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En el principio…

Lunes, 1 de enero de 2024

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«En el principio existía el Logos, y el Logos estaba con Dios…»

La vida humana se compone de vivencias, y las vivencias son manifestaciones de nuestra propia naturaleza; es decir, son el resultado de nuestra capacidad de amar, de odiar, de pensar, de comunicarnos, de crear, de destruir, de anhelar, de ambicionar, de renunciar, de oponer la razón a las apetencias, de dejarse arrastrar por ellas, de sentir compasión, emoción, alegría, tristeza, euforia, miedo… Pero hay dos formas de concebir nuestra vida; una, como simple sucesión de vivencias, y otra, como proyecto que integra todas ellas y las dirige a un fin que les dé sentido. Dicho de otro modo, podemos pasar por la vida o vivir la vida con sentido.

Pero la pregunta por el sentido de la vida nos lleva a preguntarnos por nuestra esencia, por nuestra naturaleza, pues nuestra vida tendrá uno u otro sentido según la concepción que tengamos de nosotros mismos. El problema está en que la pregunta por nuestra identidad no tiene una única respuesta y eso complica las cosas. La respuesta científica es sustancialmente insuficiente; ninguna de las respuestas que nos ofrece la filosofía es definitiva, y la concepción religiosa del hombre depende de la fe de cada persona. Pero la multiplicidad de respuestas no significa que la pregunta por “nosotros” sea estéril, sino que cada uno debe buscar la suya propia.

Para Heidegger, somos unos seres arrojados a este mundo sin referencias (“dasein”) cuya vida carece de sentido al tratarse de un simple paréntesis (un “entre”) que va de la nada de antes a la nada del después. A pesar de ello, en su obra “El ser para la muerte” nos invita a no evadirnos de la realidad y vivir la vida con autenticidad, tomando como naturales el sufrimiento y la muerte. En una línea similar, Sartre asegura que el mundo es absurdo, que no existe la Naturaleza humana y que, por tanto, no existe un sentido general de la vida, pero añade que cada uno debe dar sentido a su vida construyéndose a sí mismo. En sentido opuesto se manifiestan, por ejemplo, Spinoza o Hegel, quienes afirman que somos nada menos que existencia de Dios.

Y todas las interpretaciones que hagamos de nuestro verdadero ser están muy bien, y todas aportan algo nuevo, pero, siendo rigurosos, debemos admitir que ignoramos por completo las respuestas que atañen más íntimamente a nuestras vidas. No sabemos quiénes somos, ni cuál es nuestro papel en esta vida, o si estamos aquí para algo, o si hay más vida tras la muerte, o si todo es obra de un Dios que lo ha creado con un propósito determinado, o si Dios se ha desentendido del mundo tras crearlo y estamos abandonados a nuestra suerte, o si está dentro de nosotros como un principio vital que anima nuestras vidas, o si estamos en un mundo absurdo fruto del azar…

Demasiadas preguntas y demasiado importantes para digerirlas sin esfuerzo, lo que provoca que nuestra reacción habitual sea tratar de soslayarlas, es decir, tratar de evadirnos de nuestra Realidad más profunda refugiándonos, en unos casos, en un más allá fruto de nuestros deseos, y en otros (cada vez con mayor frecuencia) en el trabajo compulsivo o el ocio compulsivo.

Pero hay personas que no se conforman con pasar por la vida sin zambullirse de lleno en ella y deciden afrontarlas con seriedad. Estas personas tienen al menos tres caminos distintos para para plantear su búsqueda; tres caminos que unos consideran complementarios, y otros, excluyentes entre sí.

El primero es la razón; sumergirse en planteamientos metafísicos que nos hablan de teísmos, deísmos, panteísmos, dualismos, monismos, inmanencias, trascendencias, esencias, existencias, sustancias, accidentes… lo cual resulta muy interesante e instructivo siempre que no olvidemos que la metafísica no da respuestas fiables. Como decía Kant, «Cualquier proposición metafísica tiene las mismas posibilidades de ser cierta que su contraria».

El segundo es la psique; profundizar en nuestro interior a través de la meditación (o poner la conciencia en blanco a través del silencio) con la esperanza de encontrar las respestas en lo más profundo de nosotros. Los místicos afirman poder alcanzar así la experiencia inmediata de Dios, y la describen como la de un enamorado que funde su espíritu con el de su amada. Pero este poderoso cauce tiene también un serio peligro, y es que nuestra psique es tan enormemente compleja y desconocida, que no podemos saber si una experiencia es genuina o es una simple sugestión creada por ella.

El tercero es la fe. Confiar en alguien hasta el punto de hacer propios sus criterios y creencias y apostar la vida a ellos. La fe puede ser el fruto natural de un ambiente y una educación, puede también adquirirse a través del conocimiento de su líder y la posterior fascinación por él, y puede ser una apuesta, al estilo de la que propuso en su día Blaise Pascal. Porque necesitamos referencias para caminar por la vida sin extraviarnos ni echarla a perder, y si las encontramos en alguien en quien confiamos plenamente, nos aferramos a ellas.

Y así llegamos a Jesús, a quien los cristianos consideramos visibilidad de Dios. En él podemos conocer cómo es Dios para nosotros, y quiénes somos nosotros libres de la esclavitud del pecado. ¿Pero, quién es Jesús?… Unos lo identifican con el Logos que existía desde siempre junto a Dios y que era Dios. Otros, quizá menos pretenciosos, se limitan a afirmar que Jesús es un fruto especial del Espíritu Santo, pues ni su vida ni su legado se pueden entender de otra forma. ¿Pero qué se quiere indicar con esta expresión?...

En Génesis 2,7 el yahvista define al ser humano como “barro con aliento de Dios”; con espíritu de Dios, y esta definición formulada hace más de tres mil años sigue siendo válida para muchos de nosotros. La esencia de lo humano, lo que esencialmente lo distingue de los animales, es ese aliento del que nos habla el Génesis. En todo ser humano sopla el viento de Dios, su espíritu, aunque en algunos este soplo sea apenas perceptible, y en la mayoría de nosotros no pase de ser una brisa que solo en ocasiones pone de relieve nuestra humanidad.

Pero a lo largo de la historia, ese soplo, ese aliento, esa acción de Dios en definitiva, se ha manifestado de forma poderosa en muchos hombres y mujeres de cualquier tiempo, lugar o condición. Sin apenas remontarnos en la historia, podemos recordar a Pedro Arrupe, Vicente Ferrer, Mohandas Gandhi, Teresa de Calcuta, Oscar Arnulfo Romero… y tantos otros que decidieron “negarse a sí mismos” para entregar su vida a los demás. Tampoco es preciso acudir a la biografía de estos personajes para sentir el soplo de Dios en los seres humanos; basta que miremos a nuestro alrededor para que lo veamos en ese pariente, o ese amigo, o aquel compañero de trabajo… Es muy difícil sustraerse a una realidad tan evidente si uno va un poco atento por la vida.

Ahora bien, por encima de todos, hubo un hombre en quien la acción de Dios se manifestó de una forma tan extraordinaria que somos incapaces de entenderla o formularla: Jesús de Nazaret.

Su amigo íntimo, Simón —Pedro, como a él le gustaba llamarle—, lo definió luego como el hombre lleno del Espíritu. Pedro recorrió con él Galilea, Judea y la tierra de gentiles, y conoció a un hombre que hacía propios los problemas ajenos y estaba siempre rodeado de enfermos, lisiados, pobres y pecadores. Que se compadecía de ellos, los sanaba, les enseñaba y les devolvía la esperanza que habían perdido. Que les decía que no eran unos pobres desgraciados —como todos aseguraban—, sino los más importantes a los ojos de Dios; por delante de los sacerdotes, los fariseos, y los doctores.

Ellos le seguían fascinados, no le dejaban descansar y hasta se olvidaban de comer por escucharle. Se sentían necesitados; eran como ovejas sin pastor de las que nadie se ocupaba. Tenían necesidad de que alguien les escuchase y les dedicase su atención; que no los considerase unos malditos empecatados aborrecidos de Dios.

Y eso era precisamente lo que les ofrecía Jesús.

También invitaba a los ricos, a los sabios y a los importantes, pero estos no le seguían porque no se sentían necesitados. Y no solo rechazaban su invitación, sino que le acosaban porque le temían; porque no podían permitir que nada cambiase.

Pues bien, ese hombre abierto a todos, incapaz de permanecer indiferente ante la desgracia ajena, que nos invitaba a llamar Abbá a Dios, que hacía teología contando parábolas sencillas, que no rehuía (sino que buscaba) la compañía de los pecadores, que se cansaba y necesitaba descansar, que se indignó en el Templo, que se angustió en Getsemaní y murió en el Calvario… ese hombre es el objeto de mi fe.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo sobre este evangelio, pinche aquí

Fuente Fe Adulta

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