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Clamando a Dios

Domingo, 20 de octubre de 2019
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HOMBRE

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú
me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

*

Blas de Otero
Ángel fieramente humano (1950)

***

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:

“Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.

En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario.”

Por algún tiempo se llegó, pero después se dijo:

“Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.””

Y el Señor añadió:

“Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

*

Lucas 18, 1-8

***

Toda oración nace de una situación de desconsuelo. Si ruego a alguien es porque tengo necesidad de él. Y si mi oración no es escuchada de inmediato, corre el riesgo de quedar humillada y puede hacer que me encierre en mí mismo, en un abismo aún más negro que aquel del que quisiera sustraerme: la desesperación. Toda oración que sea verdaderamente tal se sostiene, fatigosa y delicadamente, entre la desesperación y la esperanza.

Jesús nos sugiere que, cuando nos dirijamos a Dios, oremos siempre, sin cansarnos nunca. A largo plazo, por ser una oración verdadera, se confundirá con la espera humilde, paciente, vacilante, pero que no disminuye nunca, a no ser que quiera contentarme con una oración mágica, que haga saltar la respuesta de una manera automática, instantánea, barata.

Ahora bien, cuando se trata de oración verdadera, cuando se trata de la gran herida del mundo que se abre a la mirada de Dios, del fundamental desconsuelo del hombre que pide gracia, Dios desea que sea cara. Dios espera que el hombre luche con él, desea la confrontación entre la pobreza y la gracia, porque desea ardientemente dejarse vencer por la oración. Cuando un hombre grita su desconsuelo ante Dios – y no sólo el suyo propio, sino también la inmensa angustia del mundo-, se manifiesta y se realiza un gran misterio de amor. Dios escucha atenta, amorosamente, esta oración, como la respiración del universo.

Cuando la oración brota del corazón del hombre, es el mundo el que empieza a respirar. Dios se inclina y escucha esta oración convertida en el aliento secreto del mundo, que le da vida interior y que debe despertarlo a Dios. El mundo entero se encuentra, en toda oración, como un gran niño adormecido en los brazos de Dios y a punto de despertarse bajo su mirada, al rumor de su propia respiración.

*

A. Louf, Solo el amor será suficiente,
Cásale Monf. 1985, pp. 192-194, passim.

***

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“¿Seguimos creyendo en la justicia?”. 29 Tiempo ordinario – C (Lucas 18,1-8)

Domingo, 20 de octubre de 2019
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29-TO-C-300x268Lucas narra una breve parábola indicándonos que Jesús la contó para explicar a sus discípulos «cómo tenían que orar siempre sin desanimarse». Este tema es muy querido al evangelista que, en varias ocasiones, repite la misma idea. Como es natural, la parábola ha sido leída casi siempre como una invitación a cuidar la perseverancia de nuestra oración a Dios.

Sin embargo, si observamos el contenido del relato y la conclusión del mismo Jesús, vemos que la clave de la parábola es la sed de justicia. Hasta cuatro veces se repite la expresión «hacer justicia». Más que modelo de oración, la viuda del relato es ejemplo admirable de lucha por la justicia en medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.

El primer personaje de la parábola es un juez que «ni teme a Dios ni le importan los hombres». Es la encarnación exacta de la corrupción que denuncian repetidamente los profetas: los poderosos no temen la justicia de Dios y no respetan la dignidad ni los derechos de los pobres. No son casos aislados. Los profetas denuncian la corrupción del sistema judicial en Israel y la estructura machista de aquella sociedad patriarcal.

El segundo personaje es una viuda indefensa en medio de una sociedad injusta. Por una parte, vive sufriendo los atropellos de un «adversario» más poderoso que ella. Por otra, es víctima de un juez al que no le importa en absoluto su persona ni su sufrimiento. Así viven millones de mujeres de todos los tiempos en la mayoría de los pueblos.

En la conclusión de la parábola, Jesús no habla de la oración. Antes que nada, pide confianza en la justicia de Dios: «¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». Estos elegidos no son «los miembros de la Iglesia» sino los pobres de todos los pueblos que claman pidiendo justicia. De ellos es el reino de Dios.

Luego, Jesús hace una pregunta que es todo un desafío para sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». No está pensando en la fe como adhesión doctrinal, sino en la fe que alienta la actuación de la viuda, modelo de indignación, resistencia activa y coraje para reclamar justicia a los corruptos.

¿Es esta la fe y la oración de los cristianos satisfechos de las sociedades del bienestar? Seguramente, tiene razón J. B. Metz cuando denuncia que en la espiritualidad cristiana hay demasiados cánticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de justicia.

José Antonio Pagola

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Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan. Domingo 20 de octubre de 2019. 29º Ordinario

Domingo, 20 de octubre de 2019
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54-ordinarioc29-cerezoDe Koinonia:

Éxodo 17,8-13: Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel.
Salmo responsorial: 120: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
2Timoteo 3, 14-4, 2: El hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.
Lucas 18, 1-8: Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan

Jesús propuso esta parábola para invitar a sus discípulos a no desanimarse en su intento de implantar el reinado de Dios en el mundo. Para ello, además de trabajar duro, deberán ser constantes en la oración, como la viuda lo fue en pedir justicia hasta ser oída por aquél juez que hacía oídos sordos a su súplica. Su constancia, rayana en la pesadez, llevó al juez a hacer justicia a la viuda, liberándose de este modo de ser importunado por ella.

Esta parábola del evangelio tiene un final feliz, como tantas otras, aunque no siempre suele suceder así en la vida. Porque, ¿cuánta gente muere sin que se le haga justicia, a pesar de haber estado de por vida suplicando al Dios del cielo? ¿Cuántos mártires esperaron en vano la intervención divina en el momento de su ajusticiamiento? ¿Cuántos pobres luchan por sobrevivir sin que nadie les haga justicia? ¿Cuántos creyentes se preguntan hasta cuándo va a durar el silencio de Dios, cuándo va a intervenir en este mundo de desorden e injusticia legalizada? ¿Cómo permite el Dios de la paz y el amor esas guerras tan sangrientas y crueles, el demencial armamento militar, el derroche de recursos que destruyen el medio ambiente, el hambre, la desigualdad creciente entre países y entre ciudadanos?

En medio de tanto sufrimiento, al creyente le resulta cada vez más difícil orar, entrar en diálogo con ese Dios a quien Jesús llama “padre”, para pedirle que “venga a nosotros tu reinado”. Desde la noche oscura de ese mundo, desde la injusticia estructural, resulta cada día más duro creer en ese Dios presentado como omnipresente y omnipotente, justiciero y vengador del opresor.

O tal vez haya que cancelar para siempre esa imagen de Dios a la que dan poca base las páginas evangélicas. Porque, leyéndolas, da la impresión de que Dios no es ni omnipotente ni impasible –al menos no ejerce como tal-, sino débil, sufriente, “padeciente”; el Dios cristiano se revela más dando la vida que imponiendo una determinada conducta a los humanos; marcha en la lucha reprimida y frustrada de sus pobres, y no a la cabeza de los poderosos.

El cristiano, consciente de la compañía de Dios en su camino hacia la justicia y la fraternidad, no debe desfallecer, sino insistir en la oración, pidiendo fuerza para perseverar hasta implantar su reinado en un mundo donde dominan otros señores. Sólo la oración lo mantendrá en esperanza.

No andamos dejados de la mano de Dios. Por la oración sabemos que Dios está con nosotros. Y esto nos debe bastar para seguir insistiendo sin desfallecer. Lo importante es la constancia, la tenacidad. Moisés tuvo esa experiencia. Mientras oraba, con las manos elevadas en lo alto del monte, Josué ganaba en la batalla; cuando las bajaba, esto es, cuando dejaba de orar, los amalecitas, sus adversarios, vencían. Los compañeros de Moisés, conscientes de la eficacia de la oración, le ayudaron a no desfallecer, sosteniéndole los brazos para que no dejase de orar. Y así estuvo –con los brazos alzados, esto es, orando insistentemente-, hasta que Josué venció a los amalecitas. De modo ingenuo se resalta en este texto la importancia de permanecer en oración, de insistir ante Dios.

En la segunda lectura Pablo también recomienda a Timoteo ser constante, permaneciendo en lo aprendido en las Sagradas Escrituras, de donde se obtiene la verdadera sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación. El encuentro del cristiano con Dios debe realizarse a través de la Escritura, útil para enseñar, reprender, corregir y educar en la virtud. De este modo estaremos equipados para realizar toda obra buena. El cristiano debe proclamar esta palabra, insistiendo a tiempo y a destiempo, reprendiendo y reprochando a quien no la tenga en cuenta, exhortando a todos, con paciencia y con la finalidad de instruir en el verdadero camino que se nos muestra en ella. Leer más…

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20.10.19. Dom 29 ciclo C. Lc 18, 1-8 Voz de la Viuda, el grito de los Pobres de la Tierra

Domingo, 20 de octubre de 2019
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juez250Del blog de Xabier Pikaza:

Si desoye a la viuda (Amazonia) la Iglesia se muere, se seca la tierra

Desde la experiencia del holocausto (shoa), E. Levinas, judío experto en opresiones, nos habló de la eficacia del “rostro suplicante”. El mayor poder del mundo no es la bomba, ni un Estado pretendidamente soberano, ni el gran Capital/Mamona, una Iglesia triunfara, sino un rostro impotente que mira y suplica, pues lleva en el fondo toda la energía de Dios.

Esta es la eficacia del Dios/Viudo (Dios/Viuda), el impotente supremo que todo lo puede en amor, mirando y creando así todas las cosas, como decía Juan de la Cruz, al afirmar que Dios creaba estrellas y personas “con sola su mirada”, en amor.  El evangelio de hoy no habla del Dios-Viuda que mira impotente, que llama y que crea con su  grito, con la mirada hecha grito a favor de la vida.

Las viudas son para la Biblia judía y cristiana el prototipo de los necesitados, personas sin derechos familiares (no tienen ya padre, ni tienen marido ni hijos), sometidas a la arbitrariedad de los poderosos. Pues bien, las viudas aparecen de un modo especial en el evangelio de Lucas, que seguimos leyendo este domingo:

14718708_665266803650515_7437983696970535053_nEntre los que esperan y saludan a Jesús en su nacimiento hay una viuda (Lc 2, 37); Eetre los que piden la ayuda de Jesús está  la viuda de Naím (Lc 7, 12) con sus hijo muertos…

Hacia el final del evangelio está la  viuda que da todo lo que tiene, en gesto de suprema generosidad (Lc 21, 2-3). Pues bien, hoy aparece esta viuda suplicante (Lc 18, 1-8), una mujer que no tiene nada, y que sin embargo puede conseguirlo todo a través de su grito.

    Para los que piensan que no merece la pena salir a la calle y gritar (en plano social y religioso, político y eclesial) nos sale al encuentro este evangelio

Texto

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: Hazme justicia frente a mi adversario. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.

Y el Señor añadió: Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (Lucas 18, 1-8)

La viuda “cree” en el valor de su insistencia:

images está convencida de que el juez le atenderá, si se mantiene firme y pide, una y otra vez, con actitud que puede llegar a ser “desagradable” para el mismo juez (¡puede acabar pegándole en la cara!). La súplica de la viuda (¡que no tiene más recurso que su insistencia!) puede transformar al mismo juez.

En el contexto bíblico, esta viuda que “pide justicia”, de un modo insistente, es signo de todos los pobres del mundo que sólo cuentan con eso que la tradición católica ha llamado la “omnipotencia suplicante” (aplicada a la Virgen María, cuando intercede por los hombres). Pues bien, en nuestro caso, esta viuda es la Virgen María, que es omnipotente por su forma de pedir.

Traslademos el gesto de la viuda a nuestro mundo, a todos los pobres y excluidos de la sociedad.

 Ciertamente, el mal juez (los malos poderes del mundo, que no creen en Dios ni en la justicia) puede ignorar a los que piden, gritan, se manifiestan. ¿Qué le importa al sistema la vida o muerte de los pobres? ¿Qué le importa al capitalismo la suerte de los miles de hombres y mujeres que mueren cada día de hambre o abandono? No, en un primer momento, a los jueces del mundo no les importa nada. Ellos van a lo suyo: su justicia particular, si imperio, su dinero, los demás que mueren. Pero esa respuesta no está tan clara: ¡Si todos los pobres gritan, como esa viuda, el sistema tiembla!

 Ésta parábola no es una palabra particular (circunstancial) de Jesús, sino que ella recoge la experiencia más honda de la Biblia, desde los hebreos de Egipto que gritan y Dios les escucha (Ex 2). En contra de lo que se dice, al final de todo no está el triunfo militar de los más fuertes, ni el poder del dinero, sino el poder más alto, la omnipotencia del grito, un grito incesante, de no-violencia activa.

El problema está en que la mayoría callan o se doblegan ante el sistema,

 ante el orden de opresión del mundo, pidiendo pequeñas migajas, subsidios pequeños…, para que todo siga igual. Pues bien, en contra de eso, esta viuda grita, en gesto de manifestación radical. ¡Una y otra vez se eleva ante el juez!, que controla los grandes poderes del mundo (tiene a su servicio el ejército, la policía, la cárcel y el dinero). Pero la viuda tiene algo más fuerte: Su grito insistente, su protesta continua, su “huelga” sin fin (su no-violencia activa).

             Si todas las viudas del mundo gritaran, si todos los que están engañados por esta sociedad elevaran la voz y se plantaran, los grandes jueces tendrían que decir, pues no se pude vivir en este mundo enfrentándose a todos.

La omnipotencia de los que gritan, pidiendo justicia

 He visto el rostro de esta viuda por doquier,aquí en Castilla donde vivo, en la Iglesia de la que formo parte,y, de un modo especial, entre los hombres y mujeres que sufren y llaman, a lo largo y a lo ancho de la tierra. Leer más…

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“La oración de la Iglesia perseguida. Domingo 29 Ciclo C”. Domingo 29 Ciclo C

Domingo, 20 de octubre de 2019
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Iglesia persguidaDel blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre:

Un enfoque distinto de la oración

            Los cristianos para los que Lucas escribió su evangelio no estaban muy acostumbrados a rezar, quizá porque la mayoría de ellos eran paganos recién convertidos. Igual que muchos cristianos actuales, sólo se acordaban de santa Bárbara cuando truena. Lucas se esforzó por inculcarles la importancia de la oración: les presentó a Isabel, María, los ángeles, Zacarías, Simeón, pronunciando las más diversas formas de alabanza y acción de gracias; y, sobre todo, a Jesús retirándose a solas para rezar en todos los momentos importantes de su vida.

El comienzo del evangelio de este domingo (Lucas 18, 1-8) parece formar parte de la misma tendencia: “En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. Sin embargo, el final nos depara una gran sorpresa.

            En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:

            ‒ Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle:

            ‒ Hazme justicia frente a mi adversario.

            Por algún tiempo se negó, pero después se dijo:

            ‒ Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.

            Y el Señor añadió:

            ‒ Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios…

Interrumpe la lectura y pregúntate cuál sería el final lógico. Probablemente éste: Pues Dios, ¿no escuchará a los quienes le suplican continuamente, sin desanimarse?

Sin embargo, no es así como termina la parábola de Jesús, sino con estas palabras:

Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar.

El acento se ha desplazado al tema de la justicia, a una comunidad angustiada que pide a Dios que la salve. No se trata de pedir cualquier cosa, aunque sea buena, ni de alabar o agradecer. Es la oración que se realiza en medio de una crisis muy grave.

Los elegidos que gritan día y noche

Recordemos que Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 del siglo I. Algunas fechas ayudan a comprender mejor el texto.

Año 62: Asesinato de Santiago, hermano del Señor.

Año 64: Nerón incendia Roma. Culpa a los cristianos y más tarde tiene una persecución en la que mueren, entre otros muchos, según la tradición, Pedro y Pablo.

Año 66: los judíos se rebelan contra Roma. La comunidad cristiana de Jerusalén, en desacuerdo con la rebelión y la guerra, huye a Pella.

Año 70: los romanos conquistan Jerusalén y destruyen el templo.

Año 81: sube al trono Domiciano, que persigue cruelmente a los cristianos y promulga la siguiente ley: “Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo sin que renuncie a su religión”.

En este contexto de angustia y persecución se explica muy bien que la comunidad grite a Dios día y noche, y que la parábola prometa que Dios le hará justicia frente a las injusticias de sus perseguidores.

Sin embargo, Lucas termina con una frase desconcertante: Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

La venida del Hijo del Hombre

¿A qué viene esta referencia al momento final de la historia, que parece fuera de sitio? Para comprenderla conviene leer el largo discurso de Jesús que sitúa Lucas inmediatamente antes de la parábola de la viuda y el juez (Lc 17,20-37). Algunos pasajes de ese discurso parecen escritos teniendo en cuenta lo ocurrido el año 79, cuando el Vesubio entró en erupción arrasando las ciudades de Pompeya y Herculano. Muchos cristianos debieron de ver este hecho como un signo precursor del fin del mundo y de la vuelta de Jesús. Ese mismo tema lo recoge Lucas al final de la parábola para relacionar la oración en medio de las persecuciones con la segunda venida de Jesús.

La fe de una oración perseverante

El tema de la vuelta del Señor es esencial para entender el evangelio de Lucas, aunque subraya que nadie sabe el día ni la hora, y que es absurdo perderse en cálculos inútiles. Lo importante es que el cristiano no pierda de vista el futuro, la meta final de la historia, que culminará con la vuelta de Jesús y el final de las persecuciones injustas.

Pero esa no era entonces la actitud habitual de los cristianos, ni tampoco ahora. Lo habitual es vivir el presente, sin pensar en el futuro, y mucho menos en el futuro definitivo, que nos resulta, hoy día, mucho más lejano que a los hombres del siglo I.

Eso es lo que quiere evitar el evangelio cuando termina desafiándonos: Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Que nuestra fe no se limite a cinco minutos o a un comentario, sino que nos impulse a clamar a Dios día y noche.

La trampa de Lucas

Como en otras ocasiones, plantea un tema con el que el lector puede sentirse en desacuerdo: Jesús rezó sin desfallecer, hasta derramar sangre, y lo mataron; a los apóstoles los mataron; a los cristianos los persiguieron.

¿En qué consiste hacer justicia? La solución en Hechos: la comunidad perseguida no pide que le hagan justicia sino que le den fuerza para seguir proclamando el evangelio. Y eso lo consiguen por acción del Espíritu Santo.

La primera lectura (Éxodo 17,8-13)

Propone las mismas ideas del evangelio aunque de forma que a muchos puede resultar políticamente incorrecta. Los amalecitas, un pueblo nómada, atacaban a menudo a los israelitas durante su peregrinación por el desierto hacia la Tierra Prometida. Una persecución parecida a la que sufrieron los cristianos por parte de Roma. Pero Moisés no espera que Dios intervenga para salvarlos; ordena a Josué que los ataque. Lo interesante del relato es que mientras Moisés mantiene las manos en alto, en gesto de oración, los israelitas vencen; cuando las baja, son derrotados. Pero a los judíos nunca le faltan ideas prácticas para solucionar el problema. Lee el texto.

            En aquellos días, Amalec vino y atacó a los israelitas en Rafidín. Moisés dijo a Josué:

            ‒ Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón maravilloso de Dios en la mano.

            Hizo Josué lo que le decía Moisés, y atacó a Amalec; mientras Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía baja, vencía Amalec. Y, como le pesaban las manos, sus compañeros cogieron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.

Este texto ha sido elegido porque va en la línea de orar siempre sin desanimarse que intenta inculcar el evangelio. Pero la idea de usar la oración para matar amalecitas no parece la más evangélica.

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Domingo XXIX del Tiempo Ordinario. 20 octubre, 2016

Domingo, 20 de octubre de 2019
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“Para mostrar (a sus discípulos)  la necesidad de orar siempre, sin desanimarse, Jesús les contó esta parábola. Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había también en aquella ciudad una viuda que no cesaba de suplicarle: `hazme justicia frente a mi enemigo`. El juez se dijo: ´aunque no temo a Dios ni respeto a nadie, es tanto lo que esta viuda me importuna, que le haré justicia para que deje de molestarme de una vez´. Y el Señor añadió: ´cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?”.

(Lc 18,1-8)

¡Qué bella invitación nos hace Jesús! Nos llama a perseverar, a confiar en nuestro Dios.

La oración cristiana es una relación personal con Dios. Relación que nos descubre lo que en verdad somos: ¡Hijas e hijos de Dios! No hay mayor gozo para una persona buscadora de interioridad que saber que Dios Padre está esperando nuestra súplica insistente, como la de la viuda.

Súplica que es un balbuceo del corazón, una mirada confiada. Un dejarse descubrir por la ternura de Dios Padre-Madre, que no responde cansado y malhumorado como el juez, sino con amor tierno a nuestras miradas, a nuestras búsquedas, a nuestras añoranzas de interioridad.

Este es el fin de nuestra oración: llegar a las entrañas de Dios, dejarnos tocar, dejarnos atraer por su Amor. Y esta experiencia tiene retorno, no queda en las nubes perdida,  sino que nos enseña: “aprended a hacer el bien, buscad el derecho, proteged al oprimido, socorred al huérfano, defended a la viuda” (Is 1,17) todo lo contrario del juez.

Oración

Abre tu corazón, levanta la mirada más allá de lo tangible y con corazón suplicante pon en manos de Dios Padre-Madre el dolor de la humanidad y el tuyo propio. Ante Él todo se transforma.

*

Fuente: Monasterio de Monjas Trinitarias de Suesa

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Dios no tiene que hacer justicia

Domingo, 20 de octubre de 2019
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persistent_widow-60184351_stdLc 18,1-8

Comentar las lecturas de hoy es complicado porque, partiendo de ellas, tenemos que concluir literalmente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito de la elección. El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. Amalec es para Dios tan querido como el pueblo israelita, aunque los judíos sigan pensando otra cosa. La 2ª: El mito de la inspiración. No toda la Escritura es útil para enseñar. Recordad las palabras de Jesús: habéis oído que se dijo… pero yo os digo… La 3ª: el mito de la justicia de Dios. Ni ahora ni después, ni al que se lo pida con insistencia ni al que no se lo pida, va a hacer justicia humana de ninguna manera.

La Escritura es fruto de una experiencia religiosa personal, pero está expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica del mundo. Al intentar entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad, que ya no es mítica, distorsionamos el mensaje. Debemos tener la valentía de separar el mensaje del envoltorio en que ha sido transmitido. Nuestra teología ha sido un intento de convertir el mito en logos. La racionalización del mito nos impide descubrir su valor y nos lleva a una falsificación de la verdad que en él se contiene.

La modernidad cometió el error de lanzar por la borda la increíble riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico en que venía presentada con la verdad que quería trasmitir. Con el agua del baño hemos tirado por la ventana al niño. Pero las religiones, sobre todo la nuestra, sigue manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio porque después de tanto tiempo insistiendo en que había que mantener a toda costa el mito, ahora no tienen la valentía de proponer la verdad separada del mismo mito.

Hoy es imprescindible atender al contexto para entender el texto. A continuación del relato de los diez leprosos, que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre la última venida del Hijo del hombre. Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato de hoy cobra su verdadero sentido. No trata de prevenir cualquier desánimo, sino del peligro de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado. Recordemos que la expectativa de un final inmediato era el ambiente en que se vivió el primer cristianismo.

La parábola del juez y la viuda no tiene aplicación posible desde nuestra religiosidad actual. No podemos poner como modelo para Dios a un juez injusto que actúa por aburrimiento. Es que ni siquiera podemos esperar que haga justicia. Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para dentro de una hora o para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y no puede cambiar para amoldarse a una petición. No tenemos que esperar al final del tiempo para descubrir la bondad de Dios sino descubrir a Dios presente, incluso en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos que los hombres nos causamos unos a otros.

El tema es de máxima importancia, porque la oración, en cualquiera de sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre nuestra manera de entender a Dios y al hombre. Lo que esperamos de la oración de petición nos puede servir de test para comprender el estadio en que se encuentra nuestra religiosidad. Agustín, con su genialidad, nos ha metido por un callejón sin salida cuando afirmó que la oración no era eficaz, quia malum, quia mala, quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas malas, porque las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible porque, constatado que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo a Dios, pues la culpa la tenemos siempre nosotros.

De manera menos lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si terminamos creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le pedía: rematadamente malo. Cualquier argucia es buena, con tal de no vernos obligados a hacer lo único que es posible: cambiar nosotros.

No es tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. El que es objeto de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se deja arrastrar por la misma injusticia. La justicia humana se impone por el poder judicial. Cuando pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe para restablecer un desequilibrio. Para Dios todo está siempre en absoluto equilibrio, no necesita equilibrar nada. Dios no puede actuar contra nadie por malo que sea. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca contra los opresores.

En la Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Esta era la acción más propia de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos favorables como acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal tenían que concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La verdad es que ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se calla. Es muy difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la eficacia de la oración. Dios no puede hacer justicia, tal como la entendemos los humanos.

Aquí no se trata de la oración sino de la petición a Dios de justicia para los oprimidos. No debemos esperar la acción puntual de Dios, sino descubrir su presencia en todo acontecer y en toda situación. Es mucho más importante saber aguantar la injusticia que alcanzar nuestra justicia. Es mucho más importante ser siempre “justos” que conseguir justicia de otros. La justicia de Dios es una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar en el momento actual, sin que Dios tenga que hacer nada, mucho menos teniendo que echar mano de su poder.

La oración no la hago para que la oiga Dios, sino para escucharla yo mismo y darme la ocasión de profundizar en el conocimiento de mi ser profundo. Todo ello me llevará a dar sentido al sinsentido aparente. El silencio de Dios me obliga a profundizar en la realidad que me desborda y a buscar la verdadera salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. Mi justicia la tengo que hacer yo en mí. La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.

Pedir a Dios justicia, aquí o para el más allá, es mantener el ídolo que hemos creado a nuestra medida. La justicia en el más allá se inventó precisamente para armonizar la idea de un Dios justo al modo humano con la realidad de una injusticia presente. En tiempo de los macabeos se vio que los males que afligían a los seres humanos no se podían explicar como castigo de Dios, porque Antíoco estaba sacrificando precisamente a los más fieles a la Ley. Para superar esa contradicción se sacó de la manga un castigo y un premio para después de la muerte.

El mensaje de Jesús está sin estrenar. ¿A quién de nosotros se nos ha ocurrido alguna vez dar la túnica al que nos roba el manto? ¿Quién ha puesto una sola vez la otra mejilla cuando le han dado una bofetada? Ni siquiera admitimos la posibilidad de entrar en la dinámica del evangelio. Todo lo contrario, tratamos por todos los medios de que Dios se acomode a nuestra manera de pensar y actúe como actuamos nosotros. La única manera de ser justo es no practicar ninguna injusticia. Este es el sentido que tiene casi siempre “justicia” en la Biblia.

Meditación

La mayor injusticia, sufrida desde esta perspectiva,
es compatible con la plenitud humana más absoluta.
Nuestra justicia está siempre mezclada con la venganza.
Mi plenitud no está en la derrota del enemigo
sino en dejarme derrotar por mantenerme en el amor.
Esto es el evangelio. ¿Quién se lo cree?

Fray Marcos

Fuente Fe Adulta

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Jueces inicuos.

Domingo, 20 de octubre de 2019
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12190055_984102751651193_5912908670137319560_n“En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario” (George Orwell)

20 de octubre 2019. DOMINGO XXIX DEL TO

Lc 18, 1-8

Había en una ciudad un juez que ni respetaba a Dios ni respetada a los hombres

Una viuda que representa la clase más desprotegida y abandonada de aquel tiempo y un juez, golpeada por una sociedad desprotegida de los más mínimos derechos, y unos jueces inicuos que no atendían los derechos de nadie.  En la ópera Porgy and Bess, de George Gershwin (1898-1937), autor de Rahpsody in blue hay numerosas frases, fácilmente aplicables a nuestro juez inicuo Porgy: “Porgy, ahora soy tuya, sí, completamente ¡tuya!”, le decía Bess, protagonista de la obra, a su lisiado amigo, o posiblemente eso era lo que él se creía de la viuda pobre y desprotegida.

La propuesta de Jesús, en cambio, como es el caso de esta viuda, era animar a esa masa de empobrecidos y tan injustamente desahuciados, a luchar a rebelarse contra la opresión y la justicia. Una rebelión que llevaban en la sangre cristianos y judíos.

Mario Javier Sabán dice en su libro Las raíces judías del cristianismo:

“Cada vez que, los judíos se rebelaban contra el poder del Imperio, los cristianos también sufrían las consecuencias porque los romanos los consideraban un “grupo judío”, el objetivo ideológico del judeo-Cristianismo desde el 110 y el 120 fue diferenciarse totalmente del judaísmo desde el que hasta entonces formaba parte”.

Jesús habla en parábolas y en imágenes, pues sabe que las simples ideas y conceptos, se quedan cortos para significar lo que él quería decir  con las palabras, y nos ponen en la dirección correcta para alcanzar la meta del camino, lo que supone una ventaja y un peligro: la ventaja de que nos ponen en la dirección adecuada, para entender mejor a la naturaleza: el agua, el pastor, el padre, que son lo mejor para nosotros; y el error, que sacamos a veces las consecuencias indebidas.

Las novelas críticas de George Orwell (1903-1950), pensador distópico, -“representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas, causantes de alienación moral-, como la definió José María Merino- con el statu quo de su tiempo, tienen una lectura totalmente contemporánea, en las que se fustiga los abusos del poder.

Orwel dice refiriéndose a la docilidad de las masas, y por qué en muchos casos no despiertan a pesar de ser víctimas de opresión, que “Hasta el momento en que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse revelado, no será, conscientes: ese es el problema”.

Y en su faceta periodística da fe de esta máxima sobre la libertad de expresión:

“En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario, decía el novelista británico.

Pero los jueces inicuos de Lucas 18.2: –Había en una ciudad un juez que ni respetaba a Dios ni respetada a los hombres- siguen representado la justicia en nuestros días.

-He encontrado un hermoso Poema de Leonard Cohen que, a modo de protesta contra las imposiciones de Tiempo y de la Naturaleza, solfea:

Los pájaros cantan al hacerse de día:

“empieza de nuevo”,
oí que decían.

No pierdas el tiempo
pensando en lo que ya pasó
o en lo que aún no ha pasado.

Tañe las campanas que aún pueden repicar,
olvídate de tu ofrecimiento perfecto.

Todo tiene una grieta:
así es como entra la luz.
“Vuelve tu rostro hacia el sol y las sombras caen detrás de ti”.

Leonard Cohen

Vicente Martínez

Fuente Fe Adulta

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¿Orar sin desfallecer o ser cansinos en la oración?

Domingo, 20 de octubre de 2019
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imagesLc 18,1-8

Para orientarnos desde el principio, el evangelio de este domingo empieza diciéndonos que tipo de relato vamos a escuchar, una parábola, y la intención de Jesús al narrarla: enseñarles, y enseñarnos, que hay que orar siempre, sin desfallecer.

Pero no es lo mismo orar sin desfallecer que ser cansinos en la oración pidiendo a Dios que cumpla nuestra voluntad.

No desfallecer es de orantes, de los que confían y se ponen en manos de Dios, buscando su voluntad. Dejar que la oración toque y transforme nuestra vida es distinto de pedir a Dios cosas para que nos las conceda, convencidos de que cuantas más veces lo hacemos más probabilidades tenemos de lograrlo.

Lucas, el evangelista que nos presenta a Jesús como el gran orante, se vale de dos personajes muy definidos para enseñar esta actitud a las primeras comunidades cristianas.

Un juez, persona de autoridad en el pueblo, al que describe de modo muy  significativo. En tiempos de Jesús, los ejes sobre los que se asienta el comportamiento humano son Dios y los demás, el amor, el respeto o la importancia que cada persona da a ellos la definen. Al decirnos que a este juez no le importan ni Dios ni los hombres, nos está destacando la “calaña” del juez. Una persona terrible, sin principios, al margen de toda ley y al margen de todos.

Una viuda, que en ese momento era, junto con los huérfanos, el prototipo de la persona pobre, que no tiene quien la defienda, de la que muchos otros, sin escrúpulos, suelen abusar. Ya los profetas hacen llamadas a defenderlas.  Y esta mujer pide justicia a un hombre injusto el juez, que al final cede y le imparte justicia. No por compromiso ético, sino para que le deje en paz.

Cuando la gente escuchara a Jesús y entendiera que los ruegos de una mujer, que no es nada en la sociedad, conmueven el corazón de un juez sin principios, entenderían más claramente que nuestros pobres ruegos llegan al corazón de Dios.

Sorprende a la gente de entonces, y a nosotros hoy, el que un juez injusto le haga justicia. Evidentemente este juez no es imagen de Dios. No tenemos que “ganarnos” el corazón de Dios a fuerza de insistir. Esa imagen está muy lejos de Abbá que nos presenta Jesús como Buena Noticia.

Por eso la pregunta es muy importante, y marca la distancia entre lo que dice y hace el juez y el modo de actuar de Dios. ¿Es que Dios no hará justicia… o nos dará largas? Dios es justicia y está preparado para hacerla pronto. Pero no es lo mismo hacer justicia que hacer lo que nosotros queremos y a nuestro ritmo.

Las primeras comunidades cristianas viven en medio de muchas dificultades y persecuciones y su tentación es que Dios les saque de ellas, y lo haga ya. Les parecía que Dios no les escuchaba y la tentación del desanimo y el abandono de la fe y de la comunidad, estaban presentes.

Ante esta tentación, que nos lleva a pensar que Dios es un juez que no atiende a todos, Jesús nos invita a cambiar nuestra mirada y descubrir el auténtico ser de Dios. A descubrir que muchas veces la justicia que Dios quiere queda interrumpida por nuestro comportamiento injusto, que estamos siendo un obstáculo a la justicia de Dios

Orar sin desfallecer y con fe es abrirnos a la justicia de Dios y descubrir mi responsabilidad y la parte que me toca en aquello que estoy pidiendo.

No basta con insistir pidiendo a Dios que conceda la paz y la justicia a nuestro mundo, si nos somos, allí donde estamos y con todas nuestras posibilidades, constructores de paz y de justicia. La paz y la justicia que, en la oración, el Espíritu del Señor infunde en nuestros corazones. Construir el reino es trabajar en la línea de la justicia de Dios.

El evangelio de hoy, así como empezaba enmarcándolo todo para que supiéramos que estábamos escuchando, termina sorprendentemente con una pregunta abierta, para la que no tenemos una contestación rápida. La segunda venida de Jesús era algo esperado como inminente por los primeros cristianos, como nos dicen en diversas ocasiones los evangelios.  En ella se cifran muchas veces el triunfo de la justicia de Dios. Pero Lucas nos plantea, en este momento, el Hijo del Hombre ¿encontrará esta fe en la tierra? ¿Seremos capaces de perseverar hasta el final? ¿Nos mantendremos en la oración como la viuda?

Que este domingo nos ayude a renovar nuestra fe y  nuestra oración.

Mª Guadalupe Labrador Encinas fmmdp

Fuente Fe Adulta

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¿Orar todavía?

Domingo, 20 de octubre de 2019
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Manos_Oracion_JillCC-BY-SA-2_0_Flickr_120315-300x167Domingo XXIX del Tiempo Ordinario 

20 octubre 2019

Lc 18, 1-8

No podemos saber con certeza si este relato –la parábola del “juez inicuo”– salió de los labios de Jesús o, por el contrario, con mayor probabilidad –se trata de un texto que no aparece en los otros evangelios–, fue una creación de Lucas, en su interés catequético por insistir en la necesidad de orar incesantemente.

          Sea como fuere, no se podía haber elegido una comparación más desafortunada, al comparar a Dios con un juez sin escrúpulos, que cede únicamente para que dejen de importunarlo.

        Parece claro que, a medida que crece en consciencia, el ser humano se ve llevado a desechar la llamada “oración de petición”. Y ello no desde una actitud arrogante, sino gracias a una mayor comprensión de lo que se halla en juego.

          La oración de petición yerra en dos sentidos: por un lado, falsea la imagen de Dios, al dar por supuesto que podría portarse mejor de lo que lo hace y, por otro, nos mantiene en el engaño acerca de nuestra verdadera identidad.

          Esa forma de oración –y más allá de la intención del orante–, transmite la imagen de un Dios avaro de sus dones, un tanto arbitrario e incluso caprichoso a la hora de otorgarlos, a la vez que insensible –como el juez de la parábola–, ya que necesita que se le insista incesantemente para conseguir que doblegue su voluntad. ¿Qué dios sería ese, sino una mera proyección antropomórfica, fruto de una mente infantil?

          Pero hay más. Esa forma de oración identifica al orante como carencia, que necesita “algo” de fuera que lo complete: orar, desde esta perspectiva, significa implorar todo aquello que podría liberarnos de la carencia, otorgándonos un estado de mayor bienestar. Es innegable que la persona en la que nos experimentamos es sumamente frágil y vulnerable, pero es un error tomarla como si fuera nuestra identidad. Somos plenitud. Y lo único que necesitamos es tomar consciencia de ello, de una forma experiencial, para vivirnos en coherencia con lo que somos.

          Con este planteamiento, ¿deja de tener sentido la oración? Si se refiere a la oración de petición, la respuesta solo puede ser afirmativa. Sin embargo, ello no significa dejar de vivir otras actitudes orantes como el sobrecogimiento, la admiración, la gratitud y, sobre todo, el Silencio.

          La oración va tomando la forma de alineamiento con lo real, de unificación con la Vida –“Que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”–, hasta comprender que somos uno con ella. Hemos comprendido que el Dios al que nos dirigíamos no es un Ente separado, sino el Fondo último de todo lo real, también de nosotros mismos.

          Al comprenderlo, la oración se torna silencio contemplativo que nos conduce desde el estado mental –que nos identificaba con el yo separado– hasta el estado de presencia, en el que nos descubrimos como plenitud.

¿Qué “oración” vivo?

Enrique Martínez Lozano

Fuente Boletín Semanal

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No sé si hacen falta funcionarios en las curias y en los entramados episcopales, lo que hace falta es evangelio, el evangelio de la misericordia

Domingo, 20 de octubre de 2019
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índiceDel blog de Tomás Muro La Verdad es libre:

DOMUND / MISIONES

  1. Eu – angelion: buena – noticia.

         Si a nosotros, cristianos-católicos, (sobre todo cristianos-católicos del ámbito hispano de los últimos 30 años, más o menos) nos observaran y analizaran “desde afuera” gentes de otras religiones (o simplemente no creyentes), ¿qué dirían acerca del cristianismo? ¿Nos verían como quienes viven serena y gozosamente una buena noticia, el evangelio? ¿O más bien nos verían como quienes andamos siempre barajando –y polemizando- tres o cuatro cosas de tipo moral y eclesiástico?

         El mismo Francisco detecta este estado de cosas cuando decía en una entrevista que:

No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Yo no he hablado mucho de estas cuestiones … no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar.[1]

El Evangelio es amable, sanante, salvífico para nuestra vida. El habitat evangélico y eclesial es “un hospital de campaña tras una batalla. Lo que la Iglesia necesita con urgencia es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones”.[2]

         Heridas tenemos muchas en la vida. Cada cual podemos diagnosticarnos nuestras heridas:

Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Miguel Hernández (1910-1942)

  1. Misionar no es adoctrinar

         Todavía perviven entre nosotros, en nuestras tramoyas eclesiásticas modos y maneras doctrinarias y de fanatismos.

¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas.[3]

         Evangelizar es ante todo, curar heridas. Si un misionero diera una conferencia en Guinea Ecuatorial o en el Altiplano boliviano sobre lo pernicioso que es el colesterol, tendría “toda la razón” del mundo, pero sería algo perfectamente insensato. ¡Pero no ves que los niños y la gente se están muriendo de hambre, de malaria y de pena!

         ¿Para qué tanta precisión teorizante, tanto “filioque” si la gente entre nosotros no tiene ganas de vivir, se suicida, sufre angustia, está en paro, etc.?

Los ministros de la Iglesia deben ser, ante todo, ministros de misericordia … a las personas hay que acompañarlas, las heridas necesitan curación … ¿Cómo estamos tratando al pueblo de Dios? Los ministros de la Iglesia tienen que ser misericordiosos, hacerse cargo de las personas, acompañándolas como el buen samaritano que lava, limpia y consuela a su prójimo. Dios es más grande que el pecado.[4]

         Volvamos al Evangelio. Sintamos el alivio, la misericordia de Dios en nuestro interior.

A lo mejor a alguien le pueda parecer algo heterodoxa la expresión, pero en ocasiones y situaciones hay que echar mano de ella: si lo eclesiástico te ha hecho daño, descansa en el Evangelio. ¡Estos modos eclesiásticos cansan tanto en la vida! Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviare. (Mt 11,28).

  1. Evangelio de misericordia. Ser misionero.

         En el papa Francisco llama la atención y alivian las frecuentes alusiones que hace al Evangelio de misericordia, a ser misericordiosos. El evangelio solamente será tal si es bondad y amabilidad. Incluso el confesonario, no es una sala de tortura, sino aquel lugar de misericordia.[5]

         Ser misionero, catequista, servir en la Iglesia no es mantener el orden público, sino transmitir la bondad de Dios.

Los ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche … El pueblo de Dios necesita pastores y no funcionarios “clérigos de despacho”.[6]

         Yo no sé si hacen falta funcionarios en las curias y en los entramados episcopales, lo que hace falta es evangelio, el evangelio de la misericordia. Y en el cristianismo, para sentirse querido “no hay que pasar por ventanilla”.

         Posiblemente a muchos de nosotros, el momento actual de Francisco nos ayude a recuperar el Evangelio de JesuCristo.

  1. Solidaridad con las iglesias.

         Con frecuencia evocamos y oramos por las misiones en nuestra Eucaristía. Seamos solidarios en la fe con tantas comunidades extendidas por toda la tierra:

Pobres comunidades africanas atendidas por un catequista nativo africano. Estas comunidades no tienen sacerdotes, pero tienen evangelio y fe. Comunidades en Latinoamérica alentadas por el espíritu de un modo eclesial vivido desde los pobres, (Teología de la Liberación) con el testimonio de tantos mártires. Comunidades del -para nosotros- lejano mundo oriental en cuyas tradiciones y religiones hay semillas de  la Palabra

Son hermanos nuestros en la fe y en la esperanza. En este día misional seamos solidarios en la fe y en la caridad.

  1. Gracias por el evangelio y la fe

         En este día misional nos hará bien evocar agradecidamente, recordar a quienes nos han transmitido el evangelio y han sembrado en nosotros la semilla de la fe: nuestros padres, algunos nobles sacerdotes, quizás alguna catequista, algún buen profesor, etc.

Las dos actitudes son valiosas y amables: el agradecimiento y la fe en el evangelio.

Gracias a nuestros mayores que sembraron la semilla lo mejor que supieron y pudieron. Nosotros hemos sido tierra lo más noble que hemos podido. Alguna piedra habrá en nuestro campo, alguna mala hierba – cizaña, pero sin duda que hemos procurado hemos sido tierra noble. El evangelio -la Palabra- ha iluminado e ilumina nuestras vidas. A lo largo de nuestra vida, en muchas situaciones a veces normales, en ocasiones difíciles: opciones, enfermedades, muertes, etc. el Evangelio nos ha dado luz, nos ha liberado, ha dado sentido a nuestra vida.

06     Y ¿hoy en día?

Tal vez hoy en día la misión, “las misiones” las tenemos en casa. Ya en nuestra misma diócesis se bautizan menos del 50% de los que nacen. Ha descendido mucho el número de niños que hacen la primera comunión, igual que ha bajado el número de adolescentes-jóvenes que se confirman La descristianización es profunda, si nos tapamos los ojos y no  somos sinceros en nuestros planteamientos pastorales, al menos seámoslo en el diagnóstico.

Estamos viendo ya cómo están viniendo a nosotros cristianos de otras latitudes. Las varias Iglesias evangélicas que hay en nuestra ciudad de San Sebastián están llenas de cristianos provenientes de Latinoamérica. Las dos comunidades ortodoxas entre nosotros son de proveniencia rumana y del patriarcado de Serbia: ucranianos, rusos, etc. Están viniendo a algunas diócesis sacerdotes polacos, rumanos y de Latinoamérica.

Los clásicos decían que bonum est diffusivum sui: el bien tiende a difundirse. Es decir: lo que para nosotros es bueno, tratamos de comunicarlo, enseñarlo. Hoy en día la pregunta de fondo es si el evangelio ya no es un bien a comunicar a los demás.

Habremos de emprender una nueva evangelización.

  • o Los padres evangelizan a sus hijos con los esquemas de vida en que se desarrolla la vida familiar, con los criterios que barajamos a la hora de escoger un colegio – ikastola para los niños y cuando éstos ya van avanzando en edad, ¿qué criterios se siguen a la hora de escoger una carrera?
  • o Evangelizar en los colegios y catequesis. ¿Llegan los colegios realmente a evangelizar? Cuando se dice que los niños-adolescentes pasan muchos años en el colegio, es verdad: un niño puede pasarse 18 años “sentado en un pupitre” en un colegio católico, pero no parece que eso signifique que salgan cristianos de las aulas. Los muchachos de los colegios católicos no duran en el ámbito cristiano más, que los que pasan por las aulas de los colegios laicos e institutos. No pocas de las “primeras comuniones” de muchos niños, son casi la “ultima”.

         Posiblemente la evangelización no es cuestión de masas sino algo más humilde y personal y ya no contarán tanto los números de la cristiandad, sino la sencillez de los pequeños grupos. La cristiandad que hemos conocido previsiblemente no va a volver por más que nos resistamos numantinamente. Eso es una nostalgia que tiene que ver más con el poder que vamos perdiendo que con la siembra evangélica.

         Sembrar es noble y callado.

Una convivencia bien llevada, una vida familiar amable y austera es sembrar. Una clase bien preparada y dada lo mejor posible, es evangelizar. Inyectar criterios evangélicos en la estructura de un plan de educación es misionar.

Id por todo el mundo y predicad el evangelio de la bondad de Dios

[1] Francisco, Busquemos ser una  Iglesia que encuentra caminos nuevos. Entrevista de Antonio Spadaro, director de Civiltà Cattolica, Quaderno N° 3918 del 19/09/2013 – (Civ. Catt. III 449-552 )En español: Razón y Fe, pp 14-15).

[2] Ibid, ‘ 13.

[3] Ibid, p 13.

[4] Ibid, p 13

[5] Ibid, p 14.

[6] Ibid, p 13.

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