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Como un tesoro, como una perla…

Viernes, 9 de octubre de 2020

40. A 17A propósito de Mt 13,44-52
José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).

ECLESALIA, 18/09/20.- ¿Son las parábolas del agricultor que, involuntariamente, halla un tesoro y del comerciante que, como fruto de su insistencia en el oficio, encuentra una perla valiosísima, las referencias más bellas con las que el Maestro se refiriese al Reino de Dios? Sí, sin duda alguna. Pero así y todo, Jesús no deja de contextuar tanto el tesoro como la perla en el ajetreo cotidiano del trabajo humano: cada quien en lo suyo, tanto el mercader como el labrador, experimentan un hallazgo sorprendente y de un valor tal que los lleva a tomar una decisión inmediata en relación con la economía propia, sí, pero que acabará determinando a futuro la totalidad existencial de cada uno de los figurantes de estos relatos de Jesús de Nazaret.

En cuanto al tesoro, en el mundo antiguo son comunes las historias de campesinos o trabajadores que, encontrando una fortuna escondida, consiguen el bienestar que su situación económica precaria les ha negado. Pero, además, la cuestión del tesoro escondido es conocida también como caso jurídico: ¿a quién le pertenece? Para el derecho persa no hay duda: al rey. Para el derecho romano la solución es que el comprador de un campo retenga el tesoro si el propietario anterior no conoce su existencia. En el derecho judío, la práctica parece haber sido análoga. Y es que si bien en el mundo mediterráneo de entonces, por tesoro se entiende vestidos espléndidos, provisiones de trigo y víveres, perfumes valiosos, son más bien monedas de oro y plata o piedras preciosas lo que se tiene como objetos de acumulación para asegurar el futuro con, además, la costumbre de enterrarlas para poner semejantes caudales a buen recaudo tanto de ladrones como de situaciones imprevistas, tal como la invasión de un ejército hambriento de botín. Más aún, en la Palestina del primer tercio del siglo I, el derecho rabínico considera que la protección más segura contra latrocinios viene a ser el enterrar los dineros, a punto tal que quien lo hace queda libre de responsabilidad civil en el caso de que lo recibido fuese en depósito; por el contrario, quien envuelve en un pañuelo dinero confiado, está obligado a pagar indemnización por su precaución insuficiente.

En cuanto a la perla que, a diferencia de las gemas, productos minerales que son, es la consecuencia de la irritación —casi podría decirse del dolor— de un molusco, la madreperla, que reacciona ante la presencia de un grano de arena secretando progresivamente capas de nácar en torno a él; esas pequeñas esferas de color blanco, dueñas de un brillo del todo particular llamado, poéticamente, oriente, han sido consideradas desde los tiempos más antiguos —justamente en Oriente, aunque también en el mundo helenístico y romano de la cuenca del Mediterráneo— como la quintaesencia de lo más precioso. Obtenidas por buceadores en el mar Rojo, en el golfo Pérsico y en el océano Índico, las perlas como joyas se convierten en ostentación de lujo y en protagonistas de relatos fantásticos en relación con su valor incalculable: de Cayo Julio César, Suetonio refiere que “su más grande pasión fue por Servilia, la madre de Marco Bruto, a la que en su primer consulado le compró una perla del valor de seis millones de sestercios…” (cf. Vida de los doce césares, 50, Barcelona 1978). Si se tiene en cuenta que un sestercio es la cuarta parte de un denario y que éste, a su vez, es el salario que un jornalero recibe al día, ya se puede tener idea del valor de una perla, así el dato de Suetonio resulte exagerado. En cuanto a la Sagrada Escritura, según algunas versiones, en el Cantar de los cantares se habla de perlas en relación con el cuello de la amada. Es, con todo, seguro —junto con otras referencias diversas— que el Apocalipsis al describir el esplendor extraordinario de la Jerusalén celestial refiere, entre otras cosas, que: “…las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla…”.

En relación con el comerciante de perlas del relato, dado el término griego —emporos— con que se le nombra hay que pensar que se trata, a diferencia de un tendero, de un empresario que viaja y que maneja sumas respetables en sus transacciones, muy en contraste con el agricultor que encuentra el tesoro: de éste hay que suponer que es un aparcero que, labrando un terreno arrendado por haber perdido el suyo, golpea con el arado una vasija de arcilla con dinero y, actuando conforme a derecho —según expliqué arriba— compra la parcela extraordinariamente enriquecida por el tesoro. No deja de llamar la atención que las dos parábolas en cuestión remiten, de algún modo, a los dos extremos de la escala socioeconómica de entonces. Y sin embargo, en ambos casos, el factor de lo sorprendente, de lo inesperado, provoca una reacción igual: asumen, insisto, un riesgo total al deshacerse de cuanto tienen, seguros como están de que el valor de lo encontrado y, correlativamente, el futuro que promete su adquisición supera, con mucho, cualquier realidad presente.

Es, pues, el riesgo de asumir como propia la causa del Reino de Dios el meollo del asunto que, como un reto, propone Jesús en las parábolas en cuestión. Pero, a diferencia del miedo que suele acompañar una decisión arriesgada, tanto el labrador como el mercader experimentan una alegría explicable únicamente por su capacidad de entender el valor y la belleza del hallazgo: Dios en la persona de Jesús y su Evangelio como perla y tesoro, esto es, la posibilidad de una vida diferente, plena de sentido y de paz, en el horizonte de la igualdad fraterna del Reino de Dios. Por otra parte, la audacia que supone la reacción tanto del mercader como del campesino acaban siendo una crítica al inmovilismo que se deriva de la pertenecía al establishment por las seguridades que proporciona en forma de identidad reconocida, solvencia económica, prestigio moral, y más; en una palabra: aceptación social y religiosa. Siguen siendo, entonces, la riqueza del tesoro, la belleza de la perla, esto es, el Reino de Dios predicado por Jesús de Nazaret, una decisión de riesgo harto desafiante, al tiempo que un mentís para quienes quieran institucionalizar la dimensión liberadora del Evangelio.

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