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“Por la paz y la vida”, por Gema Juan OCD.

Jueves, 5 de febrero de 2015
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15072592446_a0761b50bd_mLeído en su blog Juntos Andemos:

«Un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro y angosto. El suelo me pareció de un agua como lodo muy sucio y de pestilencial olor… Al cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de una alacena, adonde me vi meter en mucho estrecho».

Estas podrían ser las palabras de un prisionero de guerra o las de un soldado, conducido por un túnel que lleva a otro puesto de combate. También las que siguen:

«Los dolores corporales tan incomportables… y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar… Y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor».

Y estas, las de muchos recluidos o desplazados que no han tenido la suerte de ir a dar en un campo de refugiados, en condiciones humanas mínimamente dignas:

«Estando en tan pestilencial lugar, tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en este como agujero hecho en la pared. Porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mismas, y todo ahoga. No hay luz, sino todo tinieblas oscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve».

No es agradable leer estas palabras. Desde los lugares donde se vive con paz y seguridad, resultan exageradas y tal vez malsonantes, como si de alguna manera quisieran robar la tranquilidad y alterar las conciencias, sin necesidad.

Sin embargo, estas palabras no pertenecen a ninguna guerra, a ningún soldado o prisionero, a ningún refugiado. Las escribió una monja del s. XVI, Teresa de Jesús. Están escritas en un libro –Libro de la Vida– donde ella cuenta su historia de fe, su experiencia íntima de la salvación.

Desde Ucrania hasta Irak, pasando por Gaza o Siria, Honduras o Sudán… la lista de países donde está desatada o instaurada la violencia es demasiado larga para un mundo que cree ser civilizado. Las guerras, y el reguero que dejan, son infiernos y la ingente masa humana que desplazan vive el suyo particular.

Las duras palabras de Teresa relatan su experiencia del infierno. Impresiona hasta qué punto penetró en el misterio del mal. Esa vivencia la acompañará el resto de su vida y le llevó a decir: «Todo me parece fácil en comparación de un momento que se haya de sufrir lo que yo en él allí padecí». Quedó impreso en ella el horror que el ser humano puede vivir.

Teresa vivió esa experiencia como una de las mayores gracias recibidas, porque la visión del infierno abrió su vida a la compasión y al compromiso, de manera definitiva. Se asomó al sufrimiento humano desde los parámetros de la religiosidad de su tiempo, de modo que no podía ver refugiados o prisioneros, ni otras mil cosas, pero sí seres humanos que se perdían sin solución y no podía soportarlo.

Por eso, decía: «De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan… y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece, cierto, a mí que, por librar una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana».

El choque interno que sentía entre la inmensa misericordia que rodeaba su vida y la que parecía faltar en tantas otras, no le permitió quedarse quieta. No dudaba que la misericordia de Dios envuelve todo, pero sabía que los caminos humanos son muchas veces tortuosos y rompen la paz, hasta despojar de ella a otros.

Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad puede acercarse al infierno. Cerrar los ojos, hacer como que no pasa nada, no deja de ser algo inhumano. Teresa escribió que «en cosa que tanto importa, no nos contentemos con menos de hacer todo lo que pudiéremos de nuestra parte. No dejemos nada».

Es necesaria una respuesta. Desde unos mínimos, que ella no calla: «No me acuerdo vez que tengo trabajo ni dolores, que no me parece nonada todo lo que acá se puede pasar, y así me parece en parte que nos quejamos sin propósito». Sería abrir la conciencia y ser consecuente.

Hasta acciones y elecciones vitales. Porque Teresa es la fundadora del Carmelo descalzo y ese Carmelo nació tras esta experiencia. Al darse cuenta de la inmensa necesidad humana que hay en el mundo, se dijo a sí misma: «Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese».

El compromiso cotidiano: orar, crear hermandad, hacer lo que está al alcance y vivir conforme a lo que se cree. Decir, como Teresa, «cueste lo que costare… aquí está mi vida». Todo, con tal de disminuir un poco los infiernos del mundo y de abrirlos al Dios de la vida, a quien ella decía: «No matáis a nadie -¡vida de todas las vidas!- de los que se fían de Vos y de los que os quieren por amigo; sino sustentáis la vida del cuerpo con más salud y daisla al alma».

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