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Miguel Ángel Munárriz: La vida.

Jueves, 11 de marzo de 2021

ADN_estrellas-976x612Primero fue la materia, luego la vida, luego la inteligencia, la conciencia, la libertad, el amor… Desde nuestra posición en lo alto de la escala evolutiva, todos estos conceptos nos resultan tan familiares que hemos perdido la capacidad de asombrarnos con ellos, de quedar fascinados por ellos, de alucinar pensando que —como se afirma desde ambientes científicos y filosóficos— «ha sido nuestra existencia la que ha determinado la estructura del universo», de sentirnos profundamente agradecidos por esta morada que Dios preparó para nosotros con montañas, con mar, con estrellas, con sol, con atardecer, con vida, con alegría, con amor…

Todo ello fascinante, pero hoy nos vamos a centrar en la vida.

Antes no había vida; en aquel mundo inerte ni siquiera el concepto “vida” tenía ningún significado; era imposible concebir una idea tan radicalmente distinta a la única realidad existente. Pero en un momento dado ésta aparece… ¿Y en base a qué?…

Desde el ámbito científico se afirma que ciertos elementos químicos se combinaron para formar moléculas orgánicas cada vez más complejas; que éstas se agruparon creando unos aglomerados caóticos llamados protobiontes, y que uno de ellos acabó convertido en célula viva; una bacteria. Y en buena lógica, la cosa debió ocurrir más o menos así, pero este relato presenta una seria inconsistencia, y es que la materia no tiene la facultad de generar vida.

La vida es una realidad ontológica —una forma de ser— muy superior a la materia, y en la Naturaleza nada puede ser origen de algo que está más alto en la escala ontológica. Cuando muere un ser vivo desciende en esta escala porque pierde la vida, pero los muertos no pueden resucitar; no pueden ascender. La experiencia nos dice que no se puede hacer surgir algo de la nada, ni dotar de vida a un ser inanimado ni de conciencia a un animal irracional…

Por tanto, el relato científico queda cojo, y no porque esté mal planteado, sino porque le falta un elemento crucial: que la estructura celular que se formó por evolución tuvo forzosamente que recibir un “principio vital” para ponerse en funcionamiento. En la Grecia clásica a este principio vital se le llamaba alma —ánemos (ánima, en latín). Un ser vivo está animado, y cuando el alma, el ánima, le abandona, se convierte en un ser inanimado.

El misterio de la vida no está en saber cómo se formaron los nucleótidos o aminoácidos, ni en cómo estos polimerizaron, ni en cómo llegaron a convertirse en estructuras celulares, sino en cómo el “principio vital” se coló en la Tierra dando lugar a la vida… La Biblia nos dice que fue el soplo de Dios: «Formó Yahvé Dios al hombre de la arcilla y le sopló en el rostro aliento de vida», y ésta es sin duda una interpretación preciosa.

Pero lo más asombroso es que aquel evento crucial para el desarrollo de la Tierra y nuestra propia existencia, no supuso singularidad alguna que pudiese ser percibida; podríamos decir que pasó inadvertido. En apariencia todo seguía igual, pero todo había cambiado. Es como una semilla insignificante que se siembra en el campo y al principio ni siquiera se ve, pero luego se convierte en un árbol majestuoso que se yergue sobre todo lo demás.

La vida de aquella bacteria en nada se parecía a las formas superiores de vida que conocemos, pero tenía la capacidad de trasmitir el principio vital que ella había recibido creando nueva vida, y ésta, la de ir evolucionando hacia seres cada vez más complejos en los que el concepto “vida” iba teniendo un significado cada vez más rotundo, más pleno. La vida, al principio vegetativa, se convirtió en sensitiva, luego en intelectiva, y no solo apareció la razón, sino la conciencia, la libertad, el amor…

Con dos partículas “insignificantes”, Dios construyó el cosmos, y con una bacteria “insignificante” llenó nuestro planeta de vida… ¡Fascinante!

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Fuente Fe Adulta

Espiritualidad

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