago con Él, voy a intentar ser agradecido fallándole menos y tratar de imitarle.

También tendrían consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien conmigo no tiene ningún valor religioso. Es verdad que es lo que hacemos todos, pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud de humanidad. Ser más humano me hace a la vez, más divino. Hemos interiorizado que debíamos actuar divinamente, aunque ese intento llevara consigo el olvidarse de las más elementales normas de humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones verdaderamente humanas.

El domingo pasado hablábamos de la oración. Hoy nos propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato. Porque la mayoría de las veces estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser.

He tenido problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La respuesta automática era: Dios es amor, pero es también justicia. Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo escrupulosamente su santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera. Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una religión aceptada como programación, que me viene de fuera. El hecho de que el programador sea el mismo Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva.

Debemos descubrir la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese descubrimiento no es tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Ningún hecho u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, que está más allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de otros seres humanos que lo han descubierto antes que yo, pero en ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia toda la religiosidad se queda reducida un puro ropaje externo que no toca lo profundo de mi ser.

El desaliento, que a veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes que conseguir ni por ti mismo ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero todas las posibilidades de alcanzar esa plenitud siguen intactas. Piensa en esto: las limitaciones que descubres cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre.

Cuando te sientas abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo. Alguien único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. Se habla mucho últimamente de la autoestima. Es imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puede apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener y que son secundarias. Esa pretensión de desplegar la autoestima en las cualidades adquiridas, o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para una total seguridad en lo que soy. Soy mucho más de lo que creo ser. A pesar de mí, mi valor es infinito.

Meditación-contemplación

No te conformes con aceptar la religión como programación.
Aprovecha la experiencia de otros para conocerte mejor.
Descubre tu ser verdadero y actúa en consecuencia.
Lo humano que hay en ti, tienes que desplegarlo.
Baja a lo hondo de tu ser y descubre lo que eres.
No tienes que alcanzar nada, solo vivir lo que ya eres.

Fray Marcos

Fuente Fe Adulta

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