Jueves Santo: Tres meditaciones sobre el Evangelio de San Juan 13, 1-15, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF.
De su blog Kristau Alternatiba (Alternativa Cristiana):
La fracción del pan: haced esto en memoria mía
Con la Liturgia de la Cena del Señor intentamos, sólo podemos intentar, entrar en el misterio pascual, el misterio de nuestra salvación que revivimos en estos tres días santos de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Es sobre todo la escucha de la Palabra lo que nos permite participar en este misterio: lo que hemos escuchado como Ley en el libro del Éxodo (Ex 12,1-14), la memoria eucarística que Pablo da a los cristianos de Corinto (1 Cor 11,23-32) y el Evangelio del lavatorio de los pies (Jn 13,1-15) nos dicen algunos aspectos de la Pascua del Señor, y nosotros en nuestra pobreza de año en año tratamos de escrutarlos, de conocerlos un poco más, para poder pasar del conocimiento al amor del Señor, del conocimiento a la realización cotidiana de lo que se nos revela.
El Misterio Pascual nos parece cada vez más inagotable y somos cada vez más conscientes de nuestra insuficiencia para acoger y transmitir esta Palabra del Señor. Voy a intentar detenerme en el pasaje de San Pablo sobre la institución de la Eucaristía por Jesús. Me detengo solo en unas pocas palabras, sin pretender comentar el pasaje completo. Pero éstas son aclaraciones, las que nos da el mensaje de San Pablo, que son urgentes y decisivas para la vida cristiana de cada uno de nosotros y de cada comunidad.
Ante todo, el Apóstol recuerda a los cristianos que la acción que realizan en el seno de sus comunidades, especialmente en el Día del Señor, es una acción que recibió directamente del Señor, y que les transmitió a ellos, los cristianos de Corinto, anunciando la Buena Noticia del Evangelio. ¡San Pablo recibió una acción, un gesto, unas palabras que vienen del mismo Señor! La Eucaristía no es algo que la Iglesia se ha dado a sí misma o que alguien ha reglamentado: es simplemente una acción recibida del Señor y que debe ser transmitida siempre a los creyentes en Él en la plenitud del misterio que contiene.
Por eso San Pablo precisa ante todo: “La noche en que Jesús fue entregado”, es decir, en la noche de la traición, en la noche del no reconocimiento, en la noche del abandono por parte de todos los discípulos. Si hay una hora de negación de vínculos en la comunidad del Señor, es precisamente esa: y precisamente en esa situación Jesús entrega el gesto y las palabras eucarísticas.
Éste es ya un mensaje en sí mismo: “la noche en que fue entregado”, y significativamente la Iglesia en la liturgia occidental nos hace repetirlo en todas las oraciones eucarísticas. “La noche en que fue traicionado”, o se podría decir: “la noche en que fue abandonado”, “la noche en que fue negado por Pedro”.
Éste es verdaderamente el contexto en el que Jesús da el don de la Eucaristía, da el don de la alianza, pero precisamente cuando la alianza es existencialmente rota, destrozada por todos aquellos que pertenecían a la comunidad del Señor. En esa noche Jesús realiza gestos y palabras: ésta es la Eucaristía, memorial esencial de la vida de toda Iglesia.
En la noche en la que se niega la alianza, Jesús celebra su alianza con los suyos. Debemos acoger en toda su verdad escandalosa este contexto del don de la Eucaristía, que sucedió aquella noche no porque fuera la última noche antes del arresto, sino porque fue la noche en la que Jesús sufrió exactamente aquello de lo que somos capaces como hombres: traicionar, negar, abandonar.
De todos los Evangelios se desprende claramente que Jesús quiere tener una cena, una comida de alianza con sus discípulos. Él quiso, planeó esta comida, incluso envió algunos discípulos a prepararla, y cuando llegó la hora declaró: «He deseado ardientemente comer esta cena con vosotros» (cf. Lc 22,14).
Es significativo que el cuarto evangelio ni siquiera nos diga si se trataba de una comida pascual, como especifican los evangelios sinópticos: lo importante, según San Juan, es que se trataba de una comida de alianza. Si miramos lo que realmente hay detrás de esa velada, no es tanto la Pascua en sí, sino la alianza.
Por eso, toda esa comida se resume en el ritual del pan y en el ritual del vino, en un paralelismo que genera un gran significado. El pan y el vino, elementos esenciales de la comida judía, adquieren en esta cena un significado que transciende su materialidad: Jesús quiso que aquella comida no fuera sólo para comer y beber, siempre en un contexto de oración y de liturgia, sino que sobre todo quiso, a través de ese pan y de ese vino, celebrar la alianza.
Por eso San Pablo recuerda que «Jesús tomó el pan, dio gracias y lo partió»: Jesús da gracias, es decir, dice una palabra de bendición a Dios, y en la alabanza, en la bendición, en la acción de gracias a Dios parte el pan. Esto es lo esencial, y es algo de la Eucaristía que no meditamos lo suficiente, quizá también porque en nuestras Eucaristías la fracción del pan no recibe ningún significado por parte de quienes las celebran. Y en cambio la fracción del pan es importante, es esencial. Jesús toma en sus manos el pan, es decir, un pan que recibe y acoge de Dios; reconoce que es un don que viene de Dios. Luego lo parte, lo divide, lo comparte. Aquí está la fracción del pan.
La comida es una acción humana –ciertamente sólo los humanos saben hacerlo, no los animales–, pero en esa comida el creyente recibe, agradece y comparte. Se recibe el pan para compartirlo, para “partirlo”, para luego distribuirlo a todos los que están alrededor de la mesa, para que todos compartan el mismo pan.
Así Jesús constituye la comunidad de la mesa, de aquellos que comparten el mismo pan, que por tanto participan de la comunión, son koinonoí y forman una koinonía, una comunión (este es el lenguaje de San Pablo). La mesa eucarística de Jesús no se define por ser justa o injusta: no había personas dignas aquella noche, en aquella comida eucarística.
Pero en ese mismo contexto Jesús dio el pan diciendo: “Es mi cuerpo por vosotros”. Al comer este pan, al alimentarnos todos del mismo alimento, vivimos la misma vida que es la vida de Jesús, vida de la que su cuerpo fue la manifestación más real posible. Todo esto hasta que seamos un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, el cuerpo del cual Cristo es la cabeza y del cual nosotros somos los miembros, indignos pero miembros. Éste es el verdadero y profundo dinamismo eucarístico, ante el cual nuestras preocupaciones sobre la presencia real no sólo son inadecuadas, sino engañosas y sobre todo muy poco inteligentes.
Precisamente repitiendo este gesto y estas palabras, como gesto y palabras de Jesús, desde aquella tarde de la traición hasta el día de su regreso en la gloria, entramos en esta dinámica espiritual en la que nos convertimos en cuerpo de Cristo y Cristo se hace vida en nosotros.
¡La Eucaristía es esto y no es otra cosa! Es estar en la mesa del Señor, en la que Él parte su cuerpo, es decir, nos da su vida. No podemos olvidar que aquella tarde Jesús partió el pan para los doce apóstoles que lo abandonaron, lo negaron, lo traicionaron; como durante su vida había partido el pan con sus amigos en Betania; como había partido el pan mientras comía en las casas de los pecadores; mientras partía el pan con la multitud que había venido a Él y entendía poco de lo que decía y hacía. La verdad es que Jesús partió el pan con todo tipo de invitados, ¡todos pecadores!
Pero San Pablo, tras recordar este primer rito eucarístico, en el que la Eucaristía es comunión en Cristo de los hombres llamados a salir del pecado, de la condición de pecadores, nos recuerda en paralelo el segundo rito: «Del mismo modo… tomó la copa, diciendo: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Haced esto, cuantas veces la bebáis, en memoria mía”».
Las palabras del cáliz profundizan aún más la vida comunitaria, la koinonía, indicada sobre todo por el pan partido, porque especifican que esta vida es vida en la alianza. Lo que atestigua la tradición de Jerusalén, según Marcos y Mateo: «Esta es mi sangre de la nueva alianza» (Mc 14,23; Mt 26,27), lo afirma claramente la tradición antioquena seguida por Lucas (Lc 22,25) y por Pablo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre».
He aquí el término calificativo: “nueva alianza”. El pacto entre Dios e Israel había sido roto: “¡Este pacto, mi pacto, lo habéis roto!” (cf. Jr 31,2) –, y por eso Dios había prometido una nueva (cf. Jr 31,31), que Jesús mismo inaugura: ese cáliz que Jesús tiene en sus manos es la nueva alianza en su sangre.
Ahora bien, para entrar en la alianza con Dios, es necesario formar parte de la nueva alianza, en el sentido de la alianza definitiva, la alianza sellada en la sangre de Jesús. Esa copa, gracias a la palabra eficaz de Jesús, contiene su sangre, y esa sangre es la nueva alianza, o, si se prefiere, la vida de Jesús es la nueva alianza.
Porque si el Siervo recibió la misión de ser «alianza para todos los pueblos» (cf. Is 42,6), Jesús tiene la misión de ser Él mismo la alianza nueva y definitiva, para siempre, que no podrá romperse jamás, una alianza eterna. Y así con esta segunda señal y con estas palabras vemos que lo que era una koinonía es también un pacto.
Podríamos decir, parafraseando el comentario de San Pablo a las palabras del pan: «Como hay una sola copa, participamos de la única vida que es Jesucristo, porque bebemos de una sola copa».
La sangre es vida, y Jesús la gastó en un sacrificio existencial, no en un sacrificio ritual como los que tenían lugar en el Templo: en el sacrificio de Jesús no hay ningún rito, sino que está la ofrenda de su vida, de toda su existencia, a Dios y a los hermanos.
Ay de nosotros si en el cáliz viéramos sólo la sangre de la Pasión del Señor, sólo el acto preciso de su muerte: la sangre es toda la vida de Jesús, toda su vida humana que fue sacrificio existencial, vida de servicio, de cuidado, de «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1) a los hermanos.
Jesús vivió así, leamos un poco mejor los Evangelios: a Él no le preocupaba mucho nuestro pecado, le preocupaba el sufrimiento que encontraba entre nosotros. Ésta es la verdad de Jesucristo, que debemos recordar nosotros que tantas veces hablamos en su nombre y somos capaces de ver más el pecado que el sufrimiento de los hombres.
No olvidemos cómo la Carta a los Hebreos reinterpretó el sacrificio de Cristo desde una perspectiva verdaderamente cristiana: «Al venir al mundo», es decir, al hacerse hombre, Jesús le dice a Dios, casi orando: «Sacrificios y ofrendas rituales no quisiste, holocaustos y ofrendas por el pecado no te agradaron, porque no te agradaron y fueron ineficaces. Entonces dije: He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad» (cf. Hb 10,5-7; Sal 40,7-9).
Éste es el sacrificio existencial de Jesús: toda su vida, significada por la sangre que es la vida de todo hombre, fue entregada plena, totalmente a Dios y a los hombres.
Por eso la koinonía, que nos recuerda la fracción del pan, aparece en el signo del cáliz como alianza nueva y definitiva, “alianza eterna” – dirá también la Carta a los Hebreos (Hb 13,20) – que no falla nunca. San Pablo no especifica que esta sangre de la alianza es “derramada para remisión de los pecados” (Mt 26,27), “derramada por las multitudes” (Mc 14,24), “derramada por vosotros” (Lc 22,20), pero esto se entiende, porque donde hay alianza ya no hay pecado, los pecados son perdonados y se establece una comunión con Dios más fuerte que la separación del pecado.
La Eucaristía es pues esta comunión en alianza, en la que cada uno de nosotros permanece con su propia responsabilidad. El Señor se la ofreció a todos: a Judas que lo traicionó, a Pedro que lo negó, a aquellos discípulos insensatos y sin ninguna convicción valiente. Eran huéspedes de Jesús, igual que nosotros. Cada uno de nosotros puede preguntarse si no somos Judas, si no somos Pedro, si no somos uno de los discípulos que abandonaron a Jesús.
Lo que San Pablo nos pide es «reconocer el cuerpo de Cristo»: solo si reconocemos el cuerpo y la sangre de Cristo, es decir, su vida, no somos condenados; y sólo aquellos que no reconocen la vida de Cristo “comen y beben su propia condenación”, porque no ven el don que Dios les da.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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Lavaos los pies unos a otros en memoria mía
Comenzamos a revivir las acciones y palabras de Jesús, escuchándolas, acogiéndolas en nuestro corazón y meditándolas, porque esto es lo único que podemos hacer aquí y ahora, juntos. Todos estamos dispuestos a beber de la fuente del misterio, porque sostenidos por esta agua que brota en nosotros (cf. Jn 4,14), podemos vivir precisamente viviendo este misterio en nuestra carne y en nuestra mente.
Cada uno de nosotros tiene su propio peso sobre los hombros y sobre el corazón: sí, con el corazón agobiado por el peso del duro trabajo de vivir, agobiado por nuestros pecados, que no son otra cosa que contradicciones al amor, agobiado por la conciencia de nuestra incapacidad cada vez mayor para ser coherentes con lo que hemos aprendido y seguimos conociendo del mismo Jesús. Leer más…
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