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¿Quién calmará nuestra ira?

Martes, 19 de julio de 2022
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manos-sucias-hogar-pobre-hombre-pan-sociedad-capitalismo-moderno_140289-16“El cristianismo presenta en este sentido un razonamiento imbatible”

“Fluye la convicción de que la historia dirigida en términos de ‘capitalismo universal’, no ofrece salida ni para la mayoría de la gente, ni para las generaciones futuras, ni para la casa común”

“La impresión es que la voz más atrevida, la que dice que no hay más salida que el caos, tiene un eco que para sí quisieran otras. Ya, sí, quizá, pero ¿quiénes la acaban pagando y cuánto en cada caso? No olviden esta pregunta. Las víctimas”

“Es vieja la queja que aquí planteo, pero en la memoria colectiva tiene que quedar a fuego que el hambre y la sed de justicia para todos es el primer presupuesto ético indiscutible de la vida humana en común”

“El cristianismo presenta en este sentido un razonamiento imbatible para identificar por qué el bien común justo: responder las preguntas de convivencia desde el hambre y la sed de justicia para todos”

A menudo salta a los medios la voz de algún renombrado hombre o mujer de la cultura cuya palabra nos deja por su sencillez y acierto conmocionados. De alguna forma, todos aspiramos a dar con ese autor de referencia que nos confirma en lo que intuimos. También conocemos personas cuya manía es siempre llevar la contraria al común y adoptar posiciones o explicaciones inesperadas. Sorprender, para bien o para mal, siempre es una habilidad.

Pero ¿cómo pondremos algún orden en el revuelto de ideas si todo vale igual y lo mismo? Porque el derecho a decir lo que uno quiera, en uso de la legítima libertad de expresión, es el no va más sobre la palabra, pero el valor del contenido de lo dicho, esa es otra cuestión.

Es clásico recordar que las personas somos absolutamente respetables y con un derecho inalienable a decir, pero nuestros dichos siempre son absolutamente discutibles. Esta realidad de opiniones y juicios, venidos de todos los lados y en todos los modos imaginables, nos coloca en una posición difícil para ordenar cuidadosamente la palabra sobre qué supone, por ejemplo, la salida justa de una sucesión de crisis como las ahora encadenadas; o qué pensar de la forma como se enreda el mundo en un cruce de potencias que se disputan la hegemonía económica y militar; o si en la guerra estamos en un lado de palabra y en otro con los hechos; o, y es otro ejemplo, si las religiones tienen un futuro, sean las históricas renovadas o las nuevas espiritualidades que podrían llegar, si al ser humano le es imposible vivir sin buscar un sentido último a la existencia, a menos que le obliguen a dejar de ser humano; o, por fin, si nuestra voluntad de vivir en libertad es imposible, porque el modo social capitalista, concentrado al máximo en poderes opacos que a nadie dan cuenta, se lo impide a la inmensa mayoría del común.

En este contexto, la impresión es que la voz más atrevida, la que dice que no hay más salida que el caos, porque cuanto peor, mejor para todos, y porque si todo estalla, podremos empezar de nuevo con alguna posibilidad de dar con algo nuevo, tiene un eco que para sí quisieran otras. Ya, sí, quizá, pero ¿quiénes la acaban pagando y cuánto en cada caso? No olviden esta pregunta. Las víctimas.

Evidentemente, lo dicho no significa que lo pensemos a cada paso, pero en el ambiente fluye la convicción de que la historia dirigida en términos de “capitalismo universal”, no ofrece salida ni para la mayoría de la gente, ni para las generaciones futuras, ni para la casa común, nuestra pequeña Tierra. Parecería entonces que, con cierta facilidad, habríamos de movilizarnos en torno a objetivos tan claros como universales. Obra, empuja y acuerda un modo de vida, en libertades, paz, consumo y uso de la Tierra, que te asegure entregarla a las generaciones futuras, ¡tus hijos e hijas, tus nietos y nietas!, en unas condiciones como, al menos, tú la recibiste y vigila que no los arruinas con tus opciones de hoy. Algo así es el principio de justicia si dices que estás de su parte y los amas.

Esta pequeña progresión para deslindar quiénes somos los humanos, y si respetamos esa dignidad que nos reconocemos, es una reflexión repetida, lo sé, pero a la vez cuestionada y negada. Nada puede decirse de una democracia y sociedad humana de bien si damos por buena la desigualdad incontable en que se asienta, o la importancia de una guerra por su distancia a nuestra casa. La idea de que vamos a empujar por un mundo tan digno, que no acepte la injusticia contra los otros más débiles que yo, no puede causar desprecio por parecer una quimera de niños o poetas. La pregunta primera de toda persona digna no es si me respetan en los derechos fundamentales, sino si me respetan en los derechos de los otros más débiles que yo; y, solo, porque han nacido en otra tierra, otra sociedad y otra familia. Sin elegir y sin haber errado en nada, a unos nos viene una condición social, -ojo, es el sustrato material de la dignidad-, y a otros les toca otra mucho peor, y, entonces, todo el lenguaje ético de mi sociedad está viciado por un mentira original. Así nace el artificio de la libertad en una sociedad moderna, la que da por inevitable lo que hay, un desorden social bien engrasado para que reproduzca posiciones heredadas de centro y periferia.

Es vieja la queja que aquí planteo, pero en la memoria colectiva tiene que quedar a fuego que el hambre y la sed de justicia para todos es el primer presupuesto ético indiscutible de la vida humana en común; el único que hace justicia a todos, lo pretende, sin dejarse generalizar en un universalismo tramposo.

El cristianismo presenta en este sentido un razonamiento imbatible para identificar por qué el bien común justo (el que dota de equidad a la vida social de todos) supera claramente al interés general (el que se conforma con atender a la mayoría social de peso). No es poco ni pequeño este último objetivo, apenas perseguido en serio, pero la ética social desde los más ignorados y desposeídos tiene otra medida para hablar de la paz: responder las preguntas de convivencia desde el hambre y la sed de justicia para todos.

Fuente Religión Digital

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Consuelo Vélez: “Ser los primeros en apostar por el bien común en todos los casos”

Martes, 31 de agosto de 2021
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DC0DCC5A-7CFD-432B-A259-6D2792CAAF4BDe su blog Fe y Vida:

Libertades individuales y bien común.

Si el coronavirus es tan contagioso ¿cómo es posible que dudemos en tomar todas las medidas necesarias -y hasta exagerando- para evitar que los demás sean contagiados?”

“El bien común limita nuestra libertad individual, impide que tengamos más beneficios propios, deja en segundo lugar los intereses particulares para que el bien de los demás se ponga en primer plano”

“Si los que nos decimos creyentes no vamos ‘de primeras’ mostrando que creemos en el Padre/Madre de todos y por eso posponemos los propios intereses en favor del bien común ¿de qué fe estamos hablando?”

La tensión entre las libertades individuales y el bien común siempre existirá refiriéndose a muchas situaciones de cada día. Con el coronavirus de nuevo esa tensión ha salido a la luz y no es fácil ponerse de acuerdo. Desde Francia y otros países que se precian de la defensa de las libertades individuales hasta los países que ni siquiera tienen todavía acceso a las vacunas, hay muchos que piensan que no les deben imponer nada porque sería violentar sus libertades, como muchos otros que defienden la necesidad de que haya regulaciones y se decreten las medidas necesarias para garantizar la marcha de la sociedad. Y así seguiremos en ese debate y tal vez nunca logremos estar de acuerdo.

Pero me quiero referir a las experiencias religiosas y, concretamente al cristianismo, en el que la propuesta central es la fraternidad/sororidad, el bien común, la defensa del más desfavorecido, el compartir de bienes, etc., para cuestionar si, en verdad, nuestra fe se pone en primer plano para funcionar en la sociedad, si nuestro testimonio es claro y creíble, si lo que predicamos lo aplicamos.

Independientemente de que el Estado regule o no, la coherencia entre lo que creemos y vivimos podría ser mucho más evidente en nuestra sociedad. Si el coronavirus es tan contagioso ¿cómo es posible que dudemos en tomar todas las medidas necesarias -y hasta exagerando- para evitar que los demás sean contagiados? Si la muerte ha golpeado tan real y de manera indiscriminada a tantos, ¿cómo no evitar a toda costa que las personas mueran y que se colasen los servicios de salud pública? Sinceramente a mi me parece tan obvio que, desde la fe, lo que nos interese sea el bien común, que no logro entender por qué tantas personas de fe, no se disponen con diligencia y generosidad a pensar en los otros/as antes que en sí mismos.

Ya en la Conferencia Episcopal Latinoamericana y Caribeña celebrada en Puebla (1979) la Iglesia se preguntaba cómo era posible que, en un continente creyente, fuera tan inmensa la brecha entre ricos y pobres, tan inmensa la injusticia estructural. Y han pasado más de cuarenta años y la pregunta sigue vigente porque quienes luchan por erradicar la injusticia estructural y buscan caminos de transformación social, muchas veces son las personas menos creyentes, mientras que tantas otras que se precian de ser cristianas, engrosan cada vez más las tendencias neoliberales y las visiones de extrema derecha, fundamentadas en el beneficio propio, en las libertades individuales, en la mayor ganancia, en el progreso de los más fuertes.

La vida cristiana ¿no debería sacudirse de su ceguera evangélica y lanzarse a vivir lo más propio de ella: la acogida del reino de Dios que se inauguró con Jesús, en la comunidad de hermanos y hermanas que testimonian la fraternidad/sororidad de los hijos e hijas de Dios?. Esto implicaría que fuéramos los primeros en apostar por el bien común en todos los casos, en todas las circunstancias, en todos los momentos. Por supuesto el bien común limita nuestra libertad individual, impide que tengamos más beneficios propios, deja en segundo lugar los intereses particulares para que el bien de los demás se ponga en primer plano.

Esto es lo que Francisco expresó muy bien en la Encíclica Fratelli Tutti (n. 120), refiriéndose a la propiedad privada: “(…) Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. En esta línea recuerdo que la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada. El principio del uso común de los bienes creados para todos es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social, es un derecho natural, originario y prioritario. Todos los demás derechos sobre los bienes necesarios para la realización integral de las personas, incluidos el de la propiedad privada y cualquier otro, no deben estorbar, antes, al contrario, facilitar su realización (…). El derecho a la propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados, y eso tiene consecuencias muy concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y originarios, dejándolos sin relevancia práctica”.

Y más sencillo aún, el mandamiento del amor: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” (Mc 12, 28-31) es a la vez, tan claro y tan determinante, que solo con tenerlo presente podría ser suficiente para que los cristianos antepongamos el bien común, frente al propio interés. Hablar de comunidad no es un slogan, una moda o una característica abstracta. Es vivir con otros/as en la vida real, con lo que ella nos trae cada día y que en este tiempo pasa por el control del coronavirus, la distribución de los bienes de la tierra, el cuidado de la casa común, y tantos otros desafíos actuales que reclaman mucha calidad humana, mucha honestidad y verdaderos principios éticos. Y si los que nos decimos creyentes no vamos ‘de primeras’ mostrando que creemos en el Padre/Madre de todos y por eso posponemos los propios intereses en favor del bien común ¿de qué fe estamos hablando?

(Foto tomada de: https://blog.fevecta.coop/Alianza-entre-cooperativismo-y-sindicalismo-para-el-bien-comun/)

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Adela Cortina: “O sacamos los arrestos éticos, o muchos quedarán en el camino”

Miércoles, 1 de abril de 2020
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corti2Asegura que la sociedad va a “cambiar radicalmente” después de esta crisis

 La filósofa y catedrática de Ética explica que hay que decidir si se quiere una sociedad unida en la que trabajen todos juntos para que la gente esté mejor, o una marcada por la separación y el ir “unos contra otros”

“No se trata de hacer una jugada corta”, sino de “construir el futuro”

“Tenemos que sacar todos nuestros arrestos éticos y morales y enfrentarnos al futuro con gallardía, porque si no mucha gente va a quedar sufriendo por el camino, y a eso no hay derecho”, advierte la filósofa y catedrática de Ética Adela Cortina ante la pandemia de coronavirus.

En una entrevista con EFE, Cortina (Valencia, 1947) asegura que la sociedad va a “cambiar radicalmente” después de esta crisis, que habrá “un antes y un después” y que para poder salir delante se va a necesitar toda “la capacidad moral y todo el “capital ético” de cada uno.

Plantearnos el futuro y decidir unidad o disgregación

La catedrática de Ética de la Universitat de València destaca que los seres humanos tienen ahora que plantearse el futuro y decidir qué quieren: si una sociedad unida en la que trabajen todos juntos para que la gente esté mejor, o una marcada por la separación y el ir “unos contra otros”.

“Si elegimos el conflicto, la polarización y la disgregación, se nos irá todo al traste y sufrirá todo el mundo, desde los más vulnerables, por supuesto, pero también los más poderosos”, afirma Cortina, que en 2008 ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Insiste en que la solidaridad, la justicia y las buenas decisiones “se cultivan”, y eso va conformando un “carácter” en los pueblos y las gentes

“Si nos damos cuenta de que lo importante es estar unidos, porque las personas lo merecen y porque tenemos que trabajar juntos, nos irá muchísimo mejor”, sostiene, e insiste en que todo depende de la libertad de elección de cada persona y asegura que “hay mucho margen de maniobra” por parte de todos.

Cultivar la solidaridad y las buenas costumbres cada día

Insiste en que la solidaridad, la justicia y las buenas decisiones “se cultivan”, y eso va conformando un “carácter” en los pueblos y las gentes. “Nunca es tarde para empezar”, asegura y precisa que el coronavirus ha dado lugar a “brotes de solidaridad”, pero hay que ver cómo se actúa cuando no haya una “amenaza constante”.

Nos estamos jugando mucho cada día, aunque solo nos acordamos de todas estas cuestiones en momentos de grandes amenazas, de grandes catástrofes o de grandes guerras: en esos momentos pensamos que habría que hacer las cosas mejor”, sostiene.

Cortina, Premio Nacional de Ensayo en 2014 por “¿Para qué sirve realmente la ética?”, reivindica que no hay que esperar a que haya una “desgracia rotunda” para darnos cuenta de que la humanidad “viviría mucho más feliz y mucho más contenta, y todos podrían salir adelante y seguir son sus planes de vida” si en cada ámbito de la vida social se trataran de alcanzar los fines por los que existen.

“A ver si aprendemos que, igual que el campo hay que cultivarlo día a día para que las plantas crezcan, nosotros también tenemos que cultivar las buenas costumbres, las buenas aspiraciones y hábitos y los grandes ideales en cada momento, no solamente cuando aparece una catástrofe aterradora”, afirma.

No hemos aprendido nada de la crisis de 2007

Destaca que siempre se dice que hay que convertir las crisis en oportunidades de crecimiento, pero se teme que de la crisis económica de 2007 “no hemos aprendido nada”. “Veo (tanto en la ciudadanía como en la política) las mismas actitudes de antes, el mismo jugar al día, a la baza más cercana, nunca pensar en el medio y largo plazo”, afirma la filósofa, que añade: “No se trata de hacer una jugada corta”, sino de “construir el futuro, que es algo muy amplio”, cada día.

Pero confía en que se aprenda de la crisis actual, por un motivo: “Después de la catástrofe vamos a vernos con tal cantidad de retos y de problemas por resolver que, como no lo hagamos con ese pensamiento del medio y largo plazo va a quedar muchísima gente por el camino, en la cuneta”.

Las empresas tienen que ser éticas en los ERTE

La también presidenta de la Fundación Etnor (Ética de los Negocios y las Organizaciones Empresariales) defiende asimismo que en estos momentos las empresas “tienen que ser éticas, por supuesto que sí”.

“Si hay empresas que aprovechan este momento para eliminar puestos de trabajo de una manera que no es en absoluto necesaria, eso es una inmoralidad impresionante, y una buena empresa no lo hace”, alerta.

Afirma que, en este momento, seguir con un puesto de trabajo es fundamentalísimo para la vida de las personas” y eso “una empresa ética lo tiene en cuenta“. Las que “despiden a gente sin ninguna necesidad” son “malas empresas”, añade.

Y concluye que lo mismo se puede aplicar a la política: “La que no se preocupa del bien común es una mala política, además de inmoral”.

Fuente Religión Digital

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“El bien común en tiempos de desconfianza”, por Marco Antonio Velásquez

Jueves, 8 de junio de 2017
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enciclica-rerum-novarum-sobre-la-cuestion-obrera-13696-mla138174624_984-fEl 15 de mayo se cumplen 126 años de la promulgación de la primera encíclica social de la Iglesia, la Rerum Novarum de León XIII. Con dicho documento magisterial la Iglesia irrumpe en el campo de la justicia social, iluminando el quehacer de la política y de la economía, en una época de grandes transformaciones sociales.

Se inaugura así un gran capítulo de la historia, donde la Doctrina Social de la Iglesia acompaña al desarrollo de importantes movimientos sociales. Su mayor contribución será el discernimiento moral del bien común, al subordinar el interés privado a la supremacía de este bien superior. Queda así trazado el límite de lo que es bueno y justo, respecto de lo malo e injusto.

Así, la Doctrina Social de la Iglesia se transforma en un criterio de orientación de la conducta humana para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, pero para los cristianos adquiere el valor de una obligación moral.

En el contexto de una realidad global, Chile acumula una larga lista de lacras sociales que han dañado gravemente la convivencia cívica. Ahí están los abusos, la corrupción y la injusticia social, que provocan indignación y desconfianza. En la base de estos males es vulnerado gravemente el anhelo universal del bien común.

La tarea de articular el bien común es responsabilidad individual y colectiva, de la que nadie queda excluido. Sin embargo, la más elevada manera de favorecer el ejercicio de este bien superior es la función política y el servicio público. En esa lógica, el desprestigio de la política encuentra sus raíces en demasiados hechos en que el interés privado, partidista o de grupos de presión ha suplantado al bien común.

Consecuentemente, la ciudadanía responde a la transgresión del bien común con desconfianza. Sin embargo, ello tiene un perjuicio inevitable, en cuanto quebranta el propio sistema democrático, debilitando su estructura y sus funciones.

Lamentablemente, en Chile, junto con las conductas personales y colectivas que vulneran el imperio del bien común, hay un elemento estructural propio que ha impedido su ejercicio pleno y es la Constitución de 1980. Su porfiada vigencia garantiza el derecho preferente de unos pocos en perjuicio del interés general, representado por la necesidad de garantizar derechos sociales universales.

En dicha constitución el eufemismo neoliberal remite erróneamente a la Doctrina Social de la Iglesia mediante el denominado rol subsidiario del Estado. Bajo ese principio se establece la no discriminación del Estado en materia económica, para consagrar la libertad económica privada y restringir la acción del Estado a un rol subsidiario y pasivo, allí donde no existe iniciativa privada.

Dicho precepto constitucional encuentra su símil en el principio de subsidiaridad de la Doctrina Social de la Iglesia. Sin embargo, hay una diferencia sideral en cuanto el rol subsidiario exacerba la libertad económica, mientras el principio de subsidiaridad establece la obligación moral del Estado de asegurar la realización plena del bien común, tendiente a garantizar derechos sociales fundamentales.

En un país de innegable raíz cristiana como Chile, surge una consecuencia moral incuestionable y es el imperativo del bien común. Al respecto, es oportuno tomar conciencia que entre los ciudadanos existe una reserva moral que se mantiene intacta y que remite a él, prueba de ello es el repudio social de la indignación que despiertan las faltas a la probidad de algunos actores políticos y sociales.

Actualmente Chile enfrenta una importante encrucijada histórica en un contexto de desconfianza social generalizada. El país, o se deja llevar por interesados ideologismos o decididamente opta por volver a darle cabida a la moral del bien común, como el principio rector de la conducta pública que debe regir el comportamiento de sus líderes sociales.

En medio de la desconfianza que afecta a muchas instituciones fundamentales del país, hay la gran oportunidad de abrir el camino de retorno al imperio del bien común.

Marco Antonio Velásquez

Fuente Fe Adulta

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