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Porque no somos nada, lo somos todo

Viernes, 19 de julio de 2019

Del blog Amigos de Thomas Merton:

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La vida de Merton no fue una vida romántica con un hagiógrafo escondido tras cada árbol tomando nota cada vez que Merton se sonaba la nariz. Su vida solitaria fue pobre, como han de serlo todas las vidas solitarias. Se levantaba antes del amanecer con una mentalidad «no del todo reconciliada con estar fuera de la cama». Comía, trabajaba, caminaba en el bosque y oraba. En el invierno pasaba frío y en el verano, calor. Y ese es el verdadero yo. Es un yo que no es nadie, que es común y pobre. Es ese yo ordinario el que es extraordinario porque, uno con el momento, uno con la realidad concreta de cada día, es el yo que Dios creó, el yo pobre que se hace rico en la indigencia de la cruz.

El mensaje que Merton nos propone es que cada cual viva en la ermita de su vida diaria. Por debajo de todos nuestros logros, planes, viajes y conquistas, no tenemos nada salvo la vida. Cuando tomamos agua, cuando en silencio vemos jugar a los niños, cuando caminamos mientras hace frío y sentimos frío, estamos en la vida, somos uno con ella y por eso somos uno con Dios. Por consiguiente, tengamos lo que tengamos, siempre es suficiente, porque ninguna cosa basta. No importa dónde estemos, porque no estamos en ningún lugar. No importa lo que lleguemos a ser, porque no somos nadie. Pues en el terreno de nuestro ser, vivimos la vida de Cristo. En la base misma de nuestro corazón, Dios se hace presente en nuestra simple presencia a la vida.

El gran peligro de toda espiritualidad es que esta puede llegar a convertirse fácilmente en un sucedáneo de la presencia a la vida. Con demasiada frecuencia la búsqueda de experiencias religiosas y la promoción de espiritualidades han acabado por ser formas de ejercitarnos en cuidar y alimentar vacas sagradas. Las vacas sagradas son importantes; son las estructuras simbólicas y míticas que nos otorgan identidad social. No hay que negarlas ni abusar de ellas, porque podrían volverse en nuestra contra asumiendo formas de barbarie y destrucción introyectadas a la par que proyectadas socialmente. Pero contamos con la puerta de la oración. Disponemos de la verja del amor desprendido, el acceso a la Presencia. Es un umbral estrecho. Se encuentra en el centro mismo de nuestro ser. Y cuando entramos en esta tierra de «música callada» y «soledad sonora», las vacas sagradas deben contentarse con pastar fuera de la verja. Al entrar en esta tierra aprendemos a distanciarnos de lo que las vacas sagradas querrían de nosotros. Aprendemos a pastorearlas en lugar de ser domesticados por ellas. En esta tierra aprendemos que la entrega de nuestra vida entera a Dios es lo que nos permite alcanzar la libertad de los hijos de Dios. En esta tierra descubrimos que «no somos nada. Lo somos todo». Y eso es así porque Dios lo es Todo en todo y nos ha atraído hasta Sí y vive y se deleita en nosotros. No necesitamos nada que nos sostenga más de lo que necesita la luna o una simple brizna de hierba húmeda con el rocío de la mañana.

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James Finley
El palacio del vacío de Thomas Merton
Sal Terrae

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