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Verdad, penitencia y evangelio del perdón: una mirada desde el otro lado

Martes, 11 de enero de 2022

james-alisonContribución de James Alison a un debate católico con participación ecuménica sobre asuntos sobre gays y lesbianas.

La conversación acerca de la homosexualidad y la Iglesia sólo se hace realmente posible entre quienes han empezado a cuestionar el esquema sagrado, aquellos que desean buscar algún camino para avanzar

¿Podemos nosotros, lesbianas y gays católicos que vivimos nuestra fe abiertamente a partir de lo que somos, y no a pesar de ello, ser de alguna ayuda para ustedes? Y si es así, ¿cómo?

Vivimos un momento fuerte de la llegada del perdón de Dios a la Iglesia católica. Sirva de testimonio la conmoción que acompañó a la revelación del Informe Sauvé. Mientras estábamos confiados, seguros de nuestros sistemas y de nuestra bondad, no éramos conscientes del daño que hacíamos

Los que hemos conocido de cerca las llamas del infierno tenemos sed de verdad. Porque sabemos que para evitar esas llamas y llegar a ser un verdadero cristiano, un verdadero ser humano, hay que evitar sobre todo el autoengaño sobre lo que es real, sobre lo que el Creador está haciendo nacer

El reconocimiento de que la orientación estable hacia el mismo sexo es una variante minoritaria y no patológica de la condición humana se ha convertido en algo cada vez más seguro y pacíficamente aceptado tanto por los científicos como por la población en general

En el esquema clásico de la Iglesia, sabemos muy bien cómo conjugar las tres realidades “verdad”, “penitencia” y “el Evangelio del perdón” cuando se trata de asuntos de lesbianas y gays. La verdad, se nos asegura, es que la existencia de la homosexualidad es una especie de defecto o falla dentro del orden querido por Dios; la penitencia, entonces, resulta apropiada cuando alguien se deja llevar por su tendencia objetivamente desordenada, hasta el punto de cometer actos intrínsecamente malos; y el Evangelio del perdón se muestra cuando un ministro de la Iglesia ofrece la absolución al pecador en cuestión.

No tengo nada que decir a quienes desean mantener esta forma de pensar. De hecho, es inútil intentar conversar con esa gente, es como golpearse la cabeza contra la pared. La experiencia me ha demostrado que aquí tocamos una cuestión que se ha convertido en “sagrada” en el sentido girardiano o lévinassiano de la palabra. Un miasma de alergia violenta rodea el tema, y la discusión racional se vuelve rápidamente imposible, porque se toca algún nervio en carne viva.

Así que, por principio, trato de evitar esas discusiones. Rápidamente se convierten en debates cuyo único objetivo es demostrar la destreza en la esgrima verbal y bíblica. La conversación sólo se hace realmente posible entre quienes han empezado a cuestionar el esquema sagrado. Aquellos que desean buscar algún camino para avanzar. Poco a poco se va reconociendo que existe un verdadero problema. Uno más complicado de lo que podría ser, debido a los que dependen del esquema sagrado para el sustento o la vida. Ya sea a nivel económico de su empleo, o a nivel personal psicológico y espiritual. O, como ocurre a menudo entre el clero, en ambos niveles al mismo tiempo. Es en este contexto entonces que he aceptado con verdadero placer esta oportunidad de hablar con ustedes y plantearles la pregunta que desde hace tiempo quería hacer.

¿Podemos nosotros, lesbianas y gays católicos que vivimos nuestra fe abiertamente a partir de lo que somos, y no a pesar de ello, ser de alguna ayuda para ustedes? Y si es así, ¿cómo? ¿Podemos ser de ayuda quienes hemos confesado y mantenido la fe católica y cristiana a través de toda la violencia que se desató sobre nosotros en los dos pontificados anteriores? Y si es así, ¿cómo? ¿Puedo yo, sacerdote y teólogo, durante mucho tiempo desempleado dentro de la Iglesia debido a mis opiniones sobre estos asuntos, ser de alguna ayuda para ustedes, y si es así, cómo?

¿Tal vez si damos un giro completo a ese esquema inicial? Intentémoslo…

La llegada del perdón de Dios a la Iglesia católica

F769A1AE-6B37-4A56-BAC9-C4E2D56A0224La presencia del Espíritu Santo actuando en la humanidad toma una forma muy particular. El perdón de Dios viene entre nosotros, produciendo la penitencia al abrir nuestros corazones para que podamos revivir en la verdad. Se trata de un proyecto creativo y dinámico en el que habitamos y del que nuestras vidas, con sus verrugas, se convierten en testigos. Es a través del perdón que nos convertimos en participantes libres y conscientes de la creación inteligible de Dios como hijas e hijos de Dios y herederos del Reino.

A mi modo de ver, estamos viviendo un momento fuerte de la llegada del perdón de Dios a la Iglesia católica. Sirva de testimonio la conmoción que acompañó a la revelación del Informe Sauvé en Francia. Mientras estábamos confiados, seguros de nuestros sistemas y de nuestra bondad, no éramos conscientes del daño que hacíamos, y del éxito que teníamos al ocultarlo de nosotros mismos. Sabemos cuándo empezamos a ser perdonados porque nuestro corazón empieza a romperse. Ese es el momento en que tropezamos con la realidad. Es una intuición tomista: la forma que adopta el perdón en la vida de una persona es la contrición, un rompimiento del corazón, del latín cor triturare.

Sin embargo, Dios no desea romper nuestro corazón como una especie de castigo o acto de violencia contra nosotros. Todo lo contrario: es porque la tendencia del pecado es hacer nuestro corazón demasiado pequeño. Y el deseo de Dios es darnos un corazón más grande, más capaz de desear, más sensible y flexible. La ruptura no es para destruir los corazones. Es más bien una ruptura que nos da la oportunidad de crecer.

¿De dónde viene, pues, este perdón, llevado por el Espíritu Santo? Proviene, por supuesto, de una única fuente, lo sepamos o no. Esa fuente es Jesucristo, que murió y resucitó por nosotros. Es porque ocupó el espacio de la violencia, la vergüenza, la venganza y la muerte. Y lo hizo por nosotros. Ese espacio del que estamos tan inclinados a huir. Hacemos todo lo posible para que otro ocupe ese espacio, esa violencia aparentemente tan justa, tan necesaria para salvar las situaciones, o al menos las apariencias. Es ese espacio que llamamos “pecado” el que Jesús ocupó por nosotros, deshaciendo con su muerte todo el poder que tenía para dominar nuestras vidas. Y, al mismo tiempo, abriendo para nosotros el Camino por el que nos volvemos libres para actuar a imitación suya en favor de los demás, sin temor a las consecuencias para nosotros mismos al hacerlo.

La sabiduría de la cruz

04EB1B18-9EB4-4CCB-88EF-262260741CACEsta llave de la Sabiduría, que es la cruz de Cristo, existe desde hace mucho tiempo. Ha estado en funcionamiento a través de largos siglos de aprendizaje hasta llegar a nuestros días. Hasta este momento, en el que empezamos a hablar con sinceridad, como hermanas y hermanos, sobre los asuntos LGBT.

La Sabiduría de la Cruz actúa haciéndonos sospechar de nuestra propia justicia cuando nos vemos envueltos en otro asesinato colectivo como el que sufrió Jesús. Como señaló René Girard, no fue porque nos volviéramos más racionales que dejamos de quemar brujas. Fue porque ya no podíamos creer realmente en su culpabilidad que nos volvimos más racionales. No es necesario buscar causas lejanas e impersonales para las cosas si se tiene a mano una forma rápida y fácil de resolver un problema social local: un poco de chivo expiatorio ligero. Son los cambios en las formas de relacionarse los que producen cambios en la racionalidad, no al revés. A medida que fuimos capaces de dejar de lado las falsas acusaciones, las pasiones y las armas de linchamiento que teníamos a mano, también fuimos capaces de aprender nuestro camino hacia la realidad.

En lo que respecta a las cuestiones homosexuales, es, curiosamente, la “invención” de la heterosexualidad, la que nos ofrece una visión clave de este proceso de aprendizaje. A partir del siglo XVII, en el norte de Francia, los Países Bajos y el sur de Inglaterra comenzó a aparecer cada vez con más frecuencia lo que los historiadores sociales llaman “matrimonio de compañeros”. La noción tradicional de matrimonio empezó a cambiar. Ahora la pareja no sólo era cónyuge, sino también el mejor amigo del otro, compañero intelectual y emocional. Algo que, cuando ocurría antes, era motivo de sorpresa para los observadores. Poco a poco nuestras sociedades comenzaron a salir de la homosocialidad que había prevalecido hasta entonces. Las culturas homosociales son aquellas en las que, desde una edad bastante temprana, la vida social de las niñas y las mujeres es entre ellas, y la de los niños y los hombres también. Con matrimonios concertados y una interacción social más o menos vigilada. Hoy en día, nuestra cultura heterosexualizada nos parece tan natural que la antigua forma de convivencia, que aún prevalece en varios países islámicos, nos parece extraña. Pero en términos históricos, la novedad es nuestra aventura cultural.

Nos reímos mucho cuando Ahmadinejad afirmó que en Irán no hay gays. Pero lo que decía, imaginando que su país seguía siendo homosocial, no era tan estúpido como parece. Porque allí donde no hay “heterosexuales” tampoco hay “gays”. Hay, por supuesto, una minoría de hombres que tienen relaciones sexuales con hombres, y de mujeres con mujeres, pero de forma tan discreta e invisible como es necesario para la supervivencia. Así es como funciona el enorme y tradicional “no preguntes, no digas” de las agrupaciones homosociales.

Sin embargo, fue el declive gradual del mundo homosocial en los países occidentales lo que nos permitió entender algo sobre las personas que antes eran invisibles. Personas que se hicieron visibles en la medida en que se encontraron como inadaptados en un nuevo campo, enfrentándose a nuevos y diferentes tipos de violencia. Es a partir de principios del siglo XVII cuando empiezan a surgir las primeras “molly houses”, pubs y zonas de cruising. Lugares de encuentro para esta gente rara que no se encontraba a gusto en el nuevo mundo de la heterosexualidad. Y por supuesto, donde por primera vez se convirtieron en objeto de lo que ahora llamaríamos “atención policial”.

No es necesario que os haga perder el tiempo repasando las investigaciones que Michel Foucault nos regaló en su historia de la sexualidad. Mi lectura girardiana de la misma historia no es acusadora. Simplemente baña los mismos hechos en una perspectiva diferente. Entiendo que muestran cómo el perdón de Dios a los humanos ha tomado la forma de una progresiva pérdida de fe en la culpabilidad y peligrosidad de estos parias.

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Tuvieron que pasar unos cuatrocientos años para que lo que en la época medieval se consideraba bajo la rúbrica de “pecado”, especialmente presente en el ámbito monástico o clerical, cambiara de cara. A principios del mundo moderno, ese “pecado” se convirtió en un “delito” y luego en una “enfermedad”. Luego en un problema de “salud mental”, antes de convertirse, a finales del siglo XIX, en un problema “psicológico”. Es decir, que desde el momento en que empezó a hacerse “visible”, este asunto se trató siempre como un problema social que había que resolver de una u otra manera. Incluso cuando, poco a poco, su supuesta peligrosidad era cada vez menos creíble.

Varios factores confluyeron finalmente para que, en los años 50, se consolidara un momento auténticamente científico. Entre estos factores se encuentra la desmovilización masiva de cientos de miles de hombres y mujeres jóvenes tras las dos guerras mundiales. Entre ellos, muchos que se encontraron por primera vez con otros como ellos, ya sea bajo las armas o en las fábricas de armamento. Éstos pudieron trasladarse a las grandes ciudades, donde encontrarían aún a otros como ellos, en lugar de volver a sus hogares en pequeñas comunidades rurales. El siglo XX hizo que la vida en pequeños apartamentos, y por tanto la relativa privacidad, fuera cada vez más normal en las grandes ciudades. Así, las personas que no se preocupaban por su “homosexualidad” empezaron a poder decir: “Sí, lo soy, ¿y qué?“. Por primera vez se dispuso de una masa crítica de “sujetos” que no se presentaban como “problemas”, y las nacientes disciplinas de la psicología y la psiquiatría empezaron a reconocer su incapacidad para señalar cualquier patología intrínseca a la orientación hacia el mismo sexo. Resulta que, teniendo en cuenta los factores de estrés normales de las minorías, los gays y las lesbianas están tan jodidos como los demás. No menos, pero tampoco más.

Ahí, tal y como yo lo veo, es donde tenemos algo nuevo. El momento en el que abandonamos la óptica de “aquí hay un problema social que necesita solución”, una percepción nacida del mecanismo del chivo expiatorio. Y ahora empezamos por fin a alcanzar una lente auténticamente científica: “¿Qué es esta realidad estable, de dónde viene, cómo funciona y para qué sirve?”. Tengan en cuenta que no fue gracias al genio de los grandes pensadores que llegamos a este punto. Más bien fue la presencia relacional de una masa crítica de personas relativamente despreocupadas por lo que son lo que permitió a los observadores científicos comprender algo real. La realidad en cuestión, observada en casi todas las sociedades a lo largo de los milenios, había sido tratada como un vicio o una especie de patología. O en algunas sociedades como un signo de poder espiritual, o su inverso, una abominación. Pero por fin se empezó a reconocer, y a convivir con ella, como una variante minoritaria no patológica de la condición humana. Es decir, algo real y banal a la vez.

Adiós a las acusaciones y mentiras

He estado describiendo para ustedes los cambios en las relaciones sociales que fueron necesarios y suficientes para que se hiciera un descubrimiento científico. Un descubrimiento que, al establecerse como real, empieza a barrer las acusaciones, las mentiras y las formas de desprecio que habían dominado la discusión hasta entonces.

Desde los años 50, cada vez más personas, empezando por los países occidentales, han reconocido que esta percepción es correcta. Sobre todo, al conocer personalmente a personas que se autodenominan “gays” o “lesbianas”. Es esto lo que ha permitido que el perdón de Dios se despliegue de tal manera que la vida reconciliada en este ámbito se hace pensable y vivible. Es decir, una vida reconciliada como la que se vive cada vez con menos preocupación en muchos países occidentales. Sobre todo en aquellos países que son tributarios de la cultura católica y protestante. Países formados dentro de la tensión histórica entre Papa y Emperador, Fe e Ilustración. Las mismas tensiones históricas, de hecho, que, a lo largo de los siglos, arrojaron las condiciones de posibilidad del método científico.

Esta misma vida reconciliada es deseada intensamente por muchísimos jóvenes que, aunque viven en países donde esta verdad aún no ha sido recibida, anhelan habitarla. Pagan muy caro, incluso con su vida, el privilegio de poder regocijarse en lo que son, de encarnar lo que saben que son. Aunque muchos de ellos, y de nosotros, somos conscientes de que esa realidad, que tardó cientos de años en surgir en unas circunstancias culturales concretas, no puede trasladarse inmediatamente a otra cultura sin producir trastornos sísmicos. Pero tampoco podemos permitir que la “cultura” se convierta en una justificación de la violencia mayoritaria. Hacerlo sería retroceder en las cosas que aprendimos a ser verdad de la manera más difícil: a través de nuestra propia superación parcial de nuestra propia violencia mayoritaria.

¿Por qué he querido empezar con esta breve introducción histórica? Bueno, no para criticar la “heteronormatividad”. Me encanta el mundo de descubrimientos que ha abierto nuestra invención de la heterosexualidad en los últimos siglos. Con todo lo que ofrecen a la inmensa mayoría de mujeres y hombres en términos de libertad y justicia. Y por haber hecho cada vez más ineludible la igualdad general entre mujeres y hombres.

Vivir la vida de acuerdo con la verdad

No, te he dado esta narración porque, si quieres hablar con nosotras, y quieres que te ayudemos a avanzar, la cuestión de la realidad desde la que nos hablaremos es ineludible. La cuestión de cómo vivir nuestra vida de acuerdo con la verdad ha sido central en la formación de la conciencia de cada uno de nosotros. Por lo tanto, te embarcarás en conversaciones en un nivel de igualdad con personas cuya conciencia ha sido formada por un duro viaje en primera persona hacia la verdad.

Como cristianos, y entre cristianos, como deja claro Amoris Laetitia, no hay otro nivel en el que se pueda conversar que el de la igualdad. No hay una voz paterna verdadera y vinculante en la Iglesia. Desde la venida de Cristo, la voz de Dios ha sido y es ineludiblemente fraterna. Y, impulsado por el Espíritu Santo, todo verdadero proceso de aprendizaje es horizontal, entre nosotros. Si os encontráis queriendo aferraros a alguna voz paterna, y así enseñar desde lo alto, entonces os encontráis en marcha atrás, dirigiéndoos a un mundo aún más idólatra que el nuestro.

Esta conversación que estamos comenzando a emprender, la he vivido personalmente durante más de cincuenta años. Y en público desde hace casi cuarenta. Lo único que puedo decir que ha sido constante, lento pero constante, a lo largo de estos años, es la llegada horizontal entre nosotros de la realidad veraz. El reconocimiento de que la orientación estable hacia el mismo sexo es una variante minoritaria y no patológica de la condición humana se ha convertido en algo cada vez más seguro y pacíficamente aceptado tanto por los científicos como por la población en general. Al igual que la sensación de que los portadores de esta variante minoritaria somos más funcionales, más estables, más felices y más capaces de entablar relaciones humanas enriquecedoras en la medida en que aceptamos esta verdad como parte formativa de nuestras vidas, como parte de nuestra capacidad para contribuir al florecimiento de los demás y de nosotros mismos.

A juzgar por el número de personas con las que he hablado de estos temas, de todos los continentes, en los últimos cuarenta años, no soy en absoluto el único que ha emprendido un largo viaje hacia la autoaceptación. Y como ha sido el caso de muchos de mis compañeros, mi camino ha sido penitencial. Poco a poco mi corazón ha sido roto por Dios que me perdonaba mis idolatrías, mis falsas seguridades, mi deseo de huir de ser quien soy y en cambio convertirme en otra persona, mi huida de ser amada tal y como soy. He tenido que aprender a reconocer, y a distinguir, la verdad que viene de Dios, y las mentiras que fluyen de quienes se toman como defensores de la verdad de Dios, y que buscan tan firmemente vigilar la pertenencia en la Iglesia. He tenido que aprender que no es poca la tentación de seguir el juego clerical, de avanzar profesionalmente, pero al precio de callar lo que es la verdad de mi vida, como lo es la de tantos y tantos hermanos sacerdotes. Es una tentación que abre el camino a un pecado muy grave: el de haber ganado el mundo y haber perdido mi alma.

Los que hemos conocido de cerca las llamas del infierno tenemos sed de verdad. Porque sabemos que para evitar esas llamas y llegar a ser un verdadero cristiano, un verdadero ser humano, hay que evitar sobre todo el autoengaño sobre lo que es real, sobre lo que el Creador está haciendo nacer. Muchos de nosotros ya hemos trabajado, a nivel psicológico y espiritual, muchos de los argumentos que la autoridad eclesiástica ha esgrimido al tratar de imponer otra “realidad”, más conveniente para sus costumbres institucionales. Esos argumentos no convencen, sea cual sea la supuesta autoridad de quienes los esgrimen. Porque todos ellos imaginan que la realidad que nos ha mostrado quiénes somos, a lo largo de mucho tiempo, y a través de innumerables confirmaciones, no viene de Dios.

Entonces, imaginemos que, como en el pasado, se quieren tomar posiciones públicas, por ejemplo, respecto a nuestros matrimonios, o a nuestra capacidad para ejercer determinados trabajos, o a nuestra aptitud para la adopción, para la maternidad o la paternidad. Pues mientras esas posiciones sigan partiendo de vuestra premisa básica,la que pretende obligarnos a deducir quiénes somos negativamente, a partir de un a priori fundado en el acto matrimonial abierto a la procreación, tendrán nula capacidad para convencernos, o, cada vez más, a cualquier persona de buena voluntad, de nada. ¿Pueden enfrentarse al hecho de que la premisa es falsa? Para que ustedes mantengan su sistema es necesario que aceptemos que somos heterosexuales defectuosos. Sin embargo, si no lo aceptamos, no es porque seamos rebeldes especialmente perversos, o peligrosamente desobedientes, sino porque no es cierto.

Para ser fiel a tu sistema, no puedes hablar con nosotros. Porque no somos las personas que necesitas que seamos para poder hablar con nosotros. Puedes hablar, como has hecho en el pasado, sobre nosotros, describiéndonos como un “ellos” o una “ellas”. El gran reto al que te enfrentas es que si decides hablar con nosotros, este mismo hecho implica el reconocimiento de una realidad para la que careces de una verdadera descripción.

Intentemos ser rigurosos

Tradicionalmente sólo ha habido dos fuentes a partir de las cuales la Iglesia ha tratado de abordar esta cuestión. Por un lado, ciertos textos bíblicos, y por otro, ciertas deducciones razonadas de nuestra llamada “ley natural”. De los textos bíblicos no se puede deducir nada en absoluto con certeza sobre la variante minoritaria no patológica de la condición humana que llamamos “homosexualidad”. A lo sumo, esos textos pueden ayudarnos a criticar las prácticas culturales violentas y abusivas. Pero ahora podemos distinguir muy claramente entre esas prácticas, por un lado, y, por otro, las relaciones que surgen de una orientación profunda y se ejercen en libertad por quienes comparten una cierta igualdad social.

En relación con la versión actual del derecho natural que sostienen las Congregaciones romanas en este ámbito, podemos decir algo con absoluta certeza. Deducir lo que son las personas a partir de una prohibición tradicional de actos que serían contrarios a algo que esas mismas personas no hacen ni intentan hacer es una proeza de circularidad lógica. Y la lógica circular nunca ofrece realmente información nueva sobre nada. Pero lo que es más importante que esto es el reconocimiento de que, dejando de lado estas dos no fuentes, no hay de hecho ninguna otra fuente en la revelación divina que tenga algo que decir sobre esta realidad. Lo que tenemos, en cambio, es la forma horizontal y relacional en que la Sabiduría de Dios hace presente la realidad inteligible de la Creación en medio de nosotros para mostrarnos el amor de Dios por nosotros. Para eso no hay autoridad externa. Sólo la autoridad fraterna que nos ayuda a mantenernos unidos mientras navegamos en nuestra inducción eclesial a la realidad.

Así, ni la Escritura, ni la Tradición, ni la Ley Natural han sabido reconocer o hablar con veracidad de esta realidad. No es de extrañar, dado que nuestro reconocimiento como variante minoritaria no patológica es muy reciente. Sin embargo, este reconocimiento sí se produjo entre nosotros, ya que la dinámica del Espíritu Santo siguió exactamente el camino predicho por Jesús en los capítulos 15 y 16 del Evangelio de Juan. Tú vas a elegir hablar con personas que han sido formadas por ese camino hacia la verdad, y que han aceptado que han sido formadas por la realidad de esta manera. Nadie está obligado a entrar en la realidad, pero la propia realidad nos invita a todos a entrar en ella con amistad. Eso es parte de lo que significa la doctrina de la Creación.

La conversación por la que empezamos a elaborar lo que puede ser una auténtica enseñanza de la Iglesia en este ámbito es una conversación en la que la autoridad de la Iglesia sólo se está atreviendo a entrar. Sospecho que ese atrevimiento adoptará la forma de un tímido reconocimiento de que los gays y las lesbianas, con todos los defectos que compartimos con el resto de la humanidad, somos capaces de aprender a decir la verdad. Que nuestra narración en primera persona es la de una hija o hijo de Dios con buena conciencia. Pecador, sin duda; equivocado en muchas cosas, por supuesto; pero no radicalmente engañado en cuanto a lo que somos. Sospecho también que Dios nos hará a todos testigos del “¿por qué?”, del “¿por qué?”, del “¿para qué?” que hay detrás de la bendición de Dios a la humanidad con un don tan extraño. Siempre y cuando nos ayudemos mutuamente a compartir el perdón de Dios y así entrar juntos en la realidad creada como herederos del Reino.

Os dejo con las palabras de Gaudium et Spes 36.2, que espero sean paradigmáticas para nuestro trabajo.

“Si por autonomía de los asuntos terrenales entendemos que las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que deben ser gradualmente descifrados, puestos en práctica y regulados por los hombres, entonces es totalmente correcto exigir esa autonomía. Ésta no sólo es exigida por el hombre moderno, sino que armoniza también con la voluntad del Creador. En efecto, por la misma circunstancia de haber sido creadas, todas las cosas están dotadas de su propia estabilidad, verdad, bondad, leyes propias y orden. El hombre debe respetarlas a medida que las aísla mediante los métodos apropiados de cada ciencia o arte. Por lo tanto, si la investigación metódica dentro de cada rama del saber se lleva a cabo de manera genuinamente científica y de acuerdo con las normas morales, nunca entra en verdadero conflicto con la fe, ya que los asuntos terrenales y las preocupaciones de la fe derivan del mismo Dios. En efecto, quien se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad con una mente humilde y firme, aunque no sea consciente de ello, está siendo guiado por la mano de Dios, que sostiene todas las cosas en la existencia y les da su identidad. En consecuencia, no podemos sino deplorar ciertos hábitos mentales, que a veces se encuentran también entre los cristianos, que no atienden suficientemente a la legítima independencia de la ciencia y que, por los argumentos y controversias que suscitan, llevan a muchas mentes a concluir que la fe y la ciencia son mutuamente opuestas”.


Fuente Religión Digital

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