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2.11.21 Día de Ánimas. El purgatorio no es un dogma separado de Cristo, sino un elemento esencial su pascua

Martes, 2 de noviembre de 2021

imagesDel blog de Xabier Pikaza:

Es un tema del que se viene dialogando desde hace más de sesenta años y en esa línea quiero seguir reflexionando en este tiempo en que muchos parecen dudar de su existencia y, lo que peor, añaden que no importa lo que sea, corriendo así el riesgo de pasar por alto un elemento importante del kerigma y de la vida del cristiano.

No es un dogma puramente antropológico que pueda desligarse  del misterio pascual de Jesús, sino un momento radical de ese misterio,  tal como ha sido formulado por el el credo de los apóstoles, cuando dice que Jesús  “descendió a los infiernos” (al purgatorio), para compartir la suerte de los muertos, liberándolos de la destrucción eterna (un tema sobre el que ha reflexionado de un modo especial H.Urs von Balthasar, en su estudio sobre el Triduo Pascual, publicado en MS).

No es un dogma aislado,  que pueda separarse de los otros, sino un momento esencial de la encarnación redentora (pascual) de Cristo que “descendió a los infiernos” para acompañar y liberar a los que “esperaban” (=esperan) su santo advenimiento. Así lo entendió la iglesia antigua y lo sigue entendiendo la de Oriente, que no ha necesitado nunca ni necesita un dogma separado sobre el purgatorio (pues su tema queda integrado en la pascua-resurrección de Cristo).

Es un dogma vinculado a la culminación de la experiencia humana en Cristo, como indicarán las reflexiones que siguen.

Introducción

             El dogma de fondo no son las almas/ánimas que necesitan ser purgadas o sacadas de un tipo de cárcel penitencial, sino Cristo que se ha encarnado (=sigue encarnándose) en la historia de amor y dolor, de vida y muerte de los hombres. Ciertamente, la devoción cristiana ha representado con mucho amor (y a veces con cierto tenebrismo) la cuestión del purgatoria.

     Es bellísima la imagen de la Virgen sacando almas del purgatorio. Es importante la devoción a las almas del purgatorio con quien muchos se mantienen unidos en oración, la comunión eucarística con ellos, la apelación a la Indulgencia de Dios (no a las indulgencias con días particulares etc. etc.).

Pero eso son detalles secundarios. El dogma es Cristo (=Dios encarnado) que vive en los hombres, asumiendo su historia, una historia en marcha, en la que vivos y difuntos nos mantenemos (=estamos comprometidos) de modos distintos en la “marcha” de la vida.

   Eso significa que el camino de vida de los difuntos no ha terminado todavía, pues formamos todos un “cuerpo” en marcha, en comunión de gracia y amor, hasta la plena reconciliación (la plenitud del Reino, cuando el Dios de Cristo sea todo en todos (1 Cor 15, 28)

Un purificatorio

Según la teología tradicional, purgatorio (en sentido figurado) es el “purificatorio”, que no se entiende como “tiempo” sino como proceso de transformación creyente (nos atrevemos a decir “cristiana”) de aquellos que han muerto sin hallarse aún preparados para alcanzar la bienaventuranza de Dios (=que no han llegado aún a la meta de la vida en Dios, que es la parusía plena de Jesús, la resurrección de todos los muertos).

Lo que llamamos purgatorio no es algo que se aplica sólo a las almas separadas, ni tiene un sentido puramente medicinal, como el de las purgas que se empleaban antiguamente para curar a un tipo de enfermos de cuerpo. De un modo semejante,, los enfermos de alma, necesitarían una purificación espiritual, a fin de limpiarse por dentro, para así recibir el amor de Dios y responderle igualmente en amor, amando a los demás hombres y mujeres, llegando de esa forma al cielo.

Por eso, más que de purgatorio e incluso de purificatorio, habría que hablar de amatorio, es decir, de aprendizaje y experiencia de amor, pues quien no ha conseguido amar o recibir en gratuidad el amor de Dios en Dios no está preparado para responderle en amor. Es, por tanto, una escuela de amor, donde el símbolo del fuego no emplea en clave de castigo, sino de creatividad de amor.

De todas formas, la Iglesia Católica no ha logrado explicar plenamente el purgatorio/amatoria, de manera que, en general, las iglesias protestantes se oponen a su visión del tema, negando incluso la existencia del purgatorio. Pero muy posiblemente esa oposición protestante se dirige a un tipo de “mercado” del purgatorio (¡misas por los difuntos, en sentido casi comercial!) más que a la visión recta del tema.

              Sea como fuere, el purgatorio forma parte de la experiencia más honda de la vida humana: Los muertos siguen de algún modo viviendo, tienen una función muy importante en nuestra vida. No son simplemente “di-funtos” (de-functi: los que no tienen ya ninguna función que cumplir)… Sino que su función consiste en mantener nuestro pasado. Por ellos somos, ellos definen de alguna manera lo que podemos ser; y nosotros, los que aún vivimos, seguimos manteniendo en vida a los difuntos, esperando la utopía de la nueva humanidad, de la vida de todos los que han muerto.

  Estrictamente hablando, el símbolo del purgatorio no aparece en la Biblia, aunque se conocen y aceptan en ella las oraciones por los difuntos, como aparece no sólo en 2 Macabeos 12, 43-46 (que es el texto clásico sobre el tema), sino en el conjunto de la piedad israelita y cristiana. En esa misma línea se puede entender un pasaje de Pablo (1 Cor 15, 29), donde se habla de aquellos que se “bautizan” (es decir, se purifican) por los muertos.

Pero más que en unos textos aislados, la experiencia y teología del purgatorio ha de entenderse desde la visión completa de la fe cristiana, que es una fe en la vida, en la transformación y resurrección de los creyentes, es decir, de todos los hijos de Dios, por medio de Jesús. En ese sentido, creo que el purgatorio forma parte del proceso de muerte y resurrección de los hombres en Cristo, para integrarse en el camino de su salvación, para resucitar con él (desde Dios) a la vida eterna (que es Dios Todo en todos). Ese es el principio de purgatorio, la afirmación de que la “vida” de los creyentes no termina con la muerte, sino que se abre en y por ella al despliegue de la luz/amor de Dios   Una historia y realidad compleja

El purgatorio puede vincularse con las “pruebas de purificación” que aparecen en diversas religiones: ellas son como pasos que el novicio o candidato a la madurez debe superar, a fin de alcanzar la perfección y adquirir de esa manera el conocimiento perfecto del misterio y la integración en el grupo de los purificados.

a. Cárcel penitencial. El purgatorio tras la muerte se ha comparado con una cárcel temporal, donde los delincuentes expían por los pecados que han cometido y se purifican, con el fin de integrarse de nuevo en la sociedad, viviendo en ella en una situación de limpieza. Entendida así, la cárcel responde no sólo a la justicia del “talión” (cada uno debe “pagar” por lo que ha hecho), sino también a una exigencia de maduración personal.

Los hombres, especialmente aquellos que son reos de una determinada culpa, tienen que compensar por el mal que han realizado y alcanzar de esa manera la madurez personal que se necesita para vivir en situación de libertad; no es una cuestión de justicia exterior, sino de plenitud interna.

b. Purgatorio tras la muerte. Aparece básicamente como una interpretación teológica de la necesidad de purificación de aquellos que han muerto sin haber logrado una pacificación interior y una maduración personal.

Las religiones de la interioridad (hinduismo, budismo) tienden a interpretar esta necesidad de purificación a través de la doctrina de las reencarnaciones: los espíritus que no han llegado a estar pacificados y no han alcanzado su nivel de perfección, tienen que volver a introducirse en los ciclos de la vida, para así purificarse, hasta alcanzar el estado de inmersión total en lo divino (o en lo nirvana).

Por el contrario, los cristianos católicos han desarrollado la doctrina del purgatorio como medio de purificación individual (para cada hombre o mujer) y lo han concebido como un estado de vida intermedia entre este mundo y el cielo. Los que mueren en estado de imperfección no nacen de nuevo en la tierra, ni van directamente al “cielo” (ni son destruidos para siempre, como los posibles condenados del → infierno), sino que han de ser “purificados” tras la muerte, en un tipo de vida intermedia, que tiene precisamente esa función purgativa de limpieza.

c. Culto a las almas del purgatorio. Es de doble tipo, conforme a la doctrina de la “comunión de los santos”, que vincula a las tres “iglesias”: militante (de la tierra), purgante (del purgatorio) y triunfante (de los que han alcanzado el cielo, culminando de esa forma su camino de lucha).

La visión de esa iglesia purgante, cuyos miembros difuntos (almas del purgatorio) pueden orar por los vivos de la iglesia militante y recibir la ayuda que ellos les ofrezcan (especialmente a través del sacrificio de la misa) ha formado una parte esencial de la piedad católica de la Edad Media y Moderna.

Ese culto por las almas del purgatorio se ha realizado, según eso, en una doble dirección: los vivos han rogado por los muertos (para que culmine su purificación y salgan del purgatorio, triunfando en la vida superior del cielo); los difuntos del purgatorio han rogado por los vivos, protegiéndoles en los diversos peligros de la vida.

Disputa sobre el purgatorio. Un poco de protesta.

Está vinculada, sobre todo, con las formas externas de culto a las almas del purgatorio y, en especial, con las indulgencias. Fue una disputa que nació en torno al siglo XIII y culminó en el siglo XVI, con la crítica de los protestantes y las declaraciones del Concilio de Trento.

Una gran parte de los católicos medievales vivieron muy preocupados (incluso obsesionados) por la idea de la salvación eterna, vinculada a la superación del purgatorio donde se suponía que penaban las almas de gran parte de los hombre y mujeres que habían fallecido, como puso de relieve Dante (1265-1321), de manera impresionante, en la segunda parte de la Divina Comedia, dedicada en especial al Purgatorio. Conforme a la visión común de aquel tiempo, el poeta pudo imaginar las diversas formas y tiempos de purificación de los muertos, hasta alcanzar la salvación eterna.

En este contexto, ha tenido (y sigue teniendo) una importancia especial la celebración de la Eucaristía como “sacrificio” por los muertos. Podemos recordar que, al menos en la mente de muchos creyentes devotos, la eucaristía dejó de ser celebración comunitaria de la muerte y de la vida de Jesús (expresada en la comunión de plegaria y de comida de los creyentes), para convertirse en un medio de expiación y remisión de los pecados de los difuntos.

Con esta finalidad se multiplicó la celebración de “misas” y muchos tuvieron la impresión de que la superación del purgatorio estaba vinculada al número de veces que pudieran celebrarse a favor los difuntos (con los aspectos económicos, sociales y litúrgicos que esa suponía). En esa misma línea ha venido a situarse la concesión de “indulgencias” que papas y obispos han decretado, con el fin de ayudar a los difuntos a través de la recitación de determinadas oraciones o de la realización de algunos ejercicios de piedad e, incluso, de prestaciones económicas.

En contra de esta doctrina de las indulgencias y de la celebración de misas por los difuntos se empezó elevando la Reforma de Lutero, con sus 95 tesis del año 1517. Estrictamente hablando, en su raíz, el protestantismo no ha negado la posibilidad (o la existencia) de un purgatorio, entendido como signo (no estado) de purificación y transformación de los hombres y mujeres a los que Dios llama a su Reino por Cristo.

Pero esa purificación no es algo que se pueda medir ni cuantificar en tiempos específicos (¡diez años de purgatorio!) a través de un tipo y tiempo de indulgencias (¡plenarias, de cien años…!) o de celebraciones rituales, sino que forma parte del misterio de la “comunión” de los santos, es decir, de la comunicación creyente (mesiánica) de todos los hombres y mujeres de la historia.

Pienso que, de alguna forma, todos los cristianos, incluidos los católicos, nos hemos hecho un poco protestantes. Admitimos el misterio de la comunión de los santos y de la oración que nos vincula a todos los creyentes (a todos los hombres, vivos y muertos) en el misterio de Cristo, pero nos cuesta mucho entender el sacrificio en un sentido antiguo, y más el sacrificio de la misa en línea penitencial. Para la mayoría de los católicos actuales no se puede ya hablar (ni se habla) de un dogma del purgatorio.

 Reflexión de conjunto. Catecismo de la Iglesia católica

El purgatorio ha sido (y en parte sigue siendo) uno de los elementos fundamentales de la visión religiosa de muchos católicos, especialmente en los medios populares. A pesar de los excesos que se han podido cometer en este campo, el purgatorio constituye uno de los símbolos más importantes de la experiencia cristiana, pues nos sitúa ante la puerta de la muerte y de la resurrección, con sus grandes paradojas, con su inmensa esperanza.

(a) Por un lado, aquellos que mueren (¡todos los hombres!) quedan en manos de la misericordia de Dios, que les ofrece su salvación en Cristo.

(b) Pero, al mismo tiempo, ellos siguen siendo aquello que han sido y son (en sí mismos y desde los otros), de manera que necesitan rehacer su vida, desde el don de Dios, en comunicación con todos los restantes hombres y mujeres de la tierra.

(c) El purgatorio nos sitúa en el lugar donde se distinguen y encuentra las dos “comunidades” de creyentes: los que caminan en este mundo y los que ya han muerto. De un modo lógico, el recuerdo y el culto a los muertos formas parte de la vida y esperanza de aquellos que viven.

Ésta es una doctrina que sigue siendo importante para el cristianismo. Desde ese fondo podemos citar algunos números que el Catecismo de la Iglesia Católica ha dedicado al tema:

«Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los concilios de Florencia [1439] y de Trento [1563]. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura -por ejemplo, 1 Corintios 3,15; 1 Pedro 1,7-, habla de un fuego purificador. Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2 Mac 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos, y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos» (CEC 1030-1032).

Ésta es la doctrina oficial del catecismo… Es “oficial”, pero no ha sido admitida por gran parte de los católicos actuales. Por otro lado, la referencia a 2 Mac, siendo “venerable” termina siendo “penosa” a no ser que se entienda en su contexto, que es quizá más pagano que judíos..  Ella refleja la tradición venerable de la Iglesia católica. Pero a partir de ella se puede avanzar, en la experiencia y en la teología.

Quizá se pueda decir que el “purgatorio” es el mismo amor de Dios  en Cristo que será capaz de hacer que todos los hombres amen; no será “penorio” (lugar de penas), sino amatorio (experiencia y camino de felicidad y amor, porque sólo aquellos que aprenden a amar (se dejan transformar en amor y por amor para la felicidad) podrán vivir plenamente en Dios.

En ese sentido, el purgatorio forma parte de la experiencia cristiana de un Dios que quiere ser amor total, todo en todos por gracia. El purgatorio es la experiencia y certeza de un excedente de gracia; es la certeza de que el infierno no podrá dominar sobre la Vida de Dios. La forma de “orar” por las almas de purgatorio y de acompañarlas (y de dejarnos acompañar por ellas) en el camino de la vida eterna forma parte del misterio de la comunión de los santos.

Pero hay un modo infalible de ayudar (=acompañar)  a las almas del purgatorio (almas son las “personas”)  en cuerpo y alma: es ayudar a vivir en amor y solidaridad a los hombres y mujeres de este mundo; es procurar que ese infierno de mundo se vuelva lugar de purificación para la vida y la esperanza, en ese mundo en que habitamos los hijos de Dios.

Un símbolo importante, un símbolo que da que pensar

El purgatorio en sí no es un dogma cerrado, sino un símbolo que nos permite entender mejor la “suerte” de aquellos que han muerto sin estar purificados para Dios. Las religiones de la interioridad (hinduismo, budismo) tienden a interpretar esta necesidad de purificación por medio de las reencarnaciones: los hombres que no han alcanzado la purificación completa, han de volver a introducirse en los ciclos de la vida, para así alcanzarla, hasta introducirse de un modo total en lo divino (lo nirvana).

Por el contrario, algunos cristianos (los católicos) no aceptan la doctrina de reencarnaciones. Los que mueren en estado de impureza no nacen de nuevo en la tierra, ni van directamente al “cielo” (ni son destruidos para siempre, como podrían ser los condenados al infierno), sino que han de ser “purificados” en el contexto de la historia universal de la salvación.

‒ De nuevo la disputa histórica sobre el purgatorio.  Surgió en torno al siglo XIII y culminó en el siglo XVI, con la crítica de los protestantes y las declaraciones del Concilio de Trento. Una gran parte de los católicos medievales vivieron muy preocupados (incluso obsesionados) por la idea de la salvación eterna, vinculada a la superación del purgatorio donde se suponía que penaban muchas almas de los hombre y mujeres que habían fallecido, como puso de relieve Dante (1265-1321), en la segunda parte de la Divina Comedia.

Pues bien, para “ayudar” a las almas del purgatorio se multiplicaron las “misas” y se concedieron “indulgencias” de papas y obispos. En contra de ellos se elevó la Reforma de Lutero (año 1517), pero sin resolver el fondo del tema. No se trataba de misas o indulgencias, sino de la experiencia y camino de purificación de los vivos y de los muertos, en el camino que conduce a la plena redención de la historia (de los hombres de la historia).

 – No se trata de una disputa sobre el más allá, sino de una exigencia de transformación en el más acá, en la misma historia. O nos transformamos o morimos…

A pesar de los excesos que se han podido cometer en este campo, el purgatorio constituye un símbolo importante para situar y entender la experiencia bíblica de la salvación.

(a) Por un lado, aquellos que mueren (¡todos!) quedan en manos de la misericordia de Dios, que les ofrece su salvación en Cristo. En ese sentido, porque hay Dios, y Dios es Vida, como se ha revelado en Cristo, podemos y debemos esperar la “Vida eterna”, es decir, el pleno despliegue de la vida para todos los vivientes.

(b) Pero esa misma misericordia de Dios ha de purificar a los vivientes, para que alcancen en plenitud la gloria. Entendido así, el purgatorio no es un “penorio” (lugar de penas), sino un purificatorio y amatorio, un camino de transformación de la vida en amor, pues sólo aquellos que aprenden a amar (se dejan transformar en amor y por amor para la felicidad) podrán vivir plenamente en Dios.

(c) Ese purgatorio que es purificatorio (transformación para la Vida) ha de empezar aquí. Conforme a la Salve, la vida tiene algo de “valle de lágrimas”, pero ha de serlo desde el don de la vida y para la Vida. Debemos asumir los costes de la justicia y el amor, que no son daños colaterales, sino exigencias centrales de una vida hecha para el gozo del amor, y en especial para el amor de los demás, para que puedan transformar el valle de lágrimas en campo de esperanza (como supo ya el profeta Oseas).

(d) En ese sentido, el purgatoria forma parte de la experiencia cristiana de un Dios que quiere ser amor total, todo en todos por gracia (en la línea de 1 Cor 15, 22). Se trata de que, siendo Dios “todo en todos”, todos los hombres y mujeres, que han vivido y que vivirán en el futuro, se encuentran implicados en un camino purificación y transformación, empezando por este mismo mundo (por que los viven en un determinado momento en el mundo), pero abriéndose a todos los que han muertos, pues todos se comunican entre sí, de un modo misterioso, en Cristo, que resucita y vive en el despliegue total de la historia de los hombres.

Jesús descendió a los infiernos (=al purgatorio).

Al comienzo de esta reflexión me ha referido a ese tema, comparando el purgatorio con el “infierno” al que Jesús descendió (=desciende) para liberar a los muertos. La confesión pascual incluye la certeza de que Jesús fue sepultado, como indican Pablo (1 Cor, 15, 4) y los evangelios (cf. Mc 15, 42-47). Pues bien, el Credo de los apóstoles añade que descendió a los infiernos expresando un misterio de muerte y de victoria sobre la muerte, que pertenece a la experiencia originaria de la iglesia.

         Ciertamente, la muerte de Jesús es para los cristianos una consecuencia del pecado de la historia de los hombres. Pero ella es, al mismo tiempo, principio de resurrección, fuente de gracia. Jesús asumió el infierno de la opresión y de la muerte para abrir con su vida y su pascua un camino de resurrección para todos[1].

         El evangelio de Mateo  (cf. Mt 27, 51-53) afirma que a la muerte de Jesús comenzaron a resucitar los muertos.  En un contexto como ése, la tradición cristiana ha confesado  que Cristo bajó a los infiernos, al “lugar”de los muertos (es decir, al purgatorio), culminando así el camino de su vida, al servicio de los expulsados, pobres, enfermos y endemoniados.

         Conforme a la visión tradicional, ese infierno (sheol, hades, seno de Abraham…) era el destino de todos los difuntos, un lugar al que nadie podía venir para liberar a los muertos, del tipo que fueran. Pero Dios ha venido por Cristo para hacerlo, es decir, para rescatar a los muertos, ofreciéndoles su resurrección. En esa línea, el Credo dice que descendió a los infiernos y que al tercer día resucitó de entre los muertos, ratificando así la plena en‒carnación (en‒mortalidad) de Jesús, pues quien no muere no ha vivido, y quien no muere por los demás se encierra y perdura en su muerte:

 ‒ Jesús murió y fue enterrado (cf. Mc 15, 42-47 y par; l Cor 15, 4). Sólo quien muere de verdad, siendo enterrado (en muerte real, no aparente, habiendo iniciado así el proceso de descomposición, situado simbólicamente a los tres días) puede resucitar “de entre los muertos”. En ese sentido, la Iglesia confiesa que Jesús ha bajado al lugar de no retorno que es la muerte, para compartir la “maldición” de los muertos, e iniciar el nuevo camino de la vida.

‒ “Sufrió la muer­te en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcela­dos que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé…” (1 Pe 3, 18-19). Estos espíritus a quienes anunció la salvación no eran sin más los condenados a la muerte, sino, de un modo especial, los ángeles perversos de ciertas tradiciones apocalípticas. la tradición de Henoc. Como hemos visto, Henoc no podía liberarles, pero Jesús puede hacerlo; por eso ha muerto, por eso ha bajado al infierno, para vencer así a la muerte, no como Jonás, para estar allí por un tiempo, sino como salvador, para liberar a todos los encarcelados (a todos los que estaban en un infierno convertido en purgatorio).

— El credo de los apóstoles avanza en esa línea y afirma que Jesús bajo a los infiernos (al purgatorio de la vida y de la muerte) para liberar de la muerte a los que mueren. Esa ha sido y sigue siendo la confesión más honda de la fe cristiana.  Jesús ha descendido por su muerte al infierno de la historia humana, a todos los infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento.  abriendo así un camino de resurrección universal, de forma que Dios pueda ser y ser “todo en todos” (1 Cor 15, 58), en línea de “apocatástasis”: reconstrucción de todo, destrucción del infierno.

Dios salvador, salvación universal en Cristo

             En esa línea, fijándonos de un modo especial en Mt 25, 31-46 (cf. cap. 20, 25‒27), debemos seguir afirmando que el infierno es lo opuesto a Dios y que sólo puede darse allí donde (en el caso de que) existan hombres que rechazan de un modo eficaz y consecuente el proyecto y deseo de amor, que se expresa como ayuda a los hambrientos, extranjeros, enfermos y encarcelados, del tipo que sean, sin condenar nunca a nadie.

Según eso, de un modo consecuente, a pesar de las palabras externas de Mt 25,31-46 (¡apartaos de mí malditos…!), el Dios de Jesucristo se ha identificado con todos los que sufren sean moralmente buenos o malos (incluso con los encarcelados, que pueden ser moralmente peligrosos), de manera que en él pueden hallar todos un camino de salvación en la línea ya evocada en 1 Cor 15, 28, de forma que Dios sea “todo en todos”.

Entendido así, el infierno no es una realidad objetiva, dada ya por siempre, de antemano, sino una posibilidad que surge allí donde la invitación al amor corre el riesgo de no ser aceptada. Lo que llamamos hoy  infierno es, en sentido radical, un purgatorio, un camino de transformación de la muerte en vida.

Ciertamente no puede existir cielo propiamente dicho (en libertad y gracia) sin posibilidad de condena, pues un hombre que no puede condenarse (negarse a sí mismo, negarse al Dios de la gracia) no sería libre, capaz de amor, y un cielo impuesto no sería cielo. Desde la vida en gracia que ofrece Dios en Cristo, los hombres pueden elegir la muerte que ellos mismos vamos tejiendo con su egoísmo, pero el Dios de Cristo sigue siendo siempre mayor que ese poder de destrucción que somos Por eso, la negación o infierno no es nunca la última palabra.

Pero de hecho conforme al camino de Dios (conforme al dogma clave de la bajada de Cristo al infierno), todos los infiernos pueden ser transformados y convertidos por Cristo en camino de cielo. Teóricamente seguimos teniendo la necesidad de hablar de un infierno (de una negación total de vida),  pero, en la práctica, por Cristo, todo infierno es posibilidad de cielo.

Sin duda, el tema no es fácil de resolverse en un plano teórico, pero las razones bíblicas para hablar de una “salvación universal” (abierto a todos) nos parecen concluyentes, a partir de una serie de textos que he venido comentando en los capítulos anteriores. (a) Jesús ha superado el talión, pidiendo a los hombres que perdonen a sus enemigos. Un Dios que no perdonara a los pecadores iría en contra del mensaje de su Cristo. (b) La iglesia sabe que Jesús ha vivido y muerto por todos, de manera que su sangre ha sido “derramada por muchos” (peri, hûper pollôn, en sentido de muchos‒todos; Mc 14, 24 par). (c)  Pablo dice que en Cristo han sido “vivificados” todos (cf. 1 Cor 15, 22), añadiendo que, por medio de él, Dios será todo en todos (1 Cor 15, 28).

Pero no es momento de repetir aquí los argumentos anteriores, que he venido desarrollado a lo largo de  mi Teología de la Biblia. Vuelva al conjunto del libro (y al sentido de conjunto de la Biblia) quien quiera precisar el tema.

Aquí sólo he querido ratificar lo ya dicho paso a paso en esa Teología de la Biblia, entendida como principio de salvación universal en amor, pero, al mismo tiempo, en libertad radical, de manera que, en sentido fuerte, los hombres (en especial algunos) podrían rechazar de tal manera ese camino, oponiéndose de tal forma al amor de Dios, que no podrían ser “salvados” ni por Dios (conforme a nuestra débil y frágil teología). Pero Dios está por encima de nuestra teología, como el mensaje y camino de la Biblia está por encima de nuestros argumentos lógicos.

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