Madrid.

ECLESALIA, 06/05/22.- En los evangelios de Marcos y Mateo, Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Y estos contestan: “Unos dicen que eres Juan Bautista que ha resucitado, otros que Elías, otros que un profeta”. “Y vosotros quién decís que soy”. Pedro, en nombre de sus compañeros contesta: “Tú eres el Mesías”. Sea o no esta escena histórica, esta pregunta y su respuesta representan la preocupación y el enigma que representaba la condición de Jesús entre la gente que oía sus palabras y era testigo de sus obras.

También a cada uno de nosotros, cristianos de todas las épocas, nos resuena esta pregunta: “¿Quién es para nosotros Jesús?”

Los contemporáneos de Jesús, al escuchar sus enseñanzas, quedaban admirados de su sabiduría y su autoridad y se preguntaban: “¿De dónde saca esta sabiduría y esta autoridad para enseñar, si sabemos de dónde viene y conocemos a sus padres y a sus hermanos?”

La respuesta de Pedro se basaba en la esperanza del Pueblo Judío de que había de llegar un hombre, ungido por Dios (la palabra Mesías en hebreo y Cristo en griego significan ungido), que liberaría al pueblo de sus enemigos.

Cuando después de la muerte de Jesús, los discípulos sintieron que Jesús estaba vivo entre ellos, se multiplicaron las opiniones sobre quién había sido su persona. Entonces empezaron a aplicarle títulos tales como, Mesías, Hijo de Dios, Unigénito del Padre, y encarnación divina. Para Pablo, Jesús es Hijo de mujer que a su muerte se unió al Padre y está sentado a su derecha en su gloria. Pablo no conoció a Jesús y en sus cartas apenas se refiere a su vida terrena.

Los reyes hebreos eran consagrados mediante la unción con aceite en la cabeza, también los reyes y los profetas eran considerados “hijos de Dios” sin que eso significara que fueran divinos por naturaleza. Jesús sí se reconoció “hijo de Dios” pero no en exclusiva, porque para Jesús todos los humanos somos hijos e hijas de Dios. Por eso nos enseñó el Padre Nuestro que comienza: “Padre nuestro, que estás en el cielo”. Y también: “Vuelvo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”.

Cuando la fe de Jesús se extendió al mundo greco-romano, aquellos creyentes que anteriormente habían conocido las “historias” de dioses que convivían con los humanos y de personas. como los emperadores. que se consideraban divinos, no tuvieron ningún problema en aceptar la divinidad de Jesús. Cómo era esta divinidad y como se relacionaba con su humanidad fueron los problemas que se debatieron en los primeros concilios, Nicea, Constantinopla, Éfeso y Capadocia, en los siglos IV y V.

En estos concilios hubo grandes discrepancias entre los llamados “ortodoxos” y los llamados “herejes”. Cuando estos últimos eran condenados no solo se les expulsaba de la Iglesia, sino que eran desterrados y sus bienes eran incautados por las autoridades civiles. Hay que tener en cuenta que estos concilios eran convocados y presididos por los emperadores y que lo que buscaban eran la utilización la Iglesia para sus objetivos políticos. Pero lo que olvidaron los participantes en estos concilios es que lo que enseñaba Jesús eran comportamientos éticos en lugar de creencias religiosas. A partir de esos años para pertenecer a la Iglesia solo era necesario aceptar unos dogmas contenidos en los credos nacidos en los concilios, sin tener en cuenta el seguimiento de Jesús. Y así continuamos…

Y nosotros, ¿quién decimos que es Jesús? A todos se nos hace la misma pregunta, porque toda respuesta humana es parcial y nadie tiene la respuesta absoluta. De Dios no podemos saber nada, salvo lo que Jesús nos ha revelado mediante una metáfora: que Dios es como un Padre (con mayúscula) que nos quiere con amor de padre -también podríamos decir mejor de madre-, que quiere que, como hijos suyos, nos amemos unos a otros, sin tener en cuenta nuestras diferencias entre naciones, etnias, religiones o creencias, colaborando entre todos con la verdad, la justicia, la paz y el cuidado de la naturaleza que Él ha puesto en nuestras manos.

Y en cuanto a mí, ¿cuál es mi respuesta? Yo creo que Jesús fue un hombre, humano como todos los humanos. Dios nos ha dado lo mejor que nos podía dar: la libertad. Muchos pensamos que Dios podría actuar en el mundo mediante milagros que suprimieran nuestros dolores e injusticias, guerras y catástrofes naturales y que no existieran en este mundo las enfermedades y la muerte. Pero Dios -que no sabemos cómo es- es la fuente de toda vida sea vegetal, animal o humana y ha establecido unas leyes en la naturaleza que son inflexibles, porque la interrupción de ellas supondrían una intervención divina que Él mismo no ha querido asumir.

Sin embargo, de alguna manera, nuestras decisiones están conectadas con Dios mediante sus inspiraciones, que nos comunica en el interior de nosotros mismos. Dios, como dijo san Agustín, está en nuestro interior y nos conoce mucho más que nosotros mismos. Todos los humanos sentimos en el interior de nuestra conciencia la diferencia entre el bien y el mal. Esta conciencia no puede más que venir de Dios, que mediante ella puede influir en nuestra vida. Tenemos la idea de que la inspiración divina solo ocurre en algunos personajes extraordinarios como los autores de la Biblia o como las “revelaciones” a muchos santos. Pero no es así; Dios nos inspira a todos por igual. La diferencia es nuestra apertura a esa revelación. Los místicos son las personas que se abren de par en par a la influencia divina. Es como una ventana que si está cerrada no permite que entre la luz del sol. Puede estar más o menos abierta y permitir que entre más o menos luz.

Pues para mí, Jesús es el ser humano que se abrió totalmente a la inspiración de Dios y que comprendió que Él no es el Dios que hace perecer a la humanidad con el diluvio universal, ni el que abrasa a las ciudades de Sodoma y Gomorra, ni el que mata a los primogénitos de Egipto, sino el Padre-Madre bueno, que no se siente ofendido por nuestros pecados, sino que es como el padre de la parábola del hijo perdido, que está esperando siempre que este vuelva y que cuando lo hace se alegra, lo abraza y celebra una fiesta por su recuperación. Lo que la palabra penitencia significa, no es sacrificio para merecer el perdón de Dios, sino simplemente cambio de camino. Cuando los humanos comprendemos que nuestras acciones no son correctas, lo único que tenemos que hacer es cambiar nuestro comportamiento, de acuerdo con lo que nos pide nuestra conciencia.

Jesús es el hijo modelo del Padre que se comporta de acuerdo con la voluntad de Dios, que amó a todo el mundo, pero que luchó contra la injusticia de los poderosos políticos y religiosos, que sintió misericordia de los enfermos y los desheredados, de los despojados de sus bienes por los ricos, el que dijo a los pobres que ellos eran los preferidos de Dios y que por su lucha contra la mentira y la injusticia de su mundo, fue asesinado por los poderosos. Jesús no murió para reparar las ofensas hechas a Dios por los humanos, porque Dios no es un señor sanguinario que exija la muerte de Jesús para perdonar las ofensas de la humanidad. El que en una situación de injusticia lucha por los derechos de los pobres, muchas veces alcanza el martirio, no solamente en el tiempo de Jesús, sino en la actualidad, como en el caso de monseñor Romero, de los jesuitas de El Salvador y de tantos mártires latinoamericanos. la mayoría de los cuales son apenas conocidos para nosotros.

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