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Jesús comprometido con la realidad humana presente

Jueves, 10 de noviembre de 2022

Jesús Misionero 0001A propósito de Lc 16,19-31*

José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).

ECLESALIA, 21/10/22.- Conviene leer la parábola tradicionalmente llamada “El rico epulón y el pobre Lázaro” en el contexto de la inversión apocalíptica, de la que es harto representativa. Vale, entonces, apuntar que por apocalíptica hay que entender “la espera de un mundo nuevo [en el que] Dios realizará su plan sobre Israel y sobre la creación, frente a las potencias del mal que dominan el mundo actual” (así G. Theissen, El Jesús histórico, Salamanca 2000); espera esta que acaba siendo una corriente de pensamiento que, como reflejo de una determinada concepción de la historia, se extiende por el Oriente antiguo, siendo la variante judía la más destacada.

El núcleo existencial que da origen a la apocalíptica es la experiencia vital signada por la calamidad a grado tal, que se pierde la confianza en que la realidad humana cambie o mejore por sí misma: los fracasos y los sufrimientos, tanto del individuo como de la sociedad, resultan de tal modo irremediables que producen una visión pesimista del mundo, sin, además, otra explicación que el dominio de las fuerzas del mal en él a causa de un pecado primigenio. Con todo y dentro de una perspectiva no exenta de dualismo ético, existe la esperanza cierta de que, finalmente, Dios habrá de prevalecer sobre el mal a partir de una intervención decisiva de poder que ha de acabar destruyendo el orden perverso para instaurar, sobre sus ruinas, un mundo nuevo en el que los justos serán recompensados con la felicidad antes negada.

Es así que puede afirmarse que los apocalípticos hacen una lectura teologico-crítica de la historia: el horizonte de la esperanza definitiva, absoluta y total tiene como fin el cambio radical de las estructuras sociales, políticas, económicas y religiosas, como escenarios que son de la existencia humana —y de la presencia de Dios en ella—, lo que supone, evidentemente, un rechazo a las tales estructuras en cuanto que sostienen el orden que habrá de ser destruido. Finalmente —y esto es particularmente importante— la apocalíptica suele expresar su visión del futuro en, precisamente, una inversión de las situaciones negativas que prevalecen en el presente. Esta inversión apocalíptica no es ajena al pensamiento de Jesús: sólo como referencia baste recordar las bienaventuranzas tal como las transmite el evangelio de Lucas: «Bienaventurados los pobres, porque suyo es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tienen hambre ahora, porque serán saciados. Bienaventurados los que lloran ahora, porque reirán…», que vienen reforzadas por los ayes: «Pero ¡ay de ustedes, los ricos!, porque han recibido su consuelo. ¡Ay de ustedes, los que ahora están hartos!, porque tendrán hambre. ¡Ay de los que ríen ahora!, porque tendrán aflicción y llanto…» (Lc 6,20-26).

Ahora bien, si es cierto que el pensamiento apocalíptico no es ajeno al Maestro, en tanto que participa solidariamente del hartazgo por la desigualdad que caracteriza su tiempo histórico, no por eso habrá de considerársele meramente como un profeta apocalíptico. Y es que admitir que el pensamiento, y correlativamente, la predicación del Galileo están limitados por la apocalíptica, se traduciría en un Jesús totalmente desinteresado por su momento histórico en cuanto que, para él y por consiguiente para los suyos, lo único importante vendría a ser la intervención inminente de Dios en la historia: nada, entonces, habría que decir —y mucho menos hacer— en relación con las desgracias que afligen a sus contemporáneos y a él mismo. Un Jesús, por tanto, apolítico, indiferente a la desigualdad socioeconómica, y con la mirada puesta pasivamente en, insisto, la intervención directa e inminente de Dios que acaba por relevar al hombre de todo intento —y toda responsabilidad— por cambiar las estructuras que generan la calamidad  humana.

No. La lectura atenta y honesta de los Evangelios no permiten semejante idea de Jesús de Nazaret. Tampoco la parábola en cuestión, cuyo contexto resulta harto evidente: baste recordar que el adjetivo epulón significa “hombre que come y se regala mucho”, y que su status viene descrito con la mención del vestido: lino y púrpura son, entonces, ropa de príncipes, a más de que un banquete a diario —carnes y aves aderezadas sofisticadamente, vinos finos, y más— supone un dispendio formidable que resulta chocante en una sociedad cuya dieta básica se limita a pan, aceitunas, un poco de aceite y otro poco de vino, y, eventualmente, algún guiso de lentejas con verduras, algo de fruta y queso, dieta que, según se ve, Lázaro carece.

Con todo y a pesar de que la inversión de situaciones que experimentan tanto el comilón como el miserable se da fuera de la historia —esto es, fuera del tiempo y del espacio: en el Hades y en el seno de Abraham—, la estructura del relato acaba regresando a la historia: los cinco hermanos que viven en la casa del padre del difunto, permanecen en una dimensión que podría cambiar merced a un milagro espectacular. La negativa de Abraham de permitir el retorno de Lázaro a la dimensión histórica lleva a lo que ha de considerarse el núcleo de la parábola: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque un muerto resucite». Esto es, el factor decisivo de cambio no es, para Jesús de Nazaret, un despliegue aparatoso del poder de Dios, cuanto la confrontación que el hombre ha de hacer de la realidad personal y colectiva con la voluntad de Dios revelada en la Escritura.

En este sentido, y como afirma Gerd Theissen (op. cit.), la “predicación [de Jesús] es una revitalización de la apocalíptica en forma profética” en tanto que el Maestro toma y hace suyo, sí, el deseo urgente de cambio que la apocalíptica expresa, pero proponiendo a sus discípulos la vía de la reflexión y de la praxis a partir de la palabra del Evangelio que, como profeta del Reino de Dios, anuncia, predica y construye

*Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos que amaban las riquezas, y se burlaban de él. Y les dijo:

«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico… pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y los ángeles le llevaron al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue sepultado.»

«Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abrahán, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama.’ Pero Abrahán le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y ustedes se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a ustedes, no puedan hacerlo; ni de ahí puedan pasar hacia nosotros.’»

«Replicó: ‘Pues entonces, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también ellos a este lugar de tormento.’ Abrahán le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan.’ Él dijo: ‘No, padre Abrahán, que si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán.’ Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque un muerto resucite.’»

L

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